De ella provienen las lágrimas verdadera y enteramente espirituales, tanto las de la consolación espiritual sensible, como las de la consolación puramente espiritual que redunda del espíritu al sentido.
Tiene más fuerzas, más devoción, más suavidad el consuelo cuando revierte en
lágrimas. Templan el dolor, encienden el amor, confirman la esperanza, endulzan
los trabajos, suavizan las humillaciones, hacen amable el vencimiento, elevan y
dilatan el corazón y cuajan maduros todos los frutos de la consolación.
Son como el rocío del cielo sobre las flores en las alboradas de abril; lo que
hace el agua en la tierra, hacen en nosotros las lágrimas, nos riegan para que
fructifiquemos y nos fecundan para enriquecernos.
En la oración son singularmente fecundas “cuando están secos los ojos del
cristiano, está incompleta su plegaria; las lágrimas sin palabras valen más que
las palabras sin lágrimas; estas no pueden perderse, aquellas se pierden con
frecuencia. S. Pedro había llorado en silencio y obtuvo el perdón”
Lo que pueden en la oración las lágrimas, nos lo declara San Lorenzo Justiniano:
“Oh lágrima humilde, tuya es la potencia; tuyo es el reino, no temes el tribunal
del juez, a tus acusadores impones silencio. Ligas al omnipotente, inclinas al
Hijo de la Virgen, abres el cielo y ahuyentas el demonio. Tú eres el manjar de
las almas, la fuerza de los sentidos, borrón de los delitos, destrucción de los
vicios, guía de las virtudes, compañera de la gracia, refección del espíritu y
lavado de culpas. Tú eres olor de vida, sabor de espíritu, gusto de perdón,
sanidad de inocencia que vuelve, alegría de reconciliación, suavidad de
conciencia serena, y enseñanza firme de elección eterna. Alégrese quien te
tuviere en la oración por compañera, porque seguro irá después de su oración”.