Jesucristo lo sabía
infinitamente mejor que nosotros. Conocía perfectamente que la
voluntad de su Padre, aun en las cosas más pequeñas, es infinitamente
preciosa. La estimaba infinitamente, y eso es lo que le hizo apreciar
la obediencia más que su vida.
2 - Consideremos con qué afecto debemos unirnos a la voluntad de
Dios y con cuánta fidelidad debemos seguirla. Esto no es imaginable.
Primeramente, tiene perfecciones y atractivos que la hacen entrañable
y digna de ser preferida a todo lo que no es Dios. Los dolores, los
oprobios y todo lo que hay de más horroroso en la naturaleza, lo hace
dulce y agradable cuando se ve en ello la voluntad de Dios. En segundo
lugar, estamos más obligados si así puede decirse- con la voluntad de
Dios que con cualquiera de sus otros atributos : mucho más que con su
inmensidad, su sabiduría, su poder. Fue la voluntad de Dios quien nos
dio el ser; por ella somos lo que somos, podemos lo que podemos,
poseemos lo que poseemos y esperamos lo que esperamos. En tercer
lugar, la voluntad de Dios es la regla de todos nuestros deberes; ella
es incluso la raíz de todos ellos y no tenemos ninguna obligación, en
cualquier materia que sea, que no esté fundada sobre la voluntad de
Dios y que no saque de ahí toda su fuerza.
Jesucristo sabía
perfectamente. todo esto, y por este motivo, desde el primer momento
de su vida, se sometió con gran sacrificio a la voluntad de su Padre.
¿Qué no hizo para darnos ejemplo de obediencia a esta divina voluntad?
Le pareció tan encantadora aun en el suplicio mismo de la Cruz, que le
hizo desearlo con amor y sufrir con alegría.
3 - Consideremos en Nuestro Señor la cualidad de jefe y de
reparador de los hombres. Esta cualidad fue la que le obligó a
rescatarlos por su obediencia, así como Adán, su primer padre, los
perdió con su desobediencia. Por esto podemos decir que la obediencia
nos ha salvado y que es la causa de todos nuestros bienes y de la
felicidad que esperamos, tanto como la desobediencia fue la causa p y
de la desgracia en que caímos. de nuestros males Esta es, pues, la
virtud característica de los hombres apostólicos que se dedican a
procurar la salvación de las almas.