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Tratado del Amor de Dios



LIBRO QUINTO




De los dos principales ejercicios del amor sagrado, que consisten en la práctica de la complacencia y de la benevolencia



I De la sagrada complacencia del amor, y, primeramente, en qué consiste


El amor, como ya hemos dicho, no es otra cosa que el movimiento y el flujo del corazón hacia el bien, por la complacencia que en él siente, de suerte que la complacencia es el gran motivo del amor, como el amor es el gran motivo de la complacencia.

Ahora bien, este movimiento, con respecto a Dios, se practica de esta manera: Sabemos por la fe que la divinidad es un abismo incomprensible de toda perfección, soberanamente infinito en excelencia, infinitamente soberano en bondad. Esta verdad, que la fe nos enseña, es atentamente considerada por nosotros en la meditación, en la cual contemplamos este inmenso cúmulo de bienes que hay en Dios, o bien a la vez como un conjunto de todas las perfecciones, o bien distintamente, considerando sus excelencias una a una, por ejemplo, su omnipotencia, su sabiduría, su bondad, su eternidad, su infinidad. Cuando hemos logrado que nuestro entendimiento se fije atentamente en la grandeza de los bienes que encierra este divino objeto, es imposible que nuestra voluntad no se sienta tocada de la complacencia en este bien, y, entonces, haciendo uso de nuestra libertad y de la autoridad que tenemos sobre nosotros mismos, movemos a nuestro corazón a que reponga y refuerce su primera complacencia con actos de aprobación y regocijo. ¡ Ah — dice entonces el alma devota—, qué hermoso eres, amado mío, qué hermoso eres! Eres todo deseable; eres el mismo deseo.



De esta manera, aprobando el bien que vemos en Dios, y regocijándonos en él, hacemos el acto de amor que se llama complacencia, porque nos complacemos en el placer divino infinitamente más que en el nuestro; y es este amor el que causaba tan gran contento a los santos, cuando podían enumerar las perfecciones de su amado, y el que les hacía pronunciar con tanta suavidad que Dios era Dios. Tened entendido —decían— que el Señor es Dios. 210

¡Qué gozo tendremos en el cielo, cuando veremos al amado de nuestros corazones como un mar infinito, cuyas aguas no son sino perfección y bondad! Entonces, como ciervos que, perseguidos y acosados durante mucho tiempo, beben en una fuente cristalina y fresca y atraen hacia sí la frescura de sus ricas aguas, nuestros corazones, al llegar a la fuente abundante y viva de la Divinidad, después de tantos desfallecimientos y deseos, recibirán, por esta complacencia, todas las perfecciones del Amado, gozarán de Él de una manera perfecta, por el contento que en Él sentirán, y se llenarán de delicias inmortales; y, de esta manera, el esposo querido entrará dentro de nosotros, como en su lecho nupcial, para comunicar su gozo eterno a nuestra alma, pues Él mismo ha dicho que, si guardamos la santa ley de su amor, vendrá y hará en nosotros su morada.  211




II Que por la santa complacencia somos hechos como niños en los pechos de nuestro Señor




¡Qué feliz es, el alma que se complace en conocer y saber que Dios es Dios y que su bondad es una bondad infinita! Porque este celestial esposo, por esta puerta de la complacencia, entra en ella y cena 212 con nosotros, y nosotros con Él. Nos apacentamos con Él en su dulzura, por el placer que en ella sentimos, y saciamos nuestros corazones en las perfecciones divinas, por el bienestar que en ellas encontramos. Y esta perfección es una cena, por el reposo que a ella sigue, pues la complacencia nos hace reposar dulcemente en la suavidad del bien que nos deleita, del cual hartamos nuestro corazón; porque, como ya lo sabes, Teótimo, el corazón se apacienta de las cosas que le agradan, y así decimos que uno se apacienta de honor, otro de riquezas, empleando el lenguaje del Sabio, el cual dijo que la boca de los necios se alimenta de sandeces 213, y el de la suma Sabiduría, la cual manifiesta que su manjar, o sea su gozo, no es otro que hacer la voluntad de su Padre 214.

Venga mi amado a su huerto —dice la Sagrada esposa—, y coma del fruto de sus manzanos 215. Ahora bien, el divino esposo va a su huerto cuando viene al alma devota, pues como quiera que tiene todas su delicias en estar con los hijos de los hombres 216, ¿dónde puede tener mejor morada que en la región del espíritu que ha hecho a su imagen y semejanza? En este jardín, Él mismo planta la amorosa complacencia que tenemos en su bondad, y de la cual nos apacentamos; como, asimismo, su bondad se apacienta y se complace en nuestra complacencia. De esta manera, introducimos el corazón de Dios en el nuestro, derrama Él su bálsamo precioso, y así se practica lo que con tanto regocijo dice la sagrada esposa: Introdujome el rey en su gabinete; saltaremos de contento y nos regocijaremos en Ti, conservando la memoria de tus amores, superiores a las delicias del vino; por eso te aman los rectos de corazón 217

¿Cómo es posible ser bueno y no amar tan gran bondad? Los príncipes de la tierra tienen los tesoros en sus arcas y las armas en sus arsenales; mas el príncipe celestial tiene sus tesoros en su seno y sus armas en su pecho, y, puesto que su tesoro y su bondad, lo mismo que sus armas, son sus amores, su seno se parece al de una dulce madre, provisto de tantos atractivos para cautivar al tierno niño, cuanto puede él desear.

¡Cuan deliciosamente siente los perfumes de las infinitas perfecciones del Salvador el alma que, por amor, lo sostiene entre los brazos de sus afectos! ¡Y con qué complacencia dice para sus adentros: He aquí que el olor de mi Dios es como el olor de un jardín florido.

210 1 Sal. XCIX, 3.

211 Jn.,XIV, 23

2212 Apoc, III, 20..



III Que la sagrada complacencia da nuestro corazón a Dios y nos hace sentir un perpetuo deseo en el gozo



El bien infinito pone fin aL deseo, cuando causa el gozo, y pone fin al gozo cuando excita el deseo; por lo que no puede ser gozado y deseado al mismo tiempo. Pero el bien infinito hace que reine el deseo en la posesión, y la posesión en el deseo, porque puede satisfacer el deseo con su santa presencia, y darle siempre vida con la grandeza de su excelencia.

Cuando nuestra voluntad ha encontrado a Dios, descansa en Él y siente una suma complacencia, y sin embargo, no deja de sentir un movimiento de deseo, porque, así como desea amar, gusta también de desear; tiene el deseo del amor y el amor del deseo. El reposo del corazón no consiste en que permanezca inmóvil, sino en no tener necesidad de cosa alguna; no estriba en la carencia de todo movimiento, sino en no tener ninguna necesidad de moverse.

Los espíritus condenados están en un eterno movimiento, sin mezcla alguna de tranquilidad; nosotros, los mortales, que andamos todavía en esta peregrinación, unas veces sentimos reposo y, otras, movimiento en nuestros afectos; los espíritus bienaventurados viven siempre en reposo en sus movimientos, y en movimiento en su reposo; sólo Dios está en un reposo sin movimiento, porque es absolutamente un acto puro y substancial. Ahora bien, aunque, según la condición ordinaria de nuestra vida mortal, no tengamos reposo en nuestro movimiento, sin embargo, cuando nos ensayamos en los ejercicios de la vida inmortal, es decir, cuando practicamos los actos del amor santo, encontramos reposo en el movimiento de nuestros afectos, y movimiento en el reposo de la complacencia que sentimos en el amado, recibiendo de esta manera un goce anticipado de la futura felicidad a que aspiramos.

El alma que se ejercita en el amor de complacencia, exclama perpetuamente en su sagrado silencio; Me basta que Dios sea Dios, que su bondad sea infinita, que su perfección sea inmensa; que viva yo o que muera poco importa para mí, pues mi amado vive una vida triunfal eternamente. La misma muerte no puede entristecer al corazón que sabe que su soberano amor vive. Bástale al alma que ama que aquel a quien ama más que a sí misma esté colmado de bienes eternos, pues vive más en el que ama que en el que anima, y ya no es ella la que vive, sino su amado en ella 218.

213 Prov.,XV, 14

214 Jn.,IV,34.

215 Cant, V, 1.

216 Prov.,VIII,31.

2217 Cant., 1,3.




IV De la amorosa compasión, por la cual se explica mejor la complacencia del amor





La compasión, la condolencia, la conmiseración o misericordia no es más que un afecto, que nos hace partícipes de la pena y del dolor de aquel a quien amamos, y atrae hacia nuestro corazón la miseria que padece, por lo cual se llama misericordia, como si dijéramos miseria de corazón; de la misma manera que la complacencia introduce en el corazón del amante el placer y el contento de la cosa amada. El que produce ambos efectos es el amor, el cual, por la virtud que tiene de unir el corazón del que ama con el corazón del que es amado, hace, por este medio, que los bienes y los males de los amigos sean comunes, por lo cual lo que ocurre con la compasión, arroja mucha luz sobre todo cuanto se refiere a la complacencia.

La compasión recibe su grandeza de la del amor que la produce. Así son grandes las penas de las madres por las aflicciones de sus hijos únicos, como lo atestigua con frecuencia la Escritura.
¡Qué compasión en el corazón de Agar por los sufrimientos de Ismael, al que veía en trance de perecer de sed en el desierto! ¡Qué sentimiento el de David por la muerte de su hijo Absalón! ¿Novéis el corazón maternal del gran Apóstol, cuando dice: enfermo con los enfermos, ardiendo en el celo por los escandalizados, con un continuo dolor por la pérdida de los judíos y muriendo todos los días por sus queridos hijos espirituales? 219.

Pero considera, sobre todo, cómo el amor atrae todas las penas, todos los tormentos, los trabajos, los sufrimientos, los dolores, las heridas, la pasión, la cruz y la muerte de nuestro Redentor hacia el corazón de su madre santísima 220, por lo que pudo muy bien decir que era para ella un manojito de mirra en medio de su corazón. 221.

La condolencia recibe también su grandeza de la magnitud de los dolores que padecen las personas amadas; si los males del amigo son extremos, nos causan gran dolor.

PPero la conmiseración crece extraordinariamente en presencia del ser que padece. Por esta causa, la pobre Agar se alejaba de su hijo, que desfallecía, para aliviar, en alguna manera, el dolor de compasión que sentía; No veré morir a mi hijo 222, decía. Cristo Nuestro Señor Hora, al ver el sepulcro de su amado Lázaro 223, y a la vista de su querida Jerusalén 224; y el bueno de Jacob se siente traspasado de dolor ante la vestidura ensangrentada de su hijo José 225.

Ahora bien, otras tantas causas aumentan también la complacencia. A medida que el amigo nos es más querido, produce más placer en nosotros su contento, y su bienestar penetra más en nuestra alma, y, si su bien es excelente, es también muy grande nuestro gozo; mas, cuando llegamos a verle en el goce de este bien, no tiene límites nuestra alegría. Al saber Jacob que su hijo vivía revivió su espíritu 226.

AAh —dijo— ya moriré contento, mí querido hijo, porque he visto tu rostro y te dejo vivo 227. ¡Qué gozo, Dios mío! ¡Y qué bien lo expresa este anciano! Porque quiere decir con estas palabras: Ya moriré contento, porque he visto tu rostro, que su alegría es tan grande que es capaz de hacer que sea gozosa y agradable la misma muerte, que es la más triste y la más horrible de cuantas cosas hay en el mundo. El amor es fuerte como la muerte 228, y las alegrías del amor vencen las tristezas de la muerte, porque la muerte no las puede matar, sino que las aviva.



218 Gal., II, 20.

219 II Cor., XI, 29; Rom, IX, 2; I Cor., XV, 31.

220 Luc.,11,35

221 Cant.,1,12.

222 Gen., XXI, 16.

223 Jn., XI, 35.

224 Luc.,XIX,41.

225 Gén., XXXVII, 33,34.

226 Gén.,XLV,27.

227 Gén.,XLVI,30.

2228 Cant., VIII, 6.




V De la condolencia y complacencia del amor en la Pasión de nuestro Señor





CCuando veo a mi Salvador en el monte de los Olivos, con su alma triste hasta la muerte 229 ¡Jesús! exclamo, ¿quién ha podido acarrear estas tristezas mortales al Alma de la vida, sino el que, excitando la conmiseración, ha introducido, por su medio, nuestras miserias en vuestro corazón soberano? Al ver este abismo de angustias y de congojas en este divino amante, ¿cómo puede el alma devota permanecer sin un dolor santamente amoroso? Más, al considerar, por otra parte, que todas las aflicciones de su Amado no proceden de ninguna imperfección ni de falta alguna de fuerzas, sino de la grandeza de su amor, es imposible que, a la vez, no se derrita toda ella de un amor santamente doloroso. Porque, ¿cómo puede una amante fiel contemplar tantos tormentos en su Amado, sin quedar transida, lívida y consumida de dolor?

El amor iguala a los amantes. Yo veo a este querido amante convertido en un fuego de amor, que arde entre las zarzas espinosas del dolor 230, y me ocurre lo mismo: estoy toda inflamada de amor dentro de las malezas de mis dolores, y soy como un lirio entre espinas 231. ¡Ah! no miréis tan sólo los horrores de mis punzantes dolores, sino mirad también la hermosura de mis agradables amores. Este divino amante padece insoportables dolores, y esto es lo que me entristece y me pasma de angustia; pero también se complace en sufrir, y gusta de estos tormentos y muere contento de morir de dolor por mí. Por esta causa, así como me duelen sus dolores, me encantan sus amores, y no sólo me entristezco con Él, sino también me glorío en Él.

Entonces se practica el dolor del amor y el amor del dolor; entonces la condolencia amorosa y la complacencia dolorosa, luchando 232 entre sí acerca de quien tiene más fuerza, ponen al alma en unos pasmos y agonías increíbles y se produce en ella un éxtasis amorosamente doloroso y dolorosamente amoroso. Así aquellas grandes almas, San Francisco y Santa Catalina, sintieron amores no igualados en sus dolores, y dolores incomparables en sus amores, cuando fueron estigmatizados, y saborearon el amor gozoso de padecer por el amigo, que, en grado sumo, había practicado su Salvador en el árbol de la cruz. De esta manera, nace la preciosa unión de nuestro corazón con Dios, la cual, como un Benjamín místico, es a la vez hija de gozo e hija de dolor 233

Es una cosa indecible hasta qué punto desea el Salvador entrar en nuestras almas por este amor de complacencia dolorosa. ¡Ah! —Exclama— ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi purísima, porque está llena de rocío mi cabeza y del relente de la noche mis cabellos 234. ¿Qué es este rocío y qué es este relente de la noche, sino las aflicciones y las penas de la pasión? Quiere, pues, decirnos el divino amor del alma: Yo estoy cargado de las penas y de los sudores de mi Pasión, toda la cual transcurrió en medio de las tinieblas de la noche o en medio de las tinieblas que produjo el sol, cuando se oscureció en la plenitud del mediodía. Abre, pues, tu corazón hacia Mi, como las madreperlas abren sus conchas del lado del sol, y derramaré sobre ti el rocío de mi Pasión, que se convertirá en perlas de consuelo.





VI Del amor de benevolencia a nuestro Señor, que practicamos a manera de deseo






Nosotros no podemos desear con verdadero deseo ningún bien a Dios, porque su bondad es infinitamente más perfecta de lo que podemos desear y pensar. El deseo siempre se refiere a un bien futuro, y ninguno es futuro para Dios, pues todo bien está en Él eternamente presente, porque la presencia del bien en su divina Majestad no es otra cosa que la divinidad misma. No pudiendo, pues, desear nada para Dios con deseo absoluto, forjamos ciertos deseos imaginarios y condicionales de esta manera: Señor, vos sois mi Dios, que, lleno de vuestra infinita bondad, no podéis necesitar mis bienes 235 ni otra cosa alguna; mas, si, imaginamos un imposible, pudiese llegar a creer que os falta algún bien, no cesaría nunca de deseároslo, aun a costa de mi vida, de mi ser y de todo cuanto hay en el mundo.

Se practica también una especie de benevolencia con Dios cuando, al considerar que no podemos engrandecerle en sí mismo, deseamos engrandecerle con nosotros, es decir, hacer siempre más y más grande en nosotros la complacencia que sentimos en su bondad. A imitación de la santísima Reina y Madre del amor, cuya sagrada alma cantaba las magnificencias 236 y engrandecía al Señor. Y, para que se supiese que este engrandecimiento se hacía por su complacencia en la divina bondad, añadía que su espíritu estaba transportado de gozo en Dios su Salvador 237


229 Mat.,XXVI,38.

230 Exod., III, 2.

231 Cant., II, 2.

232 Gen., XXV, 22

233 Gen., XXXV, 18. ,

234 Cant., V, 2.

2235 Sal., XV, 2.




VII Cómo el deseo de ensalzar y glorificar a Dios nos aleja de los placeres inferiores y nos hace atentos a las divinas perfecciones





SSegún lo dicho, el amor de benevolencia excita el deseo de acrecentar más y más, en nosotros, la complacencia que sentimos en la divina bondad; y, para lograr este acrecentamiento, el alma se priva cuidadosamente de todo otro placer. El verdadero amante casi no encuentra placer en cosa alguna fuera de la cosa amada. Así todas las cosas le parecían basura 238 y lodo al glorioso San Pablo, en comparación con el Salvador. Y la sagrada esposa es toda ella para su Amado: Mi Amado es todo para mí y yo soy toda para Él 239. Y cuando el alma que siente estos santos afectos encuentra a las criaturas, por excelentes que sean, aunque sean los ángeles, no se detiene en ellas, sino en cuanto las necesita para que la socorran y ayuden en sus deseos. Decidme —les pregunta—, decidme, os lo conjuro, ¿no habéis visto al amado de mi alma? 240.

Para mejor glorificar a su Amado, el alma anda siempre en busca de su faz 241, es decir, con una atención siempre más solícita y ardiente, va dándose cuenta de todos los pormenores de la hermosura y de las perfecciones que hay en Él, progresando continuamente en esta dulce busca de motivos que puedan perpetuamente excitarla a complacerse más y más en la incomprensible bondad que ama.

Así David enumera minuciosamente las obras y las maravillas de Dios en muchos de sus salmos celestiales, y la amante sagrada hace desfilar en cánticos divinos, como un ejército bien ordenado, todas las perfecciones de su esposo, una tras otra, para mover a su alma a la santa contemplación, ensalzar, con mayor magnificencia, sus excelencias y someter todos los demás espíritus al amor de su amigo amable 242.




VIII Cómo la santa benevolencia produce la alabanza del divino Amado




Dios, colmado de una bondad que está por encima de toda alabanza y de todo honor, no recibe ninguna ventaja ni acrecentamiento de bien de todas las bendiciones que le tributamos; no es, por ello, más rico ni más grande, ni más feliz, ni tiene mayor contento, porque su dicha, su contento, su grandeza y sus riquezas no consisten ni pueden consistir en otra cosa que en la divina infinidad de su bondad.

Con todo, como quiera que, según nuestra ordinaria manera de ver, el honor es considerado como uno de los más grandes efectos de nuestra benevolencia para con los demás, de suerte que, merced a él, no sólo no suponemos indiferencia alguna en aquellos a quienes honramos, sino que más bien reconocemos que abunda en toda clase de excelencias; de aquí que hagamos objeto de esta benevolencia a Dios, el cual no se limita a agradecerla, sino que la exige, como conforme a nuestra condición, y como cosa tan propia para dar testimonio del amor respetuoso que le debemos, que aún nos manda rendirle y referir a Él todo el honor y toda la gloria.


AAsí, pues, el alma que se complace mucho en la perfección infinita de Dios, al ver que no puede desear para Él ningún aumento de bondad, porque es ésta infinitamente superior a cuanto se puede desear y aún pensar, desea, a lo menos, que su nombre sea bendito, ensalzado, alabado, honrado y adorado más y más; y, comenzando por su propio corazón, no cesa de moverlo a este santo ejercicio, y, como sagrada abeja, anda revoloteando de acá para allá sobre las flores de las obras y de las excelencias divinas, haciendo acopio de una dulce variedad de complacencias, de las que hace nacer y elabora la miel celestial de las bendiciones, alabanzas y honrosas confesiones, con las cuales, en cuanto le es posible, ensalza y glorifica el nombre de su Amado.

Pero este deseo de alabar a Dios que la santa benevolencia excita en nuestros corazones, es insaciable; porque el alma quisiera disponer de alabanzas infinitas, para tributarlas a su Amado, pues ve que sus perfecciones son más que infinitas, y así, sintiéndose muy lejos de poder satisfacer sus deseos, hace supremos esfuerzos de afecto para, en alguna manera, alabar a esta bondad tan laudable, y estos esfuerzos de benevolencia se acrecientan admirablemente por la complacencia; porque según el alma va encontrando bueno a Dios, saborea más y más su dulzura, se complace en su infinita belleza, y quisiera entonar más fuertemente las bendiciones y las alabanzas que le rinde.

El glorioso san Francisco, en medio del placer que le causaba el alabar a Dios y el entonar sus cánticos de amor, derramaba abundantes lágrimas y dejaba caer, de puro desfallecimiento, lo que entonces tenía en la mano, permaneciendo, con el corazón desmayado y perdiendo muchas veces el respirar a fuerza de aspirar a las alabanzas de Aquel a quien nunca podía alabar bastante.

236 Luc.,I,46.

237 Luc.,1,47.

238 Fil.,III,8.

239 Cant.,II,16.

240 Cant, III, 3

241 Sal. XXVI, 8.

2242 Cant,V, 10 y sig.




IX Cómo la benevolencia nos mueve a llamar a todas las criaturas, para que alaben a Dios





TTocado y apremiado el corazón por el deseo de alabar más de lo que puede a la divina bondad, después de hacer para ello varios esfuerzos, sale muchas veces de sí mismo para invitar a todas las criaturas a que le ayuden en su designio. Así vemos que lo hicieron los tres jóvenes dentro de aquel horno, en su admirable himno de bendiciones, por el cual exhortan a todo cuanto hay en el cielo, en la tierra y en los abismos a dar gracias al Dios eterno y alabarle y bendecirle soberanamente. De la misma manera, el glorioso Salmista, después de haber compuesto un gran número de salmos que empiezan así: alabad a Dios; de haber discurrido por todas las criaturas, para invitarlas santamente a bendecir a la majestad celestial, y de haber echado mano de una gran variedad de medio y de instrumentos, para celebrar las alabanzas de esta eterna bondad, al fin, como quien pierde el aliento, concluye toda su sagrada salmodia con esta aspiración: Que todo espíritu alabe al Señor 243, es decir, todo lo que vive, que no viva ni respire más que para su Creador.

La complacencia atrae las suavidades divinas hacia el corazón, el cual queda tan lleno de ardor, que permanece como desatinado. Pero el amor de benevolencia hace salir nuestro corazón de sí mismo y que se deshaga en deliciosos perfumes, es decir, en toda suerte de santas alabanzas, y no pudiendo, con todo, explayarse cuanto quiera: —exclama— que vengan todas las criaturas a aportar las flores de sus bendiciones, las manzanas de sus acciones de gracias, de sus honores, de sus adoraciones, para que, en todas partes, se sientan los perfumes derramados a gloria de Aquel cuya infinita dulzura sobrepuja todo honor, y al cual nunca podremos glorificar dignamente.

Ésta es la divina pasión que movió a predicar, tanto y arrostrar tantos peligros a los Javieres, a los Berzeos, a los Antonios y a esta multitud de Jesuitas, de capuchinos, de toda suerte e religiosos y de eclesiásticos, en las Indias, en el Japón, en el Marañón, para hacer conocer, reconocer y adorar el santo nombre de Jesús, en medio de tantos pueblos. Esta es la pasión santa, que ha hecho escribir tantos libros de piedad, fundar tantas iglesias, levantar tantos altares, tantas casas piadosas, en una palabra, que hace velar, trabajar y morir a tantos siervos de Dios entre las llamas del celo que las consume y devora.

2243 Sal. CL, 6.





X Cómo el deseo de amar a Dios nos hace aspirar al cielo




Cuando el alma enamorada ve que no puede saciar el deseo que siente de alabar a su Amado, mientras vive entre las miserias de este mundo, y sabedora de que las alabanzas, que se tributan en el cielo de la divina bondad, se cantan con un aire incomparablemente más elevado, exclama: ¡Cuan laudables son las alabanzas que los espíritus bienaventurados entonan ante el trono de mi rey celestial! ¡Oh qué dicha oír aquella santísima y eterna melodía, en la cual, por un suavísimo conjunto de voces diferentes y tonos distintos, hacen que resuenen por todos lados perpetuas aleluyas.

¡Cuan amable es este templo, donde todo resuena en alabanzas! ¡Qué dulzura para los que viven en esta morada santa, donde tantos ruiseñores celestiales entonan, con una santa emulación de amor, los himnos de la suavidad eterna!

LLuego, el corazón que, en este mundo, no puede cantar ni oír a su placer las divinas alabanzas, siente un deseo sin igual de ser liberado de los lazos de esta vida, para partir hacia la otra, donde es perfectamente alabado el amante celestial, y este deseo, una vez dueño del corazón, se hace tan potente y apremiante en el pecho de los sagrados amantes, que, echando fuera los demás deseos, les hace sentir hastío por todas las cosas de la tierra, y hace que el alma desfallezca y enferme de amor, y esta pasión va a veces tan lejos, que, si Dios lo permite, llega a causar la muerte.

He aquí por qué el glorioso y seráfico amante San Francisco, después de haber sido agitado, durante mucho tiempo, por este vehemente deseo de alabar a Dios, en sus últimos años, cuando por una especial revelación obtuvo la certeza de su salud eterna, no podía contener su gozo y se consumía de día en día, como si su vida y su alma se evaporasen, como el incienso, sobre el fuego de las ardientes ansias que tenía de ver a su Señor, para alabarle incesantemente; de suerte que, habiendo estos ardores tomado todos los días mayor incremento, salió su alma del cuerpo por un arranque hacia el cielo. Porque la divina Providencia quiso que muriese pronunciando estas santas palabras: Saca de esta cárcel a mí alma, oh Señor, para que alabe tu nombre; esperando están los justos el momento en que me des la tranquilidad deseada 244.

Este santo admirable, como un orador que quiere concluir y cerrar todo su discurso con alguna breve sentencia, puso fin a todos sus anhelos y deseos, de los cuales estas sus últimas palabras fueron como el compendio; palabras a las cuales juntó tan estrechamente su alma, que expiró cuando las pronunciaba. ¡Qué dulce y amable muerte fue aquella!





XI Cómo practicamos el amor de benevolencia en las alabanzas que nuestro Redentor y su Madre dan a Dios




En este santo ejercicio, vamos subiendo de grado en grado, por las criaturas que nos invitan a alabar a Dios, pasando de las insensibles a las racionales e intelectuales, y de la Iglesia militante a la triunfante, en la cual nos remontamos, por los ángeles y los santos, hasta que sobre todos ellos encontramos ala santísima Virgen, que con un tono incomparable alaba y glorifica a Dios más alta, santa y deliciosamente de lo que todas las criaturas juntas jamás podrían hacer.

PPor esto el rey celestial la invita particularmente a cantar: Muéstrame tu faz, amada mía —dice—, suene tu voz en mis oídos, pues tu voz es dulce, y lindo tu rostro 245.

Mas estas alabanzas, que esta Madre del amor hermoso 246 con todas las criaturas, da a la Divinidad, aunque excelentes y admirables, son, con todo, infinitamente inferiores al mérito de la bondad de Dios. Va, pues, ésta más lejos, e invita al Salvador a alabar y glorificar al padre celestial con todas las bendiciones que su amor filial puede inspirarle. Y entontes, Teótimo, el espíritu llega a un punto de silencio, pues no podemos hacer otra cosa que admirarnos. ¡Oh, qué cántico el del Hijo al Padre! ¡Cuan hermoso es este Amado entre los hijos de los hombres! ¡Qué dulce es su voz, como que brota de los labios en los cuales está derramada la plenitud de la gracia! 247. Todos los demás están perfumados, pero El es el perfume mismo; todos los demás están embalsamados, pero Él es el mismo bálsamo 248. El Padre eterno recibe las alabanzas de los demás como el olor de las flores; pero, al oír las bendiciones que el Salvador le da, exclama sin dudar: He aquí el olor de las alabanzas de mi Hijo, como el olor de un campo florido, el cual bendijo el Señor 249.

He aquí a este divino amor del Amado, como se pone detrás de la pared de su humanidad 250; ved como está atisbando por las llagas de su cuerpo y por la hendidura de su costado, como por unas ventanas y celosías, a través de las cuales nos mira. Sí, Teótimo, el amor divino sentado sobre el corazón del Salvador, como sobre su trono real, mira por la hendidura de su costado a todos los corazones de los hijos de los hombres.

Si le viésemos tal como es, moriríamos de amor por Él, pues somos mortales, como Él murió por nosotros mientras fue mortal, y como moriría ahora si no fuese inmortal. ¡ Oh si oyésemos a este divino corazón cantar con voz de infinita dulzura el cántico de alabanzas a la divinidad! ¡Qué gozo, qué esfuerzos los de nuestro corazón, para lanzarse a oírle para siempre! Este querido amigo de nuestras almas nos mueve ciertamente a ello: Ea, levántate —dice—, sal de ti misma, levanta el vuelo hacia Mi, paloma mía, hermosa mía 251, hacia esta morada, donde todo es gozo y donde todas las coas no respiran sino alabanzas y bendiciones. Todo florece allí 252; todo esparce dulzuras y perfumes; las tórtolas dejan oír sus arrullos por el ramaje; ven, amada mía muy querida, y, para verme mejor, corre a las mismas ventanas por las cuales te miro; ven a contemplar mi corazón en la abertura de mi costado, que fue abierta cuando mi cuerpo, fue tan lastimosamente destrozado en el árbol de la cruz; ven y muéstrame tu rostro 253. Haz que oiga tu voz 254, porque quiero juntarla con la mía; así será lindo tu rostro y dulce tu voz 255 ¡Qué suavidad en nuestros corazones cuando nuestras voces unidas y mezcladas con la del Salvador participarán de la infinita dulzura de las alabanzas que este Hijo muy amado tributa a su eterno Padre!




XII De la soberana alabanza con que Dios se alaba a sí mismo y del ejercicio de benevolencia que en ella practicamos




Todas las acciones humanas de nuestro Salvador son infinitas en valor y en mérito, por razón de la persona que las produce, que es un mismo Dios con el Padre y con el Espíritu Santo. Más no por esto es infinita la naturaleza y la esencia de estas acciones. Porque aunque las hace la persona divina, no las hace según toda la extensión de su infinidad, sino según la grandeza finita de su humanidad, por la cual las hace. De suerte que, así como las acciones humanas de nuestro dulce Salvador son infinitas, en comparación con las nuestras, son, por el contrario, finitas, en comparación con la infinidad esencial de la Divinidad.

Por esta causa, después del primer pasmo causado por la admiración que se apodera de nosotros ante una alabanza tan gloriosa, como lo es la que el Salvador da a su Padre, no podemos dejar de reconocer que la Divinidad todavía es más laudable, pues no puede ser alabada ni por todas las criaturas ni por la humanidad misma de su Hijo eterno, sino por sí misma, que es la única que puede dignamente nivelar su suma bondad con una suprema alabanza.

Entonces exclamamos: Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Y, para que se sepa que no es la gloria de las alabanzas creadas la que deseamos a Dios por esta aspiración, sino la gloria esencial y eterna, que tiene en sí mismo, por sí mismo y de sí misma y la cual es Él mismo, añadimos: Como la tenía en un principio, ahora y siempre y por todos los siglos de los siglos. Amén. Como si le dijésemos, al expresar este deseo;

¡¡Que sea Dios glorificado con la gloria que, antes de toda criatura, tenía en su infinita eternidad y en su eterna infinidad! Esta es la causa por la cual añadimos este versículo de gloría a cada salmo y a cada cántico, según la costumbre antigua de la Iglesia oriental, cuya introducción en Occidente pidió San Jerónimo al papa San Dámaso, en reconocimiento de que todas las alabanzas humanas y angélicas son demasiado bajas para poder ensalzar dignamente a la divina bondad y que, para que ésta pueda ser dignamente alabada, es menester que sea ella misma su propia gloria, su alabanza, y su bendición.

¡Qué complacencia, qué gozo para el alma que ama, ver su deseo satisfecho, pues su Amado es infinitamente alabado, bendecido y glorificado por sí mismo! Y, aunque al principio el alma amante haya sentido ciertos deseos de poder alabar lo bastante a Dios, con todo, al volver sobre sí misma, reconoce que no puede alabarle cual conviene y permanecer en una humilde complacencia, al ver que la divina bondad es infinitamente laudable y que sólo puede ser suficientemente alabada por su propia infinidad. Al llegar a este punto, el corazón, en un transporte de admiración, entona el himno del silencio sagrado.

Es así como los serafines de Isaías, cuando adoran y alaban a Dios, cubren su faz y sus pies 256, para confesar su insuficiencia en conocer y servir bien a Dios; pues los pies, sobre los cuales andamos, representan la servidumbre, pero vuelan con dos alas 257, movidas continuamente por la complacencia y la benevolencia, y su amor toma su descanso en medio de esta dulce inquietud. El corazón del hombre nunca está tan inquieto como cuando le impiden el movimiento, por el cual se dilata y se contrae sin cesar, y nunca está tan sosegado como cuando se siente libre en sus movimientos; de suerte que su tranquilidad está en el movimiento.

Ahora bien, lo mismo le ocurre al amor de los serafines y de todos los hombres seráficos, porque este amor tiene su descanso en u continuo movimiento de complacencia, por el cual Dios le atrae hacia Sí» como comprimiéndole, y en su movimiento de benevolencia, por el cual se lanza y se arroja todo en Dios. Este amor desearía ver las maravillas de la infinita bondad de Dios, pero dobla las alas de este deseo sobre su rostro, reconociendo que no lo puede conseguir. Desearía también prestarle algún servicio digno de Él, pero dobla este deseo sobre sus pies, confesando que no puede, y solamente le quedan las dos alas de la complacencia y de la benevolencia, con las cuales vuela y se remonta hacia Dios.

249 Gen., XXVII, 27

250 Cant., II, 9.

251 Cant.,II, 10.

252 Cant, II, 12.

253 Cant, II, 14.

254 Cant, II, 14.

255 Cant., II, 14.


256 Is.,VI,2.

257 Ibid.















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