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Hombre de Dolores
Resumen de los Inexplicables dolores
que la Sabiduría encarnada quiso padecer por nuestro amor
154. Entre las múltiples razones que debieran movernos a amar a
Jesucristo, la Sabiduría encarnada, la más poderosa debiera ser, a mi juicio, la
consideración de los dolores que quiso padecer para mostrarnos su amor. Existe,
dice San Bernardo, un motivo que sobrepuja a todos, que me aguijonea más
sensiblemente y me apremia para que ame a Jesucristo, y es, ¡oh buen Jesús!, el
cáliz de amargura que hubisteis de beber por nosotros y la obra de nuestra
redención, que os hace amable a nuestros corazones, pues ese gran beneficio y
esa gran prueba de amor por parte vuestra conquista fácilmente el nuestro: nos
atrae más dulcemente, nos obliga más justamente, nos liga más estrechamente y
nos conmueve más fuertemente.
Hoc est quod nostram devotionem et blandius
allicit, et ¡ustius exigit, et arctius stringit, et afficit vehementius.
Y en pocas palabras explica el porqué: Multum quippe laboravit sustinens ; porque
este amantísimo Salvador ha trabajado y sufrido muchísimo para redimirnos. ¡Oh
cuántas penas y amarguras hubo de soportar!
155. Pero donde más claramente veremos el amor infinito que la
Sabiduría nos tiene será al considerar las circunstancias que acompañan sus
dolores.
La primera la excelencia de su persona: que, siendo
infinita, eleva hasta el infinito cuanto sufrió en su Pasión. Si el Señor
hubiera enviado a un serafín o a un ángel del último orden para que, haciéndose
hombre, muriese por nosotros, habría sido ciertamente cosa de admirar y digna de
nuestro eterno agradecimiento; pero que el mismo Creador del cielo y de la
tierra, el Hijo único de Dios, la Sabiduría eterna, se hiciera hombre y diera su
vida, a cuyo lado las vidas de todos los ángeles, de todos los hombres y de
todas las criaturas juntas serían infinitamente menos de lo que serían las vidas
de todos los monarcas juntos comparadas con la un pobre mosquito, ¡qué exceso de
caridad no nos hace ver en este misterio y cuán grande no ha de ser nuestra
admiración y reconocimiento!
156. La segunda circunstancia es: la condición de
las personas por las cuales sufre. Son hombres, viles criaturas y enemigos
suyos, de quienes nada podía temer ni nada podía esperar. Se han dado casos de
amigos que murieron por sus amigos; pero ¿se dará jamás el caso, fuera del
Hijo de Dios, de que alguien muera por su enemigo? Commendat caritatem suam Deus
in nobis; quoniam cum adhuc peccatores essemus secundum tempus Christus pro
nobis mortuus est . Jesucristo nos demostró el amor que nos tiene . muriendo por
nosotros cuando éramos aún pecadores y, de consiguiente, enemigos suyos.
157. La tercera circunstancia es: la multitud, la
enormidad y la duración de sus padecimientos. Fue tal el torrente de sus
dolores, que con razón se le llama Virum dolorum; «Varón de dolores». «Desde la
planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza, no hay en él parte sana»: A
planta pedis usque ad verticem, non est in eo sanitas . Este gran amante de
nuestras almas padeció en todo: en su exterior y en su interior, en su cuerpo y
en su alma.
158. Padeció en sus bienes. Dejando aparte la pobreza de su
nacimiento, de la huida y permanencia en Egipto y de toda su vida, recordemos
que en su Pasión fue despojado de sus vestidos por los soldados, que se los
distribuyeron entre sí, y clavado después desnudo en la cruz, sin que le dejaran
ni un pobre harapo para cubrirse.
159. En su honor y reputación, pues, fue colmado de oprobios; tratado
de blasfemo, de sedicioso, de bebedor, de glotón y de endemoniado.
En su sabiduría, pues, fue considerado como ignorante y como impostor
y tratado de loco y de insensato.
En su poder, pues, fue calificado de mago y de hechicero y de hacer
falsos milagros en connivencia con el diablo.
160. En sus discípulos: uno le vendió y le traicionó; el primero de
entre ellos le negó y los restantes le abandonaron.
Sufrió por parte de toda clase de personas: de gobernadores, jueces,
cortesanos, soldados, pontífices, sacerdotes, eclesiásticos y seglares, judíos y
gentiles, hombres y mujeres, de todos sin excepción. Incluso su misma Madre
santísima aumentó de manera terrible sus aflicciones cuando la vio junto a la
cruz y anegada en un mar de tristeza.
161. Además, nuestro amantísimo Salvador padeció en todos los
miembros de su cuerpo: su cabeza fue coronada de espinas; sus cabellos y su
barba, mesados; abofeteadas sus mejillas; su rostro, cubierto de salivas; su
cuello y sus brazos, torturados con sogas; sus espaldas, cargadas y desolladas
por el peso de la cruz; sus manos y sus pies, taladrados por los clavos; su
costado y su corazón, atravesados por la lanza, y todo su cuerpo desgarrado por
más de cinco mil azotes, de forma que se veían los huesos medio descarnados.
Todos sus sentidos se vieron también sumergidos en este mar de dolor: sus ojos,
al contemplar las mofas y las burlas de sus enemigos y las lágrimas de angustia
de sus amigos; sus oídos, al oír las injurias, los falsos testimonios, las
calumnias y las horribles blasfemias que aquellas bocas malditas vomitaban
contra él; su olfato, al percibir lo nauseabundo de los salivazos lanzados
contra su rostro; su gusto, al sentir aquella sed abrasadora que en son de burla
pretendieron mitigar dándole a beber hiel y vinagre, y su tacto al experimentar
el exceso de dolor que le causaron los azotes, las espinas y los clavos.
162. Su alma santísima vióse cruelmente atormentada por los pecados
de todos los hombres, como por otros tantos ultrajes hechos a su Padre, a quien
amaba infinitamente, y como la fuente de condenación de tantas, almas que, a
pesar de su muerte y de su pasión, se condenarían; y sentía compasión no solo
de' todos los hombres en general, sino de cada uno en particular, pues conocía a
cada uno distintamente.
Contribuyó también a aumentar sus dolores, la duración de los mismos,
que comenzó desde el momento de su concepción y continuó hasta su muerte, puesto
que, por la luz infinita de su sabiduría, distinguía y tenía siempre presentes
todos los males que había de soportar.
Añadamos a todos estos tormentos el que para El fue más cruel y
pavoroso de todos, su desamparo en la cruz, cuando exclamó: Deus meus, Deus
meus, ut quid derelinquisti me? «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
desamparado?»
163. De cuanto antecede debemos inferir, con Santo Tomás y los
Santos Padres, que el buen Jesús padeció más que todos los mártires juntos, los
pasados y los que vendrán hasta el fin del mundo. Si, pues, el menor de los
dolores del Hijo de Dios es más estimable y debe movernos más que si todos los
ángeles y los santos hubiesen sido muertos y aniquilados por nosotros, ¡cuál no
ha de ser nuestro dolor, nuestro agradecimiento y amor para con él, pues padeció
por nosotros cuanto es dable padecer, y con tales extremos de amor, y sin estar
obligado a ello! Proposito sibi gaudio,sustinuit crucem : «Pudiendo escoger el
gozo, sufrió la cruz»; o sea, según el decir de los Santos Padres: Jesucristo,
la Sabiduría eterna, habiendo podido permanecer en la gloria de su cielo,
infinitamente alejado de nuestra indigencia, prefirió, por nuestro amor, bajar a
la tierra, hacerse hombre y ser crucificado. Una vez hecho hombre, podía
comunicar a su cuerpo la inmortalidad y felicidad que disfruta ahora; pero no lo
quiso, para poder padecer.
164. Añade Ruperto que el Padre Eterno, en el momento de la
encarnación, ofreció a su Hijo la posibilidad de salvar al mundo mediante los
goces o los dolores, los honores o los desprecios, la riqueza o la pobreza, la
vida o la muerte 144; de manera que si hubiera querido, hubiese podido redimir a
los hombres y llevarlos al paraíso por medio de goces, delicias, placeres,
honores y riquezas, glorioso y triunfante; pero El escogió contrariedades y cruz
para dar a su Padre celestial más gloria, y a los hombres, mayor prueba de su
inmenso amor.
165. Más aún: nos amó tanto, que, en vez de abreviar sus penas,
deseaba una mayor duración y aumento de ellas; por lo cual, estando sobre la
cruz colmado de oprobios y abismado en dolores, como si los que padecía no
fueran bastantes, exclamó: Sitio : «Tengo sed». ¿De qué tenía sed? Sitis haec
-dice San Lorenzo Justianiano- de ardore dilectionis, de amoris fonte, de
latitudine nascitur caritatis. sitiebat nos et dare se nobis desiderabat: «Del
fuego de su amor le provenía la sed, de la fuente y de la abundancia de su
caridad. Tenía sed de nosotros, de entregarse a nosotros y de padecer por
nosotros».
166. Considerando todo lo dicho, hallaremos sobrados motivos para
exclamar con San Francisco de Paula: «¡Oh caridad, oh Dios de caridad! ¡Cuán
excesivo es el amor que nos habéis mostrado padeciendo y muriendo! » . 0 con
Santa Magdalena de Pazzis, abrazada a un crucifijo: «¡Oh amor! ¡Oh amor! ¡Cuán
poco conocido eres! . 0 con San Francisco de Asís, arrastrándose por el barro en
medio de las calles: «¡Oh! ¡Jesús, mi amor crucificado, no es conocido! ¡Jesús,
mi amor, no es amado! . La Iglesia manda decir cada día con toda verdad estas
palabras: Mundus eum non cognovit: «El mundo no conoció a Jesucristo, la
Sabiduría encarnada»; y, hablando razonablemente, conocer lo que Nuestro Señor
ha padecido por nosotros y no amarle entrañablemente, como hace el mundo, es
cosa moralmente imposible.
San Luis María Grignion de Montfort: Libro el Amor de la Sabiduría Eterna.