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A LOS AMIGOS DE LA CRUZ
autor: San Luis María Grignión de Montfort
Resumen de "A Los Amigos de la Cruz"
PROLOGO
La divina cruz me tiene escondido y me prohíbe hablar. No me es posible -y
tampoco lo deseo- dirigiros la palabra a fin de manifestaros los sentimientos de
mi corazón sobre la excelencia de la cruz y las prácticas de vuestra unión en la
cruz adorable de Jesucristo.
No obstante, hoy, último día de mi retiro, salgo -por así decirlo- del encanto
de mi interior para estampar en este papel algunos dardos de la cruz a fin de
traspasar con ellos vuestros corazones. ¡Ojalá que para afilarlos sólo hiciera
falta la sangre de mis venas en vez de la tinta de mi pluma! Pero, ¡ay!, aun
cuando fuera necesaria, es demasiado criminal. ¡Sea, por tanto, el Espíritu de
Dios vivo como la vida, fuerza y contenido de esta carta! ¡Sea su unción como la
tinta! ¡Sea la adorable cruz mi pluma, y vuestro corazón, el papel!
Los Amigos de la Cruz
Estáis unidos vigorosamente, Amigos de la Cruz, como otros tantos soldados del
Crucificado, para combatir el mundo. No huís de él, como los religiosos y
religiosas, por miedo a ser vencidos, sino que avanzáis como intrépidos y
valerosos guerreros en el campo de batalla, sin retroceder un solo paso ni huir
cobardemente. ¡Animo! ¡Luchad con valentía!
Uníos fuertemente; la unión de los espíritus y de los corazones es mucho más
fuerte y terrible al mundo y al infierno de lo que lo serían los ejércitos de un
reino bien unido para los enemigos del Estado. Los demonios se unen para
perderos: uníos para derribarlos. Los avaros se unen para negociar y acaparar
oro y plata: unid vuestros esfuerzos para conquistar los tesoros de la eternidad
contenidos en la cruz. Los libertinos se unen para divertirse: uníos para
sufrir.
Grandeza del nombre de Amigos de la Cruz
Os llamáis Amigos de la Cruz. ¡Qué nombre tan glorioso! Os confieso que me
encanta y deslumbra. Es más brillante que el sol, más alto que los cielos, más
glorioso y magnífico que los mayores títulos de reyes y emperadores. Es el
nombre excelso de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Es el nombre sin equivoco
de un cristiano.
*****
Pero si su brillo me encanta, no es menos cierto que e espanta. ¡Cuántas
obligaciones ineludibles y difíciles encierra este nombre! El Espíritu Santo las
expresa con estas palabras: Linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada,
pueblo adquirido por Dios (1 Pe. 2,9).
Un Amigo de la Cruz es un hombre escogido por Dios, entre diez mil personas que
viven según los sentidos y la sola razón, para ser un hombre totalmente divino,
que supere la razón y se oponga a los sentidos con una vida y una luz de pura fe
y un amor vehemente a la cruz.
Un Amigo de la Cruz es un rey todopoderoso, un héroe que triunfa del demonio,
del mundo y de la carne en sus tres concupiscencias. Al amar las humillaciones,
arrolla el orgullo de Satanás. Al amar la pobreza, triunfa de la avaricia del
mundo. Al amar el dolor, mortifica, la sensualidad de la carne.
Un Amigo de la Cruz es un hombre santo y apartado de todo lo visible. Su corazón
se eleva por encima de todo lo caduco y perecedero. Su conversación está en los
cielos. Pasa por esta tierra como extranjero y peregrino, sin apegarse a ella;
la mira de reojo, con indiferencia, y la huella con desprecio.
Un Amigo de la Cruz es una conquista señalada de Jesucristo, crucificado en el
Calvario en unión con su santísima Madre. Es un «Benoni» o Benjamín, nacido de
su costado traspasado y teñido con su sangre. A causa de su origen sangriento,
no respira sino cruz, sangre y muerte al mundo, a la carne y al pecado, a fin de
vivir en la tierra oculto en Dios con Jesucristo.
Por fin, un Amigo de la Cruz es un verdadero porta-Cristo, o mejor, es otro
Cristo, que puede decir con toda verdad: Ya no vivo yo, vive en mi Cristo (Gal.
2,20).
Queridos Amigos de la Cruz, ¿obráis en conformidad con lo que significa vuestro
grandioso nombre? ¿Tenéis, por lo menos, verdadero deseo y voluntad sincera de
obrar así, con la gracia de Dios, a la sombra de la cruz del Calvario y de
Nuestra Señora de los Dolores? ¿Utilizáis los medios necesarios para
conseguirlo? ¿Habéis entrado en el verdadero camino de la vida, que es el
sendero estrecho y espinoso del Calvario? ¿No camináis, sin daros cuenta, por el
sendero ancho del mundo, que conduce a la perdición? ¿Sabéis que existe un
camino que al hombre le parece recto y seguro, pero lleva a la muerte?
¿Sabéis distinguir con certeza entre la voz de Dios y su gracia y la del mundo y
de la naturaleza? ¿Percibís con claridad la voz de Dios, nuestro Padre
bondadoso, quien -después de maldecir por tres veces a todos los que siguen las
concupiscencias del mundo: ¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra! (Ap.
8,13)- os grita con amor, tendiéndonos los brazos: Apartaos, pueblo mío
escogido, queridos amigos de la cruz de mi Hijo; apartaos de los mundanos, a
quienes maldice mi Majestad, excomulga mi Hijo y condena mi Espíritu Santo?
¡Cuidado con sentaros en su cátedra pestilente! ¡No acudáis a sus reuniones! ¡No
os detengáis en sus caminos! ¡Huid de la populosa e infame Babilonia! ¡Escuchad
tan sólo la voz de mi Hijo predilecto y seguid sus huellas! Yo os lo di para que
sea camino, verdad, vida y modelo vuestro: Escuchadle.
¿Escucháis la voz del amable Jesús? El, cargado con la cruz, os grita: Veníos
conmigo. El que me sigue no andará en tinieblas. ¡Animo, que yo he vencido al
mundo! (Jn 8,12; 16,33).
Los dos bandos
Queridos hermanos, ahí tenéis los dos bandos con los que a diario nos
encontramos: el de Jesucristo y el del mundo.
A la derecha, el de nuestro amable Salvador. Sube por un camino estrecho y
angosto como nunca a causa de la corrupción del mundo. El buen Maestro va
delante, descalzo, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo ensangrentado y
cargado con una pesada cruz.
Sólo le sigue un puñado de personas -si bien las más valientes-, ya que su voz
es tan delicada que no se la puede oír en medio del tumulto del mundo o porque
se carece del valor necesario para seguirlo en la pobreza, los dolores y
humillaciones y demás cruces que es preciso llevar para servir al Señor todos
los días.
A la izquierda, el bando del mundo o del demonio. Es el más nutrido, el más
espléndido y brillante -al menos, en apariencia.- Lo más selecto del mundo corre
hacia él. Se apretujan, aunque los caminos son anchos y más espaciosos que
nunca, a causa de las multitudes que, igual que torrentes, transitan por ellos.
Están sembrados de flores, bordados de placeres y diversiones, cubiertos de oro
y plata.
A la derecha, el pequeño rebaño que sigue a Cristo habla sólo de lágrimas,
penitencias, oraciones y menosprecio del mundo. Se oyen continuamente estas
palabras, entrecortadas por sollozos: «Sufrimientos, lágrimas, ayunos,
oraciones, olvidos, humillaciones, pobreza, mortificaciones. Pues el que no
tiene el espíritu de Cristo -que es espíritu de cruz- no es de Cristo. Los que
son del Mesías han crucificado sus bajos instintos con sus pasiones y deseos.
(Gal.. 15,24). O somos imagen viviente de Jesucristo o nos condenamos. ¡Animo!,
gritan. ¡Animo!Si Dios está por nosotros, en nosotros y delante de nosotros,
¿quién estará contra nosotros? El que está en nosotros es más fuerte que el que
está en el mundo. Un criado no es más que su amo. Una momentánea y ligera
tribulación nos prepara un peso eterno de gloria. El número de los elegidos es
menor de lo que se piensa. Sólo los esforzados y violentos arrebatan el cielo.
Tampoco un atleta recibe el premio si no compite conforme al reglamento (2 Tim.
2,5), conforme al Evangelio y no según la moda. ¡Luchemos, pues, con valor!
¡Corramos de prisa para alcanzar la meta y ganar la corona!» Son algunas de las
expresiones con las cuales se animan unos a otros los Amigos de la Cruz.
*****
Los mundanos, al contrario, para incitarse a perseverar en su malicia sin
escrúpulos, gritan todos los días: «¡Vivir! ¡Vivir! ¡Paz! ¡Paz! ¡Alegría!
¡Comamos, bebamos, cantemos, bailemos, juguemos! Dios es bueno y no nos creó
para condenarnos. Dios no prohíbe las diversiones. No nos condenaremos por eso.
¡Fuera escrúpulos! No moriréis ... » (Gen. 3,4).
Acordaos, queridos cofrades, de que el buen Jesús os está mirando y os dice a
cada uno en particular: «Casi todos me abandonan en el camino real de la cruz.
Los idólatras, enceguecidos, se burlan de mi cruz como si fuera una locura; los
judíos, en su obstinación, se escandalizan de ella como si fuera un objeto de
horror; los herejes la destrozan y derriban como cosa despreciable. Pero -y esto
lo digo con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón traspasado de dolor- mis
hijos, criados a mis pechos e instruidos en mi escuela, mis propios miembros,
vivificados por mi Espíritu, me han abandonado y despreciado, haciéndose
enemigos de mi cruz. ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6,67) ¿También
vosotros queréis abandonarme, huyendo de mi cruz, igual que los mundanos, que en
esto son otros tantosanticristos? ¿Queréis -para conformaros a este siglo-
despreciar la pobreza de mi cruz para correr tras la riquezas; esquivar los
dolores de mi cruz para buscar los placeres; odiar las humillaciones de mi cruz
para codiciar los honores? Tengo aparentemente muchos amigos que aseguran
amarme, pero en el fondo me aborrecen, porque no aman mi cruz. Tengo muchos
amigos de mi mesa y muy pocos de mi cruz».
Ante llamada tan amorosa de Jesús, superémonos a nosotros mismos. No nos dejemos
arrastrar por nuestros sentidos -como Eva-. Miremos solamente al autor y
consumador de nuestra fe, Jesucristo crucificado. Huyamos de la corrupción que
por la concupiscencia existe en el mundo corrompido. Amemos a Jesucristo como se
merece, es decir, llevando la cruz en su seguimiento. Meditemos detenidamente
estas admirables palabras de nuestro amable Maestro, pues encierran toda la
perfección cristiana: El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo,
que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24; Lc. 9,23).
Prácticas de la perfección cristiana
En efecto, toda la perfección cristiana consiste:
1. En querer ser santo: El que quiera venirse conmigo,
2. En abnegarse: Que reniegue de sí mismo,
3. En padecer: Que cargue con su cruz
4. En obrar: Y me siga.
1. «El que quiera venirse conmigo»
El que quiera. Y no los que quieran, para indicar el reducido número de los
elegidos que quieren conformarse a Jesucristo llevando la cruz. Es tan limitado,
tan limitado este número, que, si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de
dolor.
Es tan reducido, que apenas si hay uno por cada diez mil -como fue revelado, a
varios santos, entre ellos a San Simón Estilita, según refiere el santo abad
Nilo después de San Efrén, San Basilio y otros más-. Es tan reducido, que, si
Dios quisiera agruparlos, tendría que gritarles, como en otro tiempo, por boca
de un profeta: Congregaos uno a uno; uno de esta provincia, otro de aquel país.
El que quiera. El que tenga voluntad sincera, voluntad firme y resuelta. Y esto
no por instinto natural, rutina, egoísmo, interés o respeto humano, sino por la
gracia triunfante del Espíritu Santo, que no se comunica a todos: No a todos ha
sido dado conocer el misterio. El conocimiento práctico del misterio de la cruz
se comunica a muy pocos. Para que alguien suba al Calvario y se deje crucificar
con Jesucristo, en medio de los suyos, es necesario que sea un valiente, un
héroe, un decidido, un amigo de Dios; que haga trizas al mundo y al infierno, a
su cuerpo y a su propia voluntad; un hombre resuelto a sacrificarlo todo,
emprenderlo y padecerlo todo por Jesucristo.
Sabed, queridos Amigos de la Cruz, que aquellos de entre vosotros que no tienen
tal determinación andan sólo con un pie, vuelan sólo con un ala y no son dignos
de estar entre vosotros, pues no merecen llamarse Amigos de la Cruz, a la que
hay que amar, como Jesucristo, con corazón generoso y de buena gana. Una
voluntad a medias -lo mismo que una oveja sarnosa- basta para contagiar todo el
rebaño. Si una de éstas hubiera entrado en el redil por la falsa puerta de lo
mundano, echadla fuera en nombre de Jesucristo, como al lobo de entre las
ovejas.
El que quiera venirse conmigo, que me humillé y anonadé tanto que parezco más
gusano que hombre: Yo soy un gusano, no un hombre(Salmo 22,7); conmigo, que vine
al mundo solamente para abrazar la cruz: Aquí esto y; para enarbolarla en medio
de mi corazón, en las entrañas; para amarla desde mi juventud: la quise desde
muchacho; para suspirar por ella toda mi vida: ¡Qué más quiero!; para llevarla
con alegría, prefiriéndola a todos los goces y delicias del cielo y de la
tierra: En vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz (Heb 12,2); conmigo,
finalmente, que no encontré el gozo colmado sino cuando pude morir en sus brazos
divinos.
2. «Que reniegue de sí mismo»
El que quiera, pues, venirse conmigo, anonadado y crucificado en esta forma,
debe, a imitación mía, gloriarse sólo en la pobreza, las humillaciones y
padecimientos de mi cruz: que reniegue de sí mismo.
¡Lejos de la compañía de los Amigos de la Cruz los que sufren orgullosamente,
los sabios según el siglo, los grandes genios y espíritus agudos, henchidos y
engreídos de sus propias luces y talentos! ¡Lejos de aquí los grandes
charlatanes, que aman mucho el ruido, sin otro fruto que la vanidad! ¡Lejos de
aquí los devotos orgullosos, que hacen resonar en todas partes el «en cuanto a
mí» del orgulloso Lucifer: No soy como los demás: que no pueden soportar que los
censuren, sin excusarse; que los ataquen, sin defenderse; que los humillen, sin
ensalzarse!
¡Mucho cuidado! No admitáis en vuestras filas a esas personas delicadas y
sensuales que rehuyen la menor molestia, que gritan y se quedan ante el más leve
dolor, que jamás han experimentado los instrumentos de penitencia -cadenilla,
cilicio, disciplina, etc.- y que mezclan a sus devociones, según la moda, la más
solapada y refinada sensualidad y falta de mortificación.
3. «Que cargue con su cruz»
Que cargue con su cruz. ¡La suya propia! Que ese tal, ese hombre, esa mujer
excepcional que toda la tierra no alcanzaría a pagar, cargue con alegría, abrace
con entusiasmo y lleve con valentía sobre sus hombros la propia cruz y no la de
otro: -la cruz, que mi Sabiduría le fabricó con número, peso y medida; -la cruz
cuyas dimensiones: espesor, longitud, anchura y profundidad, tracé por mi propia
mano con extraordinaria perfección; -la cruz que le he fabricado con un trozo de
la que llevé al Calvario, como fruto del amor infinito que le tengo; -la cruz,
que es el mayor regalo que puedo hacer a mis elegidos en este mundo; -la cruz,
constituida, en cuanto a su espesor, por la pérdida de bienes, las
humillaciones, menosprecios, dolores, enfermedades y penalidades espirituales
que, por permisión mía, le sobrevendrán día a día hasta la muerte; -la cruz,
constituida, en cuanto a su longitud, por una serie de meses o días en que se
verá abrumado de calamidades, postrado en el lecho, reducido a mendicidad,
víctima de tentaciones, sequedades, abandonos y otras congojas espirituales; -la
cruz, constituida, en cuanto a su anchura, por las circunstancias más duras y
amargas de parte de sus amigos, servidores o familiares; -la cruz, constituida,
por último, en cuanto a su profundidad, por las aflicciones más ocultas con que
le atormentaré, sin que pueda hallar consuelo en las criaturas. Estas, por orden
mía, le volverán las espaldas y se unirán a mí para hacerle sufrir.
Que cargue. Que la cargue: que no la arrastre, ni la rechace, ni la recorte, ni
la oculte. En otras palabras, que la lleve con la mano en alto, sin Impaciencia
ni repugnancia, sin quejas ni criticas voluntarias, sin medias tintas ni
componendas, sin rubor ni respeto humano.
Que la cargue. Que la lleve estampada en la frente, diciendo como San Pablo: Lo
que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que de la cruz de nuestro Señor
Jesucristo (Gal. 6,14), mi Maestro.
Que la lleve a cuestas, a ejemplo de Jesucristo, para que la cruz sea el arma de
sus conquistas y el cetro de su imperio.
Por último, que la plante en su corazón por el amor, para transformarla en zarza
ardiente, que día y noche se abrase en el puro amor de Dios, sin que llegue a
consumirse.
La cruz. Que cargue con la cruz, puesto que nada hay tan necesario, tan útil,
tan dulce ni tan glorioso como padecer algo por Jesucristo.
«Nada tan necesario»
Para los pecadores
En realidad, queridos Amigos de la Cruz, todos sois pecadores. No hay nadie
entre vosotros que no merezca el infierno -Y yo más que ninguno-. Nuestros
pecados tienen que ser castigados en este mundo o en el otro. Sino lo son en
éste, lo serán en el otro.
Si Dios los castiga en este mundo, de acuerdo con nosotros, el castigo se) á
amoroso. En efecto, nos castigará su misericordia, que reina en este mundo, y no
su rigurosa justicia; será un castigo ligero y pasajero, acompañado de dulzura y
méritos y seguido de recompensas en el tiempo y en la eternidad.
Pero, si el castigo que merecen los pecados cometidos queda reservado para el
otro mundo, la justicia inexorable de Dios --que todo lo lleva a sangre y fuego-
ejecutará la condena...
*****
Queridos hermanos y hermanas: ¿pensamos en esto cuando padecemos alguna pena en
este mundo? ¡Qué suerte la que tenemos! Pues, al llevar esta cruz con paciencia,
cambiamos una pena eterna e infructuosa por una pena pasajera y meritoria.
¡Cuántas deudas nos quedan por pagar! ¡Cuántos pecados cometidos! Para expiar
por ellos, aún después de una amarga contrición y una confesión sincera,
tendremos que padecer en el purgatorio por habernos conformado con unas
penitencias bien ligeras durante esta vida. ¡Ah! Cancelemos, pues, amistosamente
nuestras deudas en esta vida llevando bien nuestra cruz. En la otra vida, todo
se paga hasta el último céntimo, hasta la menor palabra ociosa. Si lográramos
arrancar de manos M demonio el libro de muerte, en el que lleva anotados todos
nuestros pecados y el castigo que merecen, ¡que debe tan enorme hallaríamos! ¡Y
qué encantados quedaríamos de padecer durante años enteros en esta vida antes
que sufrir un solo día en la otra!
*****
Para los amigos de Dios
Amigos de la Cruz: ¿no os preciáis de ser amigos de Dios o de querer llegar a
serlo? Decidíos, pues, a beber el cáliz que es preciso apurar para ser amigos de
Dios: Bebieron el cáliz del Señor, y llegaron a ser amigos de Dios. Benjamín -el
mimado- halló la copa, mientras que sus hermanos sólo hallaron trigo. El
discípulo predilecto de Jesús poseyó su corazón, subió al Calvario y bebió el
cáliz: ¿Podéis beber el cáliz?Excelente cosa es desear la gloria de Dios. Pero
desearla y pedirla sin decidirse a padecerlo todo es una locura y una petición
extravagante:No sabéis lo que pedís. Tenemos que pasar mucho... Si, es una
necesidad, algo indispensable. Tenemos que pasar mucho para entrar en el Reino
de Dios (Hech. 14,22).
*****
Para los hijos de Dios
Con razón os gloriáis de ser hijos de Dios. Gloriaos asimismo de los azotes que
este Padre bondadoso os ha dado y dará, pues da azotes a todos sus hijos. Si no
sois del número de sus hijos predilectos, ¡qué desgracia, qué maldición! Pues
pertenecéis al número de los réprobos, como dice San Agustín. «Quien no gime en
este mundo como peregrino y extranjero, no puede alegrarse en el otro como
ciudadano del cielo» -añade el mismo santo-. Si Dios Padre no os envía, de vez
en cuando, alguna cruz importante, es señal de que no se preocupa de vosotros.
Está enfadado y os considera como extraños y ajenos a su casa y protección. O
como hijos bastardos, que no merecen tener par e en la herencia de su padre ni
tampoco son dignos de sus cuidados y correcciones.
Para los discípulos de un Díos crucificado
Amigos de la Cruz, discípulos de un Dios crucificado: el misterio de la cruz es
un misterio ignorado por los gentiles, rechazado por los judíos, menospreciado
por los herejes y malos cristianos. Pero es el gran misterio que tenéis que
aprender en la práctica, en la escuela de Jesucristo. Solamente en su escuela lo
podéis aprender. En vano rebuscaréis en todas las academias de la Antigüedad
algún filósofo que lo haya enseñado. En vano consultaréis la luz de los sentidos
y de la razón. Sólo Jesucristo puede enseñaros y haceros saborear ese misterio
por su gracia triunfante.
Adiestraos, pues, en esta sobre eminente ciencia bajo la dirección de tan
excelente Maestro, y poseeréis todas las demás ciencias, ya que ésta las
encierra a todas en grado eminente. Ella es nuestra filosofía natural y
sobrenatural, nuestra teología divina y misteriosa, nuestra piedra filosofal,
que -por la paciencia- cambia los metales más toscos en preciosos; los dolores
más agudos, en delicias; la pobreza, en riqueza; las humillaciones más
profundas, en gloria.
Aquel de vosotros que sepa llevar mejor su cruz -aunque, por otra parte, sea un
analfabeto-, es más sabio que todos los demás.
Escuchad al gran San Pablo, que, al bajar del tercer cielo -donde aprendió
misterios escondidos a los mismos ángeles-, exclama que no sabe ni quiere saber
nada fuera de Jesucristo crucificado. ¡Alégrate, pues, tú, pobre ignorante; tú,
humilde mujer sin talento ni letras; si sabes sufrir con alegría, sabes más que
un doctor de la Sorbona que no sepa sufrir tan bien como tú!
Para los miembros de Jesucristo
Sois miembros de Jesucristo. ¡Qué honor! Pero ¡qué necesidad tan imperiosa de
padecer implica el serio! Si la Cabeza está coronada de espinas, ¿lo serán de
rosas los miembros? Si la Cabeza es escarnecida y cubierta de lodo camino del
Calvario, ¿querrán los miembros vivir perfumados y en un trono de gloria? Si la
Cabeza no tiene donde reclinarse, ¿descansarán los miembros entre plumas y
edredones! ¡Eso sería monstruosidad inaudita! ¡No, no, mis queridos Compañeros
de la Cruz! No os hagáis ilusiones. Esos cristianos que veis por todas partes
trajeados a la moda, en extremo delicados, altivos y engreídos hasta el exceso,
no son los verdaderos discípulos de Jesús crucificado. Y, si pensáis lo
contrario, estáis afrentando a esa Cabeza coronada de espinas y a la verdad de¡
Evangelio. ¡Válgame Dios! ¡Cuántas caricaturas de cristianos que pretenden ser
miembros de Jesucristo, cuando en realidad son sus más alevosos perseguidores,
porque mientras hacen con la mano la señal de la cruz, son sus enemigos en el
corazón!
Si os preciáis de ser guiados por el mismo espíritu de Jesucristo y vivir la
misma vida de quien es vuestra Cabeza coronada de espinas, no esperéis sino
abrojos, azotes, clavos; en una palabra, cruz. Pues es necesario que el
discípulo sea tratado como el Maestro, los miembros como la Cabeza. Y, si el
cielo os ofrece -como a Santa Catalina de Siena- una corona de espinas y otra de
rosas, escoged sin vacilar la de espinas y hundidla en vuestra cabeza para
asemejaros a Jesucristo.
*****
Para los templos del Espíritu Santo
Sabéis que sois templos vivos del Espíritu Santo. Como otras tantas piedras
vivas, tenéis que ser colocados por ese Dios de amor en el templo de la
Jerusalén celestial. Disponeos, pues, para ser labrados, cercenados, cincelados
por el martillo de la cruz. De lo contrario, quedaréis como piedras toscas, que
no sirven para nada, se desprecian y arrojan lejos. ¡Cuidado con resistir al
martillo que os golpea! ¡Cuidado con oponeros al cincel que os labra, a la mano
que os pule! ¡Tal vez ese diestro y amoroso arquitecto desea convertiros en una
de las piedras principales de su edificio eterno, en uno de los retablos más
hermosos de su reino celestial! Dejadle actuar; os quiere, sabe lo que hace
tiene experiencia, cada uno de sus golpes es acertado y amoroso, no da ninguno
en falso, a no ser que vuestra impaciencia lo inutilice.
El Espíritu Santo compara la cruz: -unas veces, a una criba que separa el buen
grano de la paja y la hojarasca: dejaos sacudir y zarandear como el grano en la
criba, sin oponer resistencia; estáis en la criba del Padre de familia, y pronto
estaréis en su granero; -otra veces, la compara al fuego, que quita el orín al
hierro mediante la viveza de sus llamas: nuestro Dios es un fuego devorador;
mediante la cruz, permanece en e¡ alma para purificarla, sin consumirla, como en
otro tiempo en la zarza ardiente; -otras veces, la compara al crisol de una
fragua, donde el oro auténtico queda refinado, mientras el falso se desvanece en
humo: el bueno sufre con paciencia la prueba del fuego, mientras el malo se
eleva hecho humo contra las llamas. En el crisol de la tribulación y de la
tentación, los auténticos Amigos de la Cruz se purifican mediante la paciencia,
mientras que los enemigos se desvanecen en humo a causa de sus impaciencias y
murmuraciones.
*****
Hay que sufrir como los santos
Mirad, Amigos de la Cruz; mirad delante de vosotros una inmensa nube de
testigos. Sin decir palabra, prueban cuanto os tengo dicho. Ved desfilar ante
vosotros un Abel justo y muerto por su hermano; un Abrahán justo y extranjero en
la tierra; un Lot justo y arrojado de su país; un Jacob justo y perseguido por
su hermano; un Tobías justo y afligido de ceguera; un Job justo y empobrecido,
humillado y hecho una llaga de pies a cabeza.
Mirad a tantos apóstoles y mártires teñidos con su propia sangre; a tantas
vírgenes y confesores empobrecidos, humillados, arrojados, despreciados. Todos
ellos exclaman con San Pablo: Mirad a nuestro bondadoso Jesús, el autor y
consumador de la fe que tenemos en él y en su cruz., Tuvo que padecer para
entrar, por la cruz, en su gloria.
Mirad, al lado de Jesús, una espada afilada, que penetra hasta el fondo en el
tierno e inocente corazón de María, que nunca tuvo pecado alguno, ni original ni
actual. ¡Lástima que no pueda extenderme aquí sobre los padecimientos de Jesús y
Maria, para hacer ver que lo que sufrimos no es nada en comparación con lo que
ellos sufrieron!
Después de esto, ¿quién de nosotros podrá eximirse de llevar su cruz? ¿Quién no
volará con presteza a los parajes donde sabe que le espera la cruz? ¿Quién no
exclamará con San Ignacio Mártir: «¡Que el fuego, la horca, las bestias y los
tormentos todos del demonio vengan sobre mí para que yo pueda gozar de
Jesucristo!»
*****
... o como réprobos
Pero, en fin, si no queréis sufrir con paciencia y llevar vuestra cruz con
resignación, como los predestinados, tendréis que llevarla entre murmullos e
impaciencias, como los réprobos. Os pareceréis a aquellos dos animales que
arrastraban el arca de la alianza mugiendo. Imitaréis a Simón Cirineo, quien, a
pesar suyo, echó mano a la cruz misma de Jesucristo, pero no cesaba de murmurar
mientras la llevaba. En fin, os sucederá lo que al mal ladrón, quien desde lo
alto de la cruz se precipitó al fondo de los abismos.
¡No, no! Esta tierra maldita donde vivimos no cría hombres felices. No se ve muy
bien en este país de tinieblas. No se está muy seguro en este mar borrascoso. No
se pueden evitar los combates en este lugar de tentaciones y en este campo de
batalla. No es posible evitar los pinchazos en esta tierra cubierta de espinas.
De buen grado o por fuerza, los predestinados y los réprobos han de llevar su
cruz. Tened presente estos cuatro versos:
Escógete una cruz de las tres del Calvario;
escoge sabiamente, puesto que es necesario
padecer como santo o como penitente,
o como sufre un réprobo que pena eternamente.
Lo que significa que, si no queréis sufrir con alegría, como Jesucristo; o con
paciencia, como el buen ladrón, tendréis que sufrir, mal que os pese, como el
mal ladrón; tendréis que apurar hasta las heces el cáliz más amargo, sin ningún
consuelo de la gracia; tendréis que llevar todo el peso de vuestra cruz sin la
ayuda poderosa de Jesucristo. Además, tendréis que llevar el peso inevitable que
el demonio añadirá a vuestra cruz por la impaciencia a la que os arrastrará.
Así, después de haber sido unos desgraciados en esta tierra -como el mal
ladrón-, iréis a reuniros con él en las llamas.
«Nada tan útil ni tan dulce»
Por el contrario, si sufrís como conviene, la cruz se os hará yugo muy suave,
que Jesucristo llevará con vosotros. La cruz vendrá a ser como las dos alas del
alma que se eleva al cielo; vendrá a ser el mástil de la nave que os llevará al
puerto de la salvación feliz y fácilmente.
Llevad vuestra cruz con paciencia; esta cruz, bien llevada, os alumbrará en
vuestras tinieblas espirituales, pues quien no ha sido probado por la tentación,
sabe bien poco (Eclo. 34).
Llevad vuestra cruz con alegría, y os veréis abrasados en el amor divino, pues
sin cruces ni dolor
no se vive en el amor.
Las rosas se recogen entre espinas. Sólo la cruz alimenta el amor de Dios, como
leña el fuego. Recordad esta hermosa sentencia de laImitación de Cristo: «Cuanta
violencia os hagáis sufriendo con paciencia, tanto progresaréis en el amor
divino».
Nada importante se puede esperar de esos cristianos indolentes y perezosos que
rehúsan la cruz cuando les llega y que jamás se buscan prudentemente alguna por
su cuenta. Son tierra inculta, que no producirá sino espinas, por no haber sido
roturada, desmenuzada y removida por un experto labrador. Son como aguas
encharcadas, que no sirven para lavar ni para beber.
Llevad vuestra cruz con alegría. Encontraréis en ella una fuerza victoriosa, a
la cual ningún enemigo vuestro podrá resistir; una dulzura encantadora, con la
cual nada se puede comparar. Sí, hermanos, sabed que el verdadero paraíso
terrenal consiste en sufrir algo por Jesucristo. Preguntad a todos los santos.
Os contestarán que jamás gozaron tanto ni sintieron mayores delicias en el alma
como en medio de sus mayores tormentos. «Vengan sobre mí todos los tormentos del
demonio», decía San Ignacio Mártir. «O padecer o morir», decía Santa Teresa. «No
morir, sino padecer», decía Santa Magdalena de Pazzi. «Padecer y ser despreciado
por ti», decía San Juan de la Cruz. Y tantos otros hablaron el mismo lenguaje,
como leemos en sus biografías.
Confiad en Dios, carísimos hermanos. Cuando padecemos con alegría y por Dios, la
cruz se convierte en objeto de toda clase de alegrías para toda clase de
personas, dice el Espíritu Santo. La alegría de la cruz es mayor que la del
pobre que se ve colmado de toda clase de riquezas. Es mayor que la del mercader
que gana millones. Mayor que la del general que lleva su ejército a la victoria.
Mayor que la de los prisioneros que se ven liberados de sus cadenas. En fin,
imaginad las mayores alegrías de esta tierra: todas quedan superadas por la
alegría de una persona crucificada que sepa sufrir bien.
«Nada tan glorioso»
Regocijaos, pues, y saltad de alegría cuando Dios os regale alguna cruz. Porque,
sin daros cuenta, lo más valioso que existe en el cielo y en el mismo Dios recae
sobre vosotros. ¡Magnífico regalo de Dios es la cruz! De entenderlo, encargarías
misas, harías novenas en los sepulcros de los santos, emprenderías largas
peregrinaciones -como lo hicieron los santos- para obtener del cielo este regalo
divino.
El mundo llama locura, infamia, necedad, indiscreción, imprudencia; dejad hablar
a esos ciegos. Su ceguera -que les lleva a juzgar humanamente de la cruz, muy al
revés de lo que es en realidad- forma parte de nuestra gloria. Cada vez que nos
proporcionan alguna cruz por sus desprecios y persecuciones, nos regalan joyas,
nos elevan al trono y nos coronan de laureles.
Pero ¿qué estoy diciendo? Todas las riquezas, los honores, los cetros; todas las
coronas brillantes de los potentados y emperadores, no se pueden comparar con la
gloria de la cruz, dice San Juan Crisóstomo. Supera la gloria del apóstol y del
escritor sagrado. Este santo varón, iluminado por el Espíritu Santo, añade: «Si
me fuera dado, dejaría gustoso el cielo para padecer por el Dios del cielo. A
los tronos del imperio, prefiero las cárceles y las mazmorras. Me apetecen más
las mayores cruces que la gloria de los serafines. Aprecio menos el don de
milagros -con el cual se domina a los demonios, se desatan los elementos, se
detiene al sol, se da vida a los muertos- que el honor de sufrir. San Pedro y
San Pablo son más gloriosos en sus calabozos, con los grillos en los pies, que
cuando son arrebatados al tercer cielo y reciben las llaves del paraíso».
En efecto, ¿no dio la cruz a Jesucristo el Nombre sobre-todo-nombre, de modo
que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el
abismo? (Fil. 2, 9-10) Tan grande es la gloria de una persona que sabe sufrir,
que el cielo, los ángeles, los hombres y el mismo Dios del cielo la contemplan
con alegría, como el espectáculo más glorioso. Si los santos tuvieran algún
deseo, sería el de volver a la tierra para llevar algunas cruces.
Ahora bien, si ya en la tierra es tan grande la gloria de la cruz, ¿cuál no será
la que adquiera en el cielo? ¿Quién explicará y entenderá jamásla riqueza eterna
de gloria (2 Cor. 4, 17) que nos consigue el llevar la cruz como se debe por un
corto instante? ¿Quién entenderá la gloria que se adquiere para el cielo en un
año y -a veces- en toda una vida de cruces y dolores?
Por cierto, queridos Amigos de la Cruz, el cielo os prepara para algo grande
-dice un gran santo-, ya que el Espíritu Santo os une tan estrechamente en una
cosa, que todo el mundo huye con tanto cuidado. No cabe duda: Dios quiere formar
tantos santos y santas cuantos Amigos de la Cruz existen, si permanecéis fieles
a vuestra vocación, si lleváis vuestra cruz como se debe, es decir, como la
llevó Jesucristo.
4. «Y me siga»
Pero no basta sufrir, el demonio y el mundo tienen sus mártires. Hay que sufrir
y llevar la cruz en pos de Jesucristo: ¡me siga! Es decir, hay que llevar la
cruz como la llevó él. Para lograrlo, he aquí las reglas que debéis guardar:
Las catorce reglas
No buscarte cruces
1. No os busquéis cruces de propósito y por cuenta propia. No hay que hacer el
mal para que se logre el bien. Sin inspiración especial, no hay que hacer las
cosas mal, para atraerse el desprecio de los hombres. Sino imitar a Jesucristo,
de quien se dijo: ¡Qué bien lo hace todo! (Mc. 7,37) No se debe obrar por amor
propio o vanidad, sino para agradar a Dios y convertir al prójimo. Si os
dedicáis a cumplir con vuestros deberes lo mejor posible, no os faltarán
contradicciones, persecuciones ni desprecios. La divina Providencia os los
enviará sin que vosotros lo queráis o elijáis.
Tener en cuenta el bien del prójimo
2. Si os disponéis a hacer algo en sí indiferente, que -aunque sin motivo-
pudiera escandalizar al prójimo, absteneos de hacerlo por caridad, para evitar
el escándalo de los débiles. El acto heroico de caridad que hacéis en esta
circunstancia vale infinitamente más de lo que hacíais o querías hacer.
Pero, si el bien que vais a hacer es necesario o útil al prójimo, aunque algún
fariseo o espíritu malintencionado se escandalice sin motivo, consultad a una
persona prudente para saber si lo que hacéis es necesario o útil al prójimo en
general. Si ella lo juzga así, proseguid vuestra obra y dejadles hablar, con tal
que os dejen actuar. Contestad entonces como nuestro Señor a algunos discípulos
suyos cuando vinieron a decirles que los escribas y fariseos estaban
escandalizados por sus palabras y acciones: Dejadlos; son ciegos (Mt. 15, 14)
No pretender actuar como los grandes santos
3. Algunos santos y varones ilustres pidieron, buscaron e incluso se procuraron
cruces, desprecios y humillaciones mediante actuaciones ridículas. Adoremos y
admiremos la actuación extraordinaria del Espíritu Santo en sus almas y
humillémonos a la vista de virtud tan sublime. Pero no pretendamos volar tan
alto; pues, comparados con estas águilas veloces y estos leones rugientes, no
somos más que gallinas mojadas y perros muertos.
Pedir a Dios la sabiduría de la cruz
4. Sin embargo, podéis y debéis pedir la sabiduría de la cruz; ciencia sabrosa y
experimental de la verdad que permite contemplar, a la luz de la fe, los
misterios más ocultos; entre ellos, el de la cruz. Sabiduría que no se alcanza
sino mediante duros trabajos, profundas humillaciones y fervientes oraciones. Si
necesitáis este espíritu generoso, que ayuda a llevar con valor las cruces más
pesadas; este espíritu bueno y suave, que hace saborear -en la parte superior
del alma- las amarguras más repugnantes; este espíritu puro y recto, que sólo
busca a Dios; esta ciencia de la cruz, que encierra todas las cosas; en una
palabra, este tesoro infinito que nos hace partícipes de la amistad de Dios,
pedid la sabiduría; pedidla incesante e insistentemente, sin titubeos, sin temor
de no alcanzarla, e infaliblemente la obtendréis. Entonces comprenderéis, por
experiencia propia, cómo se puede llegar a desear, buscar y saborear la cruz.
Humillarse por las propias faltas, pero sin turbación
5. Cuando por ignorancia, o aun por culpa vuestra, cometáis alguna torpeza que
os acarree alguna cruz, humillaos inmediatamente dentro de vosotros mismos bajo
la poderosa mano de Dios, sin turbación voluntaria, diciendo -por ejemplo- en
vuestro interior: «¡Estos son, Señor, los frutos de mi huerto!» Y si en vuestra
falta hubiere algún pecado, aceptad la humillación como castigo de vuestro
orgullo.
Muy a menudo, Dios permite que sus mejores servidores, los más elevados en
gracia, cometan faltas de las más humillantes para empequeñecerlos a sus propios
ojos y delante de los hombres, para quitarles la vista y el pensamiento
orgulloso de las gracias que El les comunica y el bien que hacen, de modo que
ningún mortal pueda gloriarse ante Dios (1 Cor. 1,29), como dice el Espíritu
Santo.
Dios nos humilla para purificarnos
6. Tened la plena seguridad de que cuanto hay en nosotros se halla completamente
corrompido por el pecado de Adán y por nuestros pecados actuales. No sólo los
sentidos del cuerpo, sino también todas las potencias del alma. Por eso, cuando
nuestro espíritu corrompido mira algún don de Dios en nosotros, pensando en él y
saboreándolo, ese don, esa acción, esa gracia se manchan y corrompen totalmente
y Dios aparta de ella su divina mirada. Si ya las miradas y pensamientos humanos
echan a perder así las mejores acciones y los dones más excelentes, ¿qué diremos
de los actos de la voluntad propia, aún más corrompidos que los actos del
entendimiento?
No nos extrañemos, pues, de que Dios se complazca,.en ocultar a los cuyos al
amparo de su rostro para que no los manchen las miradas de los hombres ni su
propio conocimiento. Y para mantenerlos ocultos, ¡qué cosas no permite y hace
ese Dios celoso! ¡Cuántas humillaciones les procura! ¡Cuántos tropiezos permite!
¡En cuántas tentaciones permite que se vean envueltos, como San Pablo! ¡En qué
incertidumbres, tinieblas y perplejidades les deja! ¡Oh! ¡Cuán admirable es Dios
en sus santos y en los caminos por los cuales los conduce a la humildad y a la
santidad.
Evitar los engaños del orgullo
7. ¡Mucho cuidado! No vayáis a creer -como los devotos orgullosos y engreídos-
que vuestras cruces son grandes, que son prueba de vuestra fidelidad y
testimonio de un amor singular de Dios por vosotros. Este engaño del orgullo
espiritual es muy sutil e ingenioso, pero lleno de veneno. Pensad más bien:
Que vuestro orgullo y delicadeza os llevan a considerar como vigas las pajas,
como llagas las picaduras, como elefantes los ratones; una palabrita que se
lleva el viento -una nadería en realidad-, como una injuria atroz y un cruel
abandono;
que las cruces que Dios os manda no son en realidad sino castigos amorosos por
vuestros pecados y no pruebas de una benevolencia especial;
que por más cruces y humillaciones que Dios os envíe, os perdona infinitamente
más, dado el número y la gravedad de vuestros crímenes. En efecto, éstos hay que
considerarlos a la luz de la santidad de Dios, que no soporta nada impuro y a
quien vosotros habéis ofendido; a la luz de un Dios que muere, abrumado de dolor
a causa de vuestros pecados; al trasluz de un infierno eterno, que habéis
merecido mil y quizás cien mil veces;
Que mezcláis lo humano y natural, mucho más de lo que creéis, con la paciencia
con que padecéis; prueba de ello son esos miramientos, esa velada búsqueda de
consuelos, esas efusiones tan naturales con los amigos y tal vez con vuestro
director espiritual, esas disculpas rebuscadas e inmediatas, esas quejas -o más
bien maledicencias contra quienes os han hecho daño- tan bien formuladas y tan
caritativamente dichas, ese volver y revolver deleitosamente los propios males,
esa creencia luciferina de que sois de gran valía, etc. No acabaría nunca si
quisiera describir aquí las vueltas y revueltas de la naturaleza, incluso en los
sufrimientos.
Aprovechar los sufrimientos pequeños más que los grandes
8. Aprovechad los sufrimientos pequeños más aún que los grandes. Dios no repara
tanto en lo que se sufre cuanto en cómo se sufre. Sufrir mucho, pero mal, es
sufrir como condenados; sufrir mucho y con valor, pero por una causa mala, es
sufrir como mártires del demonio; sufrir poco o mucho por Dios, es sufrir como
santos.
Si podernos escoger nuestras cruces, optemos por las mas pequeñas y deslucidas
cuando se presenten junto a grandiosas y espléndidas. El orgullo natural puede
pedir, buscar y aun escoger cruces grandiosas y brillantes. Pero escoger y
llevar alegremente las cruces pequeñas y sin brillo sólo puede ser efecto de una
gracia singular y de una fidelidad particular a Dios.
Actuad, pues, como el mercader en su mostrador, sacad provecho de todo, no
desperdiciéis ni la menor partícula de la cruz verdadera, aunque sólo sea la
picadura de un mosquito o de un alfiler, las insignificantes singularidades del
vecino, una pequeña injuria involuntaria, la pérdida de algunos centavos, un
ligero malestar, etc. Sacad provecho de todo, como el tendero en su tienda, y os
enriqueceréis según Dios, como se enrique él colocando centavo sobre centavo en
su mostrador. A la menor contrariedad que os sobrevenga, decid: «¡Bendito sea
Dios! ¡Gracias, Dios mío!» Guardad luego en la memoria de Dios -que es como
vuestra alcancía- la cruz que acabáis de ganar y no os acordéis más de ella sino
para decir: «¡ Mil gracias, Señor!» o «¡Misericordia!»
Amar la cruz con amor sobrenatural
9. Cuando se os habla de amor a la cruz no se trata de un amor sensible. Este es
imposible a la naturaleza en esta materia.
Hay que distinguir tres clases de amores: el amor sensible, el amor racional, el
amor fiel y supremo. Dicho de otro modo: el amor de la parte inferior, que es la
carne; el amor de la parte superior, que es la razón; el amor de la parte
superior o cima del alma. que es el entendimiento iluminado por la fe.
Dios no os pide amar la cruz con la voluntad de la carne. Siendo ésta
completamente corrompida y criminal, todo lo que sale de ella está corrompido;
es más, no puede someterse por sí misma a la voluntad de Dios y a su ley
crucificante. Por eso, Nuestro Señor, hablando de ella en el huerto de los
Olivos, exclama: Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc. 22,47). La
parte inferior del hombre, en Jesucristo -en quien todo era santo- no pudo amar
la cruz sin interrupción; la nuestra -que es toda corrupción- la rechazará con
mayor razón. Es cierto que podemos, a veces -como algunos santos-, experimentar
una alegría sensible en nuestros sufrimientos. Pero esta alegría no proviene de
la carne, aunque esté en la carne. Viene de la parte superior. La cual se
encuentra tan llena de la alegría divina del Espíritu Santo, que llega a
redundar en la parte inferior. En estos momentos, la persona más crucificada
puede decir: Mi corazón y mí carne retozan por el Dios vivo (Sal. 84).
Existe otro amor a la cruz que llamo razonable; radica en la parte superior, que
es la razón. Es un amor totalmente espiritual. Nace del conocimiento de la
felicidad que hay en sufrir por Dios. Por eso es perceptible y aun es percibido
por el alma, a la que alegra y fortalece interiormente. Pero ese amor racional y
percibido, aunque bueno y muy bueno, no es siempre necesario para sufrir con
alegría y según Dios.
Pues existe otro amor. De la cima o ápice del alma, dicen los maestros de la
vida espiritual; de la inteligencia, dicen los filósofos. Mediante este amor,
aún sin sentir alegría alguna en los sentidos, sin percibir gozo razonable
alguno en el alma, amamos y saboreamos, mediante la luz de la fe desnuda, la
cruz que llevamos.
Mientras tanto, muchas veces todo es guerra y sobresalto en la parte inferior,
que gime, se queja, llora y busca alivio. Entonces decimos con Jesucristo:
Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc. 22,52). O con la Santísima
Virgen: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra (Lc.
1,38).
Con uno de estos dos amores de la parte superior hemos de amar y aceptar la
cruz.
Sufrir toda clase de cruces, sin excepción ni selección
10. Decidíos, queridos Amigos de la Cruz, a padecer toda clase de cruces, sin
elegirlas ni seleccionarlas; toda clase de pobreza, humillación, contradicción,
sequedad, abandono, dolor psíquico o físico, diciendo siempre: Pronto está mi
corazón, ¡oh Dios !- está mi corazón dispuesto(Sal. 57).
Disponeos, pues, a ser abandonados de los hombres y de los ángeles y hasta del
mismo Dios; a ser perseguidos, envidiados, traicionados, calumniados,
desacreditados y abandonados de todos; a padecer hambre, sed, mendicidad,
desnudez, destierro, cárcel, horca y toda clase de suplicios, aunque no los
hayáis merecido por los crímenes que se os imputan. Imaginaos, por último, que
después de haber perdido los bienes y el honor, después de haber sido arrojados
de vuestra casa -como Job y Santa Isabel de Hungría, se os lanza al lodo, como a
está Santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, maloliente y cubierto
de úlceras, sin un retazo de tela para cubrir vuestras llagas, sin un trozo de
pan -que no se niega al perro ni al caballo-, y que, en medio de tales extremos,
Dios os abandona a todas las tentaciones del demonio, sin derramar en vuestra
alma el más leve consuelo espiritual.
Ahí tenéis, creedlo firmemente, la meta suprema de la gloria divina y la
felicidad verdadera de un auténtico y perfecto Amigo de la Cruz..
Cuatro motivos para sufrir como se debe
11. Para animaros a sufrir como se debe, acostumbraros a considerar esta cuatro
cosas:
a) La mirada de Dios
En primer lugar, la mirada de Dios. Como un gran rey, desde lo alto de una
torre, contempla a sus soldados en medio de la pelea, complacido y alabando su
valor. ¿Qué contempla Dios sobre la tierra? ¿A los reyes y emperadores en sus
tronos? -A menudo los mira con desprecio. ¿Mira las grandes victorias de los
ejércitos del Estado, las piedras preciosas; en una palabra, las cosas que los
hombres consideran grandes? -Lo que es grande para los hombres, es abominable
ante Dios (Lc. 16,15). Entonces, ¿qué es lo que mira con gozo y complacencia,
pidiendo noticias de ello a los ángeles y a los mismos demonios? -Dios mira al
hombre que lucha por él contra la fortuna, el mundo, el infierno y contra sí
mismo, al hombre que lleva la cruz con alegría. ¿Has reparado sobre la tierra en
una maravilla tan grande que el cielo entero la contempla con admiración? -dice
el Señor a Satanás-. ¿Te has fijado en mi siervo Job, que sufre por mi? (Job.
2,3).
b) La mano de Dios
En segundo lugar, considerad la mano de este poderoso Señor. Permite todo el mal
que nos sobreviene de la naturaleza, desde el más grande hasta el más pequeño.
La misma mano que aniquiló a un ejército de cien mil hombres hace caer la hoja
del árbol y el cabello de vuestra cabeza. La mano que con tanta dureza hirió a
Job os roza con esa pequeña contrariedad. Con la misma mano hace el día y la
noche, la luz y las tinieblas, el bien y el mal. Permitió los pecados que os
inquietan; no fue el autor de la malicia, pero permitió la acción.
Así, pues, cuando os encontréis con un Semeí, que os injuria, os tira piedras
como al rey David, decid interiormente: «No nos venguemos; dejémosle actuar,
pues se lo ha mandado el Señor. Reconozco que tengo merecido toda esta clase de
ultrajes y que Dios me castiga con justicia. ¡Detente, brazo mío¡ ¡Refrénate,
lengua mía! ¡No hieras! ¡No hables! Ese hombre o esa mujer que me dicen o
infieren injurias son embajadores de Dios, vienen enviados por su misericordia
para vengarse amistosamente de mi. No irritemos su justicia usurpando los
derechos de su venganza. No menospreciemos su misericordia resistiendo a sus
amorosos golpes. No sea que, para vengarse, nos remita a la estricta justicia de
la eternidad».
¡Mirad! Con una mano todopoderosa e infinitamente prudente, Dios os sostiene,
mientras os corrige con la otra. Con una mano mortifica, con la otra vivifica.
Humilla y enaltece. Con un brazo poderoso alcanza del uno al otro extremo de
vuestra vida, suave y poderosamente: suavemente, porque no permite que seáis
tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas; poderosamente, porque os
ayuda por una gracia poderosa y proporcionada a la fuerza y duración de la
tentación o aflicción; poderosamente también, porque -como lo dice el Espíritu
de su santa Iglesia- se hace «vuestro apoyo al borde del precipicio ante el cual
os halláis; vuestro compañero, si os extraviáis en el camino; vuestra sombra, si
el calor os abrasa; vuestro vestido, si la lluvia os empapa y el frío os hiela;
vuestro vehículo, si el cansancio os oprime; vuestro socorro, si la adversidad
os acosa; vuestro bastón, si resbaláis en el camino; vuestro puerto, en medio de
las tempestades que os amenazan con ruina y naufragio».
c) Las llagas y los dolores de Jesús crucificado
En tercer lugar, contemplad las llagas y los dolores de Jesucristo crucificado.
El mismo os dice: «¡Vosotros los que pasáis por el camino lleno de espinas y
cruces por el que yo he transitado, mirad, fijaos; mirad con los ojos corporales
y ved con los ojos de la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros
menosprecios, dolores y desamparos, son comparables con los míos. Miradme a mí,
el inocente, y quejaos vosotros, los culpables!»
Por boca de los apóstoles, el mismo Espíritu Santo nos ordena esa misma mirada a
Jesucristo crucificado, nos ordena armarnos con este pensamiento, que constituye
el arma más penetrante y terrible contra nuestros enemigos. Cuando la pobreza,
la abyección, el dolor, la tentación y otras cruces os ataquen, armaos con el
pensamiento de Jesucristo crucificado; que os servirá de escudo, coraza, casco y
espada de doble filo. En él encontraréis la solución a todas vuestras
dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo.
d) Arriba, el cielo; abajo, el infierno
En cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os aguarda, con tal que
llevéis debidamente vuestra cruz. Esta recompensa sostuvo a los patriarcas y
profetas en su fe y persecuciones, animó a los apóstoles y mártires en sus
trabajos y tormentos. Los patriarcas decían con Moisés: Preferimos ser afligidos
con el Pueblo de Dios, para ser felices con él eternamente, a disfrutar de las
ventajas pasajeras del pecado(Heb. 11,24). Los profetas decían con David:
Sufrimos grandes afrentas a causa de la recompensa. Los apóstoles y mártires
decían con San Pablo: Somos como víctimas condenadas a muerte, como un
espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres por nuestros
padecimientos; como desecho y anatema del mundo (1 Cor. 4,9.13) a causa del peso
eterno de gloria incalculable que nos prepara la momentánea y ligera tribulación
(2 Cor. 4,17).
Miremos por encima de nosotros a los ángeles, que nos gritan: «Cuidado con
perder la corona destinada a recompensar la cruz que os ha tocado -con tal que
la llevéis como se debe-. Si no la lleváis debidamente, otro lo hará y se
llevará vuestra corona». «Luchad con valentía, sufrid con paciencia -nos dicen
todos los santos-, y recibiréis un reino eterno». Escuchemos, por fin, a
Jesucristo, que nos dice: «Sólo premiaré a quien haya padecido y vencido por su
paciencia».
Miremos abajo el sitio que merecemos. Nos aguarda en el infierno, junto al mal
ladrón y a los réprobos, si nuestro padecer -como el suyo- va acompañado de
murmuraciones, despecho y venganza. Exclamemos con San Agustín: «Quema, Señor;
corta, poda, divide en esta vida en castigo de mis pecados, con tal que me
perdones en la eternidad».
*****
No quejarse jamás de las criaturas
12. No os quejéis jamás voluntariamente y con murmuraciones de las criaturas que
Dios utiliza para afligiros.
Observad que se dan tres clases de quejas en las penas.
- La primera es involuntaria y natural: es la del cuerpo que gime, suspira, se
queja, llora, se lamenta. Como ya dije, si el alma en su parte superior está
sometida a la voluntad de Dios, no hay ningún pecado.
- La segunda es razonable: nos quejamos y descubrimos nuestro mal a quienes
pueden remediarlo: al superior, al médico... Esta queja puede constituir una
imperfección si es demasiado intempestiva, pero no es pecado.
- La tercera es criminal. Se da cuando nos quejamos al prójimo para librarnos
del mal que nos inflige o para vengarnos, o cuando nos quejamos del dolor que
padecemos, consintiendo en esta queja y añadiéndole impaciencia y murmuración.
*****
13. No recibáis nunca la cruz sin besarla humildemente con agradecimiento. Si
Dios en su bondad os regala alguna cruz algo importante, dadle gracias de una
manera especial y pedid a otros que hagan lo mismo. A ejemplo de aquella pobre
mujer que, habiendo perdido todos sus bienes a causa de un pleito injusto, con
la única moneda que le quedaba mandó inmediatamente celebrar una misa para
agradecer a Dios la buena suerte que había tenido.
*****
Cargar con cruces voluntarias
14. Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra
participación -son las mejores-, cargaos con algunas cruces voluntarias,
siguiendo el consejo de un buen director.
Por ejemplo: ¿Tenéis en casa algún mueble inútil al cual sentís cariño? -Dadlo a
los pobres y decid: ¿Quisieras tener cosas supérfluas, cuando Jesús es tan
pobre?
¿Os repugna algún manjar, algún acto de virtud, algún mal olor? -Probad,
practicad, oled; superaos.
¿Tenéis cariño excesivamente tierno o exagerado a una persona u objeto?
-Apartaos, privaos, alejaos de lo que os halaga.
¿Sentís prisa natural por ver, actuar, aparecer en público, ir a tal o cual
sitio? -Deteneos, callaos, ocultaos, apartad vuestra mirada.
¿Tenéis repugnancia natural a determinado objeto o persona? -Usadlo a menudo,
frecuentad su trato: superaos.
Si sois auténticos Amigos de la Cruz, el amor -siempre ingenioso- os hará
descubrir así la cantidad de cruces pequeñas. Con ellas os enriqueceréis sin
daros cuenta y sin temor a la vanidad, que a menudo se mezcla con la paciencia
cuando se llevan cruces relumbrantes. Y, por haber sido fieles en lo poco, el
Señor -como lo tiene prometido- os pondrá al frente de lo mucho, es decir, sobre
la multitud de gracias que os dará, sobre multitud de cruces que os enviará,
sobre una inmensa gloria que os preparará...
fuente: www.corazones.org
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