Liturgia Católica
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Tercera parte de la Introducción
a la vida devota
CAPÍTULO XXIII
DE LOS EJERCICIOS DE LA MORTIFICACIÓN EXTERIOR
Los que entienden en cosas rústicas y campestres aseguran que si
se escribe una palabra sobre una almendra bien entera, y después se
encierra ésta de nuevo en la cáscara, bien colocada y cerrada con todo
cuidado, y se planta de esta manera, todo el fruto que el árbol
producirá después, llevará igualmente escrito y grabado el mismo nombre,
En cuanto a mí, Filotea, nunca he podido aprobar el método de aquellos
que, para reformar al hombre, empiezan por el exterior, por el porte,
por los vestidos, por los cabellos.
Muy al contrario, me
parece que es menester comenzar por el interior: «Convertíos a Mí de
todo corazón», nos dice Dios: «Hijo mío, dame tu corazón»; porque así,
siendo el corazón la fuente de los actos, son éstos lo que aquél es. El
divino Esposo, al convidar al alma, le dice: «Ponme un sello sobre tu
corazón, como un sello como sobre tu brazo». Sí, ciertamente, pues
cualquiera persona que tenga a Jesucristo en su corazón, lo tiene
también en todas sus acciones exteriores.
Por esto, amada
Filotea, he querido, ante todo, grabar y escribir en tu corazón este
santo y sagrado: VIVA JESÚS, bien convencido de que, después de esto, tu
vida, que proviene de tu corazón, como el almendro de la almendra,
producirá todos los actos, que son sus frutos, escritos y grabados con
el mismo nombre de salvación, y que, tal como vivirá Jesús en tu
corazón, vivirá también en todas tus exterioridades, y se manifestará en
tus ojos, en tu boca, en tus manos y aun en tus cabellos, y podrás decir
santamente, a imitación de San Pablo: «Vivo yo, mas no soy yo quien
vivo, sino que Jesucristo vive en mí».
En una palabra: el que ha ganado
el corazón del hombre ha ganado a todo el hombre. Pero este mismo
corazón, por el cual queremos comenzar, requiere que se le instruya
acerca de cómo ha de regular su manera de conducirse y su porte
exterior, a fin de que, no sólo se vea en él la santa devoción, sino
también una gran prudencia y discreción. Con este fin, voy a hacerte
algunas advertencias.
Si puedes soportar el ayuno, harás bien
en ayunar algunos días, además de los prescritos por la Iglesia; porque,
aparte del efecto ordinario del ayuno, que es elevar el espíritu,
refrenar la carne, practicar la virtud y alcanzar una mayor recompensa
en el cielo, es un gran bien conservar el propio dominio sobre la
glotonería, y tener el instinto sexual y el cuerpo sujetos a la ley del
espíritu, y, aunque no sean muchos los ayunos, no obstante el enemigo
nos teme más cuando conoce que sabemos ayunar. Los miércoles, viernes y
sábados son los días en los cuales los antiguos cristianos más se
ejercitaban en la abstinencia; escoge, pues, algunos de estos días para
ayunar, según te lo aconsejen tu devoción y la discreción de tu
director.
De buen grado diré aquello que San Jerónimo decía a
la buena dama Leta: «Mucho me desagradan los ayunos largos e
inmoderados, sobre todo en aquellos que se hallan en edad todavía
tierna. He aprendido, por experiencia, que el potro, cuando está cansado
de andar, busca la manera de escabullirse»; es decir, el joven
debilitado por el exceso en los ayunos, fácilmente degenera en la
molicie.
En dos ocasiones corren mal los ciervos: cuando están demasiado
cargados de grasa y cuando están demasiado flacos. Nosotros estamos muy
expuestos a las tentaciones, cuando nuestro cuerpo está demasiado
nutrido y cuando está demasiado débil, porque lo primero lo vuelve
insolente a causa de su vigor, y lo segundo lo vuelve desesperado a
causa de su flaqueza; y, así como nosotros a duras penas podemos llevar
el cuerpo cuando está demasiado grueso, tampoco él puede llevarnos a
nosotros cuando está demasiado flaco. La falta de esta moderación en los
ayunos, disciplinas, cilicios y austeridades inutiliza para el servicio
de la caridad los mejores años de muchos, como sucedió al mismo San
Bernardo, que, después, se arrepintió de haber sido demasiado austero;
y, en el mismo grado en que han maltratado el cuerpo en los comienzos,
se ven obligados a halagarlo después. ¿No sería mejor darle un trato
justo y proporcionado a las cargas y trabajos a que esté obligado por su
condición?
El ayuno y el trabajo rinden y abaten la carne. Si
el trabajo que haces te es muy necesario o es muy útil para la gloria de
Dios, prefiero que sufras la penalidad del trabajo que la del ayuno;
éste es el sentir de la Iglesia, la cual, por consideración a los
trabajos útiles al servicio de Dios y del prójimo, exime a los que los
hacen aun del ayuno de precepto. Uno se mortifica ayunando, otro
sirviendo a los enfermos, visitando a los presos, confesando,
predicando, asistiendo a los desolados, orando y con otros ejercicios
semejantes; esta mortificación vale más que aquélla, porque, además de
refrenar, como ella, produce frutos mucho más deseables. Por lo tanto,
en general, es preferible guardar las fuerzas corporales más de lo
necesario, que agotarlas más de lo que conviene, pues podemos abatirlas
siempre que queremos, mas no repararlas siempre que es necesario.
Me parece que hemos de sentir mucha reverencia por el aviso que
nuestro Salvador y Redentor Jesús dio a sus discípulos: «Comed lo que os
pongan delante». Creo que es mayor virtud comer, sin elegir lo que te
presenten y por el mismo orden que te lo den, ya sea de tu agrado, ya no
lo sea, que escoger siempre lo peor. Porque, aunque esta manera de vivir
parece más austera, no obstante la otra exige más resignación, pues, por
ella, no sólo se renuncia al propio gusto, sino también a escoger, y,
ciertamente, no es pequeña austeridad doblegar siempre el propio gusto
al gusto de los demás y tenerlo sujeto a las circunstancias, tanto más
cuanto que esta clase de mortificación no es aparatosa, ni molesta para
nadie, y muy apropiada a la vida social.
Rechazar unos manjares para
tomar otros, picar y gustarlo todo, no encontrar nunca cosa alguna bien
hecha ni limpia, quejarse a cada momento.... todo esto delata un corazón
goloso y demasiado atento a los platos y a los manjares. Más dice en
favor de San Bernardo que bebiese, sin darse cuenta, aceite en lugar de
agua o vino, que si, a sabiendas, hubiese bebido agua de ajenjos; porque
era señal de que no pensaba en lo que bebía. Y, en este descuido de lo
que se ha de comer o beber, consiste la práctica perfecta de esta
sagrada advertencia: «Comed lo que os pongan delante.
No obstante,
exceptúo los manjares que perjudican a la salud o que ponen enfermizo al
espíritu, como son, para muchos, los manjares calientes o picantes,
alcohólicos o flatulentos, y exceptúo también algunas ocasiones en las
cuales la naturaleza necesita ser recreada o alentada, para poder
soportar algún trabajo para la gloria de Dios.
Una constante
y moderada sobriedad vale más que las abstinencias violentas, hechas de
tarde en tarde y con treguas de gran relajación.
La
disciplina posee una virtud maravillosa para despertar el deseo de la
devoción, si se toma de una manera moderada. El cilicio refrena
poderosamente el cuerpo, pero su uso no es indicado para los casados ni
para las complexiones delicadas, ni para los que han de soportar grandes
calamidades. Es verdad que, en los días más indicados para la
penitencia, se puede hacer uso de él, pero siempre con el consejo de un
confesor discreto.
Es menester emplear la noche en dormir,
tanto como sea necesario, para poder velar muy útilmente de día, cada
uno según su complexión. Y, como quiera que la Sagrada Escritura, en
muchos lugares, el ejemplo de los santos y la razón natural nos
recomiendan, en gran manera, el madrugar, por ser este tiempo el mejor y
el más fructuoso de nuestro día, y el mismo Nuestro Señor es llamado sol
naciente, y la Santísima Virgen alba del día, creo que es una virtud
acostarse temprano, por la noche, para poder despertarse y levantarse
muy de mañana. Ciertamente, esta hora es la más agradable, la más dulce
y la menos embarazosa; aun los pájaros, en ella, nos invitan a
despertarnos y a alabar a Dios: así, pues, el madrugar es útil a la
salud y a la santidad.
Balaán iba, montado en su asna, al
encuentro de Balac. Mas, como que no obraba con rectitud de intención,
le esperó en el camino el ángel con una espada para matarle. La asna,
que veía al ángel, se detuvo pertinazmente por tres veces; Balaán no
cesaba de golpearla cruelmente a bastonazos, para obligarla a andar,
hasta que, a la tercera vez, la asna, agachándose, con Balaán montado
encima, le habló, por un milagro, y le dijo: «¿ Qué te he hecho yo? ¿Por
qué me has golpeado ya tres veces?» Y enseguida se le abrieron a Balaán
los ojos, y vio al ángel el cual le dijo: «¿Por qué has pegado a tu
asna? Si ella no hubiese retrocedido delante de mí, yo te hubiera muerto
y hubiera salvado a ella». Entonces dijo Balaán al ángel: «Señor, he
pecado, porque no sabía que te hubieses puesto frente a mí, en el
camino». ¿Lo ves Filotea? Balaán es la causa del mal, pega y da de
bastonazos a la pobre asna, que no tiene ninguna culpa.
Así
ocurre, con frecuencia, en nuestras cosas: porque tal esposa ve a su
marido o a su hijo enfermo, acude, al instante, al ayuno, al cilicio, a
la disciplina, como lo hizo David en semejante ocasión. ¡Ah querida
amiga! tú azotas a la pobre asna, castigas tu cuerpo, y él no es
responsable de tu mal, ni de que Dios tenga la espada desenvainada
contra ti; castiga tu corazón, que es idólatra de este esposo, y que
tolera mil defectos en el hijo y le induce al orgullo, a la vanidad y a
la ambición.
Tal hombre ve que, con frecuencia, cae en la bajeza del
pecado de lujuria: el remordimiento interior se pone delante de su
conciencia, con la espada en la mano, para atravesarlo con un santo
temor; y, al momento, reaccionando en su corazón, exclama: « ¡Ah carne
envilecida! ¡Ah cuerpo desleal! ¡Cómo me habéis hecho traición! » y he
aquí que, enseguida, comienza a mortificar a esta carne con ayunos
inmoderados, con disciplinas excesivas, con cilicios insoportables. ¡Ah
pobre alma! Si tu carne pudiese hablar, como la burra de Balaán, te
diría: ¿ Por qué me pegas, miserable? Es sobre ti, alma mía, que Dios
descarga su ira; eres tú la criminal. ¿Por qué me induces a malas
conversaciones? ¿Por qué aplicas mis ojos, mis manos, mis labios a las
deshonestidades? ¿Por qué me perturbas con imaginaciones perversas? Ten
pensamientos buenos, y yo no tendré movimientos malos; trata con
personas honestas, y yo no seré excitada por su concupiscencia.
¡Ah!
eres tú la que me arrojas al fuego, y, después, quieres que no arda;
tiras pavesas a los ojos, y no quieres que se inflamen». Y Dios te dice,
indudablemente, en estas ocasiones: «Castiga, rompe, acuchilla, despoja
principalmente tu corazón, ya que es contra él que se ha encendido mi
enojo». Es cierto que para curar la comezón no es tan necesario lavarse
y bañarse como purificar la sangre y refrescar el hígado; así también,
para curar nuestros defectos, bueno es mortificar la carne, pero, ante
todo, es necesario purificar nuestros afectos y refrescar nuestros
corazones. Ahora bien, en todo y por todas partes, de ninguna manera se
han de emprender austeridades corporales sin el consejo de nuestro guía.
Ave María Purísima
Cristiano Católico 18-12-2012 Año de la Fe
Vida Devota
Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de
la Santísima Virgen María