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Tratado del Amor de Dios



LIBRO SEPTIMO



De la unión del alma con su Dios, que se perfecciona en la oración



I Cómo el amor produce la unión del alma con Dios, en la oración



No hablemos aquí de la unión general del corazón con su Dios, sino de ciertos actos y movimientos particulares, que el alma recogida en Dios, produce a manera de oración, para unirse y juntarse más y más con la divina bondad.

Nuestro corazón, una vez unido con Dios, se va hundiendo continuamente, por un insensible progreso de aquella unión, hasta que llega a ser todo de Dios, a causa de la santa inclinación que el santo amor le comunica a unirse cada vez más con la soberana bondad; porque, como dice el gran apóstol de Francia 283, el amor es una virtud unitiva, es decir, que nos conduce a la perfecta unión con el sumo bien. Y, puesto que es una verdad indudable que el divino amor, mientras estamos en este mundo, es un movimiento, o a lo menos un hábito activo y con tendencia al movimiento, sucede que, aún cuando haya llegado ya a la simple unión, no deja, empero, de obrar, aunque de una manera imperceptible, para acrecentarla y perfeccionarla más y más.

Uniéndose más y más a Dios, pero mediante un acrecentamiento imperceptible, cuyo progreso no se echa de ver mientras se va produciendo, sino cuando está acabado. Cuando un sentimiento de amor, por ejemplo: ¡Qué bueno es Dios!, penetra en el corazón, en primer lugar produce la unión con aquella bondad, pero una vez se ha fomentado con cierta prolijidad, penetra, como un perfume precioso, por todos los rincones del alma, se derrama y se dilata por nuestra voluntad, y, por decirlo así, se incorpora a nuestro espíritu, se junta y se abraza a nosotros por todos lados, mientras nosotros nos unimos a él. Esto es lo que nos enseña el profeta David, cuando compara las sagradas palabras con la miel 284.

Porque, ¿quién no sabe que la dulzura de la miel impresiona más a nuestros sentidos por un aumento continuo del sabor, cuando la entretenemos algún tiempo en la boca, y que penetra más y más en el gusto que cuando simplemente la tragamos? Asimismo, este sentimiento de la bondad celestial expresado por estas palabras de San Bruno: ¡Oh bondad!, o por éstas de Santo Tomás: ¡Mi Señor y mi Dios!, o por éstas de santa Magdalena: ¡Mi Señor mío!, o por éstas de San Francisco: ¡Dios mío y todas las cosas!, este sentimiento, digo, cuando se detiene por algún tiempo en un corazón amoroso, se dilata, se extiende, se hunde por una íntima penetración en el espíritu, lo empapa más y más de su sabor, todo lo cual no es más que un aumento de unión, tal como ocurre con el ungüento o el bálsamo, el cual, al caer sobre el algodón, se mezcla y se une de tal manera, poco a poco, con él, que al fin, es imposible decir si el perfume es el algodón o si el algodón es el perfume.

¡OH! ¡Que dichosa es el alma que, en la tranquilidad de su corazón, conserva amorosamente el sagrado sentimiento de la presencia de Dios! Porque su unión con la divina bondad crecerá perpetuamente, aunque de una manera insensible, y llenará todo su espíritu de su infinita suavidad. Ahora bien, cuando, a este propósito, hablo del sagrado sentimiento de la presencia de Dios!

Porque su unión con la divina bondad crecerá perpetuamente, aunque de una manera insensible, y llenará todo su espíritu de su infinita suavidad. Ahora bien, cuando, a este propósito, hablo del sagrado sentimiento de la presencia de Dios, no me refiero al sentimiento sensible, sino al que reside en la cima y en la parte más elevada del espíritu, donde el divino amor reina y produce sus principales efectos.


283 San Dionisio Areopagita.

Sal.,CXIII,103. 284





II De los diversos grados de la sagrada unión que se produce en la oración







A veces, la unión se produce sin que nosotros cooperemos a ella, únicamente dejándonos llevar y unir sin resistencia a la divina bondad.

Algunas veces cooperamos cuando, al sentirnos atraídos, corremos gustosos para secundar la dulce fuerza de la bondad que nos atrae y nos une a sí por el amor.

Otras veces nos parece que somos nosotros los que comenzamos a juntarnos y a abrazarnos con Dios, antes de que Él se junte con nosotros, porque sentimos la acción de la unión de nuestro lado, sin sentirla del lado de Dios, el cual, sin duda, nos previene siempre, aunque no siempre sintamos esta prevención.

Ved al niño Marcial; que fue, según se dice, el bienaventurado niño del cual se habla en San Marcos (cap. IX). Nuestro Señor le tomó, le levantó y le tuvo durante largo tiempo entre sus brazos. ¡Oh hermoso niño Marcial! ¡Qué feliz eres al ser cogido, tomado, llevado, unido, juntado y estrechado contra el celestial pecho del Salvador y al ser besado por su sagrada boca, sin que cooperes de otra manera que no oponiendo resistencia a estas divinas caricias! Al contrario, San Simeón abraza y oprime sobre su seno al mismo Señor, sin que el Señor aparente cooperar a esta unión, aunque, como canta la Iglesia, el viejo llevaba al Niño, mas el Niño dirigía al viejo.





III Del supremo grado de unión por la suspensión y el arrobamiento





La caridad es un vínculo, y un vínculo de perfección 285, y el que tiene más caridad, más estrechamente unido está con Dios. No hablamos de la unión que es fruto de la acción y que es una de las prácticas de la caridad y de la dilección. Imagina que San Pablo, San Dionisio, San Agustín, San Bernardo, San Francisco, Santa Catalina de Génova o de Sena, están todavía en este mundo, y que duermen de cansancio, después de varios trabajos tomados por amor de Dios.

Figúrate, por otra parte, un alma buena, pero no tan santa como aquellas, que, durante el mismo tiempo han permanecido en oración de unión. Pregunto ahora, ¿quién está más unido, más abrazado, más asido a Dios, aquellos grandes santos que duermen o esta alma que ora?

Ciertamente, aquellos amantes admirables, porque tienen más caridad y porque sus efectos, aunque en alguna manera dormidos, están de tal manera obligados a Dios y aprisionados en Él, que es imposible separarlos. Pero, ¿cómo es posible —me dirás— que un alma que está en oración unitiva, hasta llegar al éxtasis, esté menos unida a Dios que los que duermen, por santos que éstos sean? A esto respondo, que aquélla está más adelantada en el ejercicio de la unión, más éstos han avanzado más en la unión misma; éstos están unidos, mas no se unen, porque duermen; aquélla, empero, se une, porque está en el ejercicio y en la práctica actual de la unión.

Este ejercicio de la unión con Dios puede también practicarse por medio de breves y pasajeros, pero frecuentes movimientos de nuestro corazón hacia Dios, a manera de oraciones jaculatorias hechas con esta intención. ¡Ah, Jesús! ¿Quién me concederá la gracia de que forme con Vos un solo espíritu? ¡Ah Señor! Puesto que vuestro corazón me ama, ¿por qué no me arrebata hacia sí, tal como yo lo quiero?

Atraedme y correré en pos de vuestros encantos 286, para arrojarme en vuestros brazos paternales, y no moverme de ellos jamás, por los siglos de los siglos.


285 3 Col., III, 14.

2286 4 Cant, 1,3.





IV Del arrobamiento y de la primera especie del mismo






Los sagrados éxtasis, son de tres clases; el del entendimiento, el del afecto y el de la acción; el uno se produce por la admiración, el otro por la devoción y el tercero por la operación. La admiración se engendra en nosotros por el descubrimiento de una nueva verdad, que no conocíamos ni esperábamos conocer. Y, sí a la nueva verdad que descubrimos, se junta la belleza y la bondad, entonces la admiración que de ella nace es en gran manera deliciosa.



Alguna vez da Dios al alma una luz no sólo clara, sino también creciente, como el alba del día; y, entonces, como los que han encontrado una mina de oro, que siempre ahondan más y más, para encontrar con mayor abundancia el tan deseado metal, así el entendimiento va profundizando en la consideración de su divino objeto; porque de la misma manera que la admiración ha dado origen a la contemplación y a la teología mística; y, porque esta admiración, cuando es fuerte, nos saca fuera de nosotros mismos y nos eleva por la viva atención y aplicación de nuestro entendimiento a las ccosas celestiales, nos lleva consiguientemente hasta el éxtasis.




V De la segunda especie de arrobamiento




Dios, padre de toda luz, soberanamente bueno y bello, por su belleza atrae nuestro entendimiento, para que le contemple, y por su bondad atrae nuestra voluntad para que le ame. Como bello, al llenar nuestro entendimiento de delicias, derrama su amor en nuestra voluntad; como bueno, al llenar nuestra voluntad de su amor, excita nuestro entendimiento a contemplarle. El amor nos provoca a la contemplación y la contemplación al amor; de donde se sigue que el éxtasis y el arrobamiento dependen totalmente del amor; porque es el amor el que mueve al entendimiento a la contemplación, y a la voluntad a la unión; de manera que, finalmente, hemos de concluir, con San Dionisio, que el amor divino es extático y no permite que los amantes sean de sí mismo, sino de la cosa amada. Por esta causa, el admirable apóstol San Pablo, poseído de este divino amor y hecho partícipe de su fuerza extática exclamaba, con labios divinamente inspirados: Vivo yo, más no yo, sino que Cristo en mí 287.

Sin embargo, ambos éxtasis, el del entendimiento y el de la voluntad, no están tan íntimamente ligados que, con mucha frecuencia, no exista el uno sin el otro; porque, así como los filósofos tuvieron más conocimiento que amor del Creador, al contrario, los buenos cristianos tienen, muchas veces, más amor que conocimiento, según he advertido en otro lugar.

Ahora bien, el sólo éxtasis de la admiración no nos hace mejores, según lo que de él dice el que había sido arrebatado en éxtasis hasta el tercer cielo: Si conociese todos los misterios y toda la ciencia y no tuviese caridad, nada soy 288; y, por esta causa, el espíritu maligno puede extasiar, si es maravillosos conocimientos que le eleven y suspendan por encima de sus fuerzas naturales, y, por medio de tales luces, puede también comunicar a la voluntad cierta especie de amor vano ligero, tierno e imperfecto, por manera de complacencia, de satisfacción y de consolación sensible.

Pero dar el verdadero éxtasis de la voluntad, por el cual se une única y poderosamente a la bondad divina, solamente corresponde a aquel Espíritu soberano por el cual la caridad de Dios se derrama en nuestros corazones 289.

287 5 Gal., II, 20.

288 6 Cor., XIII, 2

2289 7 Rom., V, 5.




VI De las señales del buen arrobamiento y de la tercera especie del mismo





En efecto, Teótimo, hemos visto, en nuestros tiempos a muchas personas que creían, y otras con ellas, que, con gran frecuencia, eran divinamente arrebatadas en éxtasis; más, al fin, se descubría que todo eran ilusiones y pasatiempos diabólicos. Los mismos filósofos conocieron ciertas especies de éxtasis naturales, causados por la intensa aplicación de su espíritu a la consideración de las cosas más levantadas. Por lo cual no es de maravillar, si el maligno espíritu, para remedar al bueno, escandalizar a los débiles y transformarse en ángel de luz 290, produce arrobamientos en ciertas almas no muy sólidamente instruidas en la verdadera piedad.


Con el fin, pues, de que se puedan distinguir los éxtasis divinos de los humanos y diabólicos, los siervos de Dios nos han dejado muchos documentos. Mas, por lo que a mí toca me bastará, para mi propósito, proponeros dos señales de éxtasis bueno y santo.



La primera es que el éxtasis sagrado nunca prende tanto en el entendimiento como en la voluntad, a la cual conmueve, enciende y llena de un poderoso afecto a Dios; de manera que, si el éxtasis es más bello que bueno, más luminoso que ardiente, más especulativo que afectivo, es muy dudoso y digno de que se sospeche de él.

No niego que se puedan tener arrobamientos y aún visiones proféticas sin la caridad; porque sé muy bien que, así como se puede tener caridad, sin sentirse arrobado y sin profetizar, asimismo puede no sentirse arrobado y profetizar sin tener caridad; pero digo que aquel que, en su arrobamiento, tiene más luz en el entendimiento para admirar a Dios, que calor en la voluntad para amarle, ha de ponerse en guardia, porque corre el peligro de que este éxtasis sea falso y de que hinche el espíritu, en lugar de edificarle, colocándolo, como a Saúl, a Balaán y a Caifás entre los profetas 291 pero dejándolos entre los réprobos.


La segunda señal de los verdaderos éxtasis consiste en la tercera clase de los mismos, que hemos indicado más arriba; éxtasis enteramente santo y amable, que es la corona de los otros; el éxtasis de la obra y de la vida. La perfecta observancia de los mandamientos de Dios no está dentro del círculo de las fuerzas humanas, pero sí dentro de los límites del instinto del espíritu humano, como muy conforme a la razón y a la luz natural; de suerte que cuando vivimos según los mandamientos de Dios, no, por ello, vivimos fuera de nuestra inclinación natural.


Pero, además de los mandamientos divinos, hay celestiales inspiraciones, para cuya ejecución no basta que Dios nos levante por encima de nuestras fuerzas, sino que, además, es menester que nos lleve más allá de los instintos y de las inclinaciones de nuestra naturaleza, porque, si bien estas inspiraciones no son contrarias a la razón humana, con todo la exceden, la sobrepujan y son superiores a ella, de suerte que entonces no sólo vivimos una vida correcta, honesta y cristiana sino también una vida sobrehumana, espiritual, devota y extática, es decir, una vida que, bajo todos los aspectos, está fuera y por encima de nuestra condición natural.


No hurtar, no mentir, no fornicar, orar a Dios, no jurar en vano, amar y honrar a los padres, no matar, todo esto es vivir según la razón natural del hombre.

Pero dejar todos nuestros bienes, amar la pobreza, llamarla y tenerla por deliciosa dueña; considerar como una felicidad y una bienaventuranza los oprobios, los desprecios, la abyección, las persecuciones y los martirios; mantenerse dentro de los términos de una castidad absoluta, y, finalmente, vivir en el mundo y en esta vida mortal contra todas las opiniones y las máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, mediante una habitual resignación, renuncia y abnegación de nosotros mismos, esto no es vivir humanamente, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera y por encima de nosotros, y, puesto que nadie puede salir de esta manera de sí mismo, si el Padre eterno no le atrae 292, sigúese que este género de vida es un arrobamiento continuo y un éxtasis perpetuo de acción y operación.


Vosotros estáis muertos —decía el gran Apóstol a los Colosenses— y vuestra vida está oculta con Jesucristo en Dios 293. La muerte hace que el alma no viva en su cuerpo ni en el recinto del mismo.


¿Qué quieren, pues, decir Teótimo, estas palabras del Apóstol: Vosotros estáis muertos. Es como si dijera: Vosotros no vivís ya en vosotros mismos, ni dentro del cercado de vuestra condición natural; vuestra alma no vive según ella misma, sino sobre sí misma. Luego, nuestra vida está escondida en Dios, con Jesucristo, y cuando Jesucristo, que es nuestro amor, y, por consiguiente nuestra vida espiritual, aparecerá el día del juicio, entonces nosotros apareceremos con Él en la gloria  294; es decir, Jesucristo nuestro amor nos glorificará, comunicándonos su felicidad y su esplendor.

290 8 II Cor., XI, 14.

291 I Reg., X, 11.

292 Jn., VI, 44.

293 Col., III, 3.

CCol.,III,4. 294





VII Cómo el amor es la vida del alma. Prosigue el discurso sobre la vida extática




Cuando hemos puesto nuestro amor en Jesucristo, tenemos, por lo mismo, en Él nuestra vida espiritual. Ahora bien, El está oculto en Dios, en el cielo, como Dios estuvo oculto en Él, en la tierra. Por lo cual nuestra vida está oculta en Él, y, cuando Él aparezca glorioso, nuestra vida y nuestro amor aparecerán, asimismo, con Él, en Dios. Así, San Ignacio, decía que su amor estaba crucificado, como si hubiese querido decir: Mi amor natural y humano, con todas las pasiones que de él dependen, está clavado en la cruz; yo le he dado muerte como a un amor mortal, que hacía vivir mi corazón con una vida también mortal, y, así como mi Salvador fue crucificado y murió, según su vida mortal, para resucitar a una vida inmortal, de la misma manera yo he muerto con Él en la cruz, según mi amor natural, que era la vida mortal de mi alma, para resucitar a la vida sobrenatural de un amor que, pudiendo ejercitarse en el cielo, es también, por consiguiente, inmortal.

Al ver, pues, a una persona que, en la oración, tiene unos arrobamientos por los cuales sale y se eleva sobre sí misma en Dios, pero que, a pesar de ello, no tiene el éxtasis de la vida, es decir, no lleva una vida realzada y unida a Dios por la abnegación de las concupiscencias mundanas y la mortificación de los deseos y de las inclinaciones naturales, por la dulzura interior, la simplicidad, la humildad y sobre todo por una continua caridad, cree, Teótimo, que todos estos arrobamientos son muy dudosos y peligrosos; son arrobamientos propios para hacerse admirar de los hombres, mas no para santificarlos.

Porque ¿qué bien puede sacar un alma de ser arrobada en Dios, en la oración, si su conversación y su vida son arrebatadas por los afectos terrenos, bajos y naturales?

Estar por encima de sí mismo en la oración y por debajo de sí mismo en la vida y en la acción, ser angélico en la meditación y bestial en la conversación, es andar cojeando de ambas piernas, es jurar por Dios y jurar por Melcomn 295; en una palabra, es una verdadera señal de que tales arrobamientos y engaños son del espíritu maligno.

Bienaventurados los que viven una vida sobrenatural, extática, levantada por encima de sí mismos, aunque no sean arrobados sobre sí mismos en la oración. Muchos santos hay en el cielo, que jamás estuvieron en éxtasis o en arrobamiento durante la contemplación. Porque, ¡cuántos mártires y grandes santos y santas vemos, en la historia, los cuales jamás tuvieron, en la oración, otro privilegio que el de la devoción y el fervor! Pero jamás ha habido santo alguno que no haya tenido el éxtasis y el arrobamiento de la vida y de la obra, remontándose sobre sí mismo y sobre sus inclinaciones naturales.

295 Reg., XVIII, 21. — Melcom, el ídolo conocido también por Moloch.





VIII Admirable exhortación de San Pablo a la vida extática y sobrehumana





San Pablo nos propone el más fuerte, el más apremiante y el más admirable argumento, para inclinarnos a todos al éxtasis y al arrobamiento de la vida y de la obra. Escucha, Teótimo, las ardientes y celestiales palabras de este apóstol todo él extasiado y transportado al amor de su maestro. Hablando, pues, de sí mismo (que es lo mismo que decir de cada uno de nosotros), dice: La caridad de Cristo nos apremia 296. Nada mueve tanto el corazón del hombre como el amor. Si un hombre
sabe que es amado, sea por quien sea se ve obligado a corresponder con el amor; pero si el que le ama es un gran monarca ¡cuánto más apremiado no se siente!

Y ahora, mi querido Teótimo, sabiendo que Jesucristo, verdadero Dios eterno y omnipotente, nos ha amado hasta querer sufrir por nosotros la muerte, y la muerte de cruz, ¿no equivale todo esto a tener nuestros corazones como en una prensa para que salga de ellos exprimido el amor, con una fuerza y una violencia tanto más irresistible cuanto es más amable y agradable?

Lo que se sigue de esto, es lo que Cristo deseó de nosotros: que nos conformásemos con Él, para que, como dice el Apóstol, los que viven no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos 297. ¡Oh Dios mío! ¡Qué fuerte es esta consecuencia en materia de amor! Jesucristo murió por nosotros; nos dio la vida con su muerte; Nosotros no vivimos, sino porque Él murió; nuestra vida, por lo tanto, no es nuestra, sino de Aquel que nos la adquirió con su muerte; luego no debemos vivir más en nosotros, sino en Él; no para nosotros, sino para Dios.

Consagremos al divino amor con que murió nuestro Salvador, todos los momentos de nuestra vida, refiriendo a su gloria todas nuestras empresas, todas nuestras conquistas, todas nuestras obras, todas nuestras acciones todos nuestros pensamientos y todos nuestros afectos. Contemplemos a este divino Redentor tendido sobre la cruz en la cual muere de amor por nosotros.

¿Por qué no nos arrojamos en espíritu sobre Él, para morir en la cruz con Él, que por nuestro amor quiso también morir? Me cogeré de Él, deberíamos decir si tuviésemos generosidad, moriré con Él y me abrasaré en las mismas llamas de su amor; un mismo fuego consumirá a este divino Creador y a su ruin criatura. Mi Jesús es todo mío y yo soy todo suyo 298; y viviré y moriré sobre su pecho; ni la muerte ni la vida me separarán jamás de Él 299.

Así, es, cómo se realiza el éxtasis del verdadero amor, cuando ya no vivimos según las razones y las inclinaciones humanas, sino por encima de ellas, según las inspiraciones y los sentimientos del divino Salvador de nuestras almas.

296 II Cor., V, 14.

297 II Cor., V, 15.

298 Cant.,II, 16.

2299 Rom., VIII, 38,39.





IX Del supremo efecto del amor afectivo, que es la muerte de los amantes, y primeramente, de los que murieron en el amor





El amor es fuerte como la muerte 300. Algunas veces el amor sagrado es tan violento, que efectivamente causa la separación del cuerpo y del alma, haciendo morir a los amantes con una muerte tan dichosa que vale más que cien vidas.

Así como es propio de los réprobos morir en pecado, así es propio de los elegidos morir en el amor y gracia de Dios; pero con todo, acaece de una manera muy diferente. El justo nunca muere de una manera imprevista, porque gran previsión de la muerte es el haber perseverado en la justicia cristiana hasta el fin.

Ha habido en nuestros tiempos varones eximios, en virtud y en doctrina, que han sido encontrados muertos, unos en el confesionario, otros oyendo un sermón, y no han faltado algunos que han fallecido al bajar del pulpito, después de haber predicado con gran fervor; muertes repentinas todas éstas, mas no imprevistas!

Y a cuántos hombres de bien no hemos visto morir de apoplejía, de letargo, y de otras mil dolencias repentinas, y a cuántos también presa de desvarío, y aún privados del uso de la razón! Todos éstos, con los niños bautizados, han muerto en gracia y, por consiguiente, en el amor de Dios.
Mas ¿cómo han podido morir en el amor de Dios, sin pensar siquiera en Dios en el momento de su tránsito?

Los hombres sabios no pierden su ciencia cuando están dormidos; de lo contrario, serían de nuevo ignorantes al despertar y tendrían que volver a la escuela. Lo mismo ocurre con todos los demás hábitos de prudencia, de templanza, de fe, de esperanza, de caridad: siempre se conservan dentro del espíritu de los justos, aunque no siempre produzcan sus actos. Parece que, en el hombre dormido, todos los hábitos duermen con él, y que con él despiertan.

De la misma manera, cuando el justo muere súbitamente, ya sea aplastado por una casa que se le cae encima, ya herido del rayo, ya ahogado por un catarro, o bien fuera de sus cabales, por causa de una fiebre muy subida, no muere, ciertamente, en el ejercicio del amor divino, pero muere en el hábito de este amor, por lo cual dijo el Sabio: El justo, aunque sea arrebatado de muerte prematura, estará en lugar del refrigerio 301; porque, para obtener la vida eterna, basta morir en el estado y en el hábito del amor y de la caridad.

Muchos santos, empero, han muerto no sólo en caridad y con el hábito del amor celestial, sino también en el acto y en la práctica de éste. San Agustín murió en el ejercicio de la santa contrición; San Jerónimo, mientras exhortaba a sus queridos hijos al amor de Dios, del prójimo y de la virtud; San Ambrosio, del todo arrobado, mientras conversaba dulcemente con su Salvador, inmediatamente después de haber recibido el divinísimo Sacramento del altar; San Antonio de Padua, después de haber repetido un himno a la gloriosa Virgen madre, y hablando gozosamente con el Salvador; Santo Tomás de Aquino, juntando las manos, levantando los ojos al cielo, alzando fuertemente la voz y pronunciando, a manera de aspiraciones, con gran fervor, estas palabras de los Cantares, que era las últimas que había explicado: Ven querido amigo, salgamos a los campos 302. Todos los apóstoles y casi todos los mártires murieron rogando a Dios.

El bienaventurado y venerable Beda, habiendo tenido noticia, por revelación, de la hora de su muerte, acudió a vísperas (era el día de la Ascensión), y, estando en pie, apoyado tan sólo en los brazos de su silla, sin enfermedad alguna, acabó su vida en el mismo instante en que acababa de cantar las vísperas, como en la hora más a propósito para seguir a su Señor en su subida a los cielos, a fin de gozar, ya muy de mañana, de la eternidad que no tiene noche.

Juan Gersón, canciller de la Universidad de París, hombre tan docto como piadoso, del cual, como dice Sixto de Siena, no se puede discernir si, en él, la doctrina, aventajó a la piedad o la piedad a la doctrina, después de haber explicado las cincuenta propiedades del amor divino indicadas en el Cantar de los Cantares, tres días después, con un rostro y un corazón llenos de vida, expiró, pronunciando y repitiendo muchas veces, a manera de jaculatoria, estas sagradas palabras sacadas del mismo Cantar: «Oh Dios mío, vuestro amor es fuerte como la muerte»303; y el gran apóstol de los japoneses, Francisco Javier, expiró sosteniendo y besando el crucifijo, y repitiendo a cada momento estas aspiraciones, salidas de su alma: ¡Oh Jesús, Dios de mi corazón!


300 Cant, VIII. 6.

3301 Sab.,IV,7.





X De los que han muerto por el amor, y por el amor divino





¡Qué dichosa es esta muerte! ¡Qué dulce es esta amorosa saeta, que al herirnos con la herida incurable de la santa dilección, hace que languidezcamos para siempre y que enfermemos de unos latidos de corazón tan fuertes, que, al fin, es menester morir! Estos sagrados desfallecimientos y estos trabajos soportados por la caridad, acortaron los días a los divinos amantes, como santa Catalina de Sena, San Francisco, el jovencito Estanislao de Kostka, San Carlos, y tantos otros, que murieron tan jóvenes.

En cuanto a San Francisco, desde que recibió los sagrados estigmas de su Maestro, tuvo tan fuertes y penosos dolores, tales espasmos, convulsiones y enfermedades, que no le quedó sino la piel y los huesos, y más parecía un esqueleto o una imagen de la muerte que un hombre vivo y con aliento.






XI Que algunos entre los divinos amadores han muerto también en el ejercicio del amor 304




Este es el efecto más violento que el amor produce en un alma y que exige de antemano una gran desnudez de todos los afectos que pueden tener al corazón pegado al mundo o al cuerpo; de suerte que, así como el fuego, después de haber separado, poco apoco, la esencia de su masa, hace salir la quinta esencia, de la misma manera, el amor santo, después de haber liberado el corazón humano de todos los humores, inclinaciones y pasiones, en la medida de lo posible, hace, después, salir el alma, para que, por esta muerte preciosa, a los divinos ojos, pase a la gloria inmortal.

San Basilio había contraído una estrecha amistad con un célebre médico, judío de nación y de religión, con el intento de atraerle a la fe de nuestro Señor, lo cual, empero, no pudo conseguir, hasta que quebrantado de ayunos, de vigilias y de trabajos, llegó al artículo de la muerte y le preguntó cuál era su parecer acerca de su salud, conjurándole que se lo dijese francamente, lo cual hizo el médico, después de tomarle el pulso.

No hay remedio, le dijo; mañana, antes de la puesta del sol, habréis ya muerto. Mas ¿qué diréis— repuso el enfermo—, si mañana todavía vivo? Os prometo que me haré cristiano, replicó el médico. El santo rogó a Dios y obtuvo la prolongación de su vida corporal en favor de la vida espiritual de su médico, el cual, habiendo visto esta maravilla, se convirtió.

San Basilio se levantó animosamente del lecho, fue a la iglesia, y le bautizó, con toda su familia; y, vuelto a su habitación y acostado de nuevo, después de haber conversado largamente con nuestro Señor, en la oración, exhortó a los que le asistían a que sirviesen a Dios de todo corazón, y, al ver que los ángeles corrían hacia él, pronunció, con gran suavidad, estas palabras: Dios mío, os encomiendo mi alma y la pongo en vuestras manos, y expiró.

El pobre médico convertido, al verle ya muerto, le abrazó, y, derramando lágrimas, dijo: Oh, gran Basilio, siervo de Dios, en verdad que, si así lo hubieseis querido, no hubieseis muerto hoy, como no moristeis ayer. ¿Quién no ve que esta muerte fue enteramente una muerte de amor? Y la bienaventurada madre Teresa de Jesús reveló, después de su tránsito, que había muerto de un asalto e ímpetu de amor, el cual había sido tan violento, que la naturaleza no lo había podido soportar, por lo que su alma había partido hacia su Amado, objeto de sus afectos.

302 Cant, VII, 11.

303 Cant, VIII, 6.

MMt, V, 7. 304




XII Que la santísima Virgen Madre de Dios murió de amor por su Hijo




No es posible dudar prudentemente de que San José murió antes de la pasión y muerte del Salvador, pues, de lo contrario, no hubiera recomendado su Madre a San Juan. Y, siendo esto así, ¿quién sería capaz de imaginar que el Hijo querido de su corazón, al cual había sustentado, no le asistió en la hora de su tránsito? Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia 305. Un santo que tanto había amado en vida no podía morir más que de amor; porque, no pudiendo su alma amar a su sabor a su amado Jesús, en medio de las distracciones de esta vida, y habiendo cumplido ya la misión que le fue confiada durante la infancia del Señor, ¿qué le quedaba por hacer, sino decir al Padre celestial: ¡oh, Padre!, yo he cumplido el encargo que me habéis confiado, y después a su Hijo; ¡Hijo mío! así como tu Padre celestial puso tu cuerpo entre mis manos, el día de tu venida al mundo, así en este día de mi partida de este mundo, pongo mi espíritu en las tuyas.

Tal como me imagino, hubo de ser la muerte de este gran patriarca, hombre escogido para hacer, al servicio del Hijo de Dios, los más tiernos y los más amorosos oficios, cuales jamás se hicieron ni se harán, después de los que desempeñó su celestial esposa, verdadera Madre natural de este mismo Hijo, de la cual es imposible imaginar que muriese de otra muerte que de amor, muerte la más noble de todas, y debida, por consiguiente, a la vida más noble que jamás ha existido entre las criaturas; muerte de la cual los mismos ángeles desearían morir, si de morir fuesen capaces.






XIII Que la santísima Virgen murió de un amor extremadamente dulce y tranquilo






El amor divino crecía a cada momento en el corazón virginal de nuestra gloriosa Señora, pero con crecimiento dulce, apacible y continuo, sin agitación ni brusquedad, ni violencia alguna.

No podía caber una impetuosidad agitada en este celestial amor del corazón maternal de la Virgen, porque el amor es de suyo dulce, gracioso, apacible y tranquilo, y si alguna vez procede por saltos y sacude el espíritu, ello es debido a que encuentra resistencia.

Más, en la santísima Virgen, todo favorecía y secundaba la corriente del celestial amor. Los progresos y los acrecentamientos de éste eran incomparablemente mayores que en todas las demás criaturas, pero, infinitamente suaves, apacibles y tranquilos. La santísima Virgen no quedó pasmada de amor ni de compasión junto a la cruz de su Hijo, a pesar de haber sentido entonces el más doloroso acceso de amor que Iimaginarse pueda; porque, aunque este acceso fue extremado, fue, con todo, igualmente fuerte y dulce a la vez, poderoso y tranquilo, activo y apacible, lleno de un ardor agudo
pero suave.

No digo, Teótimo, que en el alma de la santísima Virgen no hubiese dos partes, y, por consiguiente, dos apetitos: uno según el espíritu y la razón superior; otro según los sentidos y la razón inferior, de suerte que pudo sentir repugnancias y oposición de la una con respecto a la otra, porque este trabajo aparece también en nuestro Señor su Hijo; pero digo que en esta celestial Madre estaban todos los afectos tan bien dispuestos y ordenados, que el divino amor ejerció en ella su imperio y su dominio muy apaciblemente, sin que se sintiera turbada por la diversidad de voluntades o apetitos ni por la repugnancia de los sentidos, porque ni las repugnancias del apetito natural, ni los movimientos de los sentidos jamás llegaban hasta el pecado, ni siquiera hasta el pecado venial; al contrario, todo esto era, en ella, santa y fielmente empleado en el servicio del santo amor y en la práctica de las demás virtudes, las cuales, en su mayor parte, no se pueden practicar sino entre las dificultades, las repugnancias y las contradicciones.

La gloriosa Virgen, hecha partícipe de todas las miserias del género humano, menos de aquellas que tienden inmediatamente al pecado, las empleó utilísimamente en el ejercicio y acrecentamiento de las virtudes de la fortaleza, de la templanza, de la justicia de la prudencia, de la pobreza, de la humildad, del sufrimiento y de la compasión, de suerte que aquellas miserias no opusieron ningún obstáculo, sino, al contrario, ofrecieron al amor celestial muchas ocasiones de robustecerse con continuados ejercicios y progresos.

Nuestro corazón ha sido hecho por Dios, que lo atrae continuamente y que no cesa de hacer sentir en él los alicientes de su celestial amor.

Pero cinco cosas impiden esta atracción:

1. el pecado, que nos aleja de Dios;
2. el afecto a las riquezas;
3. los placeres sensuales;
4. el orgullo y la vanidad;
5. el amor propio, con la multitud de las pasiones desordenadas que engendra, las cuales son en nosotros una pesada carga que nos aplasta.


Ahora bien, ninguno de estos impedimentos tuvo cabida en el corazón de la gloriosa Virgen:


1. siempre preservada de todo pecado;
2. siempre pobre de corazón;
3. siempre purísima;
4. siempre humildísima;
5. siempre señora pacífica de todas sus pasiones y libre de la rebelión que el amor propio suscita contra el amor de Dios.


Así la santísima Madre, no teniendo nada en sí misma que impidiese la operación del divino amor de su Hijo, se unía con Él con una unión incomparable, en éxtasis dulces, apacibles y sin esfuerzo; éxtasis en los cuales la parte inferior no dejaba de producir sus actos, pero sin que esto estorbara en nada la unión del espíritu, y, recíprocamente, la perfecta aplicación de su espíritu no causaba gran distracción de los sentidos. De manera que la muerte de esta Virgen fue más dulce de lo que se puede imaginar, pues su Hijo la atrajo suavemente con el olor de sus perfumes 306, y ella corrió tras la fragancia de aquéllos, hacia el seno de la bondad de su Hijo. El amor había hecho sentir, junto a la cruz, a esta divina esposa, los supremos dolores de la muerte; era, pues, razonable que, al fin, la muerte le comunicase las soberanas delicias del amor.



305 23 Jn., XVII, 4.


306 24 Cant, 1,3.











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