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Tratado del Amor de Dios


LIBRO PRIMERO


San Francisco de Sales

TRATADO DEL AMOR DE DIOS


PRESENTACIÓN

I. San Francisco de Sales (1567-1622).


Nació el 22 de agosto de 1567 en el castillo de Thorens, diócesis de Ginebra, en el seno de una noble familia de Saboya. A los catorce años fue enviado a París, en donde fue discípulo de los jesuitas durante siete años. Después estudió jurisprudencia en Padua, doctorándose en derecho en 1592. Entregado a una vida de ardiente piedad, en 1586 sufrió una terrible tentación de desesperación al pensar que estaba destinado a manifestar eternamente la justicia de Dios en el infierno. Recobrada la tranquilidad por intercesión de la Virgen María, abandonó el brillante porvenir humano que le esperaba y se hizo sacerdote.

 

Sus primeros años de sacerdocio (1593-98) los dedicó preferentemente a la evangelización de la provincia de Chablais, que había sido arrastrada por el protestantismo, y que logró, tras grandes esfuerzos, recuperar para el catolicismo. En 1599 fue nombrado coadjutor del obispo de Ginebra (Annecy), monseñor de Gránier, y poco después le sucedió como obispo de la diócesis. Es admirable la actividad que desplegó como obispo. Es él uno de los más insignes representantes de la maravillosa reforma pastoral que se llevó a cabo en la Francia de su época.

Dios puso en su camino a un alma de talla excepcional: Santa Juana Francisca Fremiot de Chantal. Ambos fundaron el 6 de junio de 1610 la Congregación de la Visitación para hacer accesible la vida religiosa a quienes por su salud, su educación o sus compromisos en el mundo no tenían acceso a las formas hasta entonces existentes. No cabe un conocimiento más profundo de la psicología humana —y en concreto de la femenina— que la de las constituciones visitandinas.

 

Sin austeridades espectaculares, se logra deshacer por completo la propia voluntad y sumergir al alma en un ambiente de caridad, de amor de Dios, de continua oración y mortificación. La máxima favorita del santo, que procuró inculcar a sus hijas, era: «No pedir nada, no rehusar nada, a ejemplo del Niño Jesús en la cuna».

Después de un viaje a París —donde conoció a San Vicente de Paúl, a quien confió el cuidado espiritual del recién creado monasterio de la Visitación— Turín y Avignon, llegó a Lyón, donde pocos días después, el 28 de diciembre de 1622, murió santísimamente. Sus restos mortales fueron trasladados al monasterio de la Visitación de Annecy, donde se veneran todavía junto a los de Santa Juana de Chantal.

San Francisco de Sales fue beatificado por Alejandro VII en 1661, canonizado por el mismo papa en 1665, y declarado doctor de la Iglesia por Pío IX en 1877. Ha sido declarado también patrono de los periodistas católicos por el papa Pío XI en 1923.

San Francisco de Sales es uno de los autores que más hondamente han influido en la espiritualidad posterior, principalmente a través de su magnífico Tratado del amor de Dios ( 1616).


2. El famoso Tratado se divide en doce libros.

En el primero —preparación para toda la obra— habla de la voluntad como sede del amor, y describe el amor en general y el amor de Dios en particular.
El segundo libro está dedicado al origen del amor divino, que son las perfecciones infinitas de Dios, con las que arrastra nuestra voluntad engendrando en ella el amor.
El libro tercero trata del progreso y perfección del amor.
El cuarto, de los peligros que pueden determinar la decadencia y ruina de la caridad.
El quinto, de las principales maneras de ejercitar el amor: de complacencia, de condolencia, de benevolencia.
Los libros sexto, séptimo y octavo se dedican al ejercicio del amor en la oración.

 

Aquí es donde se encuentra la doctrina propiamente mística del santo. En general sigue muy de cerca a Santa Teresa, pero sin la precisión y claridad de la gran santa de Avila. Mezcla con frecuencia la descripción de fenómenos místicos con otros que no lo son, y da a muchas prácticas ascéticas nombres que en San Juan de la Cruz y en Santa Teresa están consagrados para designar gracias místicas.
Las oraciones místicas que mejor describe el santo obispo de Ginebra son las de recogimiento incluso, quietud y contemplación extática, que describe a la luz de los escritos de la reforma del Carmelo.

El libro noveno se consagra a la unión de nuestra voluntad con la voluntad divina de beneplácito, y a la práctica de la santa indiferencia para aceptar todo lo que Dios disponga de nosotros, coincida o no con nuestro querer. El libro décimo describe la dulzura del amor a Dios y al prójimo por Dios.
El undécimo muestra de qué manera el amor perfecciona y hace agradables a Dios todas las demás virtudes. Habla también de la importancia de los dones del Espíritu Santo y de sus preciosísimos frutos.
Finalmente, en el libro duodécimo se dan los últimos consejos para progresar en el amor divino.
No hay duda de que los últimos libros de este Tratado, son los más interesantes.




LIBRO PRIMERO

Que contiene una preparación de toda la obra


I Que para la hermosura de la humana naturaleza, Dios entregó a la voluntad el gobierno de todas las facultades del alma


La unión establecida en la variedad engendra el orden; el orden produce la conveniencia y la proporción, y la conveniencia, en las cosas acabadas y perfectas, produce la belleza. La bondad y la belleza, aunque ambas estriben en cierta conveniencia, no son, empero, una misma cosa; el bien es aquello cuyo goce nos deleita; lo bello, aquello cuyo conocimiento nos agrada.

Habiendo, pues, lo bello recibido este nombre, porque su conocimiento produce deleite, es menester que, además de la unión, de la variedad del orden y de la conveniencia, posea un resplandor y una claridad tales, que lo pongan al alcance de nuestra visión y de nuestro conocimiento.
Pero en los seres animados y vivientes, su belleza no existe sin la buena gracia, la cual, además de la conveniencia perfecta de las partes, exige la conveniencia de los movimientos, de los ademanes y de las acciones, que son como el alma y la vida de la hermosura de las cosas vivas. Así, en la soberana belleza de nuestro Dios, no reconocemos la unión, sino la unidad de la esencia en la distinción de las personas, con una infinita claridad, unida a la conveniencia incomprensible de todos los movimientos, de las acciones y de las perfecciones, soberanamente comprendidas, o, por decirlo así, juntas y excelentemente acumuladas en la única y simplicísima perfección del puro acto divino, que es el mismo Dios, inmutable e invariable, como lo diremos en otro lugar.

Dios, pues, al querer que todas las cosas fuesen buenas y bellas, redujo la multitud y la diversidad de las mismas a una perfecta unidad, y, por decirlo así, las dispuso según un orden monárquico, haciendo que todas se relacionasen entre sí, y, en último término, con Él, que es el rey soberano. Redujo todos los miembros a un cuerpo, bajo una cabeza; con varias personas, formó una familia; con varias familias, una ciudad; con varias ciudades, una provincia; con varias provincias, un reino, y sometió todo el reino a un solo rey.

De la misma manera, entre la innumerable multitud y variedad de acciones, movimientos, sentimientos, inclinaciones, hábitos, pasiones, facultades y potencias que encontramos en el hombre, Dios ha establecido una natural monarquía en la voluntad, la cual manda y domina sobre todo lo que hay en este pequeño mundo, y parece que Dios haya dicho a la voluntad lo que Faraón dijo a José: «Tú tendrás el gobierno de mi casa y, al imperio de tu voz, obedecerá el pueblo todo; sin que tú lo mandes, nadie se moverá». Pero este dominio de la voluntad se ejercita con grandes diferencias.



II Cómo la voluntad gobierna de muy diversas maneras las potencias del alma



La voluntad gobierna la facultad de nuestro movimiento exterior, como aun siervo o aun esclavo; porque, si no hay fuera alguna cosa que lo impida, jamás deja de obedecer. Abrimos y cerramos la boca, movemos la lengua, las manos, los pies, los ojos y todas las partes del cuerpo que poseen la facultad de moverse, sin resistencia, a nuestro arbitrio y según nuestro querer. Mas, en cuanto a nuestros sentidos y a la facultad de nutrirnos, de crecer y de producir, no podemos gobernarlos tan fácilmente, sino que es menester que empleemos, en ello, la industria y el arte.
No es menester mandar a los ojos que no miren, ni a los oídos que no escuchen, ni a las manos que no toquen, ni al estómago que no digiera, ni al cuerpo que no crezca, porque todas estas facultades carecen de inteligencia, y, por lo tanto, son incapaces de obedecer. Nadie puede añadir un codo a su estatura.


Es necesario apartar los ojos, abrirlos con su natural cortina o cerrarlos, si se quiere que no vean, y, con estos artificios, serán reducidos al punto que la voluntad desee. Es en este sentido, Teótimo que Nuestro Señor dice que hay eunucos que son tales para el reino de los cielos, es decir, que no son eunucos por impotencia natural, sino por industria de la voluntad, para conservarse en la santa continencia. Es locura mandar a un caballo que no engorde, que no crezca, que no de coces; si se quiere esto de él, es menester disminuirle la comida; no hay que darle órdenes; para dominarle, hay que frenarle.

La voluntad tiene dominio sobre el entendimiento y sobre la memoria, porque, entre las muchas cosas que el entendimiento puede entender o que la memoria puede recordar, es la voluntad la que determina aquellas a las cuales quiere que se apliquen estas facultades o de las cuales quiere que se distraigan.

Es cierto que no puede manejarlas ni gobernarlas de una manera tan absoluta como lo hace con las manos, los pies o la lengua, pues las facultades sensitivas, y de un modo particular la fantasía, de las cuales necesitan la memoria y el entendimiento para operar, no obedecen a la voluntad de una manera tan pronta e infalible; puede, empero, la voluntad moverlas, emplearlas y aplicarlas, según le plazca, aunque no de una manera tan firme e invariable, que la fantasía, de suyo caprichosa y voluble, no las arrastre tras sí y las distraiga hacia otra parte; de suerte que, como exclama el Apóstol, yo hago
no el bien que quiero, sino el mal que aborrezco.

Así muchas veces nos sentimos forzados a quejarnos de lo que pensamos, pues no es el bien que amamos sino el mal que aborrecemos.



III De qué manera la voluntad gobierna el apetito sensual



Por consiguiente, la voluntad domina sobre la memoria, sobre el entendimiento y sobre la fantasía, no mediante la fuerza, sino por la autoridad, de manera que no siempre es infaliblemente obedecida.

El apetito sensual es en verdad un súbdito rebelde, sedicioso e inquieto; es menester reconocer que no es posible destruirlo de manera que no se levante, acometa y asalte la razón; pero tiene la voluntad tanto poder sobre él, que, si quiere, puede abatirle, desbaratar sus planes y rechazarle, pues harto lo rechaza el que no consiente en sus sugestiones. No podemos impedir que la concupiscencia conciba, pero sí que de a luz el pecado.

Ahora bien, esta concupiscencia o apetito sensual tiene doce movimientos, por los cuales, como por otros tantos capitanes amotinados, promueve la sedición en el hombre; y, como quiera que, por lo regular, turban el alma y agitan el cuerpo, en cuanto turban el alma, se llaman perturbaciones, y, en cuanto inquietan el cuerpo, se llaman pasiones, según explica San Agustín. Todos miran el bien o el mal; aquél para obtenerlo, éste para evitarlo. Si el bien es considerado en sí mismo, según su bondad natural, excita el amor, la primera y la principal de las pasiones; si es considerado como ausente, provoca el deseo; si, una vez deseado, parece que es posible obtenerlo, nace la esperanza; si parece imposible, surge la desesperación; pero, cuando es poseído como presente, produce el gozo.

Al contrario, en cuanto conocemos el mal, lo aborrecemos; si se trata de un mal ausente, huimos de él; si nos parece inevitable, lo tememos; si creemos que lo podemos evitar, nos animamos y cobramos aliento; si lo sentimos como presente, nos entristecemos; y entonces la cólera y el furor acuden enseguida para rechazar y alejar el mal, o, a lo menos, para vengarlo; mas, si esto no es posible, queda, entonces, la tristeza; si se logra rechazarlo o vengarlo, se siente una satisfacción y como una hartura, que no es más que el placer del triunfo, porque así como la posesión del bien alegra el corazón, la victoria sobre el mal satisface el ánimo.

Y, sobre toda esta turba de pasiones sensuales, ejerce la voluntad su imperio, rechazando sus sugestiones, resistiendo sus ataques, estorbando sus efectos, o, a lo menos, negándoles su consentimiento, sin el cual no pueden causarle daño; al contrario, merced a esta negativa, quedan vencidas, y, a la larga, postradas, disminuidas, enflaquecidas y, si no del todo muertas, a lo menos amortiguadas o mortificadas.

Y, precisamente para ejercitar nuestras voluntades en la virtud y en la valentía espiritual, quedó en nuestras almas esta multitud de pasiones; de manera que los estoicos, que negaron la existencia de las mismas en el hombre sabio, se equivocaron en gran manera, tanto más cuanto que lo que negaban de palabra lo practicaban de obra.

Gran locura es pretender ser sabio con una sabiduría imposible. La Iglesia ha condenado el desvarío de esta sabiduría, que algunos anacoretas presuntuosos quisieron introducir. Contra ellos, toda la Escritura, pero de un modo particular el gran Apóstol, nos dice que tenemos en nuestro cuerpo una ley que repugna a la ley de nuestro espíritu 2. Los cristianos, «los ciudadanos de la sagrada ciudad de Dios, que viven según Dios, peregrinando por este mundo, temen, desean, se duelen y se regocijan» 3. El mismo rey y soberano de esta ciudad, temió, deseó, se dolió y se alegró, hasta llorar, palidecer, temblar y sudar sangre, aunque en Él estos movimientos no fueron pasiones iguales a las nuestras, por cuanto no sentía ni padecía de parte de las mismas sino lo que quería y le parecía bien, y las gobernaba y manejaba a su arbitrio; cosa que no podemos hacer nosotros, los pecadores, que sentimos y padecemos estos movimientos de una manera desordenada, contra nuestra voluntad, con gran perjuicio del bienestar y gobierno de nuestras almas.
1 Rom., VII, 23.



IV Que el amor domina sobre todos los afectos y pasiones, y también gobierna la voluntad, si bien la voluntad tiene también dominio sobre él



Siendo el amor el primer movimiento de complacencia en el bien, como pronto diremos, precede ciertamente al deseo, pues, de hecho ¿qué deseamos, sino lo que amamos? Precede también a la delectación, porque ¿cómo es posible gozar de una cosa si no se la ama? Precede a la esperanza, pues nadie espera sino el bien que ama, y precede al odio, porque no odiamos el mal sino por el amor que tenemos al bien; así, el mal no es mal, sino en cuanto se opone al bien, y lo mismo se diga, Teótimo, de todas las demás pasiones y afectos, porque todos nacen del amor como de su fuente y raíz.

Por esta causa, las demás pasiones y afectos son buenos o malos, viciosos o virtuosos, según que sea bueno o malo el amor del cual proceden, pues de tal manera derrama sus cualidades sobre todas ellas, que no parecen ser otra cosa sino el mismo amor. San Agustín, reduciendo todas las pasiones y todos los afectos a cuatro, dice: «El amor, por su tendencia a poseer lo que ama, se llama concupiscencia o deseo; una vez lo tiene y lo posee, se llama gozo; cuando huye de lo que le es contrario, se llama temor; si esto le acontece y lo siente, se llama tristeza; por consiguiente estas pasiones son malas, si el amor es malo, y son buenas, si el amor es bueno»4.

Los ciudadanos de la ciudad de Dios, temen, desean, se duelen, se regocijan, y, porque su amor es recto, lo son también todos sus afectos. La doctrina cristiana sujeta el espíritu a Dios, para que lo guíe y asista; y sujeta al espíritu todas las pasiones, para que las refrene y modere, de suerte que queden todas ellas reducidas al servicio de la justicia y de la virtud. «La voluntad recta es el amor bueno; la voluntad mala es el amor malo», es decir, para expresarlo en pocas palabras, el amor de tal manera domina la voluntad que la vuelve según es él.

La voluntad no se mueve sino por sus afectos, entre los cuales, el amor, como el primer móvil y el primer sentimiento, pone en marcha todos los demás y produce todos los restantes movimientos del alma.

Mas, a pesar de todo, no sigue de lo dicho que la voluntad no continúe siendo la reguladora de su amor, pues la voluntad no ama sino lo que quiere amar, y, entre muchos amores que se le ofrecen, puede elegir el que le parece bien; de lo contrario, no podría haber, en manera alguna amores mandados ni amores prohibidos. La voluntad, que puede elegir el amor a su arbitrio, en cuanto se ha abrazado con uno, queda subordinada a él; mientras un amor viva en la voluntad, reina en ella, y ella queda sometida a los movimientos de aquél; mas, si este amor muere, podrá la voluntad tomar enseguida otro amor. Hay, empero, en la voluntad, la libertad de poder desechar su amor cuando quiera, aplicando el entendimiento a los motivos que pueden causarle enfado y tomando la resolución de cambiar de objeto. De esta manera, para que viva y reine en nosotros el amor de Dios, podemos amortiguar el amor propio; si no podemos aniquilarlo del todo, a lo menos lograremos debilitarlo, de suerte que, aunque viva en nosotros, no llegue a reinar.

2 Rom., VII, 23

3 Decivit.,l,XIV,c.9.S. Agustín.

4 De civit., 1. XIV, c. VII y IX.




V De los afectos de la voluntad




No hay menos movimientos en el apetito intelectual o racional, llamado voluntad, que en el apetito sensual o sensitivo; pero a aquéllos se les llama, ordinariamente, afectos, y a éstos se les llama
pasiones.

¡Cuántas veces sentimos pasiones en el apetito sensual o en la concupiscencia, contrarios a los afectos que, al mismo tiempo, sentimos en el apetito racional o en la voluntad! ¡Cuántas veces temblamos de miedo entre los peligros a los cuales nuestra voluntad nos conduce y en los que nos obliga a permanecer! ¡Cuántas veces aborrecemos los gustos en los cuales nuestro apetito sensual se complace, y amamos los bienes espirituales, que tanto le desagradan! En esto consiste precisamente la guerra que sentimos todos los días entre el espíritu y la carne, entre nuestro hombre exterior, que depende de los sentidos, y el hombre interior que depende de la razón.

Estos afectos son más o menos nobles y espirituales, según que sean más o menos elevados sus objetos, y según que se hallen en un plano más o menos encumbrado de nuestro espíritu; porque hay afectos que proceden del razonamiento fundado en los datos que nos procura la experiencia de los sentidos; los hay que se originan del estudio de las ciencias humanas; otros estriban en motivos de fe; otros, finalmente, nacen del simple sentimiento y conformidad del alma con la verdad y la voluntad divina. Los primeros se llaman afectos naturales, porque, ¿quién hay que no desee naturalmente la salud, lo necesario para comer y vestir, las dulces y agradables conversaciones?

Los segundos se llaman afectos racionales, porque se apoyan en el conocimiento espiritual de la razón, por la cual nuestra voluntad es movida a buscar la tranquilidad del corazón, las virtudes morales, el verdadero honor, la contemplación filosófica de las verdades eternas. Los afectos pertenecientes a la tercera categoría se llaman cristianos, porque nacen de la meditación de la doctrina de Nuestro Señor, que nos hace amar la pobreza voluntaria, la castidad perfecta, la gloria del paraíso.

Pero los afectos del supremo grado se llaman divinos y sobrenaturales, porque es el mismo Dios quien los infunde en nuestras almas, y se refieren y tienden a Dios sin la intervención de discurso alguno ni de luz alguna natural, como se puede fácilmente concebir por lo que pronto diremos acerca de los afectos que se sienten en el santuario del alma. Estos afectos sobrenaturales se reducen principalmente a tres: el amor del espíritu a las bellezas de los misterios de la fe; el amor a la utilidad de los bienes, que se nos han prometido en la otra vida, y el amor a la soberana bondad de la santísima y
eterna Divinidad.




VI Cómo el amor de Dios domina sobre los demás amores




La voluntad gobierna todas las demás facultades del espíritu humano; pero ella es gobernada por su amor, que la hace tal cual es. Ahora bien, entre todos los amores, el de Dios es el que tiene el cetro, y de tal manera la autoridad y el mando están inseparablemente unidos a su naturaleza, que, si no es el dueño, deja al instante de ser, y perece.

Y, aunque hay otros afectos sobrenaturales en el alma, como el temor, la piedad, la fuerza, la esperanza, sin embargo el amor divino es el dueño, el heredero y el superior, ya que en su favor ha sido el cielo prometido al hombre. La salvación se muestra a la fe, es preparada por la esperanza, pero sólo se da a la caridad. La fe muestra el camino hacia la tierra prometida, como una columna formada de fuego y nubes, es decir, clara y obscura; la esperanza nos alimenta con la suavidad del maná; pero la caridad nos introduce en ella, como arca de la alianza, que nos abre el paso del Jordán, es decir, del juicio, y que permanecerá en medio del pueblo, en la tierra celestial prometida a los verdaderos israelitas, donde la columna de la fe ya no sirve de guía, ni de alimento al maná de la esperanza.

El santo amor establece su morada en la más alta y encumbrada región del espíritu, donde hace sus sacrificios y sus holocaustos a la divinidad, tal como Abraham hizo el suyo, y de la misma manera que Nuestro Señor se inmoló sobre el Calvario, para que, desde un lugar tan elevado sea visto y oído por su pueblo, es decir, por todas las facultades y afectos del alma, que él gobierna con una dulzura sin igual; porque el amor no tiene forzados ni esclavos, sino que reduce todas las cosas a su obediencia con una fuerza tan deliciosa que, así como nada es tan fuerte como el amor, nada es tan amable como su fuerza.

Las virtudes están en el alma para moderar sus movimientos, y la caridad, como la primera entre todas las virtudes, las rige y las templa todas, no sólo porque el primer ser, en cada una de las especies, es la regla y la medida de todos los demás, sino también porque, habiendo Dios creado el hombre a su imagen y semejanza, quiere que, como en él, todo esté ordenado por el amor y para el amor.





VII Descripción del amor en general




La voluntad, al darse cuenta del bien y al sentirlo, por medio del entendimiento, que se lo presenta, experimenta en seguida una complacencia y un deleite en este hallazgo, que la mueve y la inclina, suave, pero fuertemente, hacia este objeto amable, para unirse con él; y, para llegar a esta unión, la impele a buscar todos los medios que son más a propósito.

Luego la voluntad tiene una conveniencia estrechísima con el bien; esta conveniencia produce la complacencia, que la voluntad siente cuando advierte la presencia del bien; esta complacencia mueve e impele a la voluntad al bien; este movimiento tiende a la unión, y, finalmente, la voluntad movida e inclinada a la unión, busca todos los medios que se requieren para llegar a ella.

Es cierto que, hablando en general, el amor abarca, a la vez, todo lo que acabamos de decir, como un frondoso árbol, que tiene por raíz la conveniencia de la voluntad con respecto al bien; por pie la complacencia; por tallo el movimiento; por ramas las indagaciones, las pesquisas, pero cuyo fruto es el gozo y la unión. El amor, pues, parece que está compuesto de estas cinco partes principales, bajo las cuales se contienen otras muchas más pequeñas, según iremos viendo en el decurso de este tratado.

La complacencia y el movimiento o vuelo de la voluntad hacia la cosa amable, es, propiamente hablando, el amor; de suerte, que la complacencia no es más que el comienzo del amor, y el movimiento o vuelo del corazón, que de ella se sigue, es el verdadero amor esencial. Pueden ambos recibir de verdad el nombre de amor, pero de una manera diversa; porque, así como el alba del día puede llamarse día, también esta primera complacencia del corazón, en la cosa amada, puede llamarse amor; porque es el primer amago del amor. Mas así como el verdadero día se pone el sol, de la misma manera, la verdadera esencia del amor consiste en el movimiento y el vuelo del corazón, que sigue inmediatamente a la complacencia y termina en la unión.

La complacencia es la primera sacudida o la primera emoción que el bien produce en la voluntad, y esta emoción anda seguida del movimiento, por el cual la voluntad camina y se acerca al objeto amado, en lo cual consiste propiamente el verdadero amor. En otras palabras, la complacencia es el despertar del corazón; el amor es la acción.

Por esta causa, este movimiento nacido de la complacencia subsiste hasta llegar a la unión y al gozo. Por lo que, cuando mira al bien presente, no hace más que impeler el corazón, apremiarle, unirlo y aplicarlo a la cosa amada, de la cual llega a gozar por este medio; y entonces se llama amor de complacencia, porque, luego que ha nacido de la primera complacencia, se termina en la segunda, que siente cuando se une con el objeto presente.

Mas, cuando el bien hacia el cual el corazón se inclina es un bien ausente o futuro, o cuando la unión no puede realizarse con la perfección deseada, entonces el movimiento del amor, por el cual el corazón tiende, se dirige y aspira a este objeto ausente, se llama propiamente deseo; porque el deseo no es más que el apetito, la codicia, la avidez de las cosas que no tenemos y que, a pesar de todo, deseamos tener.

Existen, además de éstos, otros movimientos amorosos, por los cuales deseamos cosas que no esperamos ni pretendemos, los cuales, según me parece, pueden propiamente llamarse aspiraciones; y, de hecho, tales afectos no se expresan como los verdaderos deseos, porque, cuando manifestamos nuestros deseos, decimos: quiero; más cuando manifestamos nuestros deseos imperfectos, decimos: desearía o quisiera.

Estos anhelos o veleidades no son sino como una miniatura del amor, que puede llamarse amor de aprobación, porque, sin ninguna pretensión, el alma se complace en el bien que conoce, y, no pudiéndolo desear de hecho, protesta que de buen grado lo desearía, y reconoce que es verdaderamente apetecible.

Hay deseos y aspiraciones que todavía son más imperfectos que los que acabamos de mencionar, porque su movimiento no se detiene entre la imposibilidad o extrema dificultad de conseguir el objeto, sino ante la sola incompatibilidad del deseo con otros deseos o quereres más poderosos.

Y estas aspiraciones que son contenidas no por la imposibilidad, sino por su
incompatibilidad con otros más poderosos deseos, son quereres y deseos, pero vanos, ahogados e inútiles. Cuando apetecemos cosas imposibles, decimos: quiero, pero no puedo; cuando apetecemos cosas posibles, decimos: apetezco, pero no quiero.





VIII Cuál es la conveniencia que excita el amor





El hombre por la facultad afectiva, que llamamos voluntad, tiende hacia el bien y se complace en él, y guarda, con respecto a él esta gran conveniencia, que es la fuente y el origen del amor. Ahora bien, no están, en manera alguna, en lo cierto los que creen que la semejanza es la única conveniencia que produce el amor. Porque, ¿quién ignora que los ancianos más cuerdos aman tiernamente y quieren a los niños, y son recíprocamente amados por ellos?

Porque, algunas veces, prende más fuertemente entre personas de cualidades contrarias, que entre las que son más parecidas. Luego, la conveniencia, que es causa del amor, no consiste siempre en la semejanza, sino en la proporción, en la relación y en la correspondencia a los niños no por pura simpatía, sino porque la extrema simplicidad, flaqueza y ternura de éstos realza y pone más de manifiesto la prudencia y el aplomo de aquellos, y esta desemejanza es precisamente lo que agrada; y los niños, a su vez, aman a los viejos, porque se ven acariciados y cuidados por ellos, y porque merced a un secreto sentimiento, conocen que tienen necesidad de su dirección. Así el amor no nace siempre de la semejanza y de la simpatía, sino de la correspondencia y proporción, la cual consiste en que, por la unión, pueden las cosas mutuamente perfeccionarse y mejorarse.

Pero, cuando a esta recíproca correspondencia se junta la semejanza, el amor que entonces se engendra es sin duda más patente; porque, siendo la semejanza la imagen de la unidad, cuando dos cosas semejantes se unen por correspondencia respecto a un mismo fin, es más bien unidad que unión lo que se produce.

Luego, la conveniencia del amante con la cosa amada es la primera fuente del amor, y esta conveniencia consiste en la correspondencia, la cual no es otra cosa que la mutua relación que hace a las cosas aptas para unirse, para comunicarse alguna perfección. Pero esto se entenderá mejor en el decurso de este tratado.





IX Que el amor tiende a la unión





El gran Salomón describe con un aire deliciosamente admirable los amores del Salvador y del alma devota, en aquella obra divina que, por su exquisita dulzura, se llama Cantar de los Cantares. Y, para elevarnos más dulcemente a la consideración de este amor espiritual, que es práctica entre Dios y nosotros, por la correspondencia de los movimientos de nuestros corazones con las inspiraciones de su divina majestad, se vale de una continua representación de los amores entre un casto pastor y una honesta pastora. Ahora bien, haciendo que la esposa hable la primera, como sobrecogida por cierta sorpresa de amor, pone, ante todo, en sus labios este suspiro: Reciba yo un ósculo de su boca 5.

En todos los tiempos y entre los hombres más santos del mundo, ha sido el beso la señal del afecto y del amor, y así se practicó entre los primeros cristianos como lo testifica San Pablo cuando dice a los romanos y a los corintios: Saludaos mutuamente, los unos a los otros con el ósculo santo. Y, como creen muchos, Judas, para dar a conocer a Nuestro Señor, empleó el beso porque este divino Salvador besaba ordinariamente a sus discípulos cuando se encontraba con ellos; y no sólo a sus discípulos, sino también a los niños, a los cuales tomaba amorosamente en sus brazos, como ocurrió con aquel del cual sacó la comparación para invitar tan solemnemente a los discípulos a la caridad del prójimo. Muchos presumen que este niño fue San Marcial, según dice el obispo Jansenius 6.

Siendo, pues, el beso la señal viva de la unión de los corazones, la esposa que no desea, en todas sus pretensiones, otra cosa que unirse con su amado, exclama: Reciba yo un ósculo de su boca; como si dijera: ¿Cuándo será que yo derramaré mi alma en su corazón y que Él derramará su corazón en mi alma, para que así, felizmente unidos, vivamos inseparables?

Cuando el Espíritu divino quiere hablar de un amor humano, emplea siempre palabras que expresan unión y consorcio. En la multitud de los creyentes, dice San Lucas, no había más que un sólo corazón y una sola alma 7. Nuestro Señor rogó al Padre por todos los fieles, para que fuesen todos una misma cosa 8. San Pablo nos advierte que seamos celosos de conservar la unidad de espíritu por la unión de la paz. Estas uniones de corazón, de alma y de espíritu significan la perfección del amor, que funde muchas almas en una sola. Es en este sentido que se dice que el alma de Jonatan estaba adherida al alma de David, es decir, según añade la Escritura, amó a David como a su propia alma. Luego
el fin del amor no es otro que la unión del amante con la cosa amada.



5Cant.,1,1

6 Jansenio, obispo de Gante, en su comentario sobre el Evangelio de San Marcos.

7 Act.,IV,32

8 Jn., XVII, 2.






X Que la unión pretendida por el amor es spiritual




Hay que advertir, empero, que hay uniones naturales, como las de semejanza, de consanguinidad y la unión de la causa con el efecto; y hay otras que, no siendo naturales, pueden llamarse voluntarias, porque si bien son conformes con la naturaleza, no se producen sin la intervención de la voluntad, como la unión que nace de los beneficios, los cuales, indudablemente, unen al que los recibe y al que los da; la unión que es el fruto del trato y de la compañía y otras semejantes. Las uniones voluntarias, son, en efecto, posteriores al amor, pero, a la vez, causas de éste, por ser su fin y su única pretensión; de suerte que, así como el amor tiende a la unión, de la misma manera la unión extiende,
con frecuencia, y acrecienta el amor.

Pero ¿a qué clase de unión tiende? Es verdad que es el hombre el que ama, y que ama por la voluntad; pero la voluntad del hombre es espiritual; luego también lo es la unión que su amor pretende, tanto más, cuanto que el corazón, sede y manantial del amor, no sólo no se perfecciona, sino que se envilece cuando se une a las cosas corporales.

Ocurre raras veces que los que saben mucho, saben bien lo que saben; porque la virtud o la fuerza del entendimiento, cuando se derrama en el conocimiento de muchas cosas, es menos enérgica y vigorosa que cuando se concentra en la consideración de un solo objeto. Luego, cuando el alma emplea su virtud afectiva en diversas suertes de operaciones amorosas, fuerza es que su acción, así dividida, sea menos vigorosa y perfecta.

Tres son, en nosotros, las clases de operaciones amorosas: las espirituales, las racionales y las sensuales. Cuando el amor esparce su fuerza por estas tres operaciones es, sin duda, más extenso, pero es menos intenso.

¿No vemos cómo el fuego, símbolo del amor, forzado a salir por la única boca del cañón, produce una explosión prodigiosa, la cual sería mucho más floja si el cañón poseyese dos o tres aberturas? Siendo, pues, el amor, un acto de nuestra voluntad, el que quiera tener un amor, no solamente noble y generoso, sino fuerte, vigoroso y activo, ha de procurar retener su virtud y su fuerza dentro de los límites de las operaciones espirituales, porque, quien quisiera aplicarlo a las operaciones de la parte sensitiva o sensible de nuestra alma, debilitaría proporcionalmente las operaciones de la parte intelectual, en las cuales consiste precisamente la esencia del amor.

Cuando el alma practica el amor sensual, que la coloca en un plano inferior a sí misma, es imposible que no afloje otro tanto en el ejercicio del amor superior; de suerte que tan lejos está el amor verdadero y esencial de ser ayudado y conservado por la unión a la cual el amor sensual tiende, que, al contrario, debido a ella, se debilita, se disipa y perece. Los bueyes de Job araban la tierra; mientras que los asnos inútiles pacían en torno de ellos 9, y comían de los pastos debidos a los bueyes que trabajaban. Acontece, con frecuencia, que, mientras la parte intelectual de nuestra alma trabaja, con un amor honesto y virtuoso, sobre un objeto digno de él, los sentidos y las facultades de la parte inferior tienden a la unión que les es propia y que les sirve de pasto, aunque la unión no sea debida más que al
corazón y al espíritu, que son los únicos que pueden producir el verdadero y substancial amor.

El amor intelectual y cordial, que ha de ser el dueño en nuestra alma, rehúsa toda suerte de uniones sensuales, y se contenta con la simple benevolencia.

El amor puede encontrarse en las uniones de las potencias sensuales mezcladas con las uniones de las potencias intelectuales, pero de una manera tan excelente como ocurre cuando los espíritus y los ánimos, separados de todos los afectos corporales y unidos entre sí, producen el amor puro y espiritual.

El amor es como el fuego, cuyas llamas son tanto más claras y delicadas cuanto más delicada es la materia, y no se pueden extinguir si no es ahogándolas y cubriéndolas de tierra. Cuando más elevado y espiritual es su sujeto, más vivos, más duraderos y más permanentes son sus afectos, hasta el
punto de que no es posible arruinar este amor si no es rebajándolo a las uniones viles y rastreras. Como dice San Gregorio, entre los placeres espirituales y los corporales, hay esta diferencia, a saber, que éstos producen el deseo antes de que se posean, y el hastío cuando ya se tienen; mas las espirituales causan disgustos cuando no se tienen, y placer cuando se alcanzan.

9 Job., 1,14





XI Que hay en el alma dos porciones y de qué manera




Tenemos una sola alma, Teótimo, y ésta es indivisible; pero en esta alma hay diversos grados de perfección, porque es viviente, sensible y racional, y, según son diversos estos grados, también ella tiene diversidad de propiedades y de inclinaciones, por las cuales se siente movida a huir o a unirse con las cosas.

El apetito sensitivo, nos lleva a buscar y a huir de muchas cosas por el conocimiento sensible que de ellas tenemos; lo mismo que a los animales, los cuales unos apetecen una cosa y otros otra, según conocen que es o no conveniente; y en este apetito reside o de él procede el amor que llamamos sensual o simplemente apetito.

En cuanto somos racionales, tenemos una voluntad que nos inclina en pos del bien, según lo conocemos o juzgamos como tal por el discurso. Ahora bien, en nuestra alma, en cuanto es racional, advertimos claramente dos grados de perfección, que el gran San Agustín, y con él todos los doctores, ha llamado porciones del alma, una inferior y otra superior, llamadas así porque la primera discurre y saca sus consecuencias según lo que percibe y experimenta por los sentidos, y la segunda discurre y saca sus consecuencias según el conocimiento intelectual, que no se funda en la experiencia de los sentidos, sino en el discernimiento y en el juicio del espíritu; por esta causa, la parte superior se llama también comúnmente espíritu o parte mental del alma, y la inferior se llama ordinariamente sentido o sentimiento y razón humana.

Ahora bien, la parte superior puede discurrir según dos clases de luces, a saber, según la luz natural, como lo hacen todos los filósofos y todos los que discurren científicamente, o según la luz natural, como lo hacen todos los filósofos y según la luz sobrenatural, como lo hacen los teólogos y los cristianos, en cuanto fundan sus discursos sobre la fe y la palabra de Dios revelada; y todavía de una manera más particular aquellos cuyo espíritu es conducido por especiales ilustraciones, inspiraciones y mociones celestiales, por lo que la porción superior del alma es aquella por la cual nos adherimos y nos aplicamos a la obediencia de la ley eterna.

Abraham, según la parte inferior de su alma pronunció aquellas palabras, que revelan cierta desconfianza, cuando el ángel le anunció que tendría un hijo: ¿Crees tú que a un hombre de cien años puede nacerle un hijo? 10. Pero según la parte superior, creyó en Dios y le fue imputado a justicia; según la parte inferior, sintiose muy turbado cuando le fue impuesta la obligación de sacrificar a su hijo Isaac; pero según la parte superior se resolvió animosamente a sacrificarlo.

También nosotros sentimos todos los días dos voluntades contrarias. Un padre, al enviar a su hijo a la corte o a los estudios, no deja de llorar al despedirse de él, dando a entender con ello, que, si bien, según la parte superior, quiere la partida de su hijo, para su aprovechamiento en la virtud, con todo, según la parte inferior, le repugna la separación, y, aunque una hija se case a gusto de su padre y de su madre, les hace, empero, derramar lágrimas, cuando les pide su bendición, de suerte que, mientras la parte superior se conforma con la separación, la inferior muestra su resistencia. Sin embargo, no se puede decir que, en el hombre, haya dos almas o dos naturalezas, sino que atraída el alma por diversos incentivos y movida por diversas razones, parece que está dividida, mientras se siente movida hacia dos extremos opuestos, hasta que, resolviéndose, en uso de su libertad, toma partido por el uno o por el otro; porque entonces la voluntad, más poderosa, vence, y se sobrepone, y sólo deja en el alma un resabio del malestar que esta lucha le ha causado, resabio que nosotros llamamos repugnancia.


Es admirable, en este punto, el ejemplo de nuestro Salvador, después de cuya consideración no cabe ya duda de la distinción entre la parte inferior y la superior de nuestra alma; porque ¿qué teólogo ignora que fue perfectamente glorioso desde el primer instante de su concepción en el seno de la Virgen? Y sin embargo, estuvo sujeto al mismo tiempo a las tristezas, a los pesares y a las aflicciones del corazón, y no cabe decir que sólo padeció en su cuerpo, y en su alma, en cuanto ésta era sensible, o, lo que es lo mismo, según los sentidos, porque antes de sufrir ningún tormento exterior, y aun antes de ver a los verdugos junto a sí, ya dijo que su alma estaba triste hasta la muerte 11.

En seguida rogó que pasase de Él el cáliz de su pasión, es decir, que se le dispensase de beberlo, con lo que expresó manifiestamente el querer de la parte inferior de su alma, la cual, al discurrir sobre los tristes y angustiosos trances de su pasión, que le aguardaban, y cuya viva imagen se le representaba en su imaginación, sacó, como consecuencia muy razonable, el deseo de huir de ellos y de verlos alejados de sí, cosa que pidió al Padre.

De donde se desprende claramente que la parte inferior del alma no es lo mismo que el grado sensitivo de ella, ni la voluntad inferior no es lo mismo que el apetito sensual; porque ni el apetito sensual, ni el alma, en su grado sensitivo, son capaces de hacer un ruego o una oración, que son actos de la facultad racional, y particularmente no son capaces de hablar a Dios, objeto que los sentidos no pueden alcanzar para darlos a conocer al apetito; pero el mismo Salvador, después de esta actividad de
la parte inferior y de haber dado testimonio de que, según las consideraciones de la misma, su voluntad se inclinaba a huir de los dolores y de las penas, dio pruebas de que poseía la parte superior, por la cual se adhería absolutamente a la voluntad eterna y a los decretos del Padre celestial y aceptaba voluntariamente la muerte, a pesar de la repugnancia de la parte inferior de la razón, y así dijo: Padre mío, que no se haya mi voluntad sino la tuya 12. Cuando dice mi voluntad, se refiere a su voluntad según la parte inferior, y, precisamente porque dice esto voluntariamente, demuestra que posee una voluntad superior.


10 Gen.,XVII,





XII Que en estas dos porciones del alma hay cuatro diferentes grados de razón




Tres atrios poseía el templo de Salomón: uno era para los gentiles y los extranjeros que querían recurrir a Dios e iban a adorarle en Jerusalén; el segundo estaba destinado a los israelitas, hombres y mujeres, porque la separación de sexos en el templo no fue introducida por Salomón; el tercero era el de los sacerdotes y el de los miembros del orden levítico; finalmente, además de lo dicho, había el santuario o mansión sagrada, en la cual solamente podía entrar, una vez al año, el sumo sacerdote.
Nuestra razón o, mejor dicho, nuestra alma, en cuanto es racional, es el verdadero templo de Dios, el cual reside en ella de una manera más particular que en otras partes. «Te buscaba fuera de mí, dice San Agustín, y no te encontraba en ninguna parte, porque estabas en mí».

En este templo místico, también existen tres atrios, que son tres diferentes grados de razón; en el primero, discurrimos según la experiencia de los sentidos; en el segundo, discurrimos según las ciencias humanas; en el tercero, discurrimos según la fe; por último, además de esto, hay también una cierta eminencia o suprema cumbre de la razón y facultad espiritual, que no es guiada por la luz del discurso, ni de la razón, sino por una simple visión del entendimiento y un simple sentimiento de la voluntad, por los cuales el espíritu asiente y se somete a la verdad y a la voluntad de Dios.

Ahora bien, esta cumbre o cima de nuestra alma, este lugar eminente de nuestro espíritu aparece sencillamente representado en el santuario o mansión sagrada. Porque:

1. ° En el santuario no había ventanas para iluminarlo; en este grado del espíritu, no hay discursos que lo ilustren.


2. ° En el santuario, toda la luz entraba por la puerta; en este grado del espíritu nada entra, si no es por la fe, la cual, a manera de rayos, produce la visión y el sentimiento de la belleza y bondad del beneplácito de Dios.

3. ° Nadie, fuera del sumo sacerdote, tenía acceso en el santuario. En este lugar del alma, no tiene entrada el discurso, sino tan sólo el grande, universal y soberano sentimiento de que la voluntad divina ha de ser absolutamente amada aprobada y abrazada, no sólo con respecto a todas las cosas en general sino con respecto a cada cosa en particular.

4.° El sumo sacerdote, cuando entraba en el santuario, empañaba la luz que penetraba por la puerta, con los perfumes que esparcía con el incensario, cuyo humo detenía los rayos de la luz que entraba por la puerta; asimismo, toda la visión que se produce en la parte más elevada del alma, queda, en cierta manera, obscurecida por los renunciamientos y las resignaciones que el alma hace, no queriendo tanto contemplar y ver la belleza de la verdad y la verdad de la bondad, que le es presentada, cuanto abrazarla y adorarla; de suerte que el alma, en seguida que comienza a ver la dignidad de la voluntad de Dios, casi preferiría cerrar los ojos, para poder aceptarla de una manera más eficaz y perfecta y unirse infinitamente y someterse a ella por una absoluta complacencia, prescindiendo en adelante de toda consideración acerca de la misma.



Finalmente,

5.°, en el santuario estaba el Arca de la Alianza, en ella, o a lo menos junto a ella, estaban las tablas de la ley, el maná, en una vasija de oro, y la vara de Aarón, que florecía y fructificaba en una noche; y, en esta suprema cumbre del espíritu, se encuentra: la luz de la fe, representada por el maná oculto en el vaso, por la cual asentimos a las verdades de los misterios que no entendemos; la utilidad de la esperanza, representada por la vara florida y fecunda de Aarón, por la que creemos en las promesas de los bienes que no vemos; la dulzura de la caridad santísima, representada en los mandamientos de Dios, que ella contiene, y por la cual consentimos en la unión de nuestro espíritu con el de Dios, sin que casi la sintamos.

Porque, si bien la fe, la esperanza y la caridad dejan sentir sus divinas mociones en casi todas las facultades del alma, así racionales como sensitivas, sujetándolas santamente a su justo dominio, con todo su especial morada, su verdadera y natural mansión, está en aquella alta cima del alma, desde la cual como desde una fuente de agua viva, se derraman por diversos surcos y arroyuelos sobre las partes y facultades interiores.

De suerte, Teótimo, que en la parte superior de la razón hay dos grados, en uno de los cuales tienen lugar las consideraciones que dependen de la fe y de la luz sobrenatural, y, en el otro, los asentimientos de la fe, de la esperanza y de la caridad. El alma de San Pablo se sintió apremiada por dos deseos: el de ser desligada de su cuerpo, para ir al cielo con Jesucristo, y el de quedarse en este mundo, para consagrarse, en él, a la conversión de los pueblos. Ambos deseos eran, indudablemente, de la parte superior, porque ambos procedían de la caridad; pero la resolución de seguir el último no fue efecto del discurso, sino de una simple visión y de un simple sentimiento de la voluntad del Maestro,
a la cual únicamente la parte más encumbrada del espíritu de este gran siervo asintió, con perjuicio de todo cuanto el razonamiento podía concluir.

Pero si la fe, la esperanza y la caridad son producidas por este santo asentimiento en la cima del espíritu, ¿por qué en el grado inferior de la razón se puede hacer las consideraciones que nacen de la luz de la fe?

Después que las reflexiones y, sobre todo, la gracia de Dios, han persuadido a la cúspide y suprema eminencia del espíritu que asienta y que haga el acto de fe a manera de decreto, no deja, empero, el entendimiento de discurrir de nuevo sobre estafe ya concebida, para considerar los motivos y las razones de la misma; sin embargo, los discursos de la teología se hacen en la parte superior del alma, y los asentimientos se hacen en la cumbre del espíritu. Ahora bien, como quiera que el conocimiento
de estos cuatro diversos grados de la razón es en gran manera necesario para entender todos los tratados de las cosas espirituales, he querido explicarlos ampliamente.




XIII De la diferencia de los amores




1.° El amor puede ser de dos clases; amor de benevolencia y amor de concupiscencia. El amor de concupiscencia es aquel que tenemos a una cosa por el provecho que de ella pretendemos sacar; el amor de benevolencia es aquel que tenemos a una cosa por el bien de ella misma. Porque ¿qué otra cosa es tener amor de benevolencia a una persona, que quererle el bien?

2.° Si la persona a la cual queremos el bien, ya lo posee, entonces le queremos el bien por el placer y el contento que nos causa el que ya lo posea; y así se forma el amor de complacencia, el cual no es más que el acto de la voluntad por el cual ésta se une al placer, al contento y al bien de otro. Pero, si aquel a quien queremos el bien, todavía no lo posee, entonces se lo deseamos, y, por lo tanto, este amor se llama amor de deseo.

3.° Cuando el amor de benevolencia se ejerce sin correspondencia por parte de la persona
amada, se llama amor de simple benevolencia; cuando existe una mutua correspondencia, se llama amor de amistad. Ahora bien, la mutua correspondencia consiste en tres cosas; porque es menester que los amigos se amen, que sepan que se aman, y que haya entre ellos comunicación, privanza y familiaridad.

4.° Si amamos simplemente al amigo, sin preferirlo a los demás, la amistad es simple; si le preferimos, entonces la amistad se convierte en dilección, como si dijéramos amor de elección; porque, entre las muchas cosas que amamos, escogemos una para preferirla.

5.° Cuando con este amor no preferimos mucho un amigo a los demás, se llama amor de simple dilección; pero cuando, por el contrario, le preferimos grandemente y en mucho, entonces esta amistad se llama dilección de excelencia.

6.° Si la preferencia y la estima que profesamos a una persona, aunque sea grande y sin igual, permite, empero, establecer cierta comparación y guarda cierta proporción con las demás preferencias,
la amistad se llamará dilección eminente. Pero, si la eminencia de esta amistad está fuera de toda proporción y comparación, por encima de toda otra cualquiera, entonces se llamará dilección incomparable, soberana, supereminente; en una palabra, será el amor de caridad, que sólo se debe a Dios. Y, de hecho, en nuestro mismo lenguaje, las palabras: caro, caramente, encarecer, representan una cierta estima, un aprecio, un amor particular; de suerte que, así como la palabra hombre, entre el vulgo se aplica más particularmente a los varones, como al sexo más excelente, y así como también la adoración se reserva casi exclusivamente a Dios, como a su principal objeto, de la misma manera, la palabra caridad se aplica al amor de Dios, como a la suprema y soberana dilección.




XIV Que la caridad se ha de llamar amor



Dice Orígenes, en cierto pasaje de sus obras13, que, según su parecer, la Escritura divina, con el fin de impedir que la palabra amor fuese ocasión de algún mal pensamiento para los espíritus flacos, como más propia para significar una pasión carnal que un afecto espiritual, ha empleado en su lugar las palabras caridad y dilección, que son más honestas. Al contrario, San Agustín14, después de haber considerado mejor el uso de la divina palabra, demuestra claramente que la palabra amor no es menos sagrada que la palabra dilección y que una y otra significan, unas veces un afecto santo, y, otras, una pasión depravada.

Pero la palabra amor representa más fervor, más eficacia y más actividad que la palabra dilección, de suerte que, entre los latinos, la dilección es muy inferior al amor. Por consiguiente, el nombre de amor, como el más excelente, es el que justamente se ha dado a la caridad, como el principal y más


eminente de todos los amores. Por todas estas razones, y porque pretendo hablar de los actos de caridad más bien que del hábito de la misma he llamado a esta pequeña obra Tratado del amor a Dios.



13 Homil.,II,inCant.

14 Decivit,l,XIV,c.47.






XV De la conciencia que hay entre Dios y el hombre




En cuanto el hombre considere con un poco de atención la Divinidad, siente una cierta suave emoción del corazón, la cual es una prueba de que Dios es el Dios del corazón humano, y nuestro entendimiento jamás siente tanto placer como cuando piensa en la Divinidad. Cuando algún accidente espanta a nuestro corazón, en seguida recurre a la Divinidad, con lo cual reconoce que, cuando todo le es contrario, sólo ella le es propicia, y que, cuando está en peligro, sólo ella puede salvarle y defenderle.

Este placer, esta confianza que el corazón humano siente naturalmente en Dios, sólo puede nacer de la conveniencia que existe entre la divina bondad y nuestra alma; conveniencia grande, pero secreta; conveniencia que todos conocen pero que pocos entienden; conveniencia que no se puede negar, pero que no se puede penetrar. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. ¿Qué quiere decir esto, sino que es suma nuestra conveniencia con la divina majestad?

Nuestra alma es espiritual, indivisible, inmortal, entiende, ve, es capaz de juzgar libremente, de discurrir, de saber, de poseer virtudes, en todo lo cual se parece a Dios. Reside toda en todo el cuerpo y toda en cada una de sus partes, de la misma manera que la divinidad está toda en todo el mundo y toda en cada parte del mundo. El hombre se conoce y se ama a si mismo, por actos producidos y expresos de su entendimiento y de su voluntad, los cuales, mientras proceden del entendimiento y de la voluntad, potencias distintas la una de la otra, permanecen, empero, inseparablemente unidos en el alma y en las facultades de donde dimanan. Así el Hijo procede del Padre, como su conocimiento expreso, y el Espíritu Santo procede como el amor expreso y producido del Padre y del Hijo; ambas personas son distintas entre sí y distintas del Padre, y, sin embargo, están inseparablemente unidas; más aún, forman una misma, una sola, simple, única e indivisible Divinidad.

Pero, además de esta conveniencia de semejanza, existe una correspondencia sin igual entre Dios y el hombre, merced a su recíproca perfección. No porque Dios pueda recibir perfección alguna del hombre, sino porque, de la misma manera que el hombre no puede ser perfeccionado sino por la divina bondad, asimismo la divina bondad, en ninguna cosa, fuera de sí misma, puede ejercitarse tan a su sabor, como en nuestra humanidad. El uno tiene una gran necesidad y posee una gran capacidad para recibir el bien; el otro lo tiene en gran abundancia, y siente una gran inclinación a dárnoslo.

Nada es tan a propósito para la indigencia como una generosa afluencia, y nada es tan agradable a una generosa afluencia como una menesterosa indigencia, y cuanto mayor es la afluencia del bien, tanto más fuerte es su inclinación a difundirse y a comunicarse.

Cuanto más necesitado es el pobre, más ávido está de recibir, como el vacío de llenarse. Es, pues, un dulce y agradable encuentro, el de la abundancia, y el de la indigencia, y, si Nuestro Señor no hubiese dicho que es mayor felicidad el dar que el recibir, casi no podríamos decir cuál es el mayor contento: el del bien abundante, cuando se derrama y se comunica, o el del bien desfallecido e indigente cuando toma y recibe. Ahora bien, donde hay más felicidad hay más satisfacción; luego mayor placer siente la divina bondad en dar sus gracias, que nosotros en recibirlas.

Nuestra alma, al considerar que nada la contenta perfectamente, y que su capacidad no puede ser llenada por ninguna cosa de cuantas hay en este mundo; al ver que su entendimiento tiene una inclinación infinita a saber cada día más, y su voluntad un apetito insaciable de amar y de hallar el bien, ¿no tiene, acaso, razón de exclamar: Ah, no he sido yo creada para este mundo? Existe algún soberano bien del cual dependo y algún artífice infinito que ha impreso en mí este insaciable deseo de saber y este apetito que no puede ser saciado. Por esta causa es necesario que yo tienda y me dirija hacia él, para juntarme y unirme con su bondad, a la cual pertenezco y de la cual soy. Tal es la razón de conveniencia que existe entre Dios y nosotros.





XVI Que nosotros tenemos una inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas




Si hubiese hombres que viviesen en aquel estado de integridad y rectitud original en que estuvo Adán cuando fue creado, aunque no tuviesen, de parte de Dios, otro auxilio que el que da a cada criatura para que pueda hacer las acciones que le son convenientes, no sólo sentirían la inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas, sino también podrían realizar esta tan justa tendencia; porque, así como este divino autor y dueño de la naturaleza coopera y ayuda, con su mano poderosa, al fuego para que suba hacia lo alto, y a las aguas para que corran hacia el mar, y a la tierra para que gravite hacia abajo y se detenga al llegar a su centro; de la misma manera, habiendo plantado Él mismo, en el corazón del hombre, una natural y singular inclinación, no sólo a amar el bien en general, sino, además, a amar en particular y sobre todas las cosas a su divina bondad, la mejor y la más amable de todas, exigiría la suavidad de su soberana providencia que ayudase a estos dichosos hombres, que acabamos de mencionar, con tantos auxilios cuantos fuesen necesarios para que esta inclinación pudiese ser practicada y realizada.

Y este auxilio, por una parte, debería ser natural, como conveniente a una naturaleza inclinada al amor de Dios, en cuanto es autor y soberano dueño de la naturaleza, y, por otra parte debería ser sobrenatural, como correspondiente a una naturaleza adornada, enriquecida y honrada con la justicia original, que es una cualidad sobrenatural, procedente de un especialísimo favor de Dios.

Pero el amor sobre todas las cosas, que se practicaría con estos auxilios, se llamaría natural, porque las acciones virtuosas reciben su nombre de sus objetos y motivos, y este amor, del cual hablamos, tendería a Dios solamente en cuanto es conocido como autor, señor y supremo fin de toda criatura por la sola luz natural, y por consiguiente, como amable y estimable sobre todas las cosas por inclinación y propensión natural.

Ahora bien, aunque el estado de nuestra naturaleza humana no está ahora dotado de aquella salud y rectitud natural que poseía el primer hombre cuando fue creado, sino que, al contrario, hayamos sido, en gran manera, corrompidos por el pecado, es cierto, empero, que la santa inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas se ha conservado en nosotros, como también la luz natural por la que conocemos que su soberana bondad es amable sobre todas las cosas, y no es posible que un hombre, al pensar atentamente en Dios, con sólo el discurso natural, no sienta un cierto movimiento de amor a Dios, que la secreta inclinación de nuestra naturaleza suscita en el fondo de nuestro corazón, y por el cual, a la primera aprensión de este primero y soberano objeto, la voluntad queda prevenida y se siente excitada a complacerse en él.

Ocurre con frecuencia entre las perdices, que se roban mutuamente los huevos para incubarlos, ya sea por la avidez que sienten de ser madres, ya sea por la ignorancia, que les impide conocer los huevos propios. Y he aquí una cosa extraña, pero bien comprobada, a saber, que el perdigón que ha salido del huevo y se ha criado bajo las alas de una madre ajena, en cuanto oye por primera vez la voz de la verdadera madre, que puso el huevo del cual ha nacido, deja a la perdiz ladrona y se dirige hacia su primera madre, y ya en pos de ella, por la correspondencia que guarda con su primer origen, correspondencia que antes no aparecía, sino que permanecía oculta, escondida y como dormida en el fondo de la naturaleza, hasta el momento del encuentro con su objeto, por el cual excitada y como despertada de repente, produce su efecto e inclina el apetito del perdigón hacia su primordial deber.

Lo mismo ocurre, Teótimo, con nuestro corazón; porque, aunque haya sido incubado, sustentado y criado entre las cosas corporales, bajas y transitorias, y, por decirlo así, bajo las alas de la naturaleza, sin embargo, a la primera mirada que dirige hacia Dios, al primer conocimiento que de Él recibe, la natural y primera inclinación a amar a Dios, que estaba como aletargada y era como imperceptible, despierta al instante, y aparece inopinadamente como una chispa que surge de entre las cenizas, la cual, al tocar a nuestra voluntad, le comunica un impulso del amor supremo, debido al primer principio de todas las cosas.





XVII Que naturalmente no está en nuestras manos el poder amar a Dios sobre todas las cosas



Nuestra infeliz naturaleza, lastimada por el pecado, hace como las palmeras que acá tenemos, cuyas producciones son imperfectas y como unos ensayos de sus frutos, pero el dar dátiles enteros, maduros y sazonados, está reservado a las regiones más cálidas. Así nuestro corazón humano produce ciertos comienzos al amor de Dios, pero el llegar a amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual consiste la verdadera madurez del amor que se debe a esta suprema bondad, sólo es patrimonio de los corazones animados y asistidos de la gracia celestial y que viven en santa caridad; y este pequeño e imperfecto amor, cuyos movimientos siente en sí misma la naturaleza, no es sino un cierto querer sin querer, un querer que quisiera, pero que no quiere, un querer estéril, que no produce verdaderos efectos, un querer paralítico15, que ve la saludable piscina del santo amor, pero que no tiene fuerza para arrojarse a ella; querer del cual el Apóstol, hablando en la persona del pecador, exclama: Aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo como cumplirla16.




XVIII Que la inclinación natural que tenemos a amar a Dios no es inútil




Mas, si no podemos naturalmente amar a Dios sobre todas las cosas, ¿por qué tenemos esta natural inclinación a ello? ¿No es una cosa vana el que la naturaleza nos incline a un amor que no nos puede dar? ¿Por qué nos da la sed de un agua tan preciosa, si no puede darnos a beber de ella? ¡Ah, Teótimo, qué bueno ha sido Dios para con nosotros!

Nuestra perfidia en ofenderle merecía, ciertamente, que nos privase de todas las señales de su benevolencia y del favor de que había usado con nuestra naturaleza, al imprimir en ella la luz de su divino rostro y al comunicar a nuestros corazones el gozo de sentirse inclinados al amor de la divina bondad, para que los ángeles, al ver a este miserable hombre, tuviesen ocasión de decir: ¿Es ésta la criatura de perfecta belleza, el honor de toda la tierra?17.

Pero esta infinita mansedumbre nunca supo ser tan rigurosa con la obra de sus manos; vio que estábamos rodeados de carne, la cual es un viento que se disipa, un soplo que sale y no vuelve18. Por esta causa, según las entrañas de su misericordia, no quiso arruinarnos del todo ni quitarnos la señal de su gracia perdida, para que mirándole y sintiendo en nosotros esta inclinación a amarle, nos esforzásemos en hacerlo, y para que nadie pudiese decir con razón: ¿Quién nos mostrará el bien?19. Porque, aunque por la sola inclinación natural no podamos llegar a la dicha de amar a Dios cual conviene, con todo, si la aprovechamos fielmente, la dulzura de la divina bondad nos dará algún socorro, merced al cual podremos pasar más adelante, y, si secundamos este primer auxilio, la bondad paternal de Dios nos favorecerá con otro mayor y nos conducirá de bien en mejor, con toda suavidad, hasta el soberano amor, al que nuestra inclinación natural nos impele, porque es cosa cierta que al que es fiel en lo poco y hace lo que está en su mano, la divina bondad jamás le niega su asistencia para que avance más y más.

Luego, la inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas, que naturalmente poseemos, no en
balde permanece en nuestros corazones, porque, en cuanto a Dios, se sirve de ella como de una asa, para mejor cogernos y atraernos; por este medio, la divina bondad tiene, en alguna manera, prendidos nuestros corazones como pajarillos, con una cuerda para tirar de ella, cuando le plazca a su misericordia apiadarse de nosotros; y, en cuanto a nosotros, es como un signo y memorial de nuestro primer principio y Creador, a cuyo amor nos incita, adviniéndonos secretamente que pertenecemos a su divina bondad. Es lo que ocurre a los ciervos, a los cuales los grandes personajes mandan poner collares con sus escudos de armas, y después los sueltan y dejan libres por los bosques.

Quienquiera que los encuentre no deja de reconocer, no sólo que fueron cazados una vez por el príncipe, cuyas armas llevan, sino que se los reservó para sí. De esta manera, según cuentan algunos historiadores, se pudo conocer la extrema vejez de un ciervo, que, trescientos años después de la muerte de César, fue encontrado con un collar con la divisa de éste y esta inscripción: César me ha soltado.

Ciertamente, la noble tendencia que Dios ha infundido en nuestras almas, da a conocer a nuestros amigos y a nuestros enemigos, no sólo que hemos sido de nuestro Creador, sino, además, que, si bien nos ha soltado y dejado a merced de nuestro libre albedrío, sin embargo le pertenecemos y se ha reservado el derecho de atraernos de nuevo para sí, para salvarnos, según la disposición de su santa y suave providencia. Por esta causa, el gran Profeta real no solo ...... a esta inclinación luz20, porque nos hace ver hacia donde debemos tender, sino también gozo y alegría, porque nos consuela en nuestros extravíos, infundiéndonos la esperanza de que "lucí que ha impreso y ha dejado en nosotros esta
hermosa marca de nuestro origen, pretende todavía y desea volvernos y reducirnos a sí, si somos tan dichosos que nos dejamos recuperar por su divina bondad.

20 Sal. IV, 7.






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