Liturgia Católica
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INTRODUCCIÓN A LA VIDA DEVOTA
SAN FRANCISCO DE SALES
Primera parte
Segunda parte de la Introducción
a la vida devota
CAPÍTULO XIX
DE LA SANTA CONFESIÓN
Nuestro Salvador ha dejado a su Iglesia el sacramento de la
Penitencia y la confesión para que en él nos purifiquemos de nuestras
iniquidades, siempre que por ellas seamos mancillados. No permitas,
pues, Filotea, que tu corazón permanezca mucho tiempo manchado por el
pecado, pues tienes un remedio tan a mano y tan fácil. La leona, que se
ha acercado al leopardo, corre presto a lavarse, para sacar de sí el mal
olor que este contacto ha dejado en ella, a fin de que, cuando llegue, el
león no se sienta, por ello, ofendido e irritado; el alma que ha
consentido en el pecado ha de tener horror de sí misma y ha de lavarse
cuanto antes, por el respeto que debe a la divina Majestad, que le está
mirando. ¿Por qué, pues, hemos de morir de muerte espiritual, teniendo,
como tenemos, un remedio tan excelente?
Confiésate devota y
humildemente cada ocho días, aunque la conciencia no te
acuse de ningún pecado mortal; de esta manera, en la confesión, no solo
recibirás la absolución de los pecados veniales que confieses, sino
también una gran fuerza para evitarlos en adelante, una gran luz para
saberlos conocer bien y una gracia abundante para reparar todas las
pérdidas por ellos ocasionados. Practicarás la virtud de la humildad, de
la obediencia, de la simplicidad y de la caridad, y, en este solo acto
de la confesión, practicarás más virtudes que en otro alguno.
Ten siempre un verdadero disgusto por los pecados confesados, por
pequeños que sean, y haz un firme propósito de enmendarte en adelante.
Muchos confiesan los pecados veniales por costumbre y como por
cumplimiento, sin pensar para nada en su enmienda, por lo que andan,
durante toda su vida, bajo el peso de los mismos, y, de esta manera,
pierden muchos bienes y muchas ventajas espirituales. Luego, si
confiesas que has mentido, aunque sea sin daño de nadie, o que has dicho
alguna palabra descompuesta, o que has jugado demasiado, arrepiéntete y
haz el propósito de enmendarte; porque es un abuso, confesar un pecado
mortal o venial sin querer purificarse de él, pues la confesión no ha
sido instituida más que para esto.
No hagas tan solo ciertas
acusaciones superfluas, que muchos hacen por rutina: no he amado a Dios
como debía; no he rezado con la debida devoción; no he amado al prójimo cuál conviene; no he recibido los sacramentos con la reverencia que se
requiere, y otras cosas parecidas. La razón es, porque, diciendo esto,
nada dices, en concreto, que pueda dar a conocer a tu confesor el estado
de tu conciencia, pues todos los santos del cielo y todos los hombres de
la tierra podrían decir lo mismo, si se confesaran. Examina, pues, de
qué cosas, en particular, hayas de acusarte, y, cuando las hubieres
descubierto, acúsate de las faltas cometidas, con sencillez e
ingenuidad. Te acusas, por ejemplo, de que no has amado al prójimo como
debías; ¿lo haces porque has encontrado un pobre necesitado, al cual
podías socorrer y consolar, y no has hecho caso de él? Pues bien,
acúsate de esta particularidad y di: he visto un pobre necesitado, y no
lo he socorrido como podía, por negligencia, o por dureza de corazón, o
por menosprecio, según conozcas cuál sea el motivo del pecado. Asimismo,
- no te acuses, en general, de no haberte encomendado a Dios con la
devoción que debías; sino que, si has tenido distracciones voluntarias o no, has tenido cuidado en elegir el lugar, el tiempo y la compostura
requerida para estar atento en la oración, acúsate de ello
sencillamente, según sea la falta, sin andar con vaguedades, que nada
importan en la confesión.
No te limites a decir los pecados
veniales en cuanto al hecho; antes bien, acúsate del motivo que te ha
inducido a cometerlos. No te contentes con decir que has mentido sin
dañar a nadie; di si lo has hecho por vanagloria, para excusarte o
alabarte, en broma o por terquedad. Si has pecado en las diversiones, di
si te has dejado llevar del placer en la conversación, y así de otras
cosas. Di si has persistido mucho en la falta, pues, generalmente, la
duración acrecienta el pecado, porque es mucha la diferencia entre una
vanidad pasajera, que se habrá colado en nuestro espíritu por espacio de
un cuarto de hora, y aquella en la cual se habrá recreado nuestro
corazón, durante uno, dos o tres días. Por lo tanto, conviene decir el
hecho, el motivo y la duración de los pecados, pues, aunque,
ordinariamente, no tenemos la obligación de ser tan meticulosos en la
declaración de los pecados veniales, ni nadie está obligado a
confesarlos, no obstante, los que quieren purificar bien sus
almas, para llegar más fácilmente a la santa devoción, han de
ser muy diligentes en dar a conocer al médico espiritual el mal, por
pequeño que sea, del cual desean ser curados.
No dejes de decir
nada de lo que sea conveniente para dar a conocer la calidad de la
ofensa, como el motivo por el cual te has puesto airada o por el cual
has permitido que alguna persona perseverase en su vicio. Por ejemplo,
un hombre que me es antipático me dice en broma, alguna ligereza; yo lo
llevo a mal y me pongo airada; en cambio, si otro, con quien simpatizo,
me dice algo peor, lo recibiré bien. No me olvidaré, pues, de decir: he
pronunciado algunas palabras airadas contra una persona, porque me ha
enojado por una cosa que me ha dicho, más no por la clase de palabras,
sino porque me es antipática. Y, si es necesario particularizar las
frases que hubieses dicho, para explicarte mejor, harás bien en
decirlas, porque, acusándote ingenuamente, no solo descubres los pecados
cometidos, sino también las malas inclinaciones, las costumbres, los
hábitos y las demás raíces del pecado, con lo que el padre espiritual
adquiere un conocimiento más perfecto del corazón que trata y de los
remedios que necesita. Conviene, empero, en cuanto sea posible, no
descubrir la persona que haya cooperado a tu pecado.
Vigila
sobre una infinidad de pecados que, con mucha frecuencia, viven y se
enseñorean insensiblemente de la conciencia, porque así los confesarás
mejor y te purificarás de ellos; con este objeto, lee atentamente los
capítulos VI, XXXVII, XXVIII, XXIX, XXXV y XXXVI de la tercera parte y
el capítulo v III de la cuarta parte.
No cambies fácilmente de
confesor, sino, una vez hayas elegido uno, continúa dándole cuenta de
conciencia, los días destinados a ello, confesándole ingenua y
francamente los pecados que hubieres cometido, y, de vez en cuando, por ejemplo, cada mes, o cada dos meses, dale también cuenta del estado de
tus inclinaciones, aunque no te hayan inducido ha pecado, como si te
sientes atormentado por la tristeza o por el tedio, o si te dejas
dominar por la alegría, por los deseos de adquirir riquezas o por otras
parecidas inclinaciones.
Dios te salve Santa María, reina de los confesores; Ruega por
nosotros.
Cristiano Católico 15-12-2012