Liturgia Católica
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Tercera parte de la Introducción a la vida devota
CAPÍTULO XXVIII
DE LOS JUICIOS TEMERARIOS
«No juzguéis y no seréis juzgados -dice el Salvador de nuestras almas-; no
condenéis y no seréis condenados». No, dice el santo Apóstol, «no juzguéis antes
de tiempo, hasta que el Señor venga, el cual revelará el secreto de las
tinieblas y manifestará los consejos de los corazones». ¡Oh! ¡Cuánto desagradan
a Dios los juicios temerarios! Los juicios de los hijos de los hombres son
temerarios, porque ellos no son jueces los unos de los otros, y, al juzgar,
usurpan el oficio de Dios nuestro Señor; son temerarios, porque la principal
malicia del pecado depende de la intención y del designio del corazón, que, para
nosotros, es el secreto de las tinieblas; son temerarios, porque cada uno tiene
harto trabajo en juzgarse a sí mismo, sin que necesite ocuparse en juzgar al
prójimo.
Para no ser juzgados, es menester también no juzgar a los demás, y que
nos juzguemos a nosotros mismos; porque, si Nuestro Señor nos prohíbe una de
estas cosas, el Apóstol afirma la otra, diciendo: «Si nos juzgásemos a nosotros
mismos, no seríamos juzgados». Más, ¡ay!, que hacemos todo lo contrario; porque
no cesamos de hacer lo que nos está prohibido, juzgando al prójimo a diestro y
siniestro, y nunca hacemos lo que nos está mandado, que es juzgarnos a nosotros
mismos.
Según sean las causas de los juicios temerarios, han de ser los remedios. Hay
corazones agrios, amargos y ásperos de natural, que agrían y amargan todo lo que
reciben, y, como dice el profeta, «convierten el juicio en ajenjos», no juzgando
jamás al prójimo si no es con todo rigor y dureza; estos tienen mucha necesidad
de caer en las manos de un buen médico espiritual, pues esta amargura de corazón
es muy difícil de vencer, por lo mismo que es algo contranatural; y, aunque esta
amargura no sea pecado, sino solamente una imperfección; es, no obstante,
peligrosa, porque hace que entre y reine en el alma el juicio temerario y la
maledicencia.
Algunos hay que juzgan temerariamente, no por amargura, sino por
orgullo, y les parece que, a medida que rebajan el honor de los demás, encumbran
el propio; espíritus arrogantes y presuntuosos, se admiran a sí mismos y suben
tan alto en su propia estima, que todo lo demás les parece pequeño y bajo: «Yo
no soy como los demás hombres», decía aquel necio fariseo.
Algunos no tienen este orgullo manifiesto, si no solamente sienten como una
complacencia en considerar el mal del prójimo, para saborear y hacer saborear
más dulcemente el bien contrario del cual se creen dotados; y esta complacencia
es tan secreta e imperceptible, que si no se tiene muy buena la vista, no se
descubre, y los mismos que la sienten no la conocen, si no se la muestran.
Otros, queriendo adularse y excusarse consigo mismos y atenuar los
remordimientos de su conciencia, se apresuran a pensar que los demás padecen del
vicio al cual ellos se han entregado, o de otro mayor, y les parece que la
multitud de criminales hacen su pecado menos censurable.
Otros se entregan al
juicio temerario por el solo placer que hallan en adivinar y filosofar acerca de
las costumbres y humor de las demás personas, a manera de ejercicio ingenioso,
y, si por desgracia aciertan alguna vez en sus juicios, la audacia y el prurito
de continuar crece tanto, que harto trabajo hay en corregirles. Otros juzgan por
pasión, y siempre piensan bien del que aman, y mal del que aborrecen, fuera del
caso sorprendente y, no obstante, verdadero, en que el exceso de amor induce a
juzgar mal al que amamos: efecto monstruoso, procedente de un amor impuro,
imperfecto, desequilibrado y enfermo, que son los celos, los cuales, como todo
el mundo sabe, por una sencilla mirada, por la sonrisa más insignificante del
mundo, condenan a las personas de perfidia y de adulterio. Finalmente, el temor,
la ambición y otras parecidas flaquezas de espíritu contribuyen, con frecuencia,
al nacimiento de la sospecha y del juicio temerario.
Más, ¿qué remedios hay? Los que beben el jugo de la hierba ofiusa de Etiopía,
por todas partes ven serpientes y cosas espantosas; los que han bebido orgullo,
envidia, ambición, odio, nada ven que no les parezca malo o digno de
condenación; aquellos, para curarse, han de beber vino de palmera, y yo digo lo
mismo de estos: bebed cuanto podáis el vino sagrado de la caridad; él os
liberará de estos malos humores, que os hacen hacer estos juicios torcidos. Tan
lejos está la caridad de ir en busca del mal, que teme encontrarlo, y cuando lo
encuentra, vuelve el rostro hacia otra parte y lo disimula, y cierra los ojos
para no verlo, al primer rumor que percibe, y después, con una santa
simplicidad, cree que no era el mal, sino alguna sombra o fantasma del mal;
porque, sí, por fuerza, se ve obligada a reconocer que es el mismo mal se aleja
al instante, y procura olvidarse aún de su figura.
La caridad es la mejor medicina contra las enfermedades, y de un modo especial
contra esta. Todas las cosas parecen amarillas a los ojos de los que padecen
ictericia, y dicen que, para curarse de este mal, hay que llevar la celidonia
debajo de la planta de los pies. El vicio del juicio temerario es una especie de
ictericia espiritual, que hace que todas las cosas parezcan malas a los ojos de
los que están atacados de ella; pero el que quiera curar de esta dolencia ha de
aplicar este remedio, no a los ojos ni al entendimiento; sino a los afectos, que
son los pies del alma: si tus afectos son dulces, tu juicio será dulce; y si tus
afectos son caritativos, tu juicio será caritativo.
He aquí tres ejemplos admirables. Isaac había dicho que Rebeca era su hermana.
Abimelec vio que jugaba con ella y que la acariciaba tiernamente, y juzgó
enseguida que era su mujer: un ojo maligno hubiera creído que era su concubina,
o que, si era su hermana, se trataba de un incesto; pero Abimelec tomó el
partido más conforme con la caridad que podía tomar en aquellas circunstancias.
Es necesario, Filotea, que siempre obres de esta manera, en cuanto te sea
posible, y, si una acción tiene mil aspectos, es menester mirarla bajo el punto
de vista mejor. Nuestra Señora estaba encinta, y San José lo veía claramente; más, como quiera que, por otra parte, sabía que era toda pura, toda santa, toda
angelical, no pudo creer que hubiese concebido contra sus deberes, y se decidió
a alejarse de ella y a dejar el juicio a Dios. Aunque los indicios fueron muy
poderosos para hacerle formar un mal concepto acerca de aquella virgen, jamás
quiso juzgarla.
¿Por qué? Porque, como dice el Espíritu de Dios, era justo: el
hombre justo, cuando no puede juzgar ni el acto ni la intención de aquel a
quien, por otra parte, conoce como hombre de bien, no quiere en ningún caso
juzgarle, sino que lo aparta de su mente y se remite al juicio de Dios. El
Salvador crucificado, como no pudiese excusar el pecado de los que le
crucificaban, atenuó, a lo menos, su malicia, alegando su ignorancia. Cuando
nosotros no podamos excusar el pecado, hagámoslo, a lo menos, digno de
compasión, atribuyéndolo a la causa más excusable que pueda tener, tal como la
ignorancia o la flaqueza.
Pero, ¿nunca podemos juzgar mal al prójimo? No, ciertamente; jamás. Es Dios,
Filotea, quien juzga a los criminales con justicia. Es verdad que, para hacerse
oír de ellos, se sirve de la voz de los magistrados: estos son sus ministros y
sus intérpretes, y, como oráculos suyos, no pueden decir sino lo que Él les
enseña, y, si por seguir sus propias pasiones, lo hacen de otra manera, entonces
son ellos los que de verdad juzgan y, por consiguiente, serán juzgados, porque
está prohibido a los hombres, en calidad de tales, juzgar a los demás.
Ver o conocer una cosa no es juzgarla, porque el juicio, a lo menos según la
frase de la Escritura, supone alguna dificultad grande o pequeña, verdadera o
aparente, que es necesario vencer; por esto nos dice que «l os que no creen
están ya juzgados», porque ya no cabe duda acerca de su condenación. No es malo,
pues, dudar del prójimo, porque no está prohibido dudar, sino juzgar; no está,
empero, permitido dudar ni sospechar, sino en la medida en que obliguen a ello
los argumentos o las razones; de lo contrario, las sospechas son temerarias. Si
algún ojo malicioso hubiese visto a Jacob cuando besaba a Raquel junto al pozo,
o hubiese visto a Rebeca cuando aceptaba los brazaletes y los pendientes de
Eliezer, hombre desconocido en aquella región, hubiera pensado mal de aquellos
dos modelos de castidad, pero sin razón ni fundamento; porque, cuando una acción
es de suyo indiferente en sí misma, es una sospecha temeraria sacar de ella
malas consecuencias, a no ser que sean muchas las circunstancias que den fuerza
al argumento. También es un juicio temerario sacar consecuencias de un solo acto
para desacreditar a una persona; más esto lo explicaré después con más claridad.
Finalmente, los que andan con mucho tiento en las cosas que atañen a la
conciencia no suelen ser esclavos del juicio temerario; porque, así como las
abejas, al ver la niebla o el cielo cubierto, se retiran a sus colmenas para
fabricar la miel, de la misma manera los pensamientos de las almas buenas no se
paran en los objetos embrollados ni en las acciones nebulosas de los prójimos,
sino que, para evitar el dar con ellas, se recogen dentro de su corazón, para
formar en él los buenos propósitos de su propia enmienda. Es propio de las almas
inútiles el ocuparse en el examen de las vidas ajenas.
Exceptúo a los que tienen cargo de los demás, así en la familia como en el
Estado; porque una buena parte de los deberes de su conciencia consiste en mirar
y en velar por los demás. Cumplan, pues, con su cometido amorosamente, y, hecho
esto, velen por sí mismos en esta materia.
Ave María Purísima
Cristiano Católico 19-12-2012 Año de la Fe
Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de
la Santísima Virgen María