Los 7 Dones del Espíritu Santo
EL DON DE SABIDURÍA
El don encargado de llevar a su última perfección la virtud de la
caridad es el de sabiduría.
Siendo la caridad la más perfecta y excelente de
todas las virtudes, ya se comprende que el don de sabiduría será, a su vez, el
más perfecto y excelente de todos los dones.
Vamos a estudiarlo con la
atención que se merece.
1. Naturaleza del don de sabiduría El don de
sabiduría es un hábito sobrenatural, inseparable de la caridad, por el cual
juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas
causas bajo el instinto especial del Espíritu Santo, que nos las hace saborear
por cierta connaturalidad y simpatía.
Expliquemos despacio la
definición para darnos cuenta exacta de la verdadera naturaleza de este gran
don.
Es un hábito sobrenatural, o sea infundido por Dios en el alma
juntamente con la gracia y las virtudes infusas, como todos los demás dones.
Inseparable de la caridad.
Es precisamente la virtud que viene a
perfeccionar, dándole una modalidad divina, de la que carece sometida al régimen
de la razón humana, aun iluminada por la fe.
Por esta su conexión con la
caridad poseen el don de sabiduría (en cuanto hábito) todas las almas en gracia
y es incompatible con el pecado mortal. Lo mismo ocurre con los demás dones. Por
el cual juzgamos rectamente.
En esto, entre otras cosas, se distingue
del don de entendimiento.
Lo propio de este último como ya dijimos es una
penetrante y profunda intuición de las verdades de la fe en plan de simple
aprehensión, sin emitir juicio sobre ellas.
El juicio lo emiten los otros
dones intelectivos en la siguiente forma: acerca de las cosas creadas, el don de
ciencia; y en cuanto a la aplicación concreta a nuestras acciones, el don de
consejo.
En cuanto que supone un juicio, el don de sabiduría reside en el
entendimiento como en su sujeto propio; pero como el juicio, por connaturalidad
con las cosas divinas, supone necesariamente la caridad, el don de sabiduría
tiene su raíz causé en la caridad, que reside en la voluntad.
Y no se trata
de una sabiduría puramente especulativa, sino también práctica, ya que al don de
sabiduría pertenece, en primer lugar, la contemplación de lo divino, que es como
la visión de los principios; y en segundo lugar, dirige los actos humanos según
razones divinas.
En virtud de esta suprema dirección de la sabiduría
por razones divinas, la amargura de los actos humanos se convierte en dulzura, y
el trabajo en descanso. De Dios.
Esta diferencia es propia del don de
sabiduría.
Los demás dones perciben, juzgan o actúan sobre cosas distintas
de Dios.
El don de sabiduría, en cambio, recae primaria y
principalísimamente sobre el mismo Dios, del que nos da un conocimiento sabroso
y experimental, que llena al alma de indecible suavidad y dulzura.
Precisamente en virtud de esta inefable experiencia de Dios, el alma juzga todas
las demás cosas que a El pertenecen por las más altas y supremas razones, o sea
por razones divinas; porque, como explica Santo Tomás, el que conoce y sabotea
la causa altísima por excelencia, que es el mismo Dios, está capacitado para
juzgar todas las cosas por sus propias razones divinas.
Volveremos
sobre esto al señalar los efectos que produce en el alma este don Y de las cosas
divinas.
Propiamente sobre las cosas divinas recae el don de sabiduría, pero
esto no es obstáculo para que su juicio se extienda también a las cosas creadas,
descubriendo en ellas sus últimas causas y razones que las entroncan y
relacionan con Dios en el conjunto maravilloso de la creación.
Es como una
visión desde la eternidad que abarca todo lo creado con una mirada escrutadora,
relacionándolo con Dios en su más alta y profunda significación por sus razones
divinas.
Aun las cosas creadas son contempladas por el don de sabiduría
divinamente. Por aquí aparece claro que el objeto formal o primario del don de
sabiduría contiene el objeto formal o primario y el material de la fe; porque la
fe mira primariamente a Dios, y secundariamente a las otras verdades reveladas.
Pero se diferencia de ella en que la fe se limita a creer, y el don de sabiduría
experimenta y saborea lo que la fe cree por sus últimas y altísimas causas.
Esto es lo propio y característico de toda verdadera sabiduría.
Para cuya
inteligencia es de saber que hay varias clases de sabiduría que conviene
recordar aquí. Sabio, en general, es aquel que conoce las cosas por sus últimas
y más altas causas. Antes de llegar a esas alturas hay diversos grados de
conocimiento, tanto en el orden natural como en el sobrenatural.
Y así:
a) El que contempla una cosa cualquiera sin conocer sus causas, tiene de ella un
conocimiento vulgar o superficial (v.gr., el aldeano que contempla un eclipse
sin saber a qué se debe aquello).
b) El que la contempla conociendo y
señalando sus causas próximas, tiene un conocimiento científico (v.gr., el
astrónomo ante el eclipse).
c) El que puede reducir sus conocimientos a los
últimos principios del ser natural, posee la sabiduría filosófica, o meramente
natural, que recibe él nombre de metafísica.
d) El que, guiado por las luces
de la fe, escudriña con su razón natural los datos revelados para arrancarles
sus virtualidades intrínsecas y deducir nuevas conclusiones, posee la máxima
sabiduría natural que se puede alcanzar en esta vida (la teología), entroncada
ya, radicalmente, con el orden sobrenatural.
e) Y el que, presupuesta la fe
y la gracia, juzga por instinto divino las cosas divinas y humanas por sus
últimas y altísimas causas— o sea por sus razones divinas, posee la auténtica
sabiduría sobrenatural, que es, precisamente, la que proporciona al alma él don
de sabiduría en plena actuación.
Por encima de este conocimiento no hay
ningún otro en esta vida.
Sólo le superan la visión beatífica y la Sabiduría
increada de Dios, que es el Verbo divino.
Por donde aparece claro que el
conocimiento que proporciona al alma la actuación intensa del don de sabiduría
es incomparablemente superior al de todas las ciencias, incluyendo la misma
sagrada teología, que tiene ya algo de divina.
Por eso se da a veces el caso
de un alma sencilla e ignorante, que carece en absoluto de conocimientos
teológicos adquiridos por el estudio, y que, sin embargo, posee, por el don de
sabiduría, un conocimiento profundísimo de las cosas divinas que pasma y
maravilla a los más eminentes teólogos, como ocurrió con Santa Teresa y otras
muchas almas que no tenían «letras», o sea estudio científico ninguno.
Bajo el instinto especial del Espíritu Santo.
Es lo propio y característico
de los dones del mismo divino Espíritu, que adquiere su exponente máximo en el
don de sabiduría por lo altísimo de su objeto: el mismo Dios y las cosas
divinas.
El hombre, bajo la acción de los dones, no procede por lento
discurso y raciocinio, sino de una manera rápida e intuitiva, por un instinto
especial, que procede del Espíritu Santo mismo.
No les preguntemos a los
místicos experimentales las razones que han tenido para obrar así o para pensar
o decir tal o cual cosa, pues no lo saben.
Lo han sentido así con una
clarividencia y seguridad infinitamente superiores a todos los discursos y
razonamientos humanos.
Que nos las hace saborear por cierta con naturalidad
y simpatía.
Es otra nota típica de los dones, que alcanza su máxima
perfección en el de sabiduría, que es de suyo un conocimiento sabroso y
experimental de Dios y de las cosas divinas.
Aquí la palabra sabiduría
significa, a la vez, saber y sabor. Las almas que la experimentan comprenden muy
bien el sentido de aquellas palabras del salmo: «Gustad y ved cuán suave es el
Señor» (Sal 33,9).
Experimentan deleites divinos que las empujan al éxtasis
y les hacen presentir un poco los goces inefables de la eternidad bienaventurada
2. Necesidad del don de sabiduría
El don de sabiduría es absolutamente
necesario para que la virtud de la caridad pueda desarrollarse en toda su
plenitud y perfección.
Precisamente por ser la virtud más excelente, la más
perfecta y divina de todas, está reclamando y exigiendo, por su misma
naturaleza, la regulación divina del don de sabiduría.
Abandonada a sí
misma, o sea manejada por el hombre en el estado ascético, tiene que someterse a
la regulación humana, al pobre modo humano que forzosamente le imprimirá el
hombre.
Ahora bien, esta atmósfera humana se le hace poco menos que
irrespirable; la ahoga y asfixia, impidiéndole volar a las alturas.
Es una
virtud divina que tiene alas para volar hasta el cielo, y se la obliga a moverse
a ras del suelo: por razones humanas, hasta cierto punto, sin comprometerse
mucho, con grandísima prudencia, con mezquindades raquíticas, etc.
Únicamente cuando empieza a recibir la influencia del don de sabiduría, que le
proporciona la atmósfera y modalidad divina que ella necesita por su propia
naturaleza de virtud teologal perfectísima, empieza la caridad, por decirlo así,
a respirar a sus anchas.
Y, por una consecuencia natural e inevitable,
empieza a crecer y desarrollarse rápidamente, llevando consigo al alma, como en
volandas, por las regiones de la vida mística 'hasta la cumbre de la perfección,
que jamás hubiera podido alcanzar sometida a la atmósfera y regulación humana en
el estado ascético.
De esta sublime doctrina se deducen como corolarios
inevitables dos cosas importantísimas.
Primera: que el estado místico (o sea
el régimen habitual o predominante de los dones del Espíritu Santo) no sólo no
es algo anormal y extraordinario en el desarrollo de la vida cristiana, sino que
es, precisamente, la atmósfera normal que exige y reclama la gracia (forma
divina en sí misma) para que pueda desarrollar todas sus virtualidades divinas a
través de sus principios operativos (virtudes y dones), principalmente de las
virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que son absolutamente divinas en
sí mismas.
Lo místico debería ser precisamente lo normal en todo
cristiano, y lo es, de hecho, en todo cristiano perfecto.
Y segunda: que una
actuación de los dones del Espíritu Santo al modo humano, además de imposible y
absurda, sería completamente inútil para perfeccionar las virtudes infusas,
sobre todo las teologales; porque, siendo estas últimas superiores a los mismos
dones por su propia naturaleza la única perfección que pueden recibir de ellos
es la modalidad divina (propia y exclusiva de los dones), jamás una modalidad
humana, que ya tienen las virtudes teologales abandonadas a sí mismas en el
estado ascético, o sea sometidas a la regulación humana de la pobre alma
imperfectamente iluminada por la luz oscura de la fe.
3. Efectos del
don de sabiduría Por su propia elevación y grandeza y por lo sublime de la
virtud que ha de perfeccionar directamente, los efectos que produce en el alma
la actuación del don de sabiduría son verdaderamente admirables.
He aquí
algunos de los más importantes:
1. Les da a los santos el sentido divino, de
eternidad, CON QUE JUZGAN TODAS LAS COSAS.
Es el más impresionante de los
efectos del don de sabiduría que aparecen al exterior.
Diríase que los
santos han perdido por completo el instinto de lo humano y que ha sido
sustituido por el instinto de lo divino, con que ven y enjuician todas las
cosas.
Todo lo ven desde las alturas, desde el punto de vista de Dios: los
pequeños episodios de su vida diaria, lo mismo que los grandes acontecimientos
internacionales.
En todas las cosas ven clarísima la mano de Dios, que
dispone o permite aquellas cosas para sacar mayores bienes.
Nunca se fijan
en las causas segundas inmediatas; pasan por ellas, sin detenerse un instante,
hasta la causa primera, que lo rige y gobierna todo desde arriba.
Tendrían
que hacerse gran violencia para descender a los puntos de vista con que juzga
las cosas 'la mezquindad humana.
Un insulto, una bofetada, una calumnia que
se lance contra ellos..., y en el acto se remontan hasta Dios, que lo quiere o
lo permite para ejercitarles en la paciencia y aumentar su gloria.
No se
detienen un instante en la causa segunda (la maldad de los hombres); se remontan
en seguida hasta Dios y juzgan el hecho desde aquellas alturas divinas.
No
llaman desgracia a lo que los hombres suelen llamarlo (enfermedad, persecución,
muerte), sino únicamente a lo que lo es en realidad, por serlo delante de Dios
(el pecado, la tibieza, la infidelidad a la gracia).
No comprenden que
el mundo pueda considerar como riquezas y joyas a unos cuantos cristalitos que
brillan un poco más que los demás (Santa Teresa). Ven clarísimamente que no hay
otro tesoro verdadero que Dios o las cosas que nos llevan a El.
« ¿De qué me
vale esto para la eternidad, para glorificar a Dios? », solía preguntarse San
Luis Gonzaga; he ahí el único criterio diferencial de los santos para juzgar del
valor de las cosas.
Entre otros muchos santos, este don de sabiduría brilló
en grado eminente en Santo Tomás de Aquino.
Es admirable el instinto
sobrenatural con que descubre en todas las cosas el aspecto divino que las
relaciona y une con Dios.
Un acierto tan grande, tan rotundo, tan universal
en todo cuanto toca, no puede explicarse suficientemente por una sabiduría
humana por muy elevada que se la suponga; es preciso pensar en el instinto
divino del don de sabiduría En nuestros días es admirable el caso de sor Isabel
de la Trinidad.
SegúnelP. Philipon que ha estudiado tan a fondo las
cosas de la célebre carmelita de Dijon, el don de sabiduría eselmás
característico de su doctrina mística y de su vida*.
Arrebatada su alma por
una sublime vocación contemplativa hastaelseno mismo de la Trinidad Beatísima,
en ella estableció su morada permanente, y desde aquellas divinas alturas
contemplaba y juzgaba todas las cosas y acontecimientos humanos.
Las mayores
pruebas, sufrimientos y contrariedades no acertaban a perturbar un momento la
paz inefable de su alma: todo resbalaba sobre ella, dejándola «inmóvil y
tranquila, como si su alma estuviera ya en la eternidad»...
2. Les hace ver
de un modo enteramente divino los misterios de nuestra santa fe.
Escuchemos
al padre Philipon explicando admirablemente estas cosas «El don de sabiduría
eseldon real, que hace entrar más profundamente a las almas en la participación
al modo deiforme de la ciencia divina.
Es imposible elevarse más alto
fuera de la visión beatífica, que sigue siendo su regla superior.
Es la
mirada del «Verbo espirando al Amor» comunicada a un alma que juzga todas las
cosas por sus causas más altas, más divinas, por las razones supremas, ‘a la
manera de Dios’.
Introducida por la caridad en la intimidad de las personas
divinas y como enelcorazón de la Trinidad, el alma divinizada, bajoelimpulso del
Espíritu de amor, contempla todas las cosas desde ese centro, punto indivisible
donde se le presentan como a Dios mismo: los atributos divinos, la creación, la
redención, la gloria, el orden hipostático, los más pequeños acontecimientos del
mundo.
En la medida en que es posible a una simple creatura, su mirada
tiende a identificarse conelángulo de visión que Dios tiene de sí mismo y de
todoeluniverso.
Es la contemplación al modo deiforme, a la luz de la
experiencia de la deidad, de la que el alma experimenta en sí misma la inefable
dulzura:
per quandam experientiam dulcedinis (I-II q.112 a.5).
Para
comprender esto es preciso recordar que Dios no puede ver las cosas más que en
sí mismo: en su causalidad.
No conoce las criaturas directamente en sí
mismas, ni en el movimiento de las causas contingentes y temporales que regulan
su actividad.
El las contempla en su Verbo, bajo un modo eternal,
apreciando todos los acontecimientos de su providencia a la luz de su esencia y
de su gloria.
El alma, hecha participante por el don de sabiduría de este
modo divino de conocer, penetra con mirada escrutadora en las profundidades
insondables de la divinidad, a través de las cuales contempla todas las cosas
coloreadas de lo divino.
Diríase que San Pablo pensaba en estas almas cuando
escribió aquellas asombrosas palabras: *E1 Espíritu todo lo escudriña, hasta las
profundidades de Dios’ (1 Cor 2,10)».
3. Les hace vivir en sociedad con las
tres divinas PERSONAS, MEDIANTE UNA PARTICIPACIÓN INEFABLE DE SU vida
trinitaria.
«Mientras que él don de ciencia escribe todavía el P. Philipon
toma un movimiento ascendente para elevar al alma desde las criaturas hasta
Dios, y el de entendimiento, por una simple mirada de amor, penetra todos los
misterios de Dios por fuera y por dentro, el don de sabiduría, por así decirlo,
no sale jamás del corazón mismo de la Trinidad.
Todo se le presenta en
este centro indivisible.
El alma así deiforme no puede ver las cosas más que
por sus razones más altas y divinas.
Todo el movimiento del universo, hasta
los menores átomos, cae bajo su mirada a la purísima luz de la Trinidad y de los
atributos divinos, pero ordenadamente, según el ritmo en que las cosas proceden
de Dios.
Creación, redención, orden hipostático, todo se le presenta, aun el
mismo mal, ordenado a la mayor gloria de la Trinidad.
Elevándose, en fin, en
una suprema mirada por encima de la justicia, de la misericordia, de la
providencia y de todos los atributos divinos, descubre de pronto todas esas
perfecciones increadas en su fuente eternal: en esta deidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, que sobrepuja infinitamente todas nuestras concepciones humanas,
estrechas y mezquinas, y deja a Dios incomprensible, inefable, incluso a la
mirada de los bienaventurados y aun a la mirada beatífica de Cristo; este Dios
que es, a la vez, en su simplicidad sobre eminente, unidad y trinidad, esencia
indivisible y sociedad de tres personas vivientes, realmente distintas según un
orden de procesión que no suprime en modo alguno su consustancial unidad.
E1 ojo humano no hubiera podido jamás descubrir un tal misterio, ni el oído
percibir tales armonías, ni el corazón sospechar una tal beatitud si por gracia
la divinidad no se hubiera indinado hasta nosotros en Cristo para hacemos entrar
en estas insondables profundidades de Dios bajo la dirección misma de su
Espíritu».
E1 alma llegada a estas alturas ya no sale nunca de Dios.
Si los deberes de su estado así lo exigen, se entrega exteriormente a toda
dase de trabajos, aun los más absorbentes, con una actividad increíble; pero
«enelmás profundo centro de su alma como diría San Juan de la Cruz siente
permanentemente la divina compañía de ‘sus Tres’ y no les abandona un solo
instante.
Se han juntada en ella Marta y María de modo tan inefable,
que la actividad prodigiosa de Marta en nada comprometeelsosiego y la paz de
María, que permanece día y noche en silenciosa y entrañable contemplación a los
pies de su divino Maestro.
Su vida acá en la. Tierra es ya un comienzo de la
eternidad bienaventurada».
4. Lleva hasta el heroísmo la virtud de la
caridad.
Es precisamente la finalidad fundamental del don de sabiduría.
Liberada de sus ataduras humanas y recibiendo a pleno pulmónelaire divino que
del don le proporciona, el fuego de la caridad adquiere muy pronto proporciones
gigantescas.
Es increíble hasta dónde llegaelamor de Dios en las almas
trabajadas poreldon de sabiduría.
Su efecto más impresionante es la muerte
total al propio yo. Aman a Dios con un amor purísimo, por sola su infinita
bondad, sin mezcla de interés o de motives humanos.
Es verdad que no
renuncian a la esperanza del cielo, sino que lo desean más que nunca; pero es
porque en él podrán amar a Dios con mayor intensidad aún y sin descanso ni
interrupción alguna. Si, por un imposible, pudieran amar y glorificar más a Dios
en el infierno que en el cielo, preferirían sin vacilar los tormentos eternos “.
Es el triunfo definitivo de la gracia, con la muerte total al propio egoísmo.
Entonces es cuando empiezan a cumplir el primer mandamiento de la ley
de Dios con toda la plenitud posible en este pobre destierro.
En el aspecto
que mira al prójimo, la caridad llega, paralelamente, a una perfección sublime a
través del don de sabiduría.
Acostumbrados a ver a Dios en todas las cosas,
aun en los más mínimos acontecimientos, lo ven de una manera especialísima
enelprójimo.
Le aman con una ternura profunda, enteramente sobrenatural y
divina. Le sirven con una abnegación heroica, llena, por otra parte, de
naturalidad y sencillez.
Ven a Cristo en los pobres, en los que sufren, en
el corazón de todos sus hermanos..., y corren a ayudarle con el alma llena de
amor.
Gozan privándose de las cosas más necesarias o útiles para
ofrecérselas al prójimo, cuyos intereses anteponen y prefieren a los propios,
como antepondrían los del mismo Cristo, con quien le ven identificado.
El
egoísmo personal con relación al prójimo ha muerto enteramente.
A
veces, el amor de caridad que abrasa su corazón es tan grande que rebosa al
exterior en divinas locuras que desconciertan la prudencia y los cálculos
humanos.
San Francisco de Asís se abrazó estrechamente a un árbol como
criatura de Dios, queriendo con ello estrechar en un abrazo inmenso a toda la
creación universal, salida de las manos de Dios...
5. Proporciona a
todas las virtudes el último rasgo de perfección Y acabamiento.
Es una
consecuencia necesaria del efecto anterior. Perfeccionada por él don de
sabiduría, la caridad deja sentir su influencia sobre todas las demás virtudes,
de la que es verdadera forma, aunque extrínseca y accidental, como enseña Santo
Tomás.
Todo el conjunto de la vida cristiana experimenta esta divina
influencia.
Es ese no sé qué de perfecto y acabado que tienen las virtudes
de los santos, y que en vano buscaríamos en almas menos adelantadas.
En
virtud de esta influencia del don de sabiduría a través de la caridad, todas las
virtudes cristianas se elevan de plano y adquieren una modalidad deiforme, que
admite innumerables matices (según el carácter personal y el género de vida de
los santos), pero todos tan sublimes que no se podría precisar cuál de ellos es
el mis delicado y exquisito.
Muerto definitivamente el egoísmo, perfecta
en toda clase de virtudes, el alma se instala en la cumbre de la montaña de la
santidad, donde se lee aquella inscripción sublime: «Sólo mora en este monte la
honra y gloria de Dios* (San Juan de la Cruz).
4. Bienaventuranzas y
frutos que de él se derivan.
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín,
adjudica al don de sabiduría la séptima bienaventuranza: «Bienaventurados los
pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Y prueba que le
conviene en sus dos aspectos: en cuanto al mérito y en cuanto al premio. En
cuanto al mérito («los pacíficos»), porque la paz no es otra cosa que «la
tranquilidad del orden»; y establecer el orden (para con Dios, para con nosotros
mismos y para con el prójimo) pertenece precisamente a la sabiduría.
Y
en cuanto al premio («serán llamados hijos de Dios»), porque precisamente somos
hijos adoptivos de Dios por nuestra participación y semejanza con el Hijo
unigénito del Padre, que es la Sabiduría eterna En cuanto a los frutos del
Espíritu Santo, pertenecen al don de sabiduría, a través de la caridad,
principalmente estos tres: la caridad, el gozo espiritual y la paz “.
5. Vicios opuestos Al don de sabiduría se opone el vicio de la estulticia o
necedad espiritual que consiste en cierto embotamiento del juicio y del sentido
espiritual que nos impide discernir o juzgar las cosas de Dios según el mismo
Dios por contacto, gusto o connaturalidad, que es lo propio del don de
sabiduría.
Más lamentable todavía es la fatuidad que lleva consigo la
incapacidad total para juzgar de las cosas divinas.
De donde la estulticia
se opone al don de sabiduría como cosa contraria; y la fatuidad, como la pura
negación.
«De esta estupidez adolecemos siempre que apreciamos en algo
las naderías de este mundo o juzgamos que vale algo cualquier cosa que no sea la
posesión del sumo bien o lo que a ella conduce. De ahí que, si no somos santos,
tenemos que reconocer que somos verdaderamente estúpidos, por mucho que a
nuestro amor propio le duela»
Cuando esta estupidez es voluntaria por
haberse sumergido el hombre en las cosas terrenas hasta perder de vista o
hacerse inepto para contemplar las divinas, es un verdadero pecado, según
aquello de San Pablo: «El hombre animal no comprende las cosas del Espíritu de
Dios» (1 Cor 3.14).
Y como no hay cosa que embrutezca y animalice más
al hombre, hasta sumergirle por completo en el fango de la tierra, que la
lujuria, de ella principalmente proviene la estulticia o necedad espiritual; si
bien contribuye también a ella la ira, que ofusca la mente por la fuerte
conmoción corporal, impidiéndole juzgar con rectitud.
6. Medios de
fomentar este don Aparte de los medios generales que ya conocemos (recogimiento,
vida de oración, fidelidad a la gracia, invocación frecuente del Espíritu Santo,
profunda humildad, etc.), podemos disponemos pata la actuación del don de
sabiduría con los siguientes medios, que están perfectamente a nuestro alcance
con ayuda de la gracia ordinaria:
a) Esforzadnos en ver todas las cosas
desde el punto de vista de Dios.
¡Cuántas almas piadosas y hasta
consagradas a Dios ven y enjuician todas las cosas desde un punto de vista
puramente natural y humano, cuando no del todo mundano! Su cortedad de vista y
miopía espiritual es tan grande que nunca aciertan a remontar sus miradas por
encima de las causas puramente humanas para ver los designios de Dios en todo
cuanto ocurre.
Si se les molesta aunque sea inadvertidamente, se
enfadan y lo llevan muy a mal Si un superior les corrige algún defecto, en
seguida le tachan de exigente, tirano y cruel.
Si les manda alguna cosa que
no encaja con sus gustos, lamentan su «incomprensión», su «despiste», su
completa «ineptitud para mandar».
Si se les humilla, ponenelgrito en el
cielo. A su lado hay que proceder con la misma cautela y precaución que si se
tratara de una persona mundana enteramente desprovista de espíritu sobrenatural.
[No es de extrañar que el mundo ande tan mal cuando los que deberían dar
ejemplo andan tantas veces así! No es posible que en tales almas actúe jamás el
don de sabiduría.
Ese espíritu tan imperfecto y humano tiene
completamente asfixiado el hábito de los dones.
Hasta que no se esfuercen un
poco en levantar sus miradas al cielo y, prescindiendo de las causas segundas,
no acierten a ver la mano de Dios en todos los acontecimientos prósperos o
adversos que les suceden, seguirán siempre arrastrando por de suyo su pobre y
penosa vida espiritual.
Para aprender a volar hay que batir muchas
veces las alas hacia lo alto; al precio que sea y cueste lo que cueste.
b) Combatir la sabiduría del mundo, que es estulticia y necedad ante Dios.
La frase, como es sabido, es de San Pablo (1 Cor 3,19).
El mundo llama
sabios a los necios ante Dios (1 Cor 1,2?). Y, por una antítesis inevitable, los
sabios ante Dios son los que el mundo llama necios (1 Cor 1,27; 3,18).
Y
como el mundo está lleno de esta suerte que estulticia y necedad, por eso nos
dice la misma Sagrada Escritura que «es infinito el número de los necios* (Ecl
1,15). «En efecto escribe el P. Lallemant1*, la mayor parte de los hombres
tienen el gusto depravado y se les puede con justa razón llamar locos, puesto
que hacen todas sus acciones poniendo su último fin, al menos prácticamente, en
la criatura y no en Dios.
Cada uno tiene algún objeto al que se apega y
refiere todas las demás cosas, no teniendo casi afección o pasión sino en
dependencia de ese objeto; y esto es ser verdaderamente loco.
¿Queremos
conocer si somos del número de los sabios o de los necios? Examinemos nuestros
gustos y disgustos, ya sea ante Dios y las cosas divinas, ora entre las
criaturas y las cosas terrenas.
¿De dónde nacen nuestras satisfacciones y
sinsabores? ¿En qué cosas encuentra nuestro corazón su reposo y contentamiento?
Esta suerte de examen es un excelente medio para adquirir la pureza de corazón.
Deberíamos familiarizamos con él, examinando con frecuencia durante el
día nuestros gustos y disgustos y tratando poco a poco de referirlos a Dios.
Hay tres clases de sabiduría reprobadas en la Sagrada Escritura (Sant
3,15), que son otras tantas verdaderas locuras: la terrena, que no gusta más que
de las riquezas; la animal, que no apetece más que los placeres del cuerpo, y la
diabólica, que pone su fin en su propia excelencia.
Y hay una locura
que es verdadera sabiduría ante Dios: amar la pobreza, el desprecio de sí mismo,
las cruces, las persecuciones, es ser loco según el mundo.
Y, sin embargo,
la sabiduría, que es un don del Espíritu Santo, no es otra cosa que esta locura,
que no gusta sino de lo que nuestro Señor y los santos han gustado.
Pero
Jesucristo ha dejado en todo cuanto tocó en su vida mortal —como en la pobreza,
en la abyección, en la cruz— un suave olor, un sabor delicioso; mas son pocas
las almas que tienen los sentidos suficientemente finos para percibir este olor
y para gustar este sabor, que son del todo sobrenaturales.
Los santos
han corrido tras el olor de estos perfumes (Cant 1,3); como un San Ignacio, que
se regocijaba de verse menospreciado; un San Francisco, que amaba tan
apasionadamente la abyección, que hacía cosas para quedar en ridículo; un Santo
Domingo, que se encontraba » más a gusto en Carcasona, donde era ordinariamente
escarnecido, que en Tolosa, donde todo el mundo le honraba».
c) NO
AFICIONARSE DEMASIADO A LAS COSAS SE ESTE MUNDO AUNQUE SEAN BUENAS Y HONESTAS.
La ciencia, el arte, la cultura humana, el progreso material de las naciones,
etc., son cosas de suyo buenas y honestas si se las encauza y ordena rectamente.
Pero, si nos entregamos a esas cosas con demasiado afán y ardor, no dejarán
de perjudicamos seriamente.
Acostumbrado nuestro paladar al gusto de las
criaturas, experimentará cierta torpeza o estulticia para saborear las cosas de
Dios, tan superiores en todo.
E1 haberse dejado absorber por el apetito
desordenado de la ciencia —aun de la sagrada y teológica—, tiene paralizadas en
su vida espiritual a una multitud de almas, que se acarrean con ello una pérdida
irreparable; pierden el gusto de la vida interior, abandonan o acortan la
oración, se dejan absorber por el trabajo intelectual y descuidan la «única cosa
necesaria» de que nos habla el Señor en el Evangelio (Le 10,42). ¡Lástima
grande, que lamentarán en el otro mundo cuando ya no tenga remedio! «Qué
diferentes—continúa el P. Lallemant ” son los juicios de Dios de los de los
hombres! La sabiduría divina es una locura a juicio de los hombres, y la
sabiduría humana es una locura a juicio de Dios.
A nosotros toca ver
con cuál de estos juicios queremos conformar el nuestro. Es preciso tomar el uno
o el otro por regla de nuestros actos.
Si gustamos de alabanzas y de
honores, somos locos en esta materia; y tanto tendremos de locura cuanto
tengamos de gusto en ser estimados y honrados. Como, al contrario, tanto
tendremos de sabiduría cuanto tengamos de amor a la humillación y a la cruz.
Es monstruoso que aun en las órdenes religiosas se encuentren personas que no
gustan más que de lo que pueda hacerles agradables a los ojos del mundo; que no
han hecho nada de cuanto han hecho durante los veinte o treinta años de vida
religiosa sino para acercarse al fin que aspiran; apenas tienen alegría o
tristeza sino relacionada con esto, o, al menos, son más sensibles a esto que a
todas las demás cosas.
Todo lo demás que mira a Dios y a la perfección les
resulta insípido, no encuentran gusto alguno en ello.
Este estado es
terrible y merecería ser llorado con lágrimas de sangre. Parque ¿de qué
perfección son capaces esos religiosos? ¿Qué fruto pueden hacer en beneficio del
prójimo? Mas ¡qué confusión experimentarán a la hora de la muerte cuando se les
muestre que durante todo el curso de su vida no han buscado ni gustado más que
el brillo de la vanidad, como mundanos! Si están tristes estas pobres almas,
decidles alguna palabra que les proporcione alguna esperanza de cierto
engrandecimiento, aunque falso, y las veréis al instante cambiar de aspecto: su
corazón se llenará de gozo, como ante el anuncio de algún gran éxito o
acontecimiento.
Por otra parte, como no tienen el gusto de la devoción,
no califican sus prácticas más que de bagatelas y de entretenimientos de
espíritus débiles.
Y no solamente se gobiernan ellos mismos por estos
principios erróneos de la sabiduría humana y diabólica, sino que comunican
además sus sentimientos a los otros, enseñándoles máximas del todo contrarias a
las de nuestro Señor y del Evangelio, del cual tratan de mitigar el rigor por
interpretaciones forzadas y conformes a las inclinaciones de la naturaleza
corrompida, fundándose en otros pasajes de la Escritura mal entendidos, sobre
los cuales edifican su ruina».
d) No APEGARSE A LOS CONSUELOS
ESPIRITUALES, SINO pasar a Dios A través de ellos.
Hasta tal punto nos
quiere Dios únicamente para sí, desprendidos de todo lo creado, que quiere que
nos desprendamos hasta de los mismos consuelos espirituales que tan
abundantemente, a veces, prodiga en la oración.
Esos consuelos son
ciertamente importantísimos para nuestro adelantamiento espiritual”, pero
únicamente como estímulo y aliento para buscar a Dios con mayor ardor.
Buscarlos para detenerse en ellos y saborearlos como fin último de nuestra
oración sería francamente malo e inmoral; y aun considerados como un fin
intermedio, subordinado a Dios, es algo muy imperfecto, de que es menester
purificarse si queremos pasar a la perfecta unión con Dios.
Hay que
estar prontos y dispuestos para servir a Dios en la oscuridad lo mismo que en la
luz, en la sequedad que en los consuelos, en la aridez que en los deleites
espirituales.
Hay que buscar directamente al Dios de los consuelos, no los
consuelos de Dios.
Los consuelos son como la salsa o condimento, que
sirve únicamente para tomar mejor los alimentos fuertes, que nutren
verdaderamente el organismo; ella sola no alimenta y hasta puede estragar el
paladar, haciéndole insípidas las cosas convenientes cuando se las presentan sin
ella.
Esto último es malo, y hay que evitarlo a todo trance si queremos
que el don de sabiduría comience a actuar intensamente en nosotros.
NOTAS
22 Cf. P. Arintero, O. P., Cuestiones místicas (BAC,
Madrid 1956) 1.* a.6.
21 Cf. San Juan be ia Cruz, Subida del monte
Carmelo y Noche oseara, passim.
p. Lallemant, o.c., princ.4 c.4 a.l.
18 Cf. II-XI q.46 a.l. ** P, I. G. Menéndez-Reigada, Los dones del Espíritu
Santo y U perfección cristiana p.595. l; Cf. IUI q.46 a.3c y ad 3.
11
** Este sentimiento lo han experimentado gran número de santo«. Véase, por
ejemplo, con qué sencilla y sublime delicadeza lo expone Santa Tetesita del Niño
Jesús: «Una noche, no sabiendo cómo testi ficar a Jesús que le amaba y cuán
vivos eran mis deseos de que fuera servido y glorificado por doquier, me
sobrecogió el pensamiento triste de que nunca jamás, desde el ¿»amo del
infierno, le llegaría un solo acto de amor. Entonces le dije que con gusto
consentiría en verme abismada en aquel lugar de tormentos y .de blasfemias para
que también allí fuera amado eternamente. No podía glorificarle así, ya que El
no desea sino nuestra bienaventuranza; pero cuando se ama, se ve uno forzado a
decir mil locuras» (Historia de un alma c.5 n.2J¡ 3.‘ ed., Burgos 1930).
10 “ Ibid.
9 Cf. P. Gardeil, O. P., Los iones del Espíritu Santo en los
santos dominicos (Vergora 1907)
c.8. * Cf. P. Philipon, La doctrina
espiritual de sor Isabel ie la Trinidad
c.8 n.8. ’ P. Philipon, ibid.
7 Cf. I II q.68 a.8. Las virtudes teologales en efecto tienen por objeto
directo e inmediato al mismo Dios (creído, esperado o amado), mientras que los
dones recaen directamente sobre las virtudes Infusa (o sen algo muy distinto de
Dios) para perfeccionarlas. Luego es evidente que las virtudes teologales son,
por su propia naturaleza, superiores a los mismos dones. Feto, en cambio, éstos
san superiores a todas las virtudes infusas—incluso las teologales por su
modalidad divina (en cuanto instrumentos directos e inmediatos del Espíritu
Santo, no del alma en gracia, como las virtudes). Mas brevemente: las virtudes
teologales son superiores a los dones por su propia naturaleza teologal, pero
los dones les aventajan por su modalidad divina.
6 c y ad 3).
5
Sabido es que el hábito de la teología es entitativamente natural, porque
procede del discurso natural de la razón examinando los datos de la fe y
extrayéndoles sus virtualidades intrínsecas, que son las conclusiones
teológicas. Pero radicalmente o sea en su raíz es o se le puede llamar
sobrenatural, en cuanto que parte de los principios de la fe y recibe su
influencia iluminadora a todo lo largo del discurso o raciocinio teológico (cf.
I q.l a .
4 Hablando Santa Teresa, en las Séptimas moradas, de la
sublime experiencia trinitaria del alma llegada a las cumbres de la unión
mística con Diosefecto de la actuación intensísima del don de sabiduría,
escribe: «¡Oh válame Dios, cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas,
a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (Moradas séptimas 1,8).
3 Cf. II-n q.45 a.l.
2 Cf. II-II q.45 a.2; a.ie y ad 3.
1 Cf.
nuestra Teología de la perfección cristiana (BAC, Madrid 51968) n.368-373.
El_Gran_Desconocido_El_Espiriritu_Santo_y_Sus_Dones.pdf
El
gran desconocido
El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO MARIN
> Los 7 Dones del Espíritu Santo
EL DON DE SABIDURIA
El don encargado de llevar a su última perfección la virtud de la caridad
es el de sabiduría.
Siendo la caridad la más perfecta y excelente de todas
las virtudes, ya se comprende que el don de sabiduría será, a su vez, el más
perfecto y excelente de todos los dones.
Vamos a estudiarlo con la atención
que se merece.
1. Naturaleza del don de sabiduría El don de sabiduría
es un hábito sobrenatural, inseparable de la caridad, por el cual juzgamos
rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas y altísimas causas
bajo el instinto especial del Espíritu Santo, que nos las hace saborear por
cierta connaturalidad y simpatía.
Expliquemos despacio la definición
para darnos cuenta exacta de la verdadera naturaleza de este gran don.
Es un
hábito sobrenatural, o sea infundido por Dios en el alma juntamente con la
gracia y las virtudes infusas, como todos los demás dones. Inseparable de la
caridad.
Es precisamente la virtud que viene a perfeccionar, dándole una
modalidad divina, de la que carece sometida al régimen de la razón humana, aun
iluminada por la fe.
Por esta su conexión con la caridad poseen el don de
sabiduría (en cuanto hábito) todas las almas en gracia y es incompatible con el
pecado mortal. Lo mismo ocurre con los demás dones. Por el cual juzgamos
rectamente.
En esto, entre otras cosas, se distingue del don de
entendimiento.
Lo propio de este último como ya dijimos es una penetrante y
profunda intuición de las verdades de la fe en plan de simple aprehensión, sin
emitir juicio sobre ellas.
El juicio lo emiten los otros dones intelectivos
en la siguiente forma: acerca de las cosas creadas, el don de ciencia; y en
cuanto a la aplicación concreta a nuestras acciones, el don de consejo.
En
cuanto que supone un juicio, el don de sabiduría reside en el entendimiento como
en su sujeto propio; pero como el juicio, por connaturalidad con las cosas
divinas, supone necesariamente la caridad, el don de sabiduría tiene su raíz
causé en la caridad, que reside en la voluntad.
Y no se trata de una
sabiduría puramente especulativa, sino también práctica, ya que al don de
sabiduría pertenece, en primer lugar, la contemplación de lo divino, que es como
la visión de los principios; y en segundo lugar, dirige los actos humanos según
razones divinas.
En virtud de esta suprema dirección de la sabiduría
por razones divinas, la amargura de los actos humanos se convierte en dulzura, y
el trabajo en descanso. De Dios.
Esta diferencia es propia del don de
sabiduría.
Los demás dones perciben, juzgan o actúan sobre cosas distintas
de Dios.
El don de sabiduría, en cambio, recae primaria y
principalísimamente sobre el mismo Dios, del que nos da un conocimiento sabroso
y experimental, que llena al alma de indecible suavidad y dulzura.
Precisamente en virtud de esta inefable experiencia de Dios, el alma juzga todas
las demás cosas que a El pertenecen por las más altas y supremas razones, o sea
por razones divinas; porque, como explica Santo Tomás, el que conoce y sabotea
la causa altísima por excelencia, que es el mismo Dios, está capacitado para
juzgar todas las cosas por sus propias razones divinas.
Volveremos
sobre esto al señalar los efectos que produce en el alma este don Y de las cosas
divinas.
Propiamente sobre las cosas divinas recae el don de sabiduría, pero
esto no es obstáculo para que su juicio se extienda también a las cosas creadas,
descubriendo en ellas sus últimas causas y razones que las entroncan y
relacionan con Dios en el conjunto maravilloso de la creación.
Es como una
visión desde la eternidad que abarca todo lo creado con una mirada escrutadora,
relacionándolo con Dios en su más alta y profunda significación por sus razones
divinas.
Aun las cosas creadas son contempladas por el don de sabiduría
divinamente. Por aquí aparece claro que el objeto formal o primario del don de
sabiduría contiene el objeto formal o primario y el material de la fe; porque la
fe mira primariamente a Dios, y secundariamente a las otras verdades reveladas.
Pero se diferencia de ella en que la fe se limita a creer, y el don de sabiduría
experimenta y saborea lo que la fe cree por sus últimas y altísimas causas.
Esto es lo propio y característico de toda verdadera sabiduría.
Para cuya
inteligencia es de saber que hay varias clases de sabiduría que conviene
recordar aquí. Sabio, en general, es aquel que conoce las cosas por sus últimas
y más altas causas. Antes de llegar a esas alturas hay diversos grados de
conocimiento, tanto en el orden natural como en el sobrenatural.
Y así:
a) El que contempla una cosa cualquiera sin conocer sus causas, tiene de ella un
conocimiento vulgar o superficial (v.gr., el aldeano que contempla un eclipse
sin saber a qué se debe aquello).
b) El que la contempla conociendo y
señalando sus causas próximas, tiene un conocimiento científico (v.gr., el
astrónomo ante el eclipse).
c) El que puede reducir sus conocimientos a los
últimos principios del ser natural, posee la sabiduría filosófica, o meramente
natural, que recibe él nombre de metafísica.
d) El que, guiado por las luces
de la fe, escudriña con su razón natural los datos revelados para arrancarles
sus virtualidades intrínsecas y deducir nuevas conclusiones, posee la máxima
sabiduría natural que se puede alcanzar en esta vida (la teología), entroncada
ya, radicalmente, con el orden sobrenatural.
e) Y el que, presupuesta la fe
y la gracia, juzga por instinto divino las cosas divinas y humanas por sus
últimas y altísimas causas— o sea por sus razones divinas, posee la auténtica
sabiduría sobrenatural, que es, precisamente, la que proporciona al alma él don
de sabiduría en plena actuación.
Por encima de este conocimiento no hay
ningún otro en esta vida.
Sólo le superan la visión beatífica y la Sabiduría
increada de Dios, que es el Verbo divino.
Por donde aparece claro que el
conocimiento que proporciona al alma la actuación intensa del don de sabiduría
es incomparablemente superior al de todas las ciencias, incluyendo la misma
sagrada teología, que tiene ya algo de divina.
Por eso se da a veces el caso
de un alma sencilla e ignorante, que carece en absoluto de conocimientos
teológicos adquiridos por el estudio, y que, sin embargo, posee, por el don de
sabiduría, un conocimiento profundísimo de las cosas divinas que pasma y
maravilla a los más eminentes teólogos, como ocurrió con Santa Teresa y otras
muchas almas que no tenían «letras», o sea estudio científico ninguno.
Bajo el instinto especial del Espíritu Santo.
Es lo propio y característico
de los dones del mismo divino Espíritu, que adquiere su exponente máximo en el
don de sabiduría por lo altísimo de su objeto: el mismo Dios y las cosas
divinas.
El hombre, bajo la acción de los dones, no procede por lento
discurso y raciocinio, sino de una manera rápida e intuitiva, por un instinto
especial, que procede del Espíritu Santo mismo.
No les preguntemos a los
místicos experimentales las razones que han tenido para obrar así o para pensar
o decir tal o cual cosa, pues no lo saben.
Lo han sentido así con una
clarividencia y seguridad infinitamente superiores a todos los discursos y
razonamientos humanos.
Que nos las hace saborear por cierta con naturalidad
y simpatía.
Es otra nota típica de los dones, que alcanza su máxima
perfección en el de sabiduría, que es de suyo un conocimiento sabroso y
experimental de Dios y de las cosas divinas.
Aquí la palabra sabiduría
significa, a la vez, saber y sabor. Las almas que la experimentan comprenden muy
bien el sentido de aquellas palabras del salmo: «Gustad y ved cuán suave es el
Señor» (Sal 33,9).
Experimentan deleites divinos que las empujan al éxtasis
y les hacen presentir un poco los goces inefables de la eternidad bienaventurada
2. Necesidad del don de sabiduría
El don de sabiduría es absolutamente
necesario para que la virtud de la caridad pueda desarrollarse en toda su
plenitud y perfección.
Precisamente por ser la virtud más excelente, la más
perfecta y divina de todas, está reclamando y exigiendo, por su misma
naturaleza, la regulación divina del don de sabiduría.
Abandonada a sí
misma, o sea manejada por el hombre en el estado ascético, tiene que someterse a
la regulación humana, al pobre modo humano que forzosamente le imprimirá el
hombre.
Ahora bien, esta atmósfera humana se le hace poco menos que
irrespirable; la ahoga y asfixia, impidiéndole volar a las alturas.
Es una
virtud divina que tiene alas para volar hasta el cielo, y se la obliga a moverse
a ras del suelo: por razones humanas, hasta cierto punto, sin comprometerse
mucho, con grandísima prudencia, con mezquindades raquíticas, etc.
Únicamente cuando empieza a recibir la influencia del don de sabiduría, que le
proporciona la atmósfera y modalidad divina que ella necesita por su propia
naturaleza de virtud teologal perfectísima, empieza la caridad, por decirlo así,
a respirar a sus anchas.
Y, por una consecuencia natural e inevitable,
empieza a crecer y desarrollarse rápidamente, llevando consigo al alma, como en
volandas, por las regiones de la vida mística 'hasta la cumbre de la perfección,
que jamás hubiera podido alcanzar sometida a la atmósfera y regulación humana en
el estado ascético.
De esta sublime doctrina se deducen como corolarios
inevitables dos cosas importantísimas.
Primera: que el estado místico (o sea
el régimen habitual o predominante de los dones del Espíritu Santo) no sólo no
es algo anormal y extraordinario en el desarrollo de la vida cristiana, sino que
es, precisamente, la atmósfera normal que exige y reclama la gracia (forma
divina en sí misma) para que pueda desarrollar todas sus virtualidades divinas a
través de sus principios operativos (virtudes y dones), principalmente de las
virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que son absolutamente divinas en
sí mismas.
Lo místico debería ser precisamente lo normal en todo
cristiano, y lo es, de hecho, en todo cristiano perfecto.
Y segunda: que una
actuación de los dones del Espíritu Santo al modo humano, además de imposible y
absurda, sería completamente inútil para perfeccionar las virtudes infusas,
sobre todo las teologales; porque, siendo estas últimas superiores a los mismos
dones por su propia naturaleza la única perfección que pueden recibir de ellos
es la modalidad divina (propia y exclusiva de los dones), jamás una modalidad
humana, que ya tienen las virtudes teologales abandonadas a sí mismas en el
estado ascético, o sea sometidas a la regulación humana de la pobre alma
imperfectamente iluminada por la luz oscura de la fe.
3. Efectos del
don de sabiduría Por su propia elevación y grandeza y por lo sublime de la
virtud que ha de perfeccionar directamente, los efectos que produce en el alma
la actuación del don de sabiduría son verdaderamente admirables.
He aquí
algunos de los más importantes:
1. Les da a los santos el sentido divino, de
eternidad, CON QUE JUZGAN TODAS LAS COSAS.
Es el más impresionante de los
efectos del don de sabiduría que aparecen al exterior.
Diríase que los
santos han perdido por completo el instinto de lo humano y que ha sido
sustituido por el instinto de lo divino, con que ven y enjuician todas las
cosas.
Todo lo ven desde las alturas, desde el punto de vista de Dios: los
pequeños episodios de su vida diaria, lo mismo que los grandes acontecimientos
internacionales.
En todas las cosas ven clarísima la mano de Dios, que
dispone o permite aquellas cosas para sacar mayores bienes.
Nunca se fijan
en las causas segundas inmediatas; pasan por ellas, sin detenerse un instante,
hasta la causa primera, que lo rige y gobierna todo desde arriba.
Tendrían
que hacerse gran violencia para descender a los puntos de vista con que juzga
las cosas 'la mezquindad humana.
Un insulto, una bofetada, una calumnia que
se lance contra ellos..., y en el acto se remontan hasta Dios, que lo quiere o
lo permite para ejercitarles en la paciencia y aumentar su gloria.
No se
detienen un instante en la causa segunda (la maldad de los hombres); se remontan
en seguida hasta Dios y juzgan el hecho desde aquellas alturas divinas.
No
llaman desgracia a lo que los hombres suelen llamarlo (enfermedad, persecución,
muerte), sino únicamente a lo que lo es en realidad, por serlo delante de Dios
(el pecado, la tibieza, la infidelidad a la gracia).
No comprenden que
el mundo pueda considerar como riquezas y joyas a unos cuantos cristalitos que
brillan un poco más que los demás (Santa Teresa). Ven clarísimamente que no hay
otro tesoro verdadero que Dios o las cosas que nos llevan a El.
« ¿De qué me
vale esto para la eternidad, para glorificar a Dios? », solía preguntarse San
Luis Gonzaga; he ahí el único criterio diferencial de los santos para juzgar del
valor de las cosas.
Entre otros muchos santos, este don de sabiduría brilló
en grado eminente en Santo Tomás de Aquino.
Es admirable el instinto
sobrenatural con que descubre en todas las cosas el aspecto divino que las
relaciona y une con Dios.
Un acierto tan grande, tan rotundo, tan universal
en todo cuanto toca, no puede explicarse suficientemente por una sabiduría
humana por muy elevada que se la suponga; es preciso pensar en el instinto
divino del don de sabiduría En nuestros días es admirable el caso de sor Isabel
de la Trinidad.
SegúnelP. Philipon que ha estudiado tan a fondo las
cosas de la célebre carmelita de Dijon, el don de sabiduría eselmás
característico de su doctrina mística y de su vida*.
Arrebatada su alma por
una sublime vocación contemplativa hastaelseno mismo de la Trinidad Beatísima,
en ella estableció su morada permanente, y desde aquellas divinas alturas
contemplaba y juzgaba todas las cosas y acontecimientos humanos.
Las mayores
pruebas, sufrimientos y contrariedades no acertaban a perturbar un momento la
paz inefable de su alma: todo resbalaba sobre ella, dejándola «inmóvil y
tranquila, como si su alma estuviera ya en la eternidad»...
2. Les hace ver
de un modo enteramente divino los misterios de nuestra santa fe.
Escuchemos
al padre Philipon explicando admirablemente estas cosas «El don de sabiduría
eseldon real, que hace entrar más profundamente a las almas en la participación
al modo deiforme de la ciencia divina.
Es imposible elevarse más alto
fuera de la visión beatífica, que sigue siendo su regla superior.
Es la
mirada del «Verbo espirando al Amor» comunicada a un alma que juzga todas las
cosas por sus causas más altas, más divinas, por las razones supremas, ‘a la
manera de Dios’.
Introducida por la caridad en la intimidad de las personas
divinas y como enelcorazón de la Trinidad, el alma divinizada, bajoelimpulso del
Espíritu de amor, contempla todas las cosas desde ese centro, punto indivisible
donde se le presentan como a Dios mismo: los atributos divinos, la creación, la
redención, la gloria, el orden hipostático, los más pequeños acontecimientos del
mundo.
En la medida en que es posible a una simple creatura, su mirada
tiende a identificarse conelángulo de visión que Dios tiene de sí mismo y de
todoeluniverso.
Es la contemplación al modo deiforme, a la luz de la
experiencia de la deidad, de la que el alma experimenta en sí misma la inefable
dulzura:
per quandam experientiam dulcedinis (I-II q.112 a.5).
Para
comprender esto es preciso recordar que Dios no puede ver las cosas más que en
sí mismo: en su causalidad.
No conoce las criaturas directamente en sí
mismas, ni en el movimiento de las causas contingentes y temporales que regulan
su actividad.
El las contempla en su Verbo, bajo un modo eternal,
apreciando todos los acontecimientos de su providencia a la luz de su esencia y
de su gloria.
El alma, hecha participante por el don de sabiduría de este
modo divino de conocer, penetra con mirada escrutadora en las profundidades
insondables de la divinidad, a través de las cuales contempla todas las cosas
coloreadas de lo divino.
Diríase que San Pablo pensaba en estas almas cuando
escribió aquellas asombrosas palabras: *E1 Espíritu todo lo escudriña, hasta las
profundidades de Dios’ (1 Cor 2,10)».
3. Les hace vivir en sociedad con las
tres divinas PERSONAS, MEDIANTE UNA PARTICIPACIÓN INEFABLE DE SU vida
trinitaria.
«Mientras que él don de ciencia escribe todavía el P. Philipon
toma un movimiento ascendente para elevar al alma desde las criaturas hasta
Dios, y el de entendimiento, por una simple mirada de amor, penetra todos los
misterios de Dios por fuera y por dentro, el don de sabiduría, por así decirlo,
no sale jamás del corazón mismo de la Trinidad.
Todo se le presenta en
este centro indivisible.
El alma así deiforme no puede ver las cosas más que
por sus razones más altas y divinas.
Todo el movimiento del universo, hasta
los menores átomos, cae bajo su mirada a la purísima luz de la Trinidad y de los
atributos divinos, pero ordenadamente, según el ritmo en que las cosas proceden
de Dios.
Creación, redención, orden hipostático, todo se le presenta, aun el
mismo mal, ordenado a la mayor gloria de la Trinidad.
Elevándose, en fin, en
una suprema mirada por encima de la justicia, de la misericordia, de la
providencia y de todos los atributos divinos, descubre de pronto todas esas
perfecciones increadas en su fuente eternal: en esta deidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, que sobrepuja infinitamente todas nuestras concepciones humanas,
estrechas y mezquinas, y deja a Dios incomprensible, inefable, incluso a la
mirada de los bienaventurados y aun a la mirada beatífica de Cristo; este Dios
que es, a la vez, en su simplicidad sobre eminente, unidad y trinidad, esencia
indivisible y sociedad de tres personas vivientes, realmente distintas según un
orden de procesión que no suprime en modo alguno su consustancial unidad.
E1 ojo humano no hubiera podido jamás descubrir un tal misterio, ni el oído
percibir tales armonías, ni el corazón sospechar una tal beatitud si por gracia
la divinidad no se hubiera indinado hasta nosotros en Cristo para hacemos entrar
en estas insondables profundidades de Dios bajo la dirección misma de su
Espíritu».
E1 alma llegada a estas alturas ya no sale nunca de Dios.
Si los deberes de su estado así lo exigen, se entrega exteriormente a toda
dase de trabajos, aun los más absorbentes, con una actividad increíble; pero
«enelmás profundo centro de su alma como diría San Juan de la Cruz siente
permanentemente la divina compañía de ‘sus Tres’ y no les abandona un solo
instante.
Se han juntada en ella Marta y María de modo tan inefable,
que la actividad prodigiosa de Marta en nada comprometeelsosiego y la paz de
María, que permanece día y noche en silenciosa y entrañable contemplación a los
pies de su divino Maestro.
Su vida acá en la. Tierra es ya un comienzo de la
eternidad bienaventurada».
4. Lleva hasta el heroísmo la virtud de la
caridad.
Es precisamente la finalidad fundamental del don de sabiduría.
Liberada de sus ataduras humanas y recibiendo a pleno pulmónelaire divino que
del don le proporciona, el fuego de la caridad adquiere muy pronto proporciones
gigantescas.
Es increíble hasta dónde llegaelamor de Dios en las almas
trabajadas poreldon de sabiduría.
Su efecto más impresionante es la muerte
total al propio yo. Aman a Dios con un amor purísimo, por sola su infinita
bondad, sin mezcla de interés o de motives humanos.
Es verdad que no
renuncian a la esperanza del cielo, sino que lo desean más que nunca; pero es
porque en él podrán amar a Dios con mayor intensidad aún y sin descanso ni
interrupción alguna. Si, por un imposible, pudieran amar y glorificar más a Dios
en el infierno que en el cielo, preferirían sin vacilar los tormentos eternos “.
Es el triunfo definitivo de la gracia, con la muerte total al propio egoísmo.
Entonces es cuando empiezan a cumplir el primer mandamiento de la ley
de Dios con toda la plenitud posible en este pobre destierro.
En el aspecto
que mira al prójimo, la caridad llega, paralelamente, a una perfección sublime a
través del don de sabiduría.
Acostumbrados a ver a Dios en todas las cosas,
aun en los más mínimos acontecimientos, lo ven de una manera especialísima
enelprójimo.
Le aman con una ternura profunda, enteramente sobrenatural y
divina. Le sirven con una abnegación heroica, llena, por otra parte, de
naturalidad y sencillez.
Ven a Cristo en los pobres, en los que sufren, en
el corazón de todos sus hermanos..., y corren a ayudarle con el alma llena de
amor.
Gozan privándose de las cosas más necesarias o útiles para
ofrecérselas al prójimo, cuyos intereses anteponen y prefieren a los propios,
como antepondrían los del mismo Cristo, con quien le ven identificado.
El
egoísmo personal con relación al prójimo ha muerto enteramente.
A
veces, el amor de caridad que abrasa su corazón es tan grande que rebosa al
exterior en divinas locuras que desconciertan la prudencia y los cálculos
humanos.
San Francisco de Asís se abrazó estrechamente a un árbol como
criatura de Dios, queriendo con ello estrechar en un abrazo inmenso a toda la
creación universal, salida de las manos de Dios...
5. Proporciona a
todas las virtudes el último rasgo de perfección Y acabamiento.
Es una
consecuencia necesaria del efecto anterior. Perfeccionada por él don de
sabiduría, la caridad deja sentir su influencia sobre todas las demás virtudes,
de la que es verdadera forma, aunque extrínseca y accidental, como enseña Santo
Tomás.
Todo el conjunto de la vida cristiana experimenta esta divina
influencia.
Es ese no sé qué de perfecto y acabado que tienen las virtudes
de los santos, y que en vano buscaríamos en almas menos adelantadas.
En
virtud de esta influencia del don de sabiduría a través de la caridad, todas las
virtudes cristianas se elevan de plano y adquieren una modalidad deiforme, que
admite innumerables matices (según el carácter personal y el género de vida de
los santos), pero todos tan sublimes que no se podría precisar cuál de ellos es
el mis delicado y exquisito.
Muerto definitivamente el egoísmo, perfecta
en toda clase de virtudes, el alma se instala en la cumbre de la montaña de la
santidad, donde se lee aquella inscripción sublime: «Sólo mora en este monte la
honra y gloria de Dios* (San Juan de la Cruz).
4. Bienaventuranzas y
frutos que de él se derivan.
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín,
adjudica al don de sabiduría la séptima bienaventuranza: «Bienaventurados los
pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Y prueba que le
conviene en sus dos aspectos: en cuanto al mérito y en cuanto al premio. En
cuanto al mérito («los pacíficos»), porque la paz no es otra cosa que «la
tranquilidad del orden»; y establecer el orden (para con Dios, para con nosotros
mismos y para con el prójimo) pertenece precisamente a la sabiduría.
Y
en cuanto al premio («serán llamados hijos de Dios»), porque precisamente somos
hijos adoptivos de Dios por nuestra participación y semejanza con el Hijo
unigénito del Padre, que es la Sabiduría eterna En cuanto a los frutos del
Espíritu Santo, pertenecen al don de sabiduría, a través de la caridad,
principalmente estos tres: la caridad, el gozo espiritual y la paz “.
5. Vicios opuestos Al don de sabiduría se opone el vicio de la estulticia o
necedad espiritual que consiste en cierto embotamiento del juicio y del sentido
espiritual que nos impide discernir o juzgar las cosas de Dios según el mismo
Dios por contacto, gusto o connaturalidad, que es lo propio del don de
sabiduría.
Más lamentable todavía es la fatuidad que lleva consigo la
incapacidad total para juzgar de las cosas divinas.
De donde la estulticia
se opone al don de sabiduría como cosa contraria; y la fatuidad, como la pura
negación.
«De esta estupidez adolecemos siempre que apreciamos en algo
las naderías de este mundo o juzgamos que vale algo cualquier cosa que no sea la
posesión del sumo bien o lo que a ella conduce. De ahí que, si no somos santos,
tenemos que reconocer que somos verdaderamente estúpidos, por mucho que a
nuestro amor propio le duela»
Cuando esta estupidez es voluntaria por
haberse sumergido el hombre en las cosas terrenas hasta perder de vista o
hacerse inepto para contemplar las divinas, es un verdadero pecado, según
aquello de San Pablo: «El hombre animal no comprende las cosas del Espíritu de
Dios» (1 Cor 3.14).
Y como no hay cosa que embrutezca y animalice más
al hombre, hasta sumergirle por completo en el fango de la tierra, que la
lujuria, de ella principalmente proviene la estulticia o necedad espiritual; si
bien contribuye también a ella la ira, que ofusca la mente por la fuerte
conmoción corporal, impidiéndole juzgar con rectitud.
6. Medios de
fomentar este don Aparte de los medios generales que ya conocemos (recogimiento,
vida de oración, fidelidad a la gracia, invocación frecuente del Espíritu Santo,
profunda humildad, etc.), podemos disponemos pata la actuación del don de
sabiduría con los siguientes medios, que están perfectamente a nuestro alcance
con ayuda de la gracia ordinaria:
a) Esforzadnos en ver todas las cosas
desde el punto de vista de Dios.
¡Cuántas almas piadosas y hasta
consagradas a Dios ven y enjuician todas las cosas desde un punto de vista
puramente natural y humano, cuando no del todo mundano! Su cortedad de vista y
miopía espiritual es tan grande que nunca aciertan a remontar sus miradas por
encima de las causas puramente humanas para ver los designios de Dios en todo
cuanto ocurre.
Si se les molesta aunque sea inadvertidamente, se
enfadan y lo llevan muy a mal Si un superior les corrige algún defecto, en
seguida le tachan de exigente, tirano y cruel.
Si les manda alguna cosa que
no encaja con sus gustos, lamentan su «incomprensión», su «despiste», su
completa «ineptitud para mandar».
Si se les humilla, ponenelgrito en el
cielo. A su lado hay que proceder con la misma cautela y precaución que si se
tratara de una persona mundana enteramente desprovista de espíritu sobrenatural.
[No es de extrañar que el mundo ande tan mal cuando los que deberían dar
ejemplo andan tantas veces así! No es posible que en tales almas actúe jamás el
don de sabiduría.
Ese espíritu tan imperfecto y humano tiene
completamente asfixiado el hábito de los dones.
Hasta que no se esfuercen un
poco en levantar sus miradas al cielo y, prescindiendo de las causas segundas,
no acierten a ver la mano de Dios en todos los acontecimientos prósperos o
adversos que les suceden, seguirán siempre arrastrando por de suyo su pobre y
penosa vida espiritual.
Para aprender a volar hay que batir muchas
veces las alas hacia lo alto; al precio que sea y cueste lo que cueste.
b) Combatir la sabiduría del mundo, que es estulticia y necedad ante Dios.
La frase, como es sabido, es de San Pablo (1 Cor 3,19).
El mundo llama
sabios a los necios ante Dios (1 Cor 1,2?). Y, por una antítesis inevitable, los
sabios ante Dios son los que el mundo llama necios (1 Cor 1,27; 3,18).
Y
como el mundo está lleno de esta suerte que estulticia y necedad, por eso nos
dice la misma Sagrada Escritura que «es infinito el número de los necios* (Ecl
1,15). «En efecto escribe el P. Lallemant1*, la mayor parte de los hombres
tienen el gusto depravado y se les puede con justa razón llamar locos, puesto
que hacen todas sus acciones poniendo su último fin, al menos prácticamente, en
la criatura y no en Dios.
Cada uno tiene algún objeto al que se apega y
refiere todas las demás cosas, no teniendo casi afección o pasión sino en
dependencia de ese objeto; y esto es ser verdaderamente loco.
¿Queremos
conocer si somos del número de los sabios o de los necios? Examinemos nuestros
gustos y disgustos, ya sea ante Dios y las cosas divinas, ora entre las
criaturas y las cosas terrenas.
¿De dónde nacen nuestras satisfacciones y
sinsabores? ¿En qué cosas encuentra nuestro corazón su reposo y contentamiento?
Esta suerte de examen es un excelente medio para adquirir la pureza de corazón.
Deberíamos familiarizamos con él, examinando con frecuencia durante el
día nuestros gustos y disgustos y tratando poco a poco de referirlos a Dios.
Hay tres clases de sabiduría reprobadas en la Sagrada Escritura (Sant
3,15), que son otras tantas verdaderas locuras: la terrena, que no gusta más que
de las riquezas; la animal, que no apetece más que los placeres del cuerpo, y la
diabólica, que pone su fin en su propia excelencia.
Y hay una locura
que es verdadera sabiduría ante Dios: amar la pobreza, el desprecio de sí mismo,
las cruces, las persecuciones, es ser loco según el mundo.
Y, sin embargo,
la sabiduría, que es un don del Espíritu Santo, no es otra cosa que esta locura,
que no gusta sino de lo que nuestro Señor y los santos han gustado.
Pero
Jesucristo ha dejado en todo cuanto tocó en su vida mortal —como en la pobreza,
en la abyección, en la cruz— un suave olor, un sabor delicioso; mas son pocas
las almas que tienen los sentidos suficientemente finos para percibir este olor
y para gustar este sabor, que son del todo sobrenaturales.
Los santos
han corrido tras el olor de estos perfumes (Cant 1,3); como un San Ignacio, que
se regocijaba de verse menospreciado; un San Francisco, que amaba tan
apasionadamente la abyección, que hacía cosas para quedar en ridículo; un Santo
Domingo, que se encontraba » más a gusto en Carcasona, donde era ordinariamente
escarnecido, que en Tolosa, donde todo el mundo le honraba».
c) NO
AFICIONARSE DEMASIADO A LAS COSAS SE ESTE MUNDO AUNQUE SEAN BUENAS Y HONESTAS.
La ciencia, el arte, la cultura humana, el progreso material de las naciones,
etc., son cosas de suyo buenas y honestas si se las encauza y ordena rectamente.
Pero, si nos entregamos a esas cosas con demasiado afán y ardor, no dejarán
de perjudicamos seriamente.
Acostumbrado nuestro paladar al gusto de las
criaturas, experimentará cierta torpeza o estulticia para saborear las cosas de
Dios, tan superiores en todo.
E1 haberse dejado absorber por el apetito
desordenado de la ciencia —aun de la sagrada y teológica—, tiene paralizadas en
su vida espiritual a una multitud de almas, que se acarrean con ello una pérdida
irreparable; pierden el gusto de la vida interior, abandonan o acortan la
oración, se dejan absorber por el trabajo intelectual y descuidan la «única cosa
necesaria» de que nos habla el Señor en el Evangelio (Le 10,42). ¡Lástima
grande, que lamentarán en el otro mundo cuando ya no tenga remedio! «Qué
diferentes—continúa el P. Lallemant ” son los juicios de Dios de los de los
hombres! La sabiduría divina es una locura a juicio de los hombres, y la
sabiduría humana es una locura a juicio de Dios.
A nosotros toca ver
con cuál de estos juicios queremos conformar el nuestro. Es preciso tomar el uno
o el otro por regla de nuestros actos.
Si gustamos de alabanzas y de
honores, somos locos en esta materia; y tanto tendremos de locura cuanto
tengamos de gusto en ser estimados y honrados. Como, al contrario, tanto
tendremos de sabiduría cuanto tengamos de amor a la humillación y a la cruz.
Es monstruoso que aun en las órdenes religiosas se encuentren personas que no
gustan más que de lo que pueda hacerles agradables a los ojos del mundo; que no
han hecho nada de cuanto han hecho durante los veinte o treinta años de vida
religiosa sino para acercarse al fin que aspiran; apenas tienen alegría o
tristeza sino relacionada con esto, o, al menos, son más sensibles a esto que a
todas las demás cosas.
Todo lo demás que mira a Dios y a la perfección les
resulta insípido, no encuentran gusto alguno en ello.
Este estado es
terrible y merecería ser llorado con lágrimas de sangre. Parque ¿de qué
perfección son capaces esos religiosos? ¿Qué fruto pueden hacer en beneficio del
prójimo? Mas ¡qué confusión experimentarán a la hora de la muerte cuando se les
muestre que durante todo el curso de su vida no han buscado ni gustado más que
el brillo de la vanidad, como mundanos! Si están tristes estas pobres almas,
decidles alguna palabra que les proporcione alguna esperanza de cierto
engrandecimiento, aunque falso, y las veréis al instante cambiar de aspecto: su
corazón se llenará de gozo, como ante el anuncio de algún gran éxito o
acontecimiento.
Por otra parte, como no tienen el gusto de la devoción,
no califican sus prácticas más que de bagatelas y de entretenimientos de
espíritus débiles.
Y no solamente se gobiernan ellos mismos por estos
principios erróneos de la sabiduría humana y diabólica, sino que comunican
además sus sentimientos a los otros, enseñándoles máximas del todo contrarias a
las de nuestro Señor y del Evangelio, del cual tratan de mitigar el rigor por
interpretaciones forzadas y conformes a las inclinaciones de la naturaleza
corrompida, fundándose en otros pasajes de la Escritura mal entendidos, sobre
los cuales edifican su ruina».
d) No APEGARSE A LOS CONSUELOS
ESPIRITUALES, SINO pasar a Dios A través de ellos.
Hasta tal punto nos
quiere Dios únicamente para sí, desprendidos de todo lo creado, que quiere que
nos desprendamos hasta de los mismos consuelos espirituales que tan
abundantemente, a veces, prodiga en la oración.
Esos consuelos son
ciertamente importantísimos para nuestro adelantamiento espiritual”, pero
únicamente como estímulo y aliento para buscar a Dios con mayor ardor.
Buscarlos para detenerse en ellos y saborearlos como fin último de nuestra
oración sería francamente malo e inmoral; y aun considerados como un fin
intermedio, subordinado a Dios, es algo muy imperfecto, de que es menester
purificarse si queremos pasar a la perfecta unión con Dios.
Hay que
estar prontos y dispuestos para servir a Dios en la oscuridad lo mismo que en la
luz, en la sequedad que en los consuelos, en la aridez que en los deleites
espirituales.
Hay que buscar directamente al Dios de los consuelos, no los
consuelos de Dios.
Los consuelos son como la salsa o condimento, que
sirve únicamente para tomar mejor los alimentos fuertes, que nutren
verdaderamente el organismo; ella sola no alimenta y hasta puede estragar el
paladar, haciéndole insípidas las cosas convenientes cuando se las presentan sin
ella.
Esto último es malo, y hay que evitarlo a todo trance si queremos
que el don de sabiduría comience a actuar intensamente en nosotros.
NOTAS
22 Cf. P. Arintero, O. P., Cuestiones místicas (BAC,
Madrid 1956) 1.* a.6.
21 Cf. San Juan be ia Cruz, Subida del monte
Carmelo y Noche oseara, passim.
p. Lallemant, o.c., princ.4 c.4 a.l.
18 Cf. II-XI q.46 a.l. ** P, I. G. Menéndez-Reigada, Los dones del Espíritu
Santo y U perfección cristiana p.595. l; Cf. IUI q.46 a.3c y ad 3.
11
** Este sentimiento lo han experimentado gran número de santo«. Véase, por
ejemplo, con qué sencilla y sublime delicadeza lo expone Santa Tetesita del Niño
Jesús: «Una noche, no sabiendo cómo testi ficar a Jesús que le amaba y cuán
vivos eran mis deseos de que fuera servido y glorificado por doquier, me
sobrecogió el pensamiento triste de que nunca jamás, desde el ¿»amo del
infierno, le llegaría un solo acto de amor. Entonces le dije que con gusto
consentiría en verme abismada en aquel lugar de tormentos y .de blasfemias para
que también allí fuera amado eternamente. No podía glorificarle así, ya que El
no desea sino nuestra bienaventuranza; pero cuando se ama, se ve uno forzado a
decir mil locuras» (Historia de un alma c.5 n.2J¡ 3.‘ ed., Burgos 1930).
10 “ Ibid.
9 Cf. P. Gardeil, O. P., Los iones del Espíritu Santo en los
santos dominicos (Vergora 1907)
c.8. * Cf. P. Philipon, La doctrina
espiritual de sor Isabel ie la Trinidad
c.8 n.8. ’ P. Philipon, ibid.
7 Cf. I II q.68 a.8. Las virtudes teologales en efecto tienen por objeto
directo e inmediato al mismo Dios (creído, esperado o amado), mientras que los
dones recaen directamente sobre las virtudes Infusa (o sen algo muy distinto de
Dios) para perfeccionarlas. Luego es evidente que las virtudes teologales son,
por su propia naturaleza, superiores a los mismos dones. Feto, en cambio, éstos
san superiores a todas las virtudes infusas—incluso las teologales por su
modalidad divina (en cuanto instrumentos directos e inmediatos del Espíritu
Santo, no del alma en gracia, como las virtudes). Mas brevemente: las virtudes
teologales son superiores a los dones por su propia naturaleza teologal, pero
los dones les aventajan por su modalidad divina.
6 c y ad 3).
5
Sabido es que el hábito de la teología es entitativamente natural, porque
procede del discurso natural de la razón examinando los datos de la fe y
extrayéndoles sus virtualidades intrínsecas, que son las conclusiones
teológicas. Pero radicalmente o sea en su raíz es o se le puede llamar
sobrenatural, en cuanto que parte de los principios de la fe y recibe su
influencia iluminadora a todo lo largo del discurso o raciocinio teológico (cf.
I q.l a .
4 Hablando Santa Teresa, en las Séptimas moradas, de la
sublime experiencia trinitaria del alma llegada a las cumbres de la unión
mística con Diosefecto de la actuación intensísima del don de sabiduría,
escribe: «¡Oh válame Dios, cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas,
a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (Moradas séptimas 1,8).
3 Cf. II-n q.45 a.l.
2 Cf. II-II q.45 a.2; a.ie y ad 3.
1 Cf.
nuestra Teología de la perfección cristiana (BAC, Madrid 51968) n.368-373.
El_Gran_Desconocido_El_Espiriritu_Santo_y_Sus_Dones.pdf
El
gran desconocido
El Espíritu Santo y sus dones
POR ANTONIO ROYO MARIN