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Don de Sabiduría en Audio

Los 7 Dones del Espíritu Santo

EL DON DE SABIDURÍA
 
 
El don encargado de llevar a su última perfección la virtud de la caridad es el de sabiduría.
Siendo la caridad la más perfecta y excelente de todas las virtudes, ya se comprende que el don de sabiduría será, a su vez, el más perfecto y excelente de todos los dones.
Vamos a estudiarlo con la atención que se merece.
 
1. Naturaleza del don de sabiduría El don de sabiduría es un hábito sobrenatural, inseparable de la caridad, por el cual juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del Espíritu Santo, que nos las hace saborear por cierta connaturalidad y simpatía.
 
Expliquemos despacio la definición para darnos cuenta exacta de la verdadera naturaleza de este gran don.
Es un hábito sobrenatural, o sea infundido por Dios en el alma juntamente con la gracia y las virtudes infusas, como todos los demás dones. Inseparable de la caridad.
Es precisamente la virtud que viene a perfeccionar, dándole una modalidad divina, de la que carece sometida al régimen de la razón humana, aun iluminada por la fe.
Por esta su conexión con la caridad poseen el don de sabiduría (en cuanto hábito) todas las almas en gracia y es incompatible con el pecado mortal. Lo mismo ocurre con los demás dones. Por el cual juzgamos rectamente.
 
En esto, entre otras cosas, se distingue del don de entendimiento.
Lo propio de este último como ya dijimos es una penetrante y profunda intuición de las verdades de la fe en plan de simple aprehensión, sin emitir juicio sobre ellas.
El juicio lo emiten los otros dones intelectivos en la siguiente forma: acerca de las cosas creadas, el don de ciencia; y en cuanto a la aplicación concreta a nuestras acciones, el don de consejo.
En cuanto que supone un juicio, el don de sabiduría reside en el entendimiento como en su sujeto propio; pero como el juicio, por connaturalidad con las cosas divinas, supone necesariamente la caridad, el don de sabiduría tiene su raíz causé en la caridad, que reside en la voluntad.
Y no se trata de una sabiduría puramente especulativa, sino también práctica, ya que al don de sabiduría pertenece, en primer lugar, la contemplación de lo divino, que es como la visión de los principios; y en segundo lugar, dirige los actos humanos según razones divinas.
 
En virtud de esta suprema dirección de la sabiduría por razones divinas, la amargura de los actos humanos se convierte en dulzura, y el trabajo en descanso. De Dios.
Esta diferencia es propia del don de sabiduría.
Los demás dones perciben, juzgan o actúan sobre cosas distintas de Dios.
El don de sabiduría, en cambio, recae primaria y principalísimamente sobre el mismo Dios, del que nos da un conocimiento sabroso y experimental, que llena al alma de indecible suavidad y dulzura.
Precisamente en virtud de esta inefable experiencia de Dios, el alma juzga todas las demás cosas que a El pertenecen por las más altas y supremas razones, o sea por razones divinas; porque, como explica Santo Tomás, el que conoce y sabotea la causa altísima por excelencia, que es el mismo Dios, está capacitado para juzgar todas las cosas por sus propias razones divinas.
 
Volveremos sobre esto al señalar los efectos que produce en el alma este don Y de las cosas divinas.
Propiamente sobre las cosas divinas recae el don de sabiduría, pero esto no es obstáculo para que su juicio se extienda también a las cosas creadas, descubriendo en ellas sus últimas causas y razones que las entroncan y relacionan con Dios en el conjunto maravilloso de la creación.
Es como una visión desde la eternidad que abarca todo lo creado con una mirada escrutadora, relacionándolo con Dios en su más alta y profunda significación por sus razones divinas.
 
Aun las cosas creadas son contempladas por el don de sabiduría divinamente. Por aquí aparece claro que el objeto formal o primario del don de sabiduría contiene el objeto formal o primario y el material de la fe; porque la fe mira primariamente a Dios, y secundariamente a las otras verdades reveladas. Pero se diferencia de ella en que la fe se limita a creer, y el don de sabiduría experimenta y saborea lo que la fe cree por sus últimas y altísimas causas.
Esto es lo propio y característico de toda verdadera sabiduría.
Para cuya inteligencia es de saber que hay varias clases de sabiduría que conviene recordar aquí. Sabio, en general, es aquel que conoce las cosas por sus últimas y más altas causas. Antes de llegar a esas alturas hay diversos grados de conocimiento, tanto en el orden natural como en el sobrenatural.
 
Y así: a) El que contempla una cosa cualquiera sin conocer sus causas, tiene de ella un conocimiento vulgar o superficial (v.gr., el aldeano que contempla un eclipse sin saber a qué se debe aquello).
b) El que la contempla conociendo y señalando sus causas próximas, tiene un conocimiento científico (v.gr., el astrónomo ante el eclipse).
c) El que puede reducir sus conocimientos a los últimos principios del ser natural, posee la sabiduría filosófica, o meramente natural, que recibe él nombre de metafísica.
d) El que, guiado por las luces de la fe, escudriña con su razón natural los datos revelados para arrancarles sus virtualidades intrínsecas y deducir nuevas conclusiones, posee la máxima sabiduría natural que se puede alcanzar en esta vida (la teología), entroncada ya, radicalmente, con el orden sobrenatural.
e) Y el que, presupuesta la fe y la gracia, juzga por instinto divino las cosas divinas y humanas por sus últimas y altísimas causas— o sea por sus razones divinas, posee la auténtica sabiduría sobrenatural, que es, precisamente, la que proporciona al alma él don de sabiduría en plena actuación.
Por encima de este conocimiento no hay ningún otro en esta vida.
Sólo le superan la visión beatífica y la Sabiduría increada de Dios, que es el Verbo divino.
Por donde aparece claro que el conocimiento que proporciona al alma la actuación intensa del don de sabiduría es incomparablemente superior al de todas las ciencias, incluyendo la misma sagrada teología, que tiene ya algo de divina.
Por eso se da a veces el caso de un alma sencilla e ignorante, que carece en absoluto de conocimientos teológicos adquiridos por el estudio, y que, sin embargo, posee, por el don de sabiduría, un conocimiento profundísimo de las cosas divinas que pasma y maravilla a los más eminentes teólogos, como ocurrió con Santa Teresa y otras muchas almas que no tenían «letras», o sea estudio científico ninguno.
 
Bajo el instinto especial del Espíritu Santo.
Es lo propio y característico de los dones del mismo divino Espíritu, que adquiere su exponente máximo en el don de sabiduría por lo altísimo de su objeto: el mismo Dios y las cosas divinas.
El hombre, bajo la acción de los dones, no procede por lento discurso y raciocinio, sino de una manera rápida e intuitiva, por un instinto especial, que procede del Espíritu Santo mismo.
No les preguntemos a los místicos experimentales las razones que han tenido para obrar así o para pensar o decir tal o cual cosa, pues no lo saben.
 Lo han sentido así con una clarividencia y seguridad infinitamente superiores a todos los discursos y razonamientos humanos.
Que nos las hace saborear por cierta con naturalidad y simpatía.
Es otra nota típica de los dones, que alcanza su máxima perfección en el de sabiduría, que es de suyo un conocimiento sabroso y experimental de Dios y de las cosas divinas.
Aquí la palabra sabiduría significa, a la vez, saber y sabor. Las almas que la experimentan comprenden muy bien el sentido de aquellas palabras del salmo: «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal 33,9).
Experimentan deleites divinos que las empujan al éxtasis y les hacen presentir un poco los goces inefables de la eternidad bienaventurada
  
2. Necesidad del don de sabiduría
El don de sabiduría es absolutamente necesario para que la virtud de la caridad pueda desarrollarse en toda su plenitud y perfección.
Precisamente por ser la virtud más excelente, la más perfecta y divina de todas, está reclamando y exigiendo, por su misma naturaleza, la regulación divina del don de sabiduría.
Abandonada a sí misma, o sea manejada por el hombre en el estado ascético, tiene que someterse a la regulación humana, al pobre modo humano que forzosamente le imprimirá el hombre.
Ahora bien, esta atmósfera humana se le hace poco menos que irrespirable; la ahoga y asfixia, impidiéndole volar a las alturas.
Es una virtud divina que tiene alas para volar hasta el cielo, y se la obliga a moverse a ras del suelo: por razones humanas, hasta cierto punto, sin comprometerse mucho, con grandísima prudencia, con mezquindades raquíticas, etc.
Únicamente cuando empieza a recibir la influencia del don de sabiduría, que le proporciona la atmósfera y modalidad divina que ella necesita por su propia naturaleza de virtud teologal perfectísima, empieza la caridad, por decirlo así, a respirar a sus anchas.
 
Y, por una consecuencia natural e inevitable, empieza a crecer y desarrollarse rápidamente, llevando consigo al alma, como en volandas, por las regiones de la vida mística 'hasta la cumbre de la perfección, que jamás hubiera podido alcanzar sometida a la atmósfera y regulación humana en el estado ascético.
De esta sublime doctrina se deducen como corolarios inevitables dos cosas importantísimas.
Primera: que el estado místico (o sea el régimen habitual o predominante de los dones del Espíritu Santo) no sólo no es algo anormal y extraordinario en el desarrollo de la vida cristiana, sino que es, precisamente, la atmósfera normal que exige y reclama la gracia (forma divina en sí misma) para que pueda desarrollar todas sus virtualidades divinas a través de sus principios operativos (virtudes y dones), principalmente de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que son absolutamente divinas en sí mismas.
 
Lo místico debería ser precisamente lo normal en todo cristiano, y lo es, de hecho, en todo cristiano perfecto.
Y segunda: que una actuación de los dones del Espíritu Santo al modo humano, además de imposible y absurda, sería completamente inútil para perfeccionar las virtudes infusas, sobre todo las teologales; porque, siendo estas últimas superiores a los mismos dones por su propia naturaleza la única perfección que pueden recibir de ellos es la modalidad divina (propia y exclusiva de los dones), jamás una modalidad humana, que ya tienen las virtudes teologales abandonadas a sí mismas en el estado ascético, o sea sometidas a la regulación humana de la pobre alma imperfectamente iluminada por la luz oscura de la fe.
 
3. Efectos del don de sabiduría Por su propia elevación y grandeza y por lo sublime de la virtud que ha de perfeccionar directamente, los efectos que produce en el alma la actuación del don de sabiduría son verdaderamente admirables.
 
He aquí algunos de los más importantes:
1. Les da a los santos el sentido divino, de eternidad, CON QUE JUZGAN TODAS LAS COSAS.
Es el más impresionante de los efectos del don de sabiduría que aparecen al exterior.
Diríase que los santos han perdido por completo el instinto de lo humano y que ha sido sustituido por el instinto de lo divino, con que ven y enjuician todas las cosas.
Todo lo ven desde las alturas, desde el punto de vista de Dios: los pequeños episodios de su vida diaria, lo mismo que los grandes acontecimientos internacionales.
En todas las cosas ven clarísima la mano de Dios, que dispone o permite aquellas cosas para sacar mayores bienes.
Nunca se fijan en las causas segundas inmediatas; pasan por ellas, sin detenerse un instante, hasta la causa primera, que lo rige y gobierna todo desde arriba.
Tendrían que hacerse gran violencia para descender a los puntos de vista con que juzga las cosas 'la mezquindad humana.
Un insulto, una bofetada, una calumnia que se lance contra ellos..., y en el acto se remontan hasta Dios, que lo quiere o lo permite para ejercitarles en la paciencia y aumentar su gloria.
No se detienen un instante en la causa segunda (la maldad de los hombres); se remontan en seguida hasta Dios y juzgan el hecho desde aquellas alturas divinas.
No llaman desgracia a lo que los hombres suelen llamarlo (enfermedad, persecución, muerte), sino únicamente a lo que lo es en realidad, por serlo delante de Dios (el pecado, la tibieza, la infidelidad a la gracia).
 
No comprenden que el mundo pueda considerar como riquezas y joyas a unos cuantos cristalitos que brillan un poco más que los demás (Santa Teresa). Ven clarísimamente que no hay otro tesoro verdadero que Dios o las cosas que nos llevan a El.
« ¿De qué me vale esto para la eternidad, para glorificar a Dios? », solía preguntarse San Luis Gonzaga; he ahí el único criterio diferencial de los santos para juzgar del valor de las cosas.
Entre otros muchos santos, este don de sabiduría brilló en grado eminente en Santo Tomás de Aquino.
Es admirable el instinto sobrenatural con que descubre en todas las cosas el aspecto divino que las relaciona y une con Dios.
Un acierto tan grande, tan rotundo, tan universal en todo cuanto toca, no puede explicarse suficientemente por una sabiduría humana por muy elevada que se la suponga; es preciso pensar en el instinto divino del don de sabiduría En nuestros días es admirable el caso de sor Isabel de la Trinidad.
 
SegúnelP. Philipon que ha estudiado tan a fondo las cosas de la célebre carmelita de Dijon, el don de sabiduría eselmás característico de su doctrina mística y de su vida*.
Arrebatada su alma por una sublime vocación contemplativa hastaelseno mismo de la Trinidad Beatísima, en ella estableció su morada permanente, y desde aquellas divinas alturas contemplaba y juzgaba todas las cosas y acontecimientos humanos.
Las mayores pruebas, sufrimientos y contrariedades no acertaban a perturbar un momento la paz inefable de su alma: todo resbalaba sobre ella, dejándola «inmóvil y tranquila, como si su alma estuviera ya en la eternidad»...
2. Les hace ver de un modo enteramente divino los misterios de nuestra santa fe.
Escuchemos al padre Philipon explicando admirablemente estas cosas «El don de sabiduría eseldon real, que hace entrar más profundamente a las almas en la participación al modo deiforme de la ciencia divina.
 
Es imposible elevarse más alto fuera de la visión beatífica, que sigue siendo su regla superior.
Es la mirada del «Verbo espirando al Amor» comunicada a un alma que juzga todas las cosas por sus causas más altas, más divinas, por las razones supremas, ‘a la manera de Dios’.
Introducida por la caridad en la intimidad de las personas divinas y como enelcorazón de la Trinidad, el alma divinizada, bajoelimpulso del Espíritu de amor, contempla todas las cosas desde ese centro, punto indivisible donde se le presentan como a Dios mismo: los atributos divinos, la creación, la redención, la gloria, el orden hipostático, los más pequeños acontecimientos del mundo.
En la medida en que es posible a una simple creatura, su mirada tiende a identificarse conelángulo de visión que Dios tiene de sí mismo y de todoeluniverso.
Es la contemplación al modo deiforme, a la luz de la experiencia de la deidad, de la que el alma experimenta en sí misma la inefable dulzura:
per quandam experientiam dulcedinis (I-II q.112 a.5).
 
Para comprender esto es preciso recordar que Dios no puede ver las cosas más que en sí mismo: en su causalidad.
No conoce las criaturas directamente en sí mismas, ni en el movimiento de las causas contingentes y temporales que regulan su actividad.
 
El las contempla en su Verbo, bajo un modo eternal, apreciando todos los acontecimientos de su providencia a la luz de su esencia y de su gloria.
El alma, hecha participante por el don de sabiduría de este modo divino de conocer, penetra con mirada escrutadora en las profundidades insondables de la divinidad, a través de las cuales contempla todas las cosas coloreadas de lo divino.
Diríase que San Pablo pensaba en estas almas cuando escribió aquellas asombrosas palabras: *E1 Espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios’ (1 Cor 2,10)».
3. Les hace vivir en sociedad con las tres divinas PERSONAS, MEDIANTE UNA PARTICIPACIÓN INEFABLE DE SU vida trinitaria.
«Mientras que él don de ciencia escribe todavía el P. Philipon toma un movimiento ascendente para elevar al alma desde las criaturas hasta Dios, y el de entendimiento, por una simple mirada de amor, penetra todos los misterios de Dios por fuera y por dentro, el don de sabiduría, por así decirlo, no sale jamás del corazón mismo de la Trinidad.
 
Todo se le presenta en este centro indivisible.
El alma así deiforme no puede ver las cosas más que por sus razones más altas y divinas.
Todo el movimiento del universo, hasta los menores átomos, cae bajo su mirada a la purísima luz de la Trinidad y de los atributos divinos, pero ordenadamente, según el ritmo en que las cosas proceden de Dios.
Creación, redención, orden hipostático, todo se le presenta, aun el mismo mal, ordenado a la mayor gloria de la Trinidad.
Elevándose, en fin, en una suprema mirada por encima de la justicia, de la misericordia, de la providencia y de todos los atributos divinos, descubre de pronto todas esas perfecciones increadas en su fuente eternal: en esta deidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que sobrepuja infinitamente todas nuestras concepciones humanas, estrechas y mezquinas, y deja a Dios incomprensible, inefable, incluso a la mirada de los bienaventurados y aun a la mirada beatífica de Cristo; este Dios que es, a la vez, en su simplicidad sobre eminente, unidad y trinidad, esencia indivisible y sociedad de tres personas vivientes, realmente distintas según un orden de procesión que no suprime en modo alguno su consustancial unidad.
 
E1 ojo humano no hubiera podido jamás descubrir un tal misterio, ni el oído percibir tales armonías, ni el corazón sospechar una tal beatitud si por gracia la divinidad no se hubiera indinado hasta nosotros en Cristo para hacemos entrar en estas insondables profundidades de Dios bajo la dirección misma de su Espíritu».
 
E1 alma llegada a estas alturas ya no sale nunca de Dios.
Si los deberes de su estado así lo exigen, se entrega exteriormente a toda dase de trabajos, aun los más absorbentes, con una actividad increíble; pero «enelmás profundo centro de su alma como diría San Juan de la Cruz siente permanentemente la divina compañía de ‘sus Tres’ y no les abandona un solo instante.
 
Se han juntada en ella Marta y María de modo tan inefable, que la actividad prodigiosa de Marta en nada comprometeelsosiego y la paz de María, que permanece día y noche en silenciosa y entrañable contemplación a los pies de su divino Maestro.
Su vida acá en la. Tierra es ya un comienzo de la eternidad bienaventurada».
 
4. Lleva hasta el heroísmo la virtud de la caridad.
 
Es precisamente la finalidad fundamental del don de sabiduría. Liberada de sus ataduras humanas y recibiendo a pleno pulmónelaire divino que del don le proporciona, el fuego de la caridad adquiere muy pronto proporciones gigantescas.
Es increíble hasta dónde llegaelamor de Dios en las almas trabajadas poreldon de sabiduría.
Su efecto más impresionante es la muerte total al propio yo. Aman a Dios con un amor purísimo, por sola su infinita bondad, sin mezcla de interés o de motives humanos.
Es verdad que no renuncian a la esperanza del cielo, sino que lo desean más que nunca; pero es porque en él podrán amar a Dios con mayor intensidad aún y sin descanso ni interrupción alguna. Si, por un imposible, pudieran amar y glorificar más a Dios en el infierno que en el cielo, preferirían sin vacilar los tormentos eternos “. Es el triunfo definitivo de la gracia, con la muerte total al propio egoísmo.
 
Entonces es cuando empiezan a cumplir el primer mandamiento de la ley de Dios con toda la plenitud posible en este pobre destierro.
En el aspecto que mira al prójimo, la caridad llega, paralelamente, a una perfección sublime a través del don de sabiduría.
Acostumbrados a ver a Dios en todas las cosas, aun en los más mínimos acontecimientos, lo ven de una manera especialísima enelprójimo.
Le aman con una ternura profunda, enteramente sobrenatural y divina. Le sirven con una abnegación heroica, llena, por otra parte, de naturalidad y sencillez.
Ven a Cristo en los pobres, en los que sufren, en el corazón de todos sus hermanos..., y corren a ayudarle con el alma llena de amor.
Gozan privándose de las cosas más necesarias o útiles para ofrecérselas al prójimo, cuyos intereses anteponen y prefieren a los propios, como antepondrían los del mismo Cristo, con quien le ven identificado.
El egoísmo personal con relación al prójimo ha muerto enteramente.
 
A veces, el amor de caridad que abrasa su corazón es tan grande que rebosa al exterior en divinas locuras que desconciertan la prudencia y los cálculos humanos.
San Francisco de Asís se abrazó estrechamente a un árbol como criatura de Dios, queriendo con ello estrechar en un abrazo inmenso a toda la creación universal, salida de las manos de Dios...
 
5. Proporciona a todas las virtudes el último rasgo de perfección Y acabamiento.
 
Es una consecuencia necesaria del efecto anterior. Perfeccionada por él don de sabiduría, la caridad deja sentir su influencia sobre todas las demás virtudes, de la que es verdadera forma, aunque extrínseca y accidental, como enseña Santo Tomás.
Todo el conjunto de la vida cristiana experimenta esta divina influencia.
Es ese no sé qué de perfecto y acabado que tienen las virtudes de los santos, y que en vano buscaríamos en almas menos adelantadas.
 
En virtud de esta influencia del don de sabiduría a través de la caridad, todas las virtudes cristianas se elevan de plano y adquieren una modalidad deiforme, que admite innumerables matices (según el carácter personal y el género de vida de los santos), pero todos tan sublimes que no se podría precisar cuál de ellos es el mis delicado y exquisito.
 
Muerto definitivamente el egoísmo, perfecta en toda clase de virtudes, el alma se instala en la cumbre de la montaña de la santidad, donde se lee aquella inscripción sublime: «Sólo mora en este monte la honra y gloria de Dios* (San Juan de la Cruz).
 
4. Bienaventuranzas y frutos que de él se derivan.
 
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, adjudica al don de sabiduría la séptima bienaventuranza: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Y prueba que le conviene en sus dos aspectos: en cuanto al mérito y en cuanto al premio. En cuanto al mérito («los pacíficos»), porque la paz no es otra cosa que «la tranquilidad del orden»; y establecer el orden (para con Dios, para con nosotros mismos y para con el prójimo) pertenece precisamente a la sabiduría.
 
Y en cuanto al premio («serán llamados hijos de Dios»), porque precisamente somos hijos adoptivos de Dios por nuestra participación y semejanza con el Hijo unigénito del Padre, que es la Sabiduría eterna En cuanto a los frutos del Espíritu Santo, pertenecen al don de sabiduría, a través de la caridad, principalmente estos tres: la caridad, el gozo espiritual y la paz “.
 
5. Vicios opuestos Al don de sabiduría se opone el vicio de la estulticia o necedad espiritual que consiste en cierto embotamiento del juicio y del sentido espiritual que nos impide discernir o juzgar las cosas de Dios según el mismo Dios por contacto, gusto o connaturalidad, que es lo propio del don de sabiduría.
 
Más lamentable todavía es la fatuidad que lleva consigo la incapacidad total para juzgar de las cosas divinas.
De donde la estulticia se opone al don de sabiduría como cosa contraria; y la fatuidad, como la pura negación.
 
«De esta estupidez adolecemos siempre que apreciamos en algo las naderías de este mundo o juzgamos que vale algo cualquier cosa que no sea la posesión del sumo bien o lo que a ella conduce. De ahí que, si no somos santos, tenemos que reconocer que somos verdaderamente estúpidos, por mucho que a nuestro amor propio le duela»
 
Cuando esta estupidez es voluntaria por haberse sumergido el hombre en las cosas terrenas hasta perder de vista o hacerse inepto para contemplar las divinas, es un verdadero pecado, según aquello de San Pablo: «El hombre animal no comprende las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor 3.14).
 
Y como no hay cosa que embrutezca y animalice más al hombre, hasta sumergirle por completo en el fango de la tierra, que la lujuria, de ella principalmente proviene la estulticia o necedad espiritual; si bien contribuye también a ella la ira, que ofusca la mente por la fuerte conmoción corporal, impidiéndole juzgar con rectitud.
 
6. Medios de fomentar este don Aparte de los medios generales que ya conocemos (recogimiento, vida de oración, fidelidad a la gracia, invocación frecuente del Espíritu Santo, profunda humildad, etc.), podemos disponemos pata la actuación del don de sabiduría con los siguientes medios, que están perfectamente a nuestro alcance con ayuda de la gracia ordinaria:
 
a) Esforzadnos en ver todas las cosas desde el punto de vista de Dios.
 
¡Cuántas almas piadosas y hasta consagradas a Dios ven y enjuician todas las cosas desde un punto de vista puramente natural y humano, cuando no del todo mundano! Su cortedad de vista y miopía espiritual es tan grande que nunca aciertan a remontar sus miradas por encima de las causas puramente humanas para ver los designios de Dios en todo cuanto ocurre.
 
Si se les molesta aunque sea inadvertidamente, se enfadan y lo llevan muy a mal Si un superior les corrige algún defecto, en seguida le tachan de exigente, tirano y cruel.
Si les manda alguna cosa que no encaja con sus gustos, lamentan su «incomprensión», su «despiste», su completa «ineptitud para mandar».
 
Si se les humilla, ponenelgrito en el cielo. A su lado hay que proceder con la misma cautela y precaución que si se tratara de una persona mundana enteramente desprovista de espíritu sobrenatural.
[No es de extrañar que el mundo ande tan mal cuando los que deberían dar ejemplo andan tantas veces así! No es posible que en tales almas actúe jamás el don de sabiduría.
 
Ese espíritu tan imperfecto y humano tiene completamente asfixiado el hábito de los dones.
Hasta que no se esfuercen un poco en levantar sus miradas al cielo y, prescindiendo de las causas segundas, no acierten a ver la mano de Dios en todos los acontecimientos prósperos o adversos que les suceden, seguirán siempre arrastrando por de suyo su pobre y penosa vida espiritual.
 
Para aprender a volar hay que batir muchas veces las alas hacia lo alto; al precio que sea y cueste lo que cueste.
 
b) Combatir la sabiduría del mundo, que es estulticia y necedad ante Dios.
 
La frase, como es sabido, es de San Pablo (1 Cor 3,19).
El mundo llama sabios a los necios ante Dios (1 Cor 1,2?). Y, por una antítesis inevitable, los sabios ante Dios son los que el mundo llama necios (1 Cor 1,27; 3,18).
Y como el mundo está lleno de esta suerte que estulticia y necedad, por eso nos dice la misma Sagrada Escritura que «es infinito el número de los necios* (Ecl 1,15). «En efecto escribe el P. Lallemant1*, la mayor parte de los hombres tienen el gusto depravado y se les puede con justa razón llamar locos, puesto que hacen todas sus acciones poniendo su último fin, al menos prácticamente, en la criatura y no en Dios.
 
Cada uno tiene algún objeto al que se apega y refiere todas las demás cosas, no teniendo casi afección o pasión sino en dependencia de ese objeto; y esto es ser verdaderamente loco.
¿Queremos conocer si somos del número de los sabios o de los necios? Examinemos nuestros gustos y disgustos, ya sea ante Dios y las cosas divinas, ora entre las criaturas y las cosas terrenas.
¿De dónde nacen nuestras satisfacciones y sinsabores? ¿En qué cosas encuentra nuestro corazón su reposo y contentamiento? Esta suerte de examen es un excelente medio para adquirir la pureza de corazón.
 
Deberíamos familiarizamos con él, examinando con frecuencia durante el día nuestros gustos y disgustos y tratando poco a poco de referirlos a Dios.
 
Hay tres clases de sabiduría reprobadas en la Sagrada Escritura (Sant 3,15), que son otras tantas verdaderas locuras: la terrena, que no gusta más que de las riquezas; la animal, que no apetece más que los placeres del cuerpo, y la diabólica, que pone su fin en su propia excelencia.
 
Y hay una locura que es verdadera sabiduría ante Dios: amar la pobreza, el desprecio de sí mismo, las cruces, las persecuciones, es ser loco según el mundo.
Y, sin embargo, la sabiduría, que es un don del Espíritu Santo, no es otra cosa que esta locura, que no gusta sino de lo que nuestro Señor y los santos han gustado.
Pero Jesucristo ha dejado en todo cuanto tocó en su vida mortal —como en la pobreza, en la abyección, en la cruz— un suave olor, un sabor delicioso; mas son pocas las almas que tienen los sentidos suficientemente finos para percibir este olor y para gustar este sabor, que son del todo sobrenaturales.
 
Los santos han corrido tras el olor de estos perfumes (Cant 1,3); como un San Ignacio, que se regocijaba de verse menospreciado; un San Francisco, que amaba tan apasionadamente la abyección, que hacía cosas para quedar en ridículo; un Santo Domingo, que se encontraba » más a gusto en Carcasona, donde era ordinariamente escarnecido, que en Tolosa, donde todo el mundo le honraba».  
c) NO AFICIONARSE DEMASIADO A LAS COSAS SE ESTE MUNDO AUNQUE SEAN BUENAS Y HONESTAS.
La ciencia, el arte, la cultura humana, el progreso material de las naciones, etc., son cosas de suyo buenas y honestas si se las encauza y ordena rectamente.
Pero, si nos entregamos a esas cosas con demasiado afán y ardor, no dejarán de perjudicamos seriamente.
Acostumbrado nuestro paladar al gusto de las criaturas, experimentará cierta torpeza o estulticia para saborear las cosas de Dios, tan superiores en todo.
E1 haberse dejado absorber por el apetito desordenado de la ciencia —aun de la sagrada y teológica—, tiene paralizadas en su vida espiritual a una multitud de almas, que se acarrean con ello una pérdida irreparable; pierden el gusto de la vida interior, abandonan o acortan la oración, se dejan absorber por el trabajo intelectual y descuidan la «única cosa necesaria» de que nos habla el Señor en el Evangelio (Le 10,42). ¡Lástima grande, que lamentarán en el otro mundo cuando ya no tenga remedio! «Qué diferentes—continúa el P. Lallemant ” son los juicios de Dios de los de los hombres! La sabiduría divina es una locura a juicio de los hombres, y la sabiduría humana es una locura a juicio de Dios.
 
A nosotros toca ver con cuál de estos juicios queremos conformar el nuestro. Es preciso tomar el uno o el otro por regla de nuestros actos.
Si gustamos de alabanzas y de honores, somos locos en esta materia; y tanto tendremos de locura cuanto tengamos de gusto en ser estimados y honrados. Como, al contrario, tanto tendremos de sabiduría cuanto tengamos de amor a la humillación y a la cruz.
Es monstruoso que aun en las órdenes religiosas se encuentren personas que no gustan más que de lo que pueda hacerles agradables a los ojos del mundo; que no han hecho nada de cuanto han hecho durante los veinte o treinta años de vida religiosa sino para acercarse al fin que aspiran; apenas tienen alegría o tristeza sino relacionada con esto, o, al menos, son más sensibles a esto que a todas las demás cosas.
Todo lo demás que mira a Dios y a la perfección les resulta insípido, no encuentran gusto alguno en ello.
 
Este estado es terrible y merecería ser llorado con lágrimas de sangre. Parque ¿de qué perfección son capaces esos religiosos? ¿Qué fruto pueden hacer en beneficio del prójimo? Mas ¡qué confusión experimentarán a la hora de la muerte cuando se les muestre que durante todo el curso de su vida no han buscado ni gustado más que el brillo de la vanidad, como mundanos! Si están tristes estas pobres almas, decidles alguna palabra que les proporcione alguna esperanza de cierto engrandecimiento, aunque falso, y las veréis al instante cambiar de aspecto: su corazón se llenará de gozo, como ante el anuncio de algún gran éxito o acontecimiento.
 
Por otra parte, como no tienen el gusto de la devoción, no califican sus prácticas más que de bagatelas y de entretenimientos de espíritus débiles.
 
Y no solamente se gobiernan ellos mismos por estos principios erróneos de la sabiduría humana y diabólica, sino que comunican además sus sentimientos a los otros, enseñándoles máximas del todo contrarias a las de nuestro Señor y del Evangelio, del cual tratan de mitigar el rigor por interpretaciones forzadas y conformes a las inclinaciones de la naturaleza corrompida, fundándose en otros pasajes de la Escritura mal entendidos, sobre los cuales edifican su ruina».
 
d) No APEGARSE A LOS CONSUELOS ESPIRITUALES, SINO pasar a Dios A través de ellos.
 
Hasta tal punto nos quiere Dios únicamente para sí, desprendidos de todo lo creado, que quiere que nos desprendamos hasta de los mismos consuelos espirituales que tan abundantemente, a veces, prodiga en la oración.
 
Esos consuelos son ciertamente importantísimos para nuestro adelantamiento espiritual”, pero únicamente como estímulo y aliento para buscar a Dios con mayor ardor.
Buscarlos para detenerse en ellos y saborearlos como fin último de nuestra oración sería francamente malo e inmoral; y aun considerados como un fin intermedio, subordinado a Dios, es algo muy imperfecto, de que es menester purificarse si queremos pasar a la perfecta unión con Dios.
 
Hay que estar prontos y dispuestos para servir a Dios en la oscuridad lo mismo que en la luz, en la sequedad que en los consuelos, en la aridez que en los deleites espirituales.
Hay que buscar directamente al Dios de los consuelos, no los consuelos de Dios.
 
Los consuelos son como la salsa o condimento, que sirve únicamente para tomar mejor los alimentos fuertes, que nutren verdaderamente el organismo; ella sola no alimenta y hasta puede estragar el paladar, haciéndole insípidas las cosas convenientes cuando se las presentan sin ella.
 
Esto último es malo, y hay que evitarlo a todo trance si queremos que el don de sabiduría comience a actuar intensamente en nosotros.
 
 
 
NOTAS
 
 
22 Cf. P. Arintero, O. P., Cuestiones místicas (BAC, Madrid 1956) 1.* a.6.
 
21 Cf. San Juan be ia Cruz, Subida del monte Carmelo y Noche oseara, passim.
 
p. Lallemant, o.c., princ.4 c.4 a.l.
 
18 Cf. II-XI q.46 a.l. ** P, I. G. Menéndez-Reigada, Los dones del Espíritu Santo y U perfección cristiana p.595. l; Cf. IUI q.46 a.3c y ad 3.
 
11
** Este sentimiento lo han experimentado gran número de santo«. Véase, por ejemplo, con qué sencilla y sublime delicadeza lo expone Santa Tetesita del Niño Jesús: «Una noche, no sabiendo cómo testi ficar a Jesús que le amaba y cuán vivos eran mis deseos de que fuera servido y glorificado por doquier, me sobrecogió el pensamiento triste de que nunca jamás, desde el ¿»amo del infierno, le llegaría un solo acto de amor. Entonces le dije que con gusto consentiría en verme abismada en aquel lugar de tormentos y .de blasfemias para que también allí fuera amado eternamente. No podía glorificarle así, ya que El no desea sino nuestra bienaventuranza; pero cuando se ama, se ve uno forzado a decir mil locuras» (Historia de un alma c.5 n.2J¡ 3.‘ ed., Burgos 1930).
 
10 “ Ibid.
 
9 Cf. P. Gardeil, O. P., Los iones del Espíritu Santo en los santos dominicos (Vergora 1907)
 
c.8. * Cf. P. Philipon, La doctrina espiritual de sor Isabel ie la Trinidad
 
c.8 n.8. ’ P. Philipon, ibid.
 
7 Cf. I II q.68 a.8. Las virtudes teologales en efecto tienen por objeto directo e inmediato al mismo Dios (creído, esperado o amado), mientras que los dones recaen directamente sobre las virtudes Infusa (o sen algo muy distinto de Dios) para perfeccionarlas. Luego es evidente que las virtudes teologales son, por su propia naturaleza, superiores a los mismos dones. Feto, en cambio, éstos san superiores a todas las virtudes infusas—incluso las teologales por su modalidad divina (en cuanto instrumentos directos e inmediatos del Espíritu Santo, no del alma en gracia, como las virtudes). Mas brevemente: las virtudes teologales son superiores a los dones por su propia naturaleza teologal, pero los dones les aventajan por su modalidad divina.
 
6 c y ad 3).
 
5 Sabido es que el hábito de la teología es entitativamente natural, porque procede del discurso natural de la razón examinando los datos de la fe y extrayéndoles sus virtualidades intrínsecas, que son las conclusiones teológicas. Pero radicalmente o sea en su raíz es o se le puede llamar sobrenatural, en cuanto que parte de los principios de la fe y recibe su influencia iluminadora a todo lo largo del discurso o raciocinio teológico (cf. I q.l a .
 
4 Hablando Santa Teresa, en las Séptimas moradas, de la sublime experiencia trinitaria del alma llegada a las cumbres de la unión mística con Diosefecto de la actuación intensísima del don de sabiduría, escribe: «¡Oh válame Dios, cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (Moradas séptimas 1,8).
 
3 Cf. II-n q.45 a.l.
 
2 Cf. II-II q.45 a.2; a.ie y ad 3.
 
1 Cf. nuestra Teología de la perfección cristiana (BAC, Madrid 51968) n.368-373.




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El gran desconocido
El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO MARIN
































































> Los 7 Dones del Espíritu Santo

EL DON DE SABIDURIA
 
 
El don encargado de llevar a su última perfección la virtud de la caridad es el de sabiduría.
Siendo la caridad la más perfecta y excelente de todas las virtudes, ya se comprende que el don de sabiduría será, a su vez, el más perfecto y excelente de todos los dones.
Vamos a estudiarlo con la atención que se merece.
 
1. Naturaleza del don de sabiduría El don de sabiduría es un hábito sobrenatural, inseparable de la caridad, por el cual juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del Espíritu Santo, que nos las hace saborear por cierta connaturalidad y simpatía.
 
Expliquemos despacio la definición para darnos cuenta exacta de la verdadera naturaleza de este gran don.
Es un hábito sobrenatural, o sea infundido por Dios en el alma juntamente con la gracia y las virtudes infusas, como todos los demás dones. Inseparable de la caridad.
Es precisamente la virtud que viene a perfeccionar, dándole una modalidad divina, de la que carece sometida al régimen de la razón humana, aun iluminada por la fe.
Por esta su conexión con la caridad poseen el don de sabiduría (en cuanto hábito) todas las almas en gracia y es incompatible con el pecado mortal. Lo mismo ocurre con los demás dones. Por el cual juzgamos rectamente.
 
En esto, entre otras cosas, se distingue del don de entendimiento.
Lo propio de este último como ya dijimos es una penetrante y profunda intuición de las verdades de la fe en plan de simple aprehensión, sin emitir juicio sobre ellas.
El juicio lo emiten los otros dones intelectivos en la siguiente forma: acerca de las cosas creadas, el don de ciencia; y en cuanto a la aplicación concreta a nuestras acciones, el don de consejo.
En cuanto que supone un juicio, el don de sabiduría reside en el entendimiento como en su sujeto propio; pero como el juicio, por connaturalidad con las cosas divinas, supone necesariamente la caridad, el don de sabiduría tiene su raíz causé en la caridad, que reside en la voluntad.
Y no se trata de una sabiduría puramente especulativa, sino también práctica, ya que al don de sabiduría pertenece, en primer lugar, la contemplación de lo divino, que es como la visión de los principios; y en segundo lugar, dirige los actos humanos según razones divinas.
 
En virtud de esta suprema dirección de la sabiduría por razones divinas, la amargura de los actos humanos se convierte en dulzura, y el trabajo en descanso. De Dios.
Esta diferencia es propia del don de sabiduría.
Los demás dones perciben, juzgan o actúan sobre cosas distintas de Dios.
El don de sabiduría, en cambio, recae primaria y principalísimamente sobre el mismo Dios, del que nos da un conocimiento sabroso y experimental, que llena al alma de indecible suavidad y dulzura.
Precisamente en virtud de esta inefable experiencia de Dios, el alma juzga todas las demás cosas que a El pertenecen por las más altas y supremas razones, o sea por razones divinas; porque, como explica Santo Tomás, el que conoce y sabotea la causa altísima por excelencia, que es el mismo Dios, está capacitado para juzgar todas las cosas por sus propias razones divinas.
 
Volveremos sobre esto al señalar los efectos que produce en el alma este don Y de las cosas divinas.
Propiamente sobre las cosas divinas recae el don de sabiduría, pero esto no es obstáculo para que su juicio se extienda también a las cosas creadas, descubriendo en ellas sus últimas causas y razones que las entroncan y relacionan con Dios en el conjunto maravilloso de la creación.
Es como una visión desde la eternidad que abarca todo lo creado con una mirada escrutadora, relacionándolo con Dios en su más alta y profunda significación por sus razones divinas.
 
Aun las cosas creadas son contempladas por el don de sabiduría divinamente. Por aquí aparece claro que el objeto formal o primario del don de sabiduría contiene el objeto formal o primario y el material de la fe; porque la fe mira primariamente a Dios, y secundariamente a las otras verdades reveladas. Pero se diferencia de ella en que la fe se limita a creer, y el don de sabiduría experimenta y saborea lo que la fe cree por sus últimas y altísimas causas.
Esto es lo propio y característico de toda verdadera sabiduría.
Para cuya inteligencia es de saber que hay varias clases de sabiduría que conviene recordar aquí. Sabio, en general, es aquel que conoce las cosas por sus últimas y más altas causas. Antes de llegar a esas alturas hay diversos grados de conocimiento, tanto en el orden natural como en el sobrenatural.
 
Y así: a) El que contempla una cosa cualquiera sin conocer sus causas, tiene de ella un conocimiento vulgar o superficial (v.gr., el aldeano que contempla un eclipse sin saber a qué se debe aquello).
b) El que la contempla conociendo y señalando sus causas próximas, tiene un conocimiento científico (v.gr., el astrónomo ante el eclipse).
c) El que puede reducir sus conocimientos a los últimos principios del ser natural, posee la sabiduría filosófica, o meramente natural, que recibe él nombre de metafísica.
d) El que, guiado por las luces de la fe, escudriña con su razón natural los datos revelados para arrancarles sus virtualidades intrínsecas y deducir nuevas conclusiones, posee la máxima sabiduría natural que se puede alcanzar en esta vida (la teología), entroncada ya, radicalmente, con el orden sobrenatural.
e) Y el que, presupuesta la fe y la gracia, juzga por instinto divino las cosas divinas y humanas por sus últimas y altísimas causas— o sea por sus razones divinas, posee la auténtica sabiduría sobrenatural, que es, precisamente, la que proporciona al alma él don de sabiduría en plena actuación.
Por encima de este conocimiento no hay ningún otro en esta vida.
Sólo le superan la visión beatífica y la Sabiduría increada de Dios, que es el Verbo divino.
Por donde aparece claro que el conocimiento que proporciona al alma la actuación intensa del don de sabiduría es incomparablemente superior al de todas las ciencias, incluyendo la misma sagrada teología, que tiene ya algo de divina.
Por eso se da a veces el caso de un alma sencilla e ignorante, que carece en absoluto de conocimientos teológicos adquiridos por el estudio, y que, sin embargo, posee, por el don de sabiduría, un conocimiento profundísimo de las cosas divinas que pasma y maravilla a los más eminentes teólogos, como ocurrió con Santa Teresa y otras muchas almas que no tenían «letras», o sea estudio científico ninguno.
 
Bajo el instinto especial del Espíritu Santo.
Es lo propio y característico de los dones del mismo divino Espíritu, que adquiere su exponente máximo en el don de sabiduría por lo altísimo de su objeto: el mismo Dios y las cosas divinas.
El hombre, bajo la acción de los dones, no procede por lento discurso y raciocinio, sino de una manera rápida e intuitiva, por un instinto especial, que procede del Espíritu Santo mismo.
No les preguntemos a los místicos experimentales las razones que han tenido para obrar así o para pensar o decir tal o cual cosa, pues no lo saben.
 Lo han sentido así con una clarividencia y seguridad infinitamente superiores a todos los discursos y razonamientos humanos.
Que nos las hace saborear por cierta con naturalidad y simpatía.
Es otra nota típica de los dones, que alcanza su máxima perfección en el de sabiduría, que es de suyo un conocimiento sabroso y experimental de Dios y de las cosas divinas.
Aquí la palabra sabiduría significa, a la vez, saber y sabor. Las almas que la experimentan comprenden muy bien el sentido de aquellas palabras del salmo: «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal 33,9).
Experimentan deleites divinos que las empujan al éxtasis y les hacen presentir un poco los goces inefables de la eternidad bienaventurada
  
2. Necesidad del don de sabiduría
El don de sabiduría es absolutamente necesario para que la virtud de la caridad pueda desarrollarse en toda su plenitud y perfección.
Precisamente por ser la virtud más excelente, la más perfecta y divina de todas, está reclamando y exigiendo, por su misma naturaleza, la regulación divina del don de sabiduría.
Abandonada a sí misma, o sea manejada por el hombre en el estado ascético, tiene que someterse a la regulación humana, al pobre modo humano que forzosamente le imprimirá el hombre.
Ahora bien, esta atmósfera humana se le hace poco menos que irrespirable; la ahoga y asfixia, impidiéndole volar a las alturas.
Es una virtud divina que tiene alas para volar hasta el cielo, y se la obliga a moverse a ras del suelo: por razones humanas, hasta cierto punto, sin comprometerse mucho, con grandísima prudencia, con mezquindades raquíticas, etc.
Únicamente cuando empieza a recibir la influencia del don de sabiduría, que le proporciona la atmósfera y modalidad divina que ella necesita por su propia naturaleza de virtud teologal perfectísima, empieza la caridad, por decirlo así, a respirar a sus anchas.
 
Y, por una consecuencia natural e inevitable, empieza a crecer y desarrollarse rápidamente, llevando consigo al alma, como en volandas, por las regiones de la vida mística 'hasta la cumbre de la perfección, que jamás hubiera podido alcanzar sometida a la atmósfera y regulación humana en el estado ascético.
De esta sublime doctrina se deducen como corolarios inevitables dos cosas importantísimas.
Primera: que el estado místico (o sea el régimen habitual o predominante de los dones del Espíritu Santo) no sólo no es algo anormal y extraordinario en el desarrollo de la vida cristiana, sino que es, precisamente, la atmósfera normal que exige y reclama la gracia (forma divina en sí misma) para que pueda desarrollar todas sus virtualidades divinas a través de sus principios operativos (virtudes y dones), principalmente de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que son absolutamente divinas en sí mismas.
 
Lo místico debería ser precisamente lo normal en todo cristiano, y lo es, de hecho, en todo cristiano perfecto.
Y segunda: que una actuación de los dones del Espíritu Santo al modo humano, además de imposible y absurda, sería completamente inútil para perfeccionar las virtudes infusas, sobre todo las teologales; porque, siendo estas últimas superiores a los mismos dones por su propia naturaleza la única perfección que pueden recibir de ellos es la modalidad divina (propia y exclusiva de los dones), jamás una modalidad humana, que ya tienen las virtudes teologales abandonadas a sí mismas en el estado ascético, o sea sometidas a la regulación humana de la pobre alma imperfectamente iluminada por la luz oscura de la fe.
 
3. Efectos del don de sabiduría Por su propia elevación y grandeza y por lo sublime de la virtud que ha de perfeccionar directamente, los efectos que produce en el alma la actuación del don de sabiduría son verdaderamente admirables.
 
He aquí algunos de los más importantes:
1. Les da a los santos el sentido divino, de eternidad, CON QUE JUZGAN TODAS LAS COSAS.
Es el más impresionante de los efectos del don de sabiduría que aparecen al exterior.
Diríase que los santos han perdido por completo el instinto de lo humano y que ha sido sustituido por el instinto de lo divino, con que ven y enjuician todas las cosas.
Todo lo ven desde las alturas, desde el punto de vista de Dios: los pequeños episodios de su vida diaria, lo mismo que los grandes acontecimientos internacionales.
En todas las cosas ven clarísima la mano de Dios, que dispone o permite aquellas cosas para sacar mayores bienes.
Nunca se fijan en las causas segundas inmediatas; pasan por ellas, sin detenerse un instante, hasta la causa primera, que lo rige y gobierna todo desde arriba.
Tendrían que hacerse gran violencia para descender a los puntos de vista con que juzga las cosas 'la mezquindad humana.
Un insulto, una bofetada, una calumnia que se lance contra ellos..., y en el acto se remontan hasta Dios, que lo quiere o lo permite para ejercitarles en la paciencia y aumentar su gloria.
No se detienen un instante en la causa segunda (la maldad de los hombres); se remontan en seguida hasta Dios y juzgan el hecho desde aquellas alturas divinas.
No llaman desgracia a lo que los hombres suelen llamarlo (enfermedad, persecución, muerte), sino únicamente a lo que lo es en realidad, por serlo delante de Dios (el pecado, la tibieza, la infidelidad a la gracia).
 
No comprenden que el mundo pueda considerar como riquezas y joyas a unos cuantos cristalitos que brillan un poco más que los demás (Santa Teresa). Ven clarísimamente que no hay otro tesoro verdadero que Dios o las cosas que nos llevan a El.
« ¿De qué me vale esto para la eternidad, para glorificar a Dios? », solía preguntarse San Luis Gonzaga; he ahí el único criterio diferencial de los santos para juzgar del valor de las cosas.
Entre otros muchos santos, este don de sabiduría brilló en grado eminente en Santo Tomás de Aquino.
Es admirable el instinto sobrenatural con que descubre en todas las cosas el aspecto divino que las relaciona y une con Dios.
Un acierto tan grande, tan rotundo, tan universal en todo cuanto toca, no puede explicarse suficientemente por una sabiduría humana por muy elevada que se la suponga; es preciso pensar en el instinto divino del don de sabiduría En nuestros días es admirable el caso de sor Isabel de la Trinidad.
 
SegúnelP. Philipon que ha estudiado tan a fondo las cosas de la célebre carmelita de Dijon, el don de sabiduría eselmás característico de su doctrina mística y de su vida*.
Arrebatada su alma por una sublime vocación contemplativa hastaelseno mismo de la Trinidad Beatísima, en ella estableció su morada permanente, y desde aquellas divinas alturas contemplaba y juzgaba todas las cosas y acontecimientos humanos.
Las mayores pruebas, sufrimientos y contrariedades no acertaban a perturbar un momento la paz inefable de su alma: todo resbalaba sobre ella, dejándola «inmóvil y tranquila, como si su alma estuviera ya en la eternidad»...
2. Les hace ver de un modo enteramente divino los misterios de nuestra santa fe.
Escuchemos al padre Philipon explicando admirablemente estas cosas «El don de sabiduría eseldon real, que hace entrar más profundamente a las almas en la participación al modo deiforme de la ciencia divina.
 
Es imposible elevarse más alto fuera de la visión beatífica, que sigue siendo su regla superior.
Es la mirada del «Verbo espirando al Amor» comunicada a un alma que juzga todas las cosas por sus causas más altas, más divinas, por las razones supremas, ‘a la manera de Dios’.
Introducida por la caridad en la intimidad de las personas divinas y como enelcorazón de la Trinidad, el alma divinizada, bajoelimpulso del Espíritu de amor, contempla todas las cosas desde ese centro, punto indivisible donde se le presentan como a Dios mismo: los atributos divinos, la creación, la redención, la gloria, el orden hipostático, los más pequeños acontecimientos del mundo.
En la medida en que es posible a una simple creatura, su mirada tiende a identificarse conelángulo de visión que Dios tiene de sí mismo y de todoeluniverso.
Es la contemplación al modo deiforme, a la luz de la experiencia de la deidad, de la que el alma experimenta en sí misma la inefable dulzura:
per quandam experientiam dulcedinis (I-II q.112 a.5).
 
Para comprender esto es preciso recordar que Dios no puede ver las cosas más que en sí mismo: en su causalidad.
No conoce las criaturas directamente en sí mismas, ni en el movimiento de las causas contingentes y temporales que regulan su actividad.
 
El las contempla en su Verbo, bajo un modo eternal, apreciando todos los acontecimientos de su providencia a la luz de su esencia y de su gloria.
El alma, hecha participante por el don de sabiduría de este modo divino de conocer, penetra con mirada escrutadora en las profundidades insondables de la divinidad, a través de las cuales contempla todas las cosas coloreadas de lo divino.
Diríase que San Pablo pensaba en estas almas cuando escribió aquellas asombrosas palabras: *E1 Espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios’ (1 Cor 2,10)».
3. Les hace vivir en sociedad con las tres divinas PERSONAS, MEDIANTE UNA PARTICIPACIÓN INEFABLE DE SU vida trinitaria.
«Mientras que él don de ciencia escribe todavía el P. Philipon toma un movimiento ascendente para elevar al alma desde las criaturas hasta Dios, y el de entendimiento, por una simple mirada de amor, penetra todos los misterios de Dios por fuera y por dentro, el don de sabiduría, por así decirlo, no sale jamás del corazón mismo de la Trinidad.
 
Todo se le presenta en este centro indivisible.
El alma así deiforme no puede ver las cosas más que por sus razones más altas y divinas.
Todo el movimiento del universo, hasta los menores átomos, cae bajo su mirada a la purísima luz de la Trinidad y de los atributos divinos, pero ordenadamente, según el ritmo en que las cosas proceden de Dios.
Creación, redención, orden hipostático, todo se le presenta, aun el mismo mal, ordenado a la mayor gloria de la Trinidad.
Elevándose, en fin, en una suprema mirada por encima de la justicia, de la misericordia, de la providencia y de todos los atributos divinos, descubre de pronto todas esas perfecciones increadas en su fuente eternal: en esta deidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que sobrepuja infinitamente todas nuestras concepciones humanas, estrechas y mezquinas, y deja a Dios incomprensible, inefable, incluso a la mirada de los bienaventurados y aun a la mirada beatífica de Cristo; este Dios que es, a la vez, en su simplicidad sobre eminente, unidad y trinidad, esencia indivisible y sociedad de tres personas vivientes, realmente distintas según un orden de procesión que no suprime en modo alguno su consustancial unidad.
 
E1 ojo humano no hubiera podido jamás descubrir un tal misterio, ni el oído percibir tales armonías, ni el corazón sospechar una tal beatitud si por gracia la divinidad no se hubiera indinado hasta nosotros en Cristo para hacemos entrar en estas insondables profundidades de Dios bajo la dirección misma de su Espíritu».
 
E1 alma llegada a estas alturas ya no sale nunca de Dios.
Si los deberes de su estado así lo exigen, se entrega exteriormente a toda dase de trabajos, aun los más absorbentes, con una actividad increíble; pero «enelmás profundo centro de su alma como diría San Juan de la Cruz siente permanentemente la divina compañía de ‘sus Tres’ y no les abandona un solo instante.
 
Se han juntada en ella Marta y María de modo tan inefable, que la actividad prodigiosa de Marta en nada comprometeelsosiego y la paz de María, que permanece día y noche en silenciosa y entrañable contemplación a los pies de su divino Maestro.
Su vida acá en la. Tierra es ya un comienzo de la eternidad bienaventurada».
 
4. Lleva hasta el heroísmo la virtud de la caridad.
 
Es precisamente la finalidad fundamental del don de sabiduría. Liberada de sus ataduras humanas y recibiendo a pleno pulmónelaire divino que del don le proporciona, el fuego de la caridad adquiere muy pronto proporciones gigantescas.
Es increíble hasta dónde llegaelamor de Dios en las almas trabajadas poreldon de sabiduría.
Su efecto más impresionante es la muerte total al propio yo. Aman a Dios con un amor purísimo, por sola su infinita bondad, sin mezcla de interés o de motives humanos.
Es verdad que no renuncian a la esperanza del cielo, sino que lo desean más que nunca; pero es porque en él podrán amar a Dios con mayor intensidad aún y sin descanso ni interrupción alguna. Si, por un imposible, pudieran amar y glorificar más a Dios en el infierno que en el cielo, preferirían sin vacilar los tormentos eternos “. Es el triunfo definitivo de la gracia, con la muerte total al propio egoísmo.
 
Entonces es cuando empiezan a cumplir el primer mandamiento de la ley de Dios con toda la plenitud posible en este pobre destierro.
En el aspecto que mira al prójimo, la caridad llega, paralelamente, a una perfección sublime a través del don de sabiduría.
Acostumbrados a ver a Dios en todas las cosas, aun en los más mínimos acontecimientos, lo ven de una manera especialísima enelprójimo.
Le aman con una ternura profunda, enteramente sobrenatural y divina. Le sirven con una abnegación heroica, llena, por otra parte, de naturalidad y sencillez.
Ven a Cristo en los pobres, en los que sufren, en el corazón de todos sus hermanos..., y corren a ayudarle con el alma llena de amor.
Gozan privándose de las cosas más necesarias o útiles para ofrecérselas al prójimo, cuyos intereses anteponen y prefieren a los propios, como antepondrían los del mismo Cristo, con quien le ven identificado.
El egoísmo personal con relación al prójimo ha muerto enteramente.
 
A veces, el amor de caridad que abrasa su corazón es tan grande que rebosa al exterior en divinas locuras que desconciertan la prudencia y los cálculos humanos.
San Francisco de Asís se abrazó estrechamente a un árbol como criatura de Dios, queriendo con ello estrechar en un abrazo inmenso a toda la creación universal, salida de las manos de Dios...
 
5. Proporciona a todas las virtudes el último rasgo de perfección Y acabamiento.
 
Es una consecuencia necesaria del efecto anterior. Perfeccionada por él don de sabiduría, la caridad deja sentir su influencia sobre todas las demás virtudes, de la que es verdadera forma, aunque extrínseca y accidental, como enseña Santo Tomás.
Todo el conjunto de la vida cristiana experimenta esta divina influencia.
Es ese no sé qué de perfecto y acabado que tienen las virtudes de los santos, y que en vano buscaríamos en almas menos adelantadas.
 
En virtud de esta influencia del don de sabiduría a través de la caridad, todas las virtudes cristianas se elevan de plano y adquieren una modalidad deiforme, que admite innumerables matices (según el carácter personal y el género de vida de los santos), pero todos tan sublimes que no se podría precisar cuál de ellos es el mis delicado y exquisito.
 
Muerto definitivamente el egoísmo, perfecta en toda clase de virtudes, el alma se instala en la cumbre de la montaña de la santidad, donde se lee aquella inscripción sublime: «Sólo mora en este monte la honra y gloria de Dios* (San Juan de la Cruz).
 
4. Bienaventuranzas y frutos que de él se derivan.
 
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, adjudica al don de sabiduría la séptima bienaventuranza: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Y prueba que le conviene en sus dos aspectos: en cuanto al mérito y en cuanto al premio. En cuanto al mérito («los pacíficos»), porque la paz no es otra cosa que «la tranquilidad del orden»; y establecer el orden (para con Dios, para con nosotros mismos y para con el prójimo) pertenece precisamente a la sabiduría.
 
Y en cuanto al premio («serán llamados hijos de Dios»), porque precisamente somos hijos adoptivos de Dios por nuestra participación y semejanza con el Hijo unigénito del Padre, que es la Sabiduría eterna En cuanto a los frutos del Espíritu Santo, pertenecen al don de sabiduría, a través de la caridad, principalmente estos tres: la caridad, el gozo espiritual y la paz “.
 
5. Vicios opuestos Al don de sabiduría se opone el vicio de la estulticia o necedad espiritual que consiste en cierto embotamiento del juicio y del sentido espiritual que nos impide discernir o juzgar las cosas de Dios según el mismo Dios por contacto, gusto o connaturalidad, que es lo propio del don de sabiduría.
 
Más lamentable todavía es la fatuidad que lleva consigo la incapacidad total para juzgar de las cosas divinas.
De donde la estulticia se opone al don de sabiduría como cosa contraria; y la fatuidad, como la pura negación.
 
«De esta estupidez adolecemos siempre que apreciamos en algo las naderías de este mundo o juzgamos que vale algo cualquier cosa que no sea la posesión del sumo bien o lo que a ella conduce. De ahí que, si no somos santos, tenemos que reconocer que somos verdaderamente estúpidos, por mucho que a nuestro amor propio le duela»
 
Cuando esta estupidez es voluntaria por haberse sumergido el hombre en las cosas terrenas hasta perder de vista o hacerse inepto para contemplar las divinas, es un verdadero pecado, según aquello de San Pablo: «El hombre animal no comprende las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor 3.14).
 
Y como no hay cosa que embrutezca y animalice más al hombre, hasta sumergirle por completo en el fango de la tierra, que la lujuria, de ella principalmente proviene la estulticia o necedad espiritual; si bien contribuye también a ella la ira, que ofusca la mente por la fuerte conmoción corporal, impidiéndole juzgar con rectitud.
 
6. Medios de fomentar este don Aparte de los medios generales que ya conocemos (recogimiento, vida de oración, fidelidad a la gracia, invocación frecuente del Espíritu Santo, profunda humildad, etc.), podemos disponemos pata la actuación del don de sabiduría con los siguientes medios, que están perfectamente a nuestro alcance con ayuda de la gracia ordinaria:
 
a) Esforzadnos en ver todas las cosas desde el punto de vista de Dios.
 
¡Cuántas almas piadosas y hasta consagradas a Dios ven y enjuician todas las cosas desde un punto de vista puramente natural y humano, cuando no del todo mundano! Su cortedad de vista y miopía espiritual es tan grande que nunca aciertan a remontar sus miradas por encima de las causas puramente humanas para ver los designios de Dios en todo cuanto ocurre.
 
Si se les molesta aunque sea inadvertidamente, se enfadan y lo llevan muy a mal Si un superior les corrige algún defecto, en seguida le tachan de exigente, tirano y cruel.
Si les manda alguna cosa que no encaja con sus gustos, lamentan su «incomprensión», su «despiste», su completa «ineptitud para mandar».
 
Si se les humilla, ponenelgrito en el cielo. A su lado hay que proceder con la misma cautela y precaución que si se tratara de una persona mundana enteramente desprovista de espíritu sobrenatural.
[No es de extrañar que el mundo ande tan mal cuando los que deberían dar ejemplo andan tantas veces así! No es posible que en tales almas actúe jamás el don de sabiduría.
 
Ese espíritu tan imperfecto y humano tiene completamente asfixiado el hábito de los dones.
Hasta que no se esfuercen un poco en levantar sus miradas al cielo y, prescindiendo de las causas segundas, no acierten a ver la mano de Dios en todos los acontecimientos prósperos o adversos que les suceden, seguirán siempre arrastrando por de suyo su pobre y penosa vida espiritual.
 
Para aprender a volar hay que batir muchas veces las alas hacia lo alto; al precio que sea y cueste lo que cueste.
 
b) Combatir la sabiduría del mundo, que es estulticia y necedad ante Dios.
 
La frase, como es sabido, es de San Pablo (1 Cor 3,19).
El mundo llama sabios a los necios ante Dios (1 Cor 1,2?). Y, por una antítesis inevitable, los sabios ante Dios son los que el mundo llama necios (1 Cor 1,27; 3,18).
Y como el mundo está lleno de esta suerte que estulticia y necedad, por eso nos dice la misma Sagrada Escritura que «es infinito el número de los necios* (Ecl 1,15). «En efecto escribe el P. Lallemant1*, la mayor parte de los hombres tienen el gusto depravado y se les puede con justa razón llamar locos, puesto que hacen todas sus acciones poniendo su último fin, al menos prácticamente, en la criatura y no en Dios.
 
Cada uno tiene algún objeto al que se apega y refiere todas las demás cosas, no teniendo casi afección o pasión sino en dependencia de ese objeto; y esto es ser verdaderamente loco.
¿Queremos conocer si somos del número de los sabios o de los necios? Examinemos nuestros gustos y disgustos, ya sea ante Dios y las cosas divinas, ora entre las criaturas y las cosas terrenas.
¿De dónde nacen nuestras satisfacciones y sinsabores? ¿En qué cosas encuentra nuestro corazón su reposo y contentamiento? Esta suerte de examen es un excelente medio para adquirir la pureza de corazón.
 
Deberíamos familiarizamos con él, examinando con frecuencia durante el día nuestros gustos y disgustos y tratando poco a poco de referirlos a Dios.
 
Hay tres clases de sabiduría reprobadas en la Sagrada Escritura (Sant 3,15), que son otras tantas verdaderas locuras: la terrena, que no gusta más que de las riquezas; la animal, que no apetece más que los placeres del cuerpo, y la diabólica, que pone su fin en su propia excelencia.
 
Y hay una locura que es verdadera sabiduría ante Dios: amar la pobreza, el desprecio de sí mismo, las cruces, las persecuciones, es ser loco según el mundo.
Y, sin embargo, la sabiduría, que es un don del Espíritu Santo, no es otra cosa que esta locura, que no gusta sino de lo que nuestro Señor y los santos han gustado.
Pero Jesucristo ha dejado en todo cuanto tocó en su vida mortal —como en la pobreza, en la abyección, en la cruz— un suave olor, un sabor delicioso; mas son pocas las almas que tienen los sentidos suficientemente finos para percibir este olor y para gustar este sabor, que son del todo sobrenaturales.
 
Los santos han corrido tras el olor de estos perfumes (Cant 1,3); como un San Ignacio, que se regocijaba de verse menospreciado; un San Francisco, que amaba tan apasionadamente la abyección, que hacía cosas para quedar en ridículo; un Santo Domingo, que se encontraba » más a gusto en Carcasona, donde era ordinariamente escarnecido, que en Tolosa, donde todo el mundo le honraba».  
c) NO AFICIONARSE DEMASIADO A LAS COSAS SE ESTE MUNDO AUNQUE SEAN BUENAS Y HONESTAS.
La ciencia, el arte, la cultura humana, el progreso material de las naciones, etc., son cosas de suyo buenas y honestas si se las encauza y ordena rectamente.
Pero, si nos entregamos a esas cosas con demasiado afán y ardor, no dejarán de perjudicamos seriamente.
Acostumbrado nuestro paladar al gusto de las criaturas, experimentará cierta torpeza o estulticia para saborear las cosas de Dios, tan superiores en todo.
E1 haberse dejado absorber por el apetito desordenado de la ciencia —aun de la sagrada y teológica—, tiene paralizadas en su vida espiritual a una multitud de almas, que se acarrean con ello una pérdida irreparable; pierden el gusto de la vida interior, abandonan o acortan la oración, se dejan absorber por el trabajo intelectual y descuidan la «única cosa necesaria» de que nos habla el Señor en el Evangelio (Le 10,42). ¡Lástima grande, que lamentarán en el otro mundo cuando ya no tenga remedio! «Qué diferentes—continúa el P. Lallemant ” son los juicios de Dios de los de los hombres! La sabiduría divina es una locura a juicio de los hombres, y la sabiduría humana es una locura a juicio de Dios.
 
A nosotros toca ver con cuál de estos juicios queremos conformar el nuestro. Es preciso tomar el uno o el otro por regla de nuestros actos.
Si gustamos de alabanzas y de honores, somos locos en esta materia; y tanto tendremos de locura cuanto tengamos de gusto en ser estimados y honrados. Como, al contrario, tanto tendremos de sabiduría cuanto tengamos de amor a la humillación y a la cruz.
Es monstruoso que aun en las órdenes religiosas se encuentren personas que no gustan más que de lo que pueda hacerles agradables a los ojos del mundo; que no han hecho nada de cuanto han hecho durante los veinte o treinta años de vida religiosa sino para acercarse al fin que aspiran; apenas tienen alegría o tristeza sino relacionada con esto, o, al menos, son más sensibles a esto que a todas las demás cosas.
Todo lo demás que mira a Dios y a la perfección les resulta insípido, no encuentran gusto alguno en ello.
 
Este estado es terrible y merecería ser llorado con lágrimas de sangre. Parque ¿de qué perfección son capaces esos religiosos? ¿Qué fruto pueden hacer en beneficio del prójimo? Mas ¡qué confusión experimentarán a la hora de la muerte cuando se les muestre que durante todo el curso de su vida no han buscado ni gustado más que el brillo de la vanidad, como mundanos! Si están tristes estas pobres almas, decidles alguna palabra que les proporcione alguna esperanza de cierto engrandecimiento, aunque falso, y las veréis al instante cambiar de aspecto: su corazón se llenará de gozo, como ante el anuncio de algún gran éxito o acontecimiento.
 
Por otra parte, como no tienen el gusto de la devoción, no califican sus prácticas más que de bagatelas y de entretenimientos de espíritus débiles.
 
Y no solamente se gobiernan ellos mismos por estos principios erróneos de la sabiduría humana y diabólica, sino que comunican además sus sentimientos a los otros, enseñándoles máximas del todo contrarias a las de nuestro Señor y del Evangelio, del cual tratan de mitigar el rigor por interpretaciones forzadas y conformes a las inclinaciones de la naturaleza corrompida, fundándose en otros pasajes de la Escritura mal entendidos, sobre los cuales edifican su ruina».
 
d) No APEGARSE A LOS CONSUELOS ESPIRITUALES, SINO pasar a Dios A través de ellos.
 
Hasta tal punto nos quiere Dios únicamente para sí, desprendidos de todo lo creado, que quiere que nos desprendamos hasta de los mismos consuelos espirituales que tan abundantemente, a veces, prodiga en la oración.
 
Esos consuelos son ciertamente importantísimos para nuestro adelantamiento espiritual”, pero únicamente como estímulo y aliento para buscar a Dios con mayor ardor.
Buscarlos para detenerse en ellos y saborearlos como fin último de nuestra oración sería francamente malo e inmoral; y aun considerados como un fin intermedio, subordinado a Dios, es algo muy imperfecto, de que es menester purificarse si queremos pasar a la perfecta unión con Dios.
 
Hay que estar prontos y dispuestos para servir a Dios en la oscuridad lo mismo que en la luz, en la sequedad que en los consuelos, en la aridez que en los deleites espirituales.
Hay que buscar directamente al Dios de los consuelos, no los consuelos de Dios.
 
Los consuelos son como la salsa o condimento, que sirve únicamente para tomar mejor los alimentos fuertes, que nutren verdaderamente el organismo; ella sola no alimenta y hasta puede estragar el paladar, haciéndole insípidas las cosas convenientes cuando se las presentan sin ella.
 
Esto último es malo, y hay que evitarlo a todo trance si queremos que el don de sabiduría comience a actuar intensamente en nosotros.
 
 
 
NOTAS
 
 
22 Cf. P. Arintero, O. P., Cuestiones místicas (BAC, Madrid 1956) 1.* a.6.
 
21 Cf. San Juan be ia Cruz, Subida del monte Carmelo y Noche oseara, passim.
 
p. Lallemant, o.c., princ.4 c.4 a.l.
 
18 Cf. II-XI q.46 a.l. ** P, I. G. Menéndez-Reigada, Los dones del Espíritu Santo y U perfección cristiana p.595. l; Cf. IUI q.46 a.3c y ad 3.
 
11
** Este sentimiento lo han experimentado gran número de santo«. Véase, por ejemplo, con qué sencilla y sublime delicadeza lo expone Santa Tetesita del Niño Jesús: «Una noche, no sabiendo cómo testi ficar a Jesús que le amaba y cuán vivos eran mis deseos de que fuera servido y glorificado por doquier, me sobrecogió el pensamiento triste de que nunca jamás, desde el ¿»amo del infierno, le llegaría un solo acto de amor. Entonces le dije que con gusto consentiría en verme abismada en aquel lugar de tormentos y .de blasfemias para que también allí fuera amado eternamente. No podía glorificarle así, ya que El no desea sino nuestra bienaventuranza; pero cuando se ama, se ve uno forzado a decir mil locuras» (Historia de un alma c.5 n.2J¡ 3.‘ ed., Burgos 1930).
 
10 “ Ibid.
 
9 Cf. P. Gardeil, O. P., Los iones del Espíritu Santo en los santos dominicos (Vergora 1907)
 
c.8. * Cf. P. Philipon, La doctrina espiritual de sor Isabel ie la Trinidad
 
c.8 n.8. ’ P. Philipon, ibid.
 
7 Cf. I II q.68 a.8. Las virtudes teologales en efecto tienen por objeto directo e inmediato al mismo Dios (creído, esperado o amado), mientras que los dones recaen directamente sobre las virtudes Infusa (o sen algo muy distinto de Dios) para perfeccionarlas. Luego es evidente que las virtudes teologales son, por su propia naturaleza, superiores a los mismos dones. Feto, en cambio, éstos san superiores a todas las virtudes infusas—incluso las teologales por su modalidad divina (en cuanto instrumentos directos e inmediatos del Espíritu Santo, no del alma en gracia, como las virtudes). Mas brevemente: las virtudes teologales son superiores a los dones por su propia naturaleza teologal, pero los dones les aventajan por su modalidad divina.
 
6 c y ad 3).
 
5 Sabido es que el hábito de la teología es entitativamente natural, porque procede del discurso natural de la razón examinando los datos de la fe y extrayéndoles sus virtualidades intrínsecas, que son las conclusiones teológicas. Pero radicalmente o sea en su raíz es o se le puede llamar sobrenatural, en cuanto que parte de los principios de la fe y recibe su influencia iluminadora a todo lo largo del discurso o raciocinio teológico (cf. I q.l a .
 
4 Hablando Santa Teresa, en las Séptimas moradas, de la sublime experiencia trinitaria del alma llegada a las cumbres de la unión mística con Diosefecto de la actuación intensísima del don de sabiduría, escribe: «¡Oh válame Dios, cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (Moradas séptimas 1,8).
 
3 Cf. II-n q.45 a.l.
 
2 Cf. II-II q.45 a.2; a.ie y ad 3.
 
1 Cf. nuestra Teología de la perfección cristiana (BAC, Madrid 51968) n.368-373.




El_Gran_Desconocido_El_Espiriritu_Santo_y_Sus_Dones.pdf
El gran desconocido
El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO MARIN








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