Liturgia Católica
Una Santa Católica Apostólica
Visible
Infalible e Indefectible
LA DOCTRINA ESPIRITUAL
DE SOR ISABEL
DE LA TRINIDAD
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54
2. El ascetismo del silencio
–¿Cuál es el punto que preferís de la Regla?
–El silencio.
Dos elementos fundamentales constituyen la esencia de toda santidad: el despojo
de sí y la unión con Dios. Se los encuentra siempre bajo los más variados
matices de la vida de los santos.
En una Carmelita ese aspecto negativo reviste la forma de una separación
absoluta. El Carmelo es el desierto, Dios solo.
Pero entre las almas carmelitanas cada una vive a su modo esta doctrina de la
«nada» de la criatura y del «Todo» de Dios, que tanto gustaba a san Juan de la
Cruz, el doctor místico del Carmelo.
Una estrella difiere de su vecina no sólo
por su tamaño sino también por su luz propia, por su brillo particular. Dios es
multiforme en los santos. Sería vano hacer entrar en un molde idéntico a dos
santos de una misma familia religiosa: bajo caracteres comunes, ocultan
diferencias irreductibles.
El papel del teólogo que se ha impuesto el trabajo de escrutar las
profundidades de un alma, es el de saber discernirlas bien. Distinguir, es ver
mejor.
A menudo se ha comparado u opuesto a santa Teresa del Niño Jesús y sor Isabel de
la Trinidad. Sus caminos son esencialmente diferentes. La Carmelita de Lisieux
cubre brillantemente todo el universo católico con sus pétalos de rosas
deshojadas por amor. Ha enseñado al mundo moderno a volver a ser niño ante Dios.
La Carmelita de Dijón llena su misión entre las almas interiores. Sor Isabel de
la Trinidad fue la santa del silencio y del recogimiento.
1. La santa del silencio
A los 15 años, en sus poesías, Isabel Catez soñaba con estar en soledad con su
Cristo: «Vivir contigo solitaria.»54
54 Poesías, agosto de 1896.
55
Anota en su diario, cuando vivía en el siglo, a los 19 años: «Pronto seré toda tuya, viviré en la soledad, sola contigo, no ocupándome más que de Ti, no viviendo más que contigo, no conversando más que contigo.»55 Y su mayor felicidad, durante el verano en el campo, era irse a los bosques solitarios56.
Desde su entrada, la soledad carmelitana la embelesó: «Sola con el Solo», es toda la vida del Carmelo.
La Carmelita es esencialmente una ermitaña contemplativa que tiene como patria el desierto de Carith y como refugio el hueco de la roca. No que olvide a las almas que se pierden santa Teresa fundó su reforma al ver los estragos de la herejía de Lutero sino que el testimonio que debe dar a Dios es el de la solitaria cuya mirada queda fija en Él sólo, en un ardiente olvido de todo lo demás: atestación silenciosa, pero conmovedora, de que sólo la Belleza divina merece la atención de un alma elevada por la gracia hasta el consorcio de la vida trinitaria. Dios sólo basta.
Su acción apostólica es la de la oración que todo lo obtiene.
Una sola alma que se eleva hasta la unión transformadora es más útil a la Iglesia y al mundo que una multitud de otras que se agitan en la acción.
Sor Isabel de la Trinidad fue el tipo de la contemplativa silenciosa cuya acción apostólica, por añadidura, se extiende a todo el universo.
Desde el primer día se la vio entrar a fondo en ese espíritu de silencio y de muerte, condición de toda vida divina en el Carmelo. Amaba con culto particular al patriarca Elías, el primero de los hombres que llevó la vida eremítica, a quien Dios había ordenado huir de los lugares habitados y ocultarse, lejos de la muchedumbre, en el desierto: «Sal de aquí y quédate oculto en Carith»;57 que había enseñado a los monjes ermitaños de la santa montaña del Carmelo a liberarse de todo lo que no es Dios, a mantenerse en la sola presencia del Dios vivo, eliminando toda otra presencia.
Vivir como ermitaño, al igual que Elías, hombre santo y solitario, habitar en
pequeñas celdas como los monjes del Monte Carmelo en las rocas, junto a la
fuente del Profeta, tal fue el más ardiente deseo de Te-
55 Diario, 27 de marzo de 1899.
56 Carta a la Sra. A., 29 de septiembre de 1902.
57 1Re 17,3.
56
resa. «El estilo que pretendemos llevar escribe en el capítulo trece
del Camino de Perfección es no sólo de ser monjas, sino ermitañas.»
«Acordémonos de nuestros santos Padres, esos ermitaños de otros tiempos, cuya
vida tratamos de imitar. ¡Qué sufrimiento no han tenido que soportar y en qué
aislamiento!»
En pos de la valiente Reformadora, sus primeras hijas se
sumergían en el desierto del Carmelo. «Su soledad constituía su felicidad», nos
dice santa Teresa. «Me aseguraban que nunca se cansaban de estar solas. Una
visita, aun cuando fuese de sus hermanos y hermanas, era para ellas un tormento.
Se estimaba la más feliz aquélla que tenía más ratos libres “para permanecer
largo tiempo en una ermita”.»
SILENCIO y SOLEDAD, he ahí el más puro
espíritu del Carmelo: «Podréis tener lugares y casas en lugares solitarios...
cada uno tendrá su celda separada... que cada uno permanezca en su celda o
cercano a ella, meditando día y noche en la ley de Dios y velando en oración.»
(La santa Regla.)
«Todos los ratos en que las hermanas no estén en la
comunidad o en los oficios de aquesta, cada una permanecerá apartada en su celda
o en la ermita que la Priora le haya permitido...
»Finalmente, estén en
los lugares de su retiro, encaminándose por medio de esta soledad a aquello para
lo cual ordena la Regla que cada una permanezca apartada.
»Haya un campo
en donde se puedan hacer ermitas a fin de que puedan retirarse para la oración,
como lo hacían nuestros santos padres...
»Nunca debe haber lugar en el
que se reúnan para trabajar juntas, no sea que eso dé ocasión de quebrantar el
silencio.» (Constituciones)
Sor Isabel de la Trinidad tuvo en grado
excepcional esta inclinación al silencio que huye de todo lo creado para
mantenerse, en la fe, en presencia del Dios vivo.
Todo su ascetismo se
reduce al silencio, entendido en su sentido universal. El silencio constituye a
sus ojos la condición más fundamental requerida del alma que quiere elevarse
hasta la unión divina.
Sin querer imponer a su pensamiento marcos
demasiado rígidos, incompatibles con las libres inspiraciones a las cuales se
abandonaba sor Isabel bajo la moción del Espíritu, se pueden encontrar, en la
línea de su pensamiento, tres silencios: exterior, interior, finalmente un
silencio en-
57
teramente divino, en el que el alma está
puramente pasiva, que es uno de los efectos más elevados de los dones del
Espíritu Santo y que, a falta de término propio, inspirándose en uno de sus
textos se podría llamar: «El silencio sagrado», el «silencio de Dios» análogo al
«divinum silentium» del gráfico de san Juan de la Cruz.
2. El
silencio exterior
El silencio exterior no es el más necesario.
En ciertas circunstancias es hasta imposible. Entonces el alma tiene el recurso
de huir dentro de sí misma, en esa soledad interior la única requerida para la
unión con Dios. Pero debe ser buscado lo más posible, como que favorece el
silencio interior y a él conduce normalmente: el amor del silencio conduce al
silencio del amor.
Sor Isabel era amante de la clausura; las
conversaciones inútiles en el locutorio eran para ella un tormento. En varias
circunstancias recordará suave pero firmemente a los suyos ese punto de la
Regla; observará fielmente para la correspondencia el tiempo de Adviento y de
Cuaresma, a menos que la obediencia le impusiera el deber de escribir. Sólo por
un permiso que aparece manifiestamente providencial desde que se analizan de
cerca las circunstancias, ha podido dejarnos tantas cartas a pesar de su deseo
de permanecer silenciosa detrás de las rejas de su Carmelo.
Igual
silencio en sus relaciones con sus hermanas en el interior del monasterio.
Repetidas veces aceptó desafíos de silencio, y las dos o tres faltas de que se
acusaba provenían siempre de su caridad. Fue fiel a ese espíritu de silencio
hasta el último día. «Una vez, cuenta una hermana, había yo obtenido permiso
para llevarle algo a la enfermería y para quedar con ella hasta el fin del
recreo.
Sor Isabel me recibió con gran efusión de alegría. Sonó la campana. Con dulzura
y una hermosa sonrisa, volvió a entrar en el silencio. Sentí que no había que
prolongar la conversación. En ella no había nada de rígido, pero la fidelidad
prevalecía sobre todo.»
Sor Isabel volvía siempre al silencio. Las jóvenes
hermanas sabían tan bien que era ése su programa único, que en el momento de las
novenas o la víspera de los retiros le insinuaban maliciosamente: «Silencio,
¿no? Silencio.» Y sor Isabel se inclinaba sonriendo.
58
Durante su enfermedad, como su Priora tenía empeño en que fuera al
aire libre, sor Isabel elegía el lugar más solitario. «En lugar de trabajar en
nuestra pequeña celda, me instalo como un ermitaño en el lugar más desierto de
nuestro gran jardín y allí paso horas deliciosas. Toda la naturaleza me parece
tan llena de Dios: el viento que sopla en los grandes árboles, los pajarillos
que cantan, el hermoso cielo azul, todo eso me habla de Él.»58
Por sobre
todo, tenía afecto al silencio de su celda a la que llamaba «su pequeño
paraíso», en la que se refugiaba con delicia. «Un jergón, una pequeña silla, un
pupitre sobre una tabla: he ahí el mobiliario. Pero está lleno de Dios y ¡paso
tan buenas horas! sola con el Esposo. Me callo, Le escucho. ¡Es tan bueno,
oírlo todo de Él! y luego, Lo amo.»59
Apreciaba, entre todas, las horas
del gran silencio de la noche. Sor Isabel ¡amaba tanto su Carmelo silencioso!
«El Carmelo es un rincón del cielo: en el silencio y la soledad se vive sola con
Dios Solo.»60
Dos o tres veces por año más o menos según la costumbre de
los diversos monasterios, las religiosas tienen licencias, es decir que pueden
visitarse unas a otras en su celda, como antaño los ermitaños del desierto. Sor
Isabel se prestaba de buena gana a este uso querido por santa Teresa para que
las hermanas se inflamen mutuamente en el amor del Esposo. Hasta recibió en
ello una de las más grandes gracias de su vida: su nombre de «Alabanza de
Gloria.» Pero ¿quién no ve que con la humana debilidad esos encuentros, que
deberían ser conversaciones inflamadas, pueden degenerar en charlas que disipan:
pura pérdida para la unión divina, única finalidad del Carmelo? Con alegría,
sor Isabel de la Trinidad volvía a su querido silencio, estimado por sobre todo.
Escribía a su hermana: «Con ocasión de las elecciones, hemos tenido licencia,
es decir que podemos, durante el día, hacernos pequeñas visitas unas a otras.
Pero, ¿ves? la vida de una Carmelita es el silencio.»61
58 Carta a su madre, agosto de 1906.
59
Carta a la Sra. A., 29 de junio de 1903.
60 Carta a M. L. M., 26 de octubre
de 1902.
61 Carta a su hermana, octubre de 1901.
59
3. El silencio interior
El
verdadero silencio de la Carmelita es el silencio del alma, en el que encuentra
a Dios.
Fiel discípula de santa Teresa y de san Juan de la Cruz, sor
Isabel se ejercita en hacer callar sus potencias y se aísla de todo lo creado.
Con ardor despiadado, todo lo inmola: la mirada, el pensamiento, el corazón. «El
Carmelo, es como el cielo: hay que separarse de todo para poseer al que es
todo.»62
Esta separación
total de las criaturas atraía ya con pasión su corazón cuando estaba en el
mundo: «Hagamos el vacío, desprendámonos de todo; que no haya más que Él, Él
sólo.»63 «Dejemos la tierra,
dejemos todo lo creado, todo lo sensible.»64
Retenida en medio de las reuniones y de las fiestas
mundanas, su alma, huyendo del tumulto, se elevaba hasta Dios. «Me parece que
nada puede distraer de Él cuando no se obra más que para Él, siempre en su santa
presencia, bajo esa divina mirada que penetra en lo más íntimo del alma. Aun en
medio del mundo se puede escucharlo en el silencio de un corazón que no quiere
ser sino de Él.»65
Sor
Isabel profesaba un culto especial a santa Catalina de Sena, a causa de la
doctrina de la gran mística dominicana sobre la «celda interior», refugio
constante de la virgen de Sena en medio de las agitaciones de los hombres y de
su prodigiosa acción apostólica al servicio de la política pontifical.
Ese silencio interior, tan estimado por sor Isabel, debía tomar rápidamente en
ella la forma de un ascetismo universal y un lugar primordial en su vida
mística. Es Evangelio puro: el que quiere elevarse hasta Dios por medio de la
oración debe hacer callar en sí las vanas agitaciones del exterior y los ruidos
del interior, retirarse a lo más profundo de sí mismo y allí, en secreto,
recogerse «con todas las puertas cerradas»66
delante de la Faz del Padre. Así oraba Cristo durante esas noches silen-
62 Carta a su madre, agosto de 1903.
63
Carta a M. G., 1901.
64 Carta a M. G., 1901.
65 Carta al canónigo A., 19
de diciembre de 1900.
66 Mt 6,6.
60
ciosas de Palestina cuando al atardecer se iba solitario a la
montaña para quedarse allí hasta la mañana «en oración de Dios».67
Anacoretas y Padres del desierto de los primeros siglos de la Iglesia señalan
bien con su vida alejada de todo comercio inútil, ese papel purificador del
silencio en la concepción primitiva del ascetismo cristiano. El desierto
conducía al silencio del alma habitada por Dios.
Según su gracia propia,
sor Isabel de la Trinidad ha oído esta verdad evangélica en un sentido
enteramente carmelitano: silencio de todas las potencias del alma guardadas para
Dios sólo. No más ruido en los sentidos exteriores, en la imaginación y la
sensibilidad, en la memoria, la inteligencia, la voluntad: no ver nada. No oír
nada. No gustar nada. No detenerse en nada que pueda distraer el corazón o
retardar al alma que camina hacia Dios.
Ante todo, la mirada debe ser
vigilada. ¿No decía el Maestro: «Si tu ojo te escandaliza, arráncalo. Pues si el
ojo es simple, todo el cuerpo es puro y vive en la luz?»68
La impureza y una multitud de imperfecciones provienen de esa falta de
vigilancia en las miradas. David, que había hecho la dolorosa prueba, suplicaba
a Dios «que apartara sus ojos de las vanidades de la tierra»69
con las que había tropezado su alma. El alma virgen no se permite una sola
mirada fuera de Cristo.
No menos necesario es el silencio de la
imaginación y de las otras potencias del alma. Llevamos por doquier con nosotros
todo un mundo interior de sensaciones e impresiones, que amenaza a cada instante
con volver a apoderarse de nosotros. Allí también debe ejercitarse el ascetismo
del silencio. Un alma que se divierte todavía con sus recuerdos, «que persigue
un deseo cualquiera»70 fuera
de Dios, no es un alma de silencio, tal como la quería sor Isabel de la
Trinidad. En ella quedan «disonancias»,71
sensibilidades demasiado bulliciosas, que impiden el concierto armonioso que las
potencias del alma no debieran nunca cesar de hacer subir hasta Dios.
67 Lc 6,12.
68 Mt 6,22.
69 Sal
118,37.
70 Último retiro, 2º día.
71 Último retiro, 2º día.
61
La inteligencia, a su vez, debe hacer callar en ella todo ruido
humano. «El menor pensamiento inútil»72 sería una nota falsa que hay que
desterrar a toda costa. Un intelectualismo refinado que deja demasiado juego a
la inteligencia para sí misma es un obstáculo sutil al verdadero silencio del
alma en el que se encuentra a Dios en la pura fe. Sor Isabel de la Trinidad,
como su maestro san Juan de la Cruz, se muestra aquí inexorable. «Hay que apagar
toda otra antorcha»73 y alcanzar a Dios no por medio de un sabio edificio de
hermosos pensamientos, sino por la desnudez del espíritu.
Silencio sobre
todo en la voluntad. En ella se juega nuestra santidad: es la facultad del amor.
Con ella relaciona san Juan de la Cruz, no sin razón, las últimas purificaciones
preparatorias, a la unión transformadora. Nada, nada, nada, nada, nada en el
camino; y, en la Montaña: nada74. Sor Isabel ha querido seguir a su maestro
espiritual hasta ese punto extremo del «sendero estrecho» que conduce a la
cumbre del Carmelo. Con fuerza, urge el alma que quiere llegar a la unión divina
a elevarse por encima de sus más espirituales gustos personales hasta el despojo
de toda voluntad propia. «No saber más nada», «no establecer diferencia entre
sentir y no sentir, gozar o no gozar»,75 guardarse resuelta a sobrepujarlo todo
para unirse, olvidadiza de sí misma y despojada de todo, con Dios sólo. Sor
Isabel de la Trinidad había llevado hasta ahí su ideal de silencio y de soledad
absoluta, lejos de todo lo creado. Sabemos que las últimas horas de su vida
fueron una vidente realización de esto.
Hay que entender, pues, con ella
este ascetismo del silencio en su sentido profundo: «No es una separación
material de las cosas exteriores, sino una soledad del espíritu, un
desasimiento de todo lo que no es Dios.»76 El alma silenciosa a todos los
acontecimientos de adentro como de afuera «no establece ya diferencia entre esas
cosas. Las supera, las sobrepuja, para descansar por encima de todo en su
Maestro mismo.»77
72 Último retiro, 4º día.
73 Último
retiro, 4º día.
74 Gráfico de S. Juan de la Cruz.
75
76 Cielo en la
tierra, 22.
77 Cielo en la tierra, 4ª contemplación
62
Es la noche de san Juan de la Cruz, la muerte a toda actividad natural. «El
alma que aspira a vivir al contacto con Dios, en el alcázar inexpugnable del
santo recogimiento, debe estar separada, despojada, alejada de todas las cosas,
por lo menos en cuanto al espíritu»,78 Es el silencio absoluto frente a Dios
sólo.
Sor Isabel de la Trinidad ha consagrado toda una elevación de su
último retiro a cantar ese bienaventurado estado del alma liberada de todo por
el silencio interior.
«Hay otro canto de Cristo que yo quisiera repetir
incesantemente: “Para ti conservaré mi fortaleza”. Mi Regla me dice: “En el
silencio estará vuestra fortaleza”79. Me parece, pues, que conservar la
fortaleza para el Señor, es establecer la unidad en todo el ser por medio del
silencio interior; es recoger todas las potencias para ocuparlas en el solo
ejercicio del amor; es tener ese ojo simple que permite a la luz irradiarnos.»80
Ese silencio lo abarca todo.
«Un alma que discute con su “yo”, que se
ocupa de sus sensibilidades, que persigue un pensamiento inútil, un deseo
cualquiera, esa alma dispersa sus fuerzas: no está completamente ordenada a
Dios. Su lira no vibra al unísono, y el Maestro, cuando la toca, no puede hacer
salir de ella armonías divinas. Hay todavía demasiado elemento humano: es una
disonancia. El alma que aun guarda algo para sí en su reino interior, cuyas
potencias todas no están “cercadas” en Dios, no puede ser una perfecta alabanza
de gloria. No está en estado de cantar, sin interrupción, el Canticum magnum de
que habla san Pablo, porque la unidad no reina en ella. En lugar de proseguir su
alabanza a través de todas las cosas en la sencillez, es necesario que reúna sin
cesar las cuerdas de su instrumento algo perdidas por todas partes.»81
4. Divinum silentium
Hay otro silencio que no
pertenece al alma introducirlo mediante su actividad propia, sino que Dios mismo
la efectúa en ella, si ella perna-
78 Cielo en la tierra, 5ª
contemplación.
79 Sal 58,10; Is 30,15.
80 Último retiro, 2º día.
81
Último retiro, 2º día.
63
nece siempre fiel, y que constituye uno de los más elevados frutos
del Espíritu Santo: el Divinum silentium del gráfico de san Juan de la Cruz. Las
potencias ya no van dispersas en busca de las cosas. El alma no sabe ya otra
cosa que Dios: es la unidad.
«¡Cuán indispensable es esta hermosa unidad
interior, al alma que quiere vivir, aquí abajo, de la vida de los
bienaventurados, es decir de los seres simples, de los espíritus! Me parece que
el Maestro se refería a eso cuando hablaba a Magdalena del unum necessarium82.
¡Cómo lo había comprendido la gran santa! El ojo de su alma iluminado por la luz
de la fe, había reconocido a su Dios bajo el velo de la humanidad y, en el
silencio, en la unidad de sus potencias, escuchaba la palabra que Él le decía.»
Podía ella cantar: «Mi alma está siempre entre mis manos»83
y también esta pequeña palabra «Nescivi.»84
Sí, ya no sabía más nada, sino a Él. Podían hacer ruido, agitarse a su
alrededor: «Nescivi». Podían acusarla: «Nescivi». Ni su honor ni las cosas
exteriores pueden hacerla salir de su silencio sagrado. Así acontece al alma que
ha entrado en el alcázar del santo recogimiento. El ojo de su alma, abierto bajo
las claridades de la fe, descubre a su Dios presente, viviendo en ella. A su
vez, ella le permanece tan presente en la hermosa simplicidad, que Él la aguarda
con solícito cuidado. Entonces pueden sobrevenir las agitaciones del exterior,
las tempestades del interior. Se puede herir su pundonor, «Nescivi». Dios puede
ocultarse, retirarle su gracia sensible: «Nescivi» y también con san Pablo: «Por
su amor lo he perdido todo.» (Flp 12,8) «Entonces el Maestro es libre, libre de
entregarse, de darse según su medida, y el alma así simplificada, unificada, se
convierte en el trono del Inmutable, puesto que la Unidad es el trono de la
Santísima Trinidad.»85
San Juan de la Cruz, en un pasaje célebre, hace alusión al silencio de la
Trinidad. «No tiene Dios Padre sino una Palabra, su Verbo. Pronúnciala en un
eterno silencio...»86 Sor
Isabel ha descubierto en ese silencio
82 Lc 10,42.
83 Sal 118,109.
84
Cant 6,11.
85 Último retiro, 2º día.
86 Esquela nº 217, en “Consignas” por
Dom Chevalier o.s.b. (Desclée,1933, p.69).
64
de
la Trinidad el ejemplar del suyo: «Que en el alma se haga un profundo silencio,
eco del que se canta en la Trinidad.»87
La unión transformadora hace entrar en ese silencio de Dios.
En el
alma todo se calla: nada ya de la tierra, no otra luz que la del Verbo, no otro
amor que el Amor eterno. El alma se reviste de las costumbres divinas. Su vida,
superando y dominando desde muy alto todas las agitaciones de lo creado,
participa de la vida Inmutable, según la palabra de sor Isabel: «Inmóvil y
apacible como si ya estuviera ella en la eternidad.»
Por un toque
especial del Espíritu Santo, uno de los más secretos, su vida es transportada a
la inmutable y silenciosa Trinidad. Todavía por la fe, aquí abajo, pero por, uno
de los más elevados efectos del don de Sabiduría, el alma vive de Dios, a la
manera de Dios, habiendo pasado toda a Él. Ya no oye más que la Palabra Eterna:
la generación del Verbo, y la Espiración del amor. Para ella el universo todo es
como si no fuera. En ese grado, el silencio es el refugio supremo del alma
frente al misterio de Dios. «De ese silencio “pleno”, “profundo” hablaba David
cuando exclamaba: “El silencio es tu alabanza.” Sí, es la más hermosa alabanza,
puesto que es la que se canta eternamente en el seno de la tranquila Trinidad.»88
Las costumbres divinas son el ejemplar de las virtudes del alma que ha
llegado a tales cumbres. Olvidadiza de sí misma y despojada de todo, en los
últimos días de su vida sor Isabel de la Trinidad se había elevado hasta allí
para buscar su ideal de silencio y de soledad en el seno de Dios. «Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.»89 «Dios, dice san
Dionisio, es el gran Solitario. Mi Maestro me pide que imite esta perfección: de
rendirle homenaje siendo una gran solitaria. El Ser divino vive en una eterna,
inmensa soledad; nunca sale de ella, aunque se interesa por las necesidades de
sus criaturas, pues nunca sale de Sí mismo, y esta soledad no es otra que su
divinidad.»90
87 Esquela a su
hermana.
88 Último retiro, 8º día.
89 Mt 5,48.
90 Último retiro, 10º
día.
65
«Para que nada me saque de ese hermoso
silencio de adentro, siempre la misma condición, el mismo aislamiento, la misma
separación, el mismo desprendimiento. Si mis deseos, mis temores, mis alegrías,
mis dolores, si todos los movimientos provenientes de esas cuatro pasiones no
están perfectamente ordenados a Dios, no será solitaria: habrá ruido en mí. Es
necesario, pues, el apaciguamiento, el sueño de las potencias, la unidad del
ser. “Oye, hija mía, presta el oído; olvida tu pueblo y la casa de tu Padre, y
el Rey se prendará de tu bellezas.”91
Me parece que este llamamiento es una invitación al silencio. Oye... presta el
oído. Pero para oír, hay que olvidar la casa de su padre, es decir todo lo que
está unido a la vida natural, esa vida de la que quiere hablar el Apóstol cuando
dice: “Si vivís según la carne, moriréis.”92
Olvidar a su pueblo, es más difícil me parece, pues ese pueblo es todo ese mundo
que forma parte de nosotros mismos: es la sensibilidad, son los recuerdos, las
impresiones, etc... el “yo” en una palabra. Hay que olvidarlo, dejarlo. Y cuando
el alma ha efectuado esta ruptura, cuando está libre de todo eso, el Rey se
prenda de su belleza, pues la belleza es la unidad, por lo menos la de Dios.»93
«El Creador, viendo el hermoso silencio que reina en su criatura,
considerándola completamente recogida en su soledad interior, queda prendado de
su belleza. La hace pasar a esa soledad inmensa, infinita, a ese lugar espacioso
cantado por el Profeta, y que no es otro que Él mismo.»94
Esa soledad suprema establece al alma en el silencio mismo de la Trinidad.
En el movimiento sublime que termina su oración, allí es donde se refugia para
sumergirse, desde este mundo, en la Tranquila e Inmutable Trinidad: «Oh Dios
mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí, para
establecerme en Vos, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la
Eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni
91 Sal 54,11.
92 Rm 8,13.
93
Último retiro, 10º día.
94 Último retiro, 11º día.
66
hacerme salir de Vos, oh mi Inmutable, pero que cada minuto me sumerja más en la
profundidad de vuestro misterio...
»...Oh mis “Tres”, mi Todo, mi
Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, me entrego a
Vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en Vos, hasta que
vaya a contemplar en vuestra Luz el abismo de vuestras grandezas.»
3. La habitación de la Trinidad
Continua.........