Los 7 Dones del Espíritu Santo
EL DON DE CIENCIA
El
quinto don del Espíritu Santo, siguiendo la escala ascendente de menor a mayor
perfección, es el don de ciencia, que vamos a estudiar cuidadosamente a
continuación.
Algunos autores asignan al don de ciencia la misión de
perfeccionar la virtud de la esperanza. Pero Santo Tomás lo adjudica a la fe,
asignando a la esperanza el don de temor, cómo ya vimos. Nosotros seguimos este
criterio del Doctor Angélico, que se funda, nos parece, en la naturaleza misma
del don de ciencia.
1. Naturaleza del don de ciencia.
El, don de
ciencia es un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante,
por el cual la inteligencia del hombre, bajo la acción iluminadora del Espíritu
Santo, juzga rectamente de las cosas creadas en orden al fin último
sobrenatural.
Expliquemos los términos de esta sintética definición para
captar un poco mejor la verdadera naturaleza de este admirable don.
ES UN
HÁBITO SOBRENATURAL INFUNDIDO POR Dios con la gracia santificante.
—No se
trata de la ciencia humana o filosófica, que da origen a un conocimiento cierto
y evidente de las cosas deducido por el raciocinio natural de sus principios o
causas próximas o remotas. Ni tampoco de la ciencia teológica, que deduce de las
verdades reveladas por Dios las virtualidades que contienen valiéndose del
discurso o raciocinio natural. Sino de cierto sobrenatural conocimiento
procedente de una ilustración especial del Espíritu Santo, que nos descubre y
hace apreciar rectamente el nexo de las cosas creadas con el fin último
sobrenatural. Más brevemente: es la recta estimación de la presente vida
temporal en orden a la vida eterna. Es un hábito infuso, sobrenatural,
inseparable de la gracia, que se distingue esencialmente de los hábitos
adquiridos, de la ciencia natural y de la teología.
Por el cual la
inteligencia del hombre.
—El don de ciencia, como hábito, reside en el
entendimiento, lo mismo que la virtud de la fe, a la que perfecciona. Y es
primariamente especulativo, y secundariamente práctico.
Bajo la acción
iluminadora del Espíritu Santo.
—Es la causa agente que pone en movimiento el
hábito sobrenatural del don. En virtud de esa moción divina, diferentísima, de
la gracia actual ordinaria, que pone en movimiento las virtudes, la inteligencia
humana aprehende y juzga las cosas creadas por cierto instinto divino, por
cierta con naturalidad, que el justo posee potencialmente, por las virtudes
teologales, con todo cuanto pertenece a Dios. Bajo la acción de este don, el
hombre no procede por raciocinio laborioso, sino que juzga rectamente de todo lo
creado por un impulso superior y una luz más alta que la de la simple razón
iluminada por la fe.
Juzga rectamente.
—Esta es la razón formal que
distingue al don de ciencia del don de entendimiento. Este último, como veremos,
tiene por objeto captar y penetrar las verdades reveladas por la profunda
intuición sobrenatural, pero sin emitir juicio sobre ellas «simplex intuitus
veritatis», El de ciencia, en cambio, bajo la moción especial del Espíritu
Santo, juzga rectamente de las cosas creadas en orden al fin último
sobrenatural. Y en esto se distingue también del don de sabiduría, cuya función
es juzgar de las cosas divinas, no de las creadas.
«La sabiduría y la
ciencia —escribe el Padre Lallemant— tienen algo de común. Las dos hacen conocer
a Dios y a las criaturas. Pero cuando se conoce a Dios por las criaturas y
cuando nos elevamos del conocimiento de las causas segundas a la causa primera y
universal, es un acto de ciencia. Y cuando se conocen las cosas humanas por el
gusto que se tiene de Dios y se juzga de los seres creados por los conocimientos
que se tienen del primer ser, es un acto de sabiduría».
De las cosas
creadas en orden al fin último sobrenatural.
—Es, como ya hemos dicho,
el objeto material sobre el que recae el don de ciencia. Y como las cosas
creadas pueden relacionarse con el fin ya sea impulsándonos hacia él, ya
tratando de apartarnos del mismo, el don de ciencia da al hombre justo el recto
juzgar en ambos sentidos Más aún, el don de ciencia se extiende también a las
cosas divinas que se contemplan en las criaturas, procedentes de Dios, para
manifestación de su gloria, según aquello de San Pablo: Lo invisible de Dios, su
eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las criaturas» (Romanos 1,20).
«Este recto juzgar de las criaturas es la ciencia de los santos; y se funda
en aquel gusto espiritual y afecto de caridad que no descansa solamente en Dios,
sino que pasa también a las criaturas por Dios, ordenándolas a El y formando un
juicio de ellas según sus propiedades, esto es, por las causas inferiores y
creadas; distinguiéndose en esto la sabiduría, que arranca de la causa suprema,
uniéndose a ella por la caridad»
2. Importancia y necesidad.
El
don de ciencia es absolutamente necesario para que la fe pueda llegar a su plena
expansión y desarrollo en otro aspecto distinto del que corresponde —como
veremos— al don de entendimiento. No basta aprehender la verdad revelada, aunque
sea con esa penetración profunda e intuitiva que proporciona el don de
entendimiento; es preciso que se nos dé también un instinto sobrenatural para,
descubrir y juzgar rectamente las relaciones de esas verdades divinas con el
mundo natural y sensible que nos rodea. Sin ese instinto sobrenatural, la misma
fe peligraría: porque, atraídos y seducidos por el encanto de las cosas creadas
e ignorando el modo de relacionarlas con el mundo sobrenatural, fácilmente
erraríamos el camino, abandonando —al menos prácticamente- las luces de la fe y
arrojándonos, con una venda en los ojos, en brazos de las criaturas; La
experiencia diaria confirma demasiado todo esto para que sea menester insistir
en cosa tan clara. El don de ciencia presta, pues, inestimables servicios a la
fe, sobre todo en la práctica. Porque por él, bajo la moción e ilustración del
Espíritu Santo y por cierta afinidad y connaturalidad con las cosas
espirituales, juzgamos rectamente, según los principios de la fe, del uso de las
criaturas, de su valor, utilidad o peligros en orden a la vida eterna; de tal
manera que del que obra bajo el influjo de este don puede decirse con mucha
propiedad y exactitud que ha recibido de Dios la ciencia de los santos: «dedit
lili scientiam sanctorum» (Sabiduría 10,10).
3. Efectos del don de
ciencia.
Son admirables y variadísimos los efectos que produce en el alma
la actuación del don de ciencia, todos ellos de alto valor santificante. He aquí
los principales:
1) NOS ENSEÑA A JUZGAR RECTAMENTE DE LAS COSAS CREADAS
EN ORDEN A DIOS.
—Es lo propio y específico del don de ciencia.
«Bajo su
impulso —dice el Padre Philipon—, un doble movimiento se produce en el alma: la
experiencia del vacío de la criatura, de su nada; y también, a la vista de la
creación, él descubrimiento de la huella de Dios. El mismo don de ciencia
arrancaba lágrimas a Santo Domingo al pensar en la suerte de los pobres
pecadores, mientras que el espectáculo de la naturaleza inspiraba a San
Francisco de Asís su famoso Cántico al sol. Los dos sentimientos aparecen en el
conocido pasaje del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, donde el Santo
describe el alivio y al mismo tiempo el tormento del alma mística a la vista de
la creación, cuando las cosas del universo le revelan él paso de su Amado,
mientras que El permanece invisible hasta que el alma, transformada en El, le
encuentre en la visión beatífica».
El primer aspecto hacía exclamar a
San Ignacio de Loyola al contemplar el espectáculo de una noche estrellada:
«¡Oh, cuán vil me parece la tierra cuando contemplo el cielo!» Y el segundo
hacía caer arrobado a San Juan de la Cruz ante la belleza de una fuentecilla, de
una montaña, dé un paisaje, de una puesta de sol, o al escuchar «el silbo de los
aires nemorosos». La nada de las cosas creadas, contemplada a través del don de
ciencia, hacía que San Pablo las estimase todas como basura con tal de ganar a
Cristo (Filipenses 3,8); y la belleza de Dios, reflejada en la hermosura y
fragancia de las flores, obligaba a San Pablo de la Cruz a decirles entre
transportes de amor: «Callad, florecitas, callad...»
Y este mismo
sentimiento es él que daba al Poverello de Asís aquel sublime sentido de
fraternidad universal con todas las cosas salidas de las manos de Dios: el
hermano sol, el hermano lobo, la hermana flor...
Era también el don de
ciencia quien daba a Santa Teresa aquella pasmosa facilidad para explicar las
cosas de Dios valiéndose de comparaciones y semejanzas tomadas de las cosas
creadas.
2) Nos GUÍA CERTERAMENTE ACERCA DE LO QUE TENEMOS QUE CREER O NO
CREER.
—Las almas en las que él don de ciencia actúa intensamente tienen
instintivamente el sentido de la fe. Sin haber estudiado teología ni tener
letras de ninguna clase, se dan cuenta en el acto si una devoción, una doctrina,
un consejo, una máxima cualquiera, está de acuerdo y sintoniza con la fe o está
en oposición a ella. No les preguntéis las razones que tienen para ello, pues no
las saben. Lo sienten así con una fuerza irresistible y una seguridad
inquebrantable. Es admirable cómo Santa Teresa, a pesar de su humildad y rendida
sumisión a sus confesores, nunca pudo aceptar la errónea doctrina de que en
ciertos estados elevados de oración conviene prescindir de la consideración de
la humanidad adorable de Cristo.
3) Nos hace ver con prontitud y certeza
el estado de nuestra alma.
—Todo aparece transparente y claro a la penetrante
introspección del don de ciencia: «nuestros actos interiores, los movimientos
secretos de nuestro corazón, sus cualidades, su bondad, su malicia, sus
principios, sus motivos, sus fines e intenciones, sus efectos y consecuencias,
su mérito y su demérito». Con razón decía Santa Teresa que «en pieza a donde
entra mucho sol no hay telaraña escondida».
4) Nos inspira el modo más
acertado de conducirnos con el prójimo en orden a la vida eterna.
—En este
sentido, el don de ciencia, en su aspecto práctico, deja sentir su influencia
sobre la misma virtud de la prudencia, de cuyo perfeccionamiento directo se
encarga —como vimos— el don de consejo. «Un predicador —escribe el Padre
Lallemant —conoce por este don lo que debe decir a sus oyentes y cómo debe
apremiarles. Un director conoce el estado de las almas que dirige, sus
necesidades espirituales, los remedios de sus faltas, los obstáculos que se
oponen a su perfección, el camino más corto y seguro para conducirlas, cuándo
hay que consolarlas o mortificarlas, lo que Dios obra en ellas y lo que deben
hacer de su parte para cooperar con Dios y cumplir sus designios. Un superior
conoce de qué manera debe gobernar a sus súbditos.
Los que participan
más del don de ciencia son los más esclarecidos en todos sus conocimientos. Ven
maravillas en la práctica de la virtud. Descubren grados de perfección que son
desconocidos de los otros. Ven de una simple vista si las acciones son
inspiradas por Dios y conformes a sus designios; tan pronto como se desvían un
poco de los caminos de Dios, lo perciben en el acto. Señalan imperfecciones allí
donde los otros no las pueden reconocer y no están sujetos a engañarse en sus
sentimientos ni a dejarse sorprender por las ilusiones de que el mundo está
lleno. Si un alma escrupulosa se dirige a ellos, sabrán lo que es necesario
decirle para curar sus escrúpulos. Si han de dirigir una exhortación a
religiosos o religiosas, les acudirán a la mente pensamientos conformes a las
necesidades espirituales de estas personas religiosas y al espíritu de su orden.
Si se les proponen dificultades de conciencia, las resolverán excelentemente.
Pedidles la razón de su respuesta, y no os dirán una sola palabra, puesto que
conocen todo esto sin razón, por una luz superior a todas las razones.
Gracias a este don predicaba San Vicente Ferrer con el prodigioso éxito que
leemos en su vida. Se abandonaba al Espíritu Santo, ya fuera para preparar los
sermones, ya para pronunciarlos, y todo el mundo salía impresionado. Era fácil
ver que el Espíritu Santo hablaba por su boca. Un día en que debía predicar ante
un príncipe creyó que debía aportar a la preparación de su sermón un mayor
estudio y diligencia humana. Lo hizo así con extraordinario interés; pero ni el
príncipe ni él resto del auditorio quedaron tan satisfechos de esta predicación
tan estudiada como de la del día siguiente, que hizo, como de ordinario, según
el movimiento del espíritu de Dios. Se le hizo notar la diferencia entre esos
dos sermones. «Es —respondió— que ayer predicó fray Vicente, y hoy ha sido el
Espíritu Santo.»
5) Nos DESPRENDE DE LAS COSAS DE LA TIERRA.
—En
realidad, esto no es más que una consecuencia lógica de aquel recto juzgar de
las cosas que constituye la nota típica del don de ciencia. «Todas las criaturas
son como si no fueran delante de Dios» Por eso hay que rebasarlas y
trascenderlas para descansar en sólo Dios. Pero únicamente el don de ciencia da
a los santos esa visión profunda sobre la necesidad del desprendimiento absoluto
que admiramos, por ejemplo, en San Juan de la Cruz. Para un alma iluminada por
el don de ciencia, la creación es un libro abierto donde descubre sin esfuerzo
la nada de las criaturas y el todo del Creador.
«El alma pasa por las
criaturas sin verlas, para no detenerse sino en Cristo... El conjunto de todas
las cosas creadas, ¿merece siquiera una mirada para aquel que ha sentido a Dios,
aunque no sea más que una sola vez».
Es curioso el efecto que produjeron
en Santa Teresa las joyas que le enseñó en Toledo su amiga doña Luisa de la
Cerda. He aquí el texto teresiano con toda su inimitable galanura:
«Cuando estaba con aquella señora que he dicho, me acaeció una vez, estando ya
mala del corazón (porque, como he dicho, lo he tenido recio, aunque ya no lo
es), como era de mucha caridad, hízome sacar joyas de oro y piedras, que las
tenía de gran valor, en especial una de diamantes que apreciaba en mucho. Ella
pensó que me alegrarían. Yo estaba riéndome entre mí y habiendo lástima de ver
lo que estiman los hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor, y
pensaba cuán imposible me sería, aunque yo conmigo misma quisiese procurar,
tener en algo aquellas cosas si el Señor no me quitaba la memoria de otras. Esto
es un gran señorío para el alma, tan grande que no sé si lo entenderá sino quien
lo posee; porque es el propio y natural desasimiento, porque es sin trabajo
nuestro. Todo lo hace Dios; que muestra Su Majestad estas verdades de manera que
quedan tan impresas, que se ve claro no lo pudiéramos por nosotros de aquella
manera en tan breve espacio adquirir».
6) NOS ENSEÑA A USAR SANTAMENTE DE
LAS CRIATURAS.
Este sentimiento, complementario del anterior, es otra
derivación natural y espontánea del recto juzgar de las cosas creadas, propio
del don de ciencia. Porque es cierto que el ser de las criaturas nada es
comparado con el de Dios, pero no lo es menos que «todas las criaturas son
migajas que cayeron de la mesa de Dios», y de El nos hablan y a El nos llevan
cuando sabemos usar rectamente de ellas. Esto es, cabalmente, lo que hace el don
de ciencia. Los ejemplos son innumerables en las vidas de los santos. La
contemplación de las cosas creadas remontaba sus almas a Dios, del que veían su
huella en las criaturas. Cualquier detalle insignificante, que pasa inadvertido
al común de los mortales, impresiona fuertemente sus almas, llevándolas a Dios.
7) Nos LLENA DE CONTRICIÓN Y ARREPENTIMIENTO DE NUESTROS PASADOS ERRORES.
—Es otra consecuencia natural del recto juzgar de las criaturas. A la luz
resplandeciente del don de ciencia se descubre sin esfuerzo la nada de las
criaturas: su fragilidad, su vanidad, su escasa duración, su impotencia para
hacernos felices, el daño que el apego a ellas puede acarrearle al alma. Y al
recordar otras épocas de su vida en las que acaso estuvo sujeta a tanta vanidad
y miseria, siente en lo más íntimo de sus entrañas un vivísimo arrepentimiento,
que estalla al exterior en actos intensísimos de contrición y desprecio de sí
mismo. Los patéticos acentos del Miserere brotan espontáneamente de su alma como
una exigencia y necesidad psicológica, que le alivia y descarga un poco el peso
que le abruma. Por eso corresponde al don de ciencia la bienaventuranza de «los
que lloran», como veremos en seguida.
Tales son, a grandes rasgos, los
efectos principales del don de ciencia. Gracias a él la virtud de la fe, lejos
de encontrar obstáculos en las criaturas para remontarse hasta Dios, se vale de
ellas como palanca y ayuda para hacerlo con más facilidad. Perfeccionada por los
dones de ciencia y de entendimiento, la virtud de la fe alcanza una intensidad
vivísima, que hace presentir al alma las divinas claridades de la visión eterna.
4. Bienaventuranzas y frutos que de él se derivan.
Al don de ciencia
corresponde la tercera bienaventuranza evangélica: «Bienaventurados los que
lloran, porque ellos serán consolados» (Mateo 5,5). Ello tanto por parte del
mérito como del premio. Por parte del mérito (las lágrimas), porque el don de
ciencia, en cuanto importa una recta estimación de las criaturas en orden a la
vida eterna, impulsa al hombre justo a llorar sus pasados errores e ilusiones en
el uso de las criaturas. Y por parte del premio (la consolación), porque, a la
luz del don de ciencia, se estima rectamente las criaturas y ordenan al bien
divino, del cual se sigue la espiritual consolación, que comienza en esta vida y
alcanzará su plenitud en la otra.
En cuanto a los frutos del Espíritu
Santo, corresponden al don de ciencia la certeza especial acerca de las verdades
sobrenaturales, llamada fides, y cierto gusto, deleite y fruición en la
voluntad, que es el gaudium o gozo espiritual.
5. Vicios contrarios al
don de ciencia.
Santo Tomás, en el prólogo a la cuestión relativa a los
pecados contra el don de entendimiento, alude a la ignorancia como vicio opuesto
al don de ciencia. Veamos en qué forma. El don de ciencia, en efecto, es
indispensable para desvanecer completamente, por cierto instinto divino, la
multitud de errores que en materia de fe y de costumbres se nos infiltran
continuamente a causa de nuestra ignorancia y debilidad mental. No solamente
entre personas incultas, sino aun entre teólogos de nota —a pesar de la
sinceridad de su fe y del esfuerzo de su estudio—, corren multitud de opiniones
y pareceres distintos en materia de dogmática y moral, que forzosamente tienen
que ser falsos a excepción de uno solo, porque una sola es la verdad. ¿Quién nos
dará un criterio sano y certero para no declinar de la verdad en ninguna de esas
intrincadas cuestiones? En el orden universal y objetivo no puede haber
problema, en virtud del magisterio de la Iglesia, que es criterio infalible de
verdad (por eso jamás yerra el que se atiene estrictamente a dicho magisterio
infalible).
Pero, en el orden personal y subjetivo, el acierto constante
y sin fallo alguno es algo que supera las fuerzas humanas, aun del mejor de los
teólogos. Sólo el Espíritu Santo, por el don de ciencia, nos lo puede
proporcionar a modo de instinto divino. Y así se da el caso de personas
humanamente sin cultura y hasta analfabetas que asombran a los mayores teólogos
por la seguridad y profundidad con que penetran las verdades de la fe y la
facilidad y acierto con que resuelven por instinto los más intrincados problemas
de moral En cambio, ¡cuántas ilusiones padecen en las vías del Señor los que no
han sido iluminados por el don de ciencia! Todos los falsos místicos lo son
precisamente por la ignorancia, contraria a este don.
Esta ignorancia
puede ser culpable y constituir un verdadero vicio contra este don. Y lo puede
ser, ya sea por ocupar voluntariamente nuestro espíritu en cosas vanas o
curiosas, o aun en las ciencias humanas sin la debida moderación (dejándonos
absorber excesivamente por ellas y no dando lugar al estudio de la ciencia más
importante, que es la de nuestra propia salvación o santificación), ya por vana
presunción, confiando demasiado en nuestra ciencia y nuestras propias luces,
poniendo con ello obstáculo a los juicios que habíamos de formar con la luz del
Espíritu Santo.
Este abuso de la humana ciencia es el principal motivo
de que abunden más los verdaderos místicos entre personas sencillas e ignorantes
que entre los demasiado intelectuales y sabios según el mundo. Mientras no
renuncien a su voluntaria ceguera y soberbia intelectual, no es posible que
lleguen a actuar en sus almas los dones del Espíritu Santo. El mismo Cristo nos
avisa en el Evangelio: «Gracias te doy, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los
pequeñuelos» (Mateo 11,25). De manera que la ignorancia, contraria al don de
ciencia —que puede darse y se da muchas veces en grandes sabios según el mundo—,
es indirectamente voluntaria y culpable, constituyendo, por lo mismo, un
verdadero vicio contra el don.
6. Medios de fomentar este don.
Aparte de los medios generales para el fomento de los dones en general
(recogimiento, fidelidad a la gracia, oración, etc.), he aquí los principales
referentes al don de ciencia:
a) Considerar la vanidad de la s cosas
terrenas.
— Nunca, ni con mucho, podremos con nuestras pobres
«consideracioncillas». acercamos a la penetrante intuición del don de ciencia
sobre la vanidad de las cosas creadas; pero es indudable que podemos hacer algo
meditando seriamente en ello con los procedimientos discursivos a nuestro
alcance. Dios no nos pide en cada momento más que lo que entonces podemos darle;
y a quien hace lo que puede de su parte, no le niega jamás su ayuda para
ulteriores avances
b) Acostumbrarse a relacionar con Dios todas las cosas
creadas.
—Es otro procedimiento psicológico para irse acercando poco a poco
al punto de vista en que nos colocará definitivamente el don de ciencia. No
descansemos en las criaturas: pasemos a través de ellas a Dios. ¿Acaso las
bellezas creadas no son un pálido reflejo de la divina hermosura? Esforcémonos
en descubrir en todas las cosas la huella y el vestigio de Dios, preparando los
caminos a la acción sobrehumana del Espíritu Santo.
c) Oponerse
enérgicamente al espíritu del mundo. El mundo tiene el triste privilegio de ver
todas las cosas
—desde el punto de vista sobrenatural —precisamente al revés
de lo que son. No se preocupa más que de gozar de las criaturas, poniendo en
ellas su felicidad, completamente de espaldas a Dios. No hay, por consiguiente,
otra actitud más contraria al espíritu del don de ciencia, que nos hace
despreciar las criaturas o usar de ellas únicamente por relación a Dios y en
orden a El. Huyamos de las reuniones mundanas, donde se lanzan y corren como
moneda legítima falsas máximas totalmente contrarias al espíritu de Dios.
Renunciemos a espectáculos y diversiones tantas veces saturados o al menos
influidos por el ambiente malsano del mundo. Andemos siempre alerta para no
dejarnos sorprender por los asaltos de este enemigo artero, que trata de apartar
nuestra vista de los grandes panoramas del mundo sobrenatural.
d) Ver la
mano de la Providencia en el gobierno del mundo y en todos los acontecimientos
prósperos o adversos de nuestra vida.
—Cuesta mucho colocarse en este punto
de vista, y nunca lo conseguiremos del todo hasta que actúe en nosotros el don
de ciencia, y sobre todo el de sabiduría; pero esforcémonos en hacer lo que
podamos. Es un dogma de fe que Dios cuida con amorosísima providencia de todos
nosotros. Es nuestro Padre, que sabe mucho mejor que nosotros lo que nos
conviene, y nos gobierna con infinito amor, aunque no acertemos muchas veces a
descubrir sus secretos designios en lo que dispone o permite sobre nosotros,
sobre nuestros familiares o sobre el mundo entero.
e) Preocuparse mucho
de la pureza de corazón.— Este cuidado atraerá la bendición de Dios, que no
dejará de darnos los dones que necesitamos para lograrla del todo si somos
fieles a su gracia. Hay una relación muy estrecha entre la guarda del corazón y
el cumplimiento exacto de todos nuestros deberes y las iluminaciones de lo alto:
«Soy más entendido que los ancianos si guardo tus preceptos» (Salmo 118,100).
El_Gran_Desconocido_El_Espiriritu_Santo_y_Sus_Dones.pdf
El gran
desconocido El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO MARIN