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El Don de Piedad en Audio
Los
7 Dones del Espíritu Santo
EL DON DE
PIEDAD
El tercero de los dones del Espíritu Santo, en escala ascendente
de menor a mayor, es el llamado don de piedad.
Tiene por misión fundamental
perfeccionar la virtud infusa del mismo nombre —derivada de la virtud cardinal
de la justicia—, imprimiendo a nuestras relaciones con Dios y con el prójimo el
sentido filial y fraterno que debe regular el trato de los hijos de una misma
familia para con su padre y sus hermanos.
El don de piedad nos comunica el
espíritu de la familia de Dios.
Vamos a estudiarlo cuidadosamente.
1.
Naturaleza del don de piedad
El don de piedad es un hábito sobrenatural
infundído por Dios con la gracia santificante para excitar en nuestra voluntad,
por instinto del Espirito Santo, un afecto filial hada Dios, considerado como
Padre, y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en
cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos.
En torno a esta definición conviene destacar lo siguiente:
a) El
don de piedad, como don afectivo que es, reside en la voluntad como potencia del
alma.
b) Se distingue de la virtud infusa del mismo nombre en que ésta
tiende a Dios como Padre —lo mismo que el don—, pero con una modalidad humana¡ o
sea regulada por la razón iluminada por la fe; mientras que el don lo hace por
instinto del Espíritu Santo, o sea con una modalidad divina, incomparablemente
más perfecta.
c) El don de piedad se extiende a todos los hombres en
cuanto hijos del mismo Padre, que está en los cielos. Y también a todo cuanto
pertenece al culto de Dios —perfeccionando la virtud de la religión hasta el
máximo—, y aun a toda la materia de la justicia y virtudes anejas, cumpliendo
todas sus exigencias y obligaciones por un motivo más noble y una formalidad más
alta, a saber: considerándolas como deberes para con sus hermanos los hombres,
que son hijos y familiares de Dios. Así como la virtud de la piedad es la virtud
familiar por excelencia, en un plano más alto y universal, es el don del mismo
nombre el encargado de unir y congregar, bajo la amorosa mirada del Padre
celestial, a toda la gran familia de los hijos de Dios.
2. Importancia y
necesidad
El don de piedad es absolutamente necesario para perfeccionar
hasta el heroísmo la materia perteneciente a la virtud de la justicia y a todas
sus derivadas, especialmente la religión y la piedad, sobre las que recae de una
manera más inmediata y principal. ¡Qué distinto es, por ejemplo, practicar el
culto de Dios únicamente bajo el impulso de la virtud de la religión, que nos lo
presenta como Creador y Dueño soberano de todo cuanto existe, a practicarlo por
el instinto del don de piedad, que nos hace ver en El a un Padre amorosísimo que
nos ama con infinita ternura! Las cosas del servicio de Dios —culto, oración,
sacrificio, etc.— se cumplen casi sin esfuerzo alguno, con exquisita perfección
y delicadeza: se trata del servicio del Padre, no ya del Dios de tremenda
majestad.
Y en el tráto de los hombres, ¡qué nota de acabamiento y
exquisitez pone el sentimiento entrañable de que todos somos hermanos e hijos de
un mismo Padre, a las exigencias, de suyo ya sublimes, de la caridad y de la
justicia!
Y aun en lo referente a las mismas cosas materiales, ¡cómo
cambia todo de panorama! Porque para los que están profundamente gobernados por
el don de piedad, la tierra y la creación entera son la «casa del Padre», en la
que todo cuanto existe les habla de El y de su infinita ternura. Descubren sin
esfuerzo el sentido religioso que late en todas las cosas. Todas ellas —incluso
el lobo, los árboles, las flores y la misma muerte— son hermanas nuestras (San
Francisco de Asís).
Entonces es cuando las virtudes cristianas adquieren; un
matiz delicadísimo, de exquisita perfección y acabamiento, que fuera inútil
exigir de ellas; desligadas de la influencia del don de piedad. Sin los dones
del Espíritu Santo
—repitámoslo una vez más— ninguna virtud infusa puede
llegar a su perfecto desarrollo y expansión.
«La piedad —dice a este
propósito el Padre Lallemant— tiene una gran extensión en el ejercicio de la
justicia cristiana. Se proyecta no solamente sobre Dios, sino sobre todo cuanto
se relacione con El, como la Sagrada Escritura, que contiene su palabra; los
bienaventurados, que lo poseen en la gloria; las almas del purgatorio, que se
purifican para El; los hombres de la tierra, que caminan hacia El. Nos da
espíritu de hijo para con los superiores, espíritu de padre para con los
inferiores, espíritu de hermano para con los iguales, entrañas de compasión para
con los que sufren y una tierna inclinación a socorrerles y ayudarles... Es el
que nos hace afligir con los afligidos, llorar
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con los que
lloran, alegrarse con los que se alegran, soportar con dulzura las debilidades
de los enfermos y las faltas de los imperfectos; en fin, hacerse todo para
todos, como el gran apóstol San Pablo (1 Corintios 9,22).
3. Efectos que
produce en el alma
Son maravillosos los efectos que produce en el alma la
actuación intensa del don de piedad. He aquí los principales:
1) Una gran
ternura filial hacia el Padre que está en los cielos.
—Es el efecto primario
y fundamental. El alma comprende perfectamente y vive con inefable dulzura
aquellas palabras de San Pablo: «Porque no habéis recibido el espíritu de
esclavitud para reincidir de nuevo en el temor, antes habéis recibido el
espíritu de filiación adoptiva, por el que clamamos: Abba! ¡Padre! El mismo
Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Romanos
8,15-16).
Santa Teresita del Niño Jesús —en la que, como es sabido,
brilló el don de piedad en grado sublime— no podía pensar en esto sin llorar de
amor. «Al entrar cierto día en su celda una novicia, se detuvo sorprendida ante
la celestial expresión de su rostro. Estaba cosiendo con gran actividad, y, no
obstante, parecía abismada en profunda contemplación. —¿En qué pensáis?, le
preguntó la joven hermana. —Estoy meditando el Padrenuestro, respondió ella. ¡Es
tan dulce llamar a Dios Padre nuestro!... Y al decir esto, las lágrimas
brillaban en sus ojos»
Dom Columba Marmion, el célebre abad de
Meredsous, poseía también en alto grado este sentimiento de nuestra filiación
divina adoptiva. Para él, Dios es, ante todo y sobre todo, nuestro Padre. El
monasterio es la «casa del Padre», y todos sus moradores forman la familia de
Dios. Esto mismo hay que decirlo del mundo entero y de todos los hombres.
Insiste repetidas veces, en todas sus obras, en la necesidad de cultivar este
espíritu de adopción, que debe ser la actitud fundamental del cristiano frente a
Dios. El mismo pedía mentalmente este espíritu de adopción al inclinarse en el
Gloria Patri al final de cada salmo. He aquí un texto espléndido de su preciosa
obra Jesucristo en sus misterios, que resume admirablemente su pensamiento: «No
olvidemos jamás que toda la vida cristiana, como toda la santidad, se reduce a
ser por gracia lo que Jesús es por naturaleza: hijo de Dios. De ahí la
sublimidad de nuestra religión. La fuente de todas las preeminencias de Jesús,
el valor de todos sus estados, de la fecundidad de todos sus misterios, está en.
su generación divina y en su calidad de Hijo de Dios. Por eso, el santo más
encumbrado en el cielo será el que en este mundo fuere mejor hijo de Dios, el
que mejor hiciere fructificar la gracia de adopción sobrenatural en Jesucristo.
La plegaria predilecta de estas almas es el Padrenuestro. Encuentran en
ella tesoros insondables de doctrina y dulzuras inefables de devoción, cono le
ocurría a Santa Teresa de Jesús: «Espántame ver que en tan pocas palabras está
toda la contemplación y perfección encerrada, que parece no hemos menester otro
libro, sino estudiar en éste» Y su angelical hija Santa Teresita del Niño Jesús
escribe que el Padrenuestro y el Avemaría «son las únicas oraciones que me
elevan, las que nutren mi alma a lo divino; ellas me bastan»
2) Nos HACE
ADORAR EL MISTERIO INEFABLE DE LA PATERNIDAD divina intratrinitaria.
—En
sus manifestaciones más altas y sublimes, el don de piedad nos hace penetrar en
el misterio de la vida íntima de Dios, dándonos un sentimiento vivísimo,
transido de respeto y adoración, de la divina paternidad del Padre con respecto
al Verbo eterno. Ya no se trata tan sólo de su paternidad espiritual sobre
nosotros por la gracia, sino de su divina paternidad, eternamente fecunda en él
seno de la Trinidad Beatísima. El alma se complace con inefable dulzura en el
misterio de la generación eterna del Verbo, que constituye, si es lícito hablar
así, la felicidad misma de Dios. Y ante esta perspectiva soberana, siempre
eterna y siempre actual, el alma siente la necesidad de anonadarse, de callar y
de amar, sin más lenguaje que el de la adoración y las lágrimas. Gusta repetir
en lo más hondo de su espíritu aquella sublime expresión del Gloria de la misa:
«Te damos gracias por tu inmensa gloria: propter magnam gloriam tuam». Es el
culto y la adoración de la Majestad divina por sí misma, sin ninguna relación
con los beneficios que de ella hayamos podido recibir. Es el amor puro, en toda
su impresionante grandeza, sin mezcla alguna de elementos humanos egoístas.
3) Un filial abandono en los brazos d el Padre celestial.
—Íntimamente
penetrada del sentimiento de su filiación divina adoptiva, el alma se abandona
tranquila y confiada en brazos de su Padre celestial. Nada le preocupa ni es
capaz de turbar un instante la paz inalterable de que goza. No pide nada ni
rechaza nada en orden a su salud o enfermedad, vida corta o larga, consuelos o
arideces, energía o debilidad, persecuciones o alabanzas, etc. Se abandona
totalmente en brazos de Dios, y lo único que pide y ambiciona es glorificarle
con todas sus fuerzas y que todos los hombres reconozcan su filiación divina
adoptiva y se porten como verdaderos hijos de Dios, alabando y glorificando al
Padre que está en los cielos.
4) NOS HACE VER EN EL PRÓJIMO A UN HIJO DE
DIOS Y HERMANO EN JESUCRISTO.
—Es una consecuencia natural de la
filiación adoptiva de la gracia.
Si Dios es nuestro Padre, todos somos hijos
de Dios y hermanos en Jesucristo, en acto o al menos en potencia. Pero ¡con qué
fuerza perciben y viven esta verdad tan sublime las almas dominadas por él don
de piedad! Aman a todos los hombres con apasionada ternura, viendo en ellos a
hermanos queridísimos en Cristo, a los que quisieran colmar de toda clase de
gracias y bendiciones. De este sentimiento desborda el alma de San Pablo cuando
escribía a los Filipenses (4,1): «Así que, hermanos míos amadísimos y muy
deseados, mi alegría y mi corona, perseverad firmes en el Señor, carísimos».
Llevada de estos entrañables sentimientos, el alma se entrega a toda clase de
obras de misericordia hacia los desgraciados, considerándolos como verdaderos
hermanos y sirviéndoles para complacer al Padre de todos. Todos cuantos
sacrificios le exija el servicio del prójimo —aun el ingrato y desagradecido— le
parecen poco. En cada uno de ellos ve a Cristo, el Hermano mayor, y hace por él
lo que haría con el mismo Cristo. Y todo cuanto hace —con ser heroico y
sobrehumano muchas veces— le parece tan natural y sencillo, que se admiraría
muchísimo y le causaría gran extrañeza que alguien lo ponderase como si tuviera
algún valor: «¡Pero si es mi hermano!», se limitaría a responder. Todos sus
movimientos y operaciones en servicio del prójimo los realiza pensando en el
Padre común, como propios y debidos a hermanos y familiares de Dios (Efesios
2,19); y esto hace que todos ellos vengan a ser actos de religión de un modo
sublime y eminente. Aun el amor y la piedad que profesa a sus familiares y
consanguíneos están profundamente penetrados de esta visión más alta y sublime,
que los presenta como hijos de Dios y hermanos en Jesucristo.
5)
NOS MUEVE AL AMOR Y DEVOCIÓN A LAS PERSONAS Y COSAS RELACIONADAS DE ALGÚN MODO
CON LA PATERNIDAD DE DIOS O LA FRATERNIDAD CRISTIANA.
—En virtud del don
de piedad se perfecciona en el alma el amor filial hacia la Santísima Virgen
María, a la que considera como tiernísima Madre y con la que tiene todas las
confianzas y atrevimientos de un hijo para con la mejor de las madres. Ama con
ternura a los ángeles y santos, que son sus hermanos mayores, que ya gozan de la
presencia continua del Padre en la mansión eterna de los hijos de Dios. A las
almas del purgatorio, a las que atiende y socorre con sufragios continuos,
considerándolas como hermanas queridas que sufren. Al papa, el dulce «Cristo en
la tierra», que es la cabeza visible de la Iglesia y padre de toda la
cristiandad. A los superiores, en los que se fija, sobre todo, en su carácter de
padres más que en el de jefes o inspectores, sirviéndoles y obedeciéndoles en
todo con verdadera alegría filial. A la patria, que quisiera verla empapada del
espíritu de Jesucristo en sus leyes y costumbres y por la que derramaría gustosa
su sangre o se dejaría quemar viva, como Santa Juana de Arco. A la Sagrada
Escritura, que lee con el mismo respeto y amor que si se tratase de una carta
del Padre enviada desde el cielo para decirle lo que tiene que hacer o lo que
quiere de ella. A las cosas santas, sobre todo las que pertenecen al culto y
servicio de Dios (vasos sagrados, custodias, etc.), en los que ve los
instrumentos del servicio y glorificación del Padre. Santa Teresita estaba
gozosísima de su oficio de sacristana, que le permitía tocar los vasos sagrados
y ver su rostro reflejado en el fondo de los cálices...
4. Bienaventuranzas
y frutos que de él se derivan.
Según Santo Tomás, con el don de piedad se
relacionan íntimamente tres de las bienaventuranzas evangélicas:
a)
Bienaventurados los mansos, porque la mansedumbre quita los impedimentos para él
ejercicio de la piedad.
b) Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia, porque el don de piedad perfecciona las obras de la virtud de la
justicia y todas sus derivadas.
c) Bienaventurados los misericordiosos,
porque la piedad se ejercita también en las obras de misericordia corporales y
espirituales.
De los frutos del Espíritu Santo deben atribuirse directamente
al don de piedad la bondad y la benignidad; e indirectamente la mansedumbre, en
cuanto aparta los impedimentos para los actos de piedad.
5. Vicios
opuestos al don de piedad.
Los vicios que se oponen al don de piedad
pueden agruparse bajo el nombre genérico de impiedad. Porque, como precisamente
al don de piedad corresponde ofrecer a Dios con filial afecto lo que le
pertenece como Padre nuestro, todo aquel que de una forma o de otra quebrante
voluntariamente este deber, merece propiamente el nombre de impío.
Por
otra parte, «la piedad, en cuanto don, consiste en cierta benevolencia
sobrehumana hacia todos», considerándolos como hijos de Dios y hermanos nuestros
en Cristo. Y, en este sentido, San Gregorio Magno opone al don de piedad la
dureza de corazón, que nace de amor desordenado a nosotros mismos.
El P.
Lallemant ha escrito una página admirable sobre esta dureza de corazón. Hela
aquí
«El vicio opuesto al don de piedad es la dureza de corazón, que nace del
amor desordenado de nosotros mismos: porque este amor hace que naturalmente no
seamos sensibles más que a nuestros propios intereses y que nada nos afecte sino
lo que se relaciona con nosotros; que veamos las ofensas de Dios sin lágrimas, y
las miserias del prójimo sin compasión; que no queramos incomodarnos en nada
para ayudar a los otros; que no podamos soportar sus defectos; que arremetamos
contra ellos por cualquier bagatela y que conservemos hacia ellos en nuestro
corazón sentimientos de amargura y de venganza, de odio y antipatía.
Al
contrario, cuanta más caridad y amor de Dios tiene un alma, más sensible es a
los intereses de Dios y del prójimo. Esta dureza es extrema en los grandes del
mundo, en los ricos avaros, en las personas sensuales y en los que no ablandan
su corazón por los ejercicios de piedad y por el uso de las cosas espirituales.
Se encuentra también con frecuencia en los sabios que no juntan la devoción con
la ciencia, y que para lisonjearse de este defecto lo llaman solidez de
espíritu; pero los verdaderos sabios han sido los más piadosos, como San
Agustín, Santo Tomás, San Buenaventura, San Bernardo, y en la Compañía, Laínez,
Suárez, Belarmino, Lesio.
UUn alma que no puede llorar sus pecados, al
menos con las lágrimas del corazón, tiene mucho de impiedad o de impureza, o de
ambas cosas a la vez, como sucede de ordinario a los que tienen el corazón
endurecido.
Es una gran desgracia cuando se estiman más en la religión los
talentos naturales y adquiridos que la piedad. Veréis con frecuencia religiosos,
y tal vez superiores, que dirán en voz alta que hacen mucho más caso de un
espíritu capaz de atender muchos negocios que de todas esas pequeñas devociones,
que son, dicen, buenas para mujeres, pero impropias de un espíritu sólido;
llamando solidez de espíritu a esta dureza de corazón, tan opuesta al don de
piedad.
Deberían pensar estos tales que la devoción es un acto de la
virtud de la religión, o un fruto de la religión y de la caridad, y que, por
consiguiente, es preferible a todas las virtudes morales, ya que la religión
sigue inmediatamente, en orden de dignidad, a las virtudes teologales. Cuando un
padre grave o respetable por la edad o por los cargos que ha desempeñado en la
religión testifica delante de los jóvenes religiosos que estima los grandes
talentos y los empleos brillantes, o que prefiere a los que sobresalen por su
ciencia o ingenio más que a los que no tienen tanto de estas cosas, aunque
tengan más virtud y piedad, hace un grandísimo daño a esta pobre juventud. Es un
veneno que se les inocula en el corazón, y del que acaso no curarán jamás. Una
palabra que se dice confidencialmente a otro es capaz de trastornarle
completamente».
6. Medios de fomentar este don.
Aparte de los
medios generales para fomentar los dones del Espíritu Santo (recogimiento,
oración, fidelidad a la gracia, etc.), se relacionan más de cerca con el don de
piedad los siguientes:
a) Cultivar en nosotros el espíritu de hijos
adoptivos de Dios.
—No hay verdad que se nos inculque tantas veces en el
Evangelio como la de que Dios es nuestro Padre. En sólo el sermón de la montaña
lo repite el Señor catorce veces. Esta actitud de hijos ante el Padre destaca
tanto en la Nueva Ley, que algunos han querido ver en ella la nota más típica y
esencial del cristianismo.
Nunca insistiremos bastante en fomentar en
nuestra alma este espíritu de filial confianza y abandono en brazos de nuestro
Padre amorosísimo. Dios es nuestro Creador, será nuestro Juez a la hora de la
muerte; pero, ante todo y sobre todo, es siempre nuestro Padre. El don de temor
nos inspira hacia El una respetuosa reverencia —jamás miedo—, perfectamente
compatible con la ternura y confianza filial que nos inspira el don de piedad.
Sólo bajo la acción transformante de este don el alma se siente plenamente hija
de Dios y vive con infinita dulzura su condición de tal. Pero ya desde ahora
podemos hacer mucho para lograr este espíritu, disponiéndonos, con ayuda de la
gracia, a permanecer siempre delante de Dios como un hijo ante su amorosísimo
padre. Pidamos continuamente el espíritu de adopción, vinculando esta petición a
cualquier ejercicio que tengamos que repetir muchas veces al día —como vimos que
lo hacía Dom Marmion a cada Gloria Patri del final de los salmos—, y
esforcémonos en hacer todas las cosas por amor a Dios, tan sólo por complacer a
nuestro Padre amorosísimo, que está en los cielos.
b) Cultivar el
espíritu de fraternidad universal con todos los hombres.
—Es éste, como
vimos, el principal efecto secundario del don de piedad. Antes de practicarlo en
toda su plenitud por la actuación del don, podemos hacer mucho por nuestra parte
con ayuda de la gracia ordinaria. Ensanchemos cada vez más la capacidad de
nuestro corazón hasta lograr meter en él al mundo entero con entrañas de amor.
Todos somos hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. ¡Con qué persuasiva
insistencia lo repetía San Pablo a los primeros cristianos!: «Todos sois hijos
de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque cuantos en Cristo habéis sido
bautizados, os habéis revestido de Cristo.
No hay ya judío o griego, no hay
siervo o libre, no hay hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús»
(Gálatas 2,26-28).
Si hiciéramos de nuestra parte todo cuanto
pudiéramos para tratar a todos nuestros semejantes como verdaderos hermanos en
Dios, sin duda atraeríamos sobre nosotros su mirada misericordiosa, que en nada
se complace tanto como en vernos a todos íntimamente unidos en su divino Hijo.
El mismo Cristo quiere que el mundo conozca que somos discípulos suyos en el
amor entrañable que nos tengamos los unos a los otros (Juan 13,35).
c) Considerar todas las cosas, aun las puramente MATERIALES, COMO PERTENECIENTES
A LA CASA DEL PADRE, que es la creación entera.
— ¡Qué sentido tan
profundamente religioso encuentran en todas las cosas las almas gobernadas por
el don de piedad! San Francisco de Asís se abrazó apasionadamente a un árbol
porque era un «hermano suyo» en Dios. San Pablo de la Cruz se extasiaba ante las
florecillas de su jardín, que le hablaban del Padre celestial. Santa Teresita se
echó a llorar de ternura al contemplar a una gallina cobijando a sus polluelos
debajo de sus alas, acordándose de la imagen evangélica con que Cristo quiso
mostrarnos los sentimientos de su divino corazón, incluso para con los hijos
ingratos y rebeldes (Mateo 23,37). Sin llegar a estas exquisiteces, que son
propias del dan de piedad actuando intensamente, ¡qué sentido tan distinto
podríamos dar a nuestro trato con las criaturas —aun las puramente materiales—
si nos esforzáramos en descubrir, a la luz de la fe, su aspecto religioso, que
late tan profundamente en todas ellas! La creación entera es la casa del Padre,
y todas cuantas cosas hay en ella le pertenecen a El.
¡Con qué delicadeza
trataríamos aun las puramente materiales! Descubriríamos en ellas algo divino,
que nos las haría respetar como si se tratase de vasos sagrados. ¡A qué
distancia del pecado —que es siempre una especie de sacrilegio contra Dios o las
cosas de Dios— nos pondría esta actitud tan cristiana, tan religiosa y tan
meritoria delante de Dios! Toda nuestra vida se elevaría de plano, alcanzando
una altura sublime ante la mirada amorosísima de nuestro Padre, que está en los
cielos.
d) Cultivar el espíritu de total abandono en brazos de Dios.
—En toda su plenitud no lo conseguiremos hasta que actúe en nosotros
intensamente el don de piedad. Pero esforcémonos mientras tanto en hacer de
nuestra parte todo cuanto podamos. Hemos de convencernos plenamente de que,
siendo Dios nuestro Padre, es imposible que nos suceda nada malo en todo cuanto
quiete o permite que venga sobre nosotros. Y así hemos de permanecer
indiferentes a la salud o enfermedad, a la vida larga o corta, a la paz o la
guerra, a los consuelos o arideces de espíritu, etc., repitiendo continuamente
nuestros actos de entrega y abandono a su santísima voluntad. El fiat, el «sí»,
el «lo que quieras, Señor» debería ser la actitud fundamental del cristiano ante
su Dios, en total y filial abandono a su divina y paternal voluntad, que no
puede querer para nosotros sino los mayores bienes, aunque a veces tengan la
apariencia de males ante nuestra mirada puramente humana y natural.
Fin de don de Piedad
Notas
7 Cf. Historia de un alma c.10
6 Dom Marmión, Jesucristo en sus
misterios 3,e. Un maître de ia vie spirituelle: Dom Columba Marmión (Desclée),
1929), sobre todo en su c.16.
5 Santa Teresa, Camino de perfección c.37
4. Debemos estos datos al precioso estudio de Dom Raymond Thibaut
3 Cf.
Historia de un alma c.12
2 O.C., princ.4 c.4 a.5.
1 Cf. nuestra Teología
de la perfección cristiana (BAC, Madrid *1968) n.407-412.
El
misterio de la generación eterna del Verbo, que constituye, si es lícito hablar
así, la felicidad misma de Dios.
A la la Sagrada Escritura, que lee
con el mismo respeto y amor que si se tratase de una carta del Padre enviada
desde el cielo para decirle lo que tiene que hacer o lo que quiere de ella.
La creación entera es la casa del Padre.
Hemos de convencemos
plenamente de que, siendo Dios nuestro Padre, es imposible que nos suceda nada
malo en todo cuanto quiete o permite que venga sobre nosotros.
El_Gran_Desconocido_El_Espiriritu_Santo_y_Sus_Dones.pdf
El gran
desconocido El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO MARIN