Liturgia Católica
home
INTRODUCCIÓN A LA VIDA DEVOTA
SAN FRANCISCO DE SALES
Primera parte
Tercera parte de la Introducción
a la vida devota
CAPÍTULO III
DE LA PACIENCIA
«Es menester que tengáis paciencia, para que, cumpliendo la
voluntad, de Dios, alcancéis su promesa», dice el Apóstol. Sí, porque,
como había dicho el Salvador, «en vuestra paciencia, poseeréis vuestras
almas». Este es el gran bien del hombre, Filotea: poseer su alma; y,
conforme es más perfecta nuestra paciencia, más perfectamente también
poseemos nuestras almas. Recuerda, con frecuencia, que Nuestro Señor nos
ha salvado sufriendo y aguantando, y que, así mismo, nosotros hemos de
conseguir nuestra salvación con los sufrimientos y aflicciones,
aguantando las injurias, contradicciones y penas, con toda la suavidad
que nos sea posible.
No limites tu paciencia a tal o cual
clase de injurias y de aflicciones, si no extiéndela universalmente a
todas las que Dios te envíe o permita que te sobrevengan. Algunos hay
que solo quieren sufrir las tribulaciones que son honrosas, como, por
ejemplo, ser heridos o caer prisioneros en la guerra, ser maltratados a
causa de su fe, empobrecerse por algún pleito después de haberlo ganado; más estos no aman la tribulación, sino la honra que acarrea. El
verdadero paciente y siervo de Dios, de la misma manera sufre las
tribulaciones vinculadas a la ignominia, que las honrosas. Ser
despreciado, reprendido y acusado por los malos, no es sino dulzura para
un hombre de carácter; pero ser reprendido, acusado y maltratado por las
personas de bien, por los amigos, por los padres, he aquí donde está el
mérito. Es más digna de estima la mansedumbre con que San Carlos
Borromeo soportó, durante mucho tiempo, las públicas reprensiones que un
gran pecador, de una Orden extremadamente reformada, lanzaba contra él
desde los púlpitos, que la paciencia con que toleró los ataques de todos
los demás. Porque, así como las picaduras de abejas escuecen más que las
de las moscas, así el daño que recibimos de las personas buenas y la
contradicción de que estas nos hacen objeto, son más insoportables que
las de los demás, y ocurre, con frecuencia, que dos hombres de bien,
llenos de buena intención, con motivo de diversidad de opiniones, se
causan mutuamente grandes contradicciones y persecuciones.
Seas paciente, no solo en lo más grande y principal de las aflicciones
que te sobrevengan, sino también en lo accesorio y accidental que de
ellas se deriva. Muchos querrían soportar algún mal, pero sin sentir la
molestia. «Poco me importaría, dice uno, haberme empobrecido, si no fuese, porque esto me privará de servir a mis amigos, de educar a mis
hijos y de vivir de una manera honrosa, según quisiera». Y otro dirá:
«Yo no me apuraría, si no fuese porque el mundo creerá que esto ha
ocurrido por mi culpa». Otro fácilmente se conformaría con paciencia,
que hablasen mal de él, con tal que nadie creyese al calumniador. Otros
quisieran sufrir algunas molestias del mal, pero no todas; no se
impacientan, dicen, porque están enfermos, sino porque no tienen
recursos para hacerse cuidar, o bien por las molestias que causan a los
que les rodean. Más yo digo, Filotea, que hay que tener paciencia, no solo para estar enfermo, sino también para tener la enfermedad que Dios
quiere, donde quiere, entre las personas que quiere y con las
incomodidades que quiere, y así de todas las otras tribulaciones.
Cuando te sobrevenga algún mal, procura combatirlo, según la voluntad de
Dios, porque obrar de otra manera sería tentar a su divina Majestad;
pero, después, espera con entera resignación el resultado que Dios
permita. Si Él quiere que los remedios venzan al mal, le darás las
gracias con humildad; pero, si le place que el mal sea más fuerte que
los remedios, bendícelo también con paciencia. Soy del parecer de San
Gregorio: si eres acusada justamente, por alguna culpa que hayas
cometido, humíllate mucho, reconócete merecedora de la acusación que
contra ti se ha hecho. Si la acusación es falsa, excúsate con dulzura,
negando que seas culpable, porque te obliga a ello la reverencia a la
verdad y la edificación del prójimo; pero, si después de tu verdadera y
legítima excusa, persiste la acusación, no te perturbes en manera
alguna, ni te esfuerces en hacer aceptar tus razones, porque, una vez
hayas cumplido tu deber con la verdad, has de cumplirlo con la humildad.
Quéjate tan poco como puedas de las injurias que te hagan, porque es
cosa cierta que, ordinariamente, el que suele quejarse peca, porque el
amor propio siempre exagera las injurias; pero, sobre todo, no te
lamentes en presencia de personas inclinadas a indignarse y a pensar
mal. Y, si fuese conveniente desahogarte con alguien, ya para poner
remedio a la ofensa, ya para calmar tu espíritu, hazlo con almas
tranquilas y que amen mucho a Dios, porque de otra manera, en lugar de
dar descanso a tu corazón, provocarán mayores inquietudes; en lugar de
arrancar la espina que te hiere, la clavarán más fuertemente en tu pie.
Muchos, cuando están enfermos, o cuando han sido afligidos o
agraviados por alguien, se guardan mucho de quejarse y de mostrarse
resentidos, porque les parece (y es cierto) que esto denota
evidentemente una gran falta de energía y de generosidad; pero desean,
en gran manera, y buscan, con mil rodeos, que todos les compadezcan, que
tengan mucha lástima de ellos y que se les considere, no solamente
afligidos, sino también pacientes y animosos. Claro está que esto es
paciencia, pero es una paciencia falsa, la cual bien considerada, no es
más que una muy delicada y muy fina ambición y vanidad: «Estos tienen
gloria -dice el Apóstol---, pero no delante de Dios». El verdadero
paciente no se queja del mal, ni desea que le compadezcan; habla de él
con ingenuidad, verdad y sencillez, sin lamentarse, sin quejarse, sin
exagerar, y, si le compadecen, lo tolera pacientemente, a no ser que le
compadezcan de un mal que no tiene; porque, entonces, declara
modestamente que no padece mal, y, si lo tiene, permanece con aire
tranquilo entre la verdad y la paciencia, reconociéndolo, pero sin
quejarse.
En las contradicciones que sobrevendrán en el
ejercicio de la devoción (porque no faltarán), acuérdate de las palabras
de Nuestro Señor: «La mujer, cuando está de parto, padece grandes
angustias; pero, al ver a su hijo nacido, las olvida, porque ha dado un
hombre al mundo». Tú has concebido en tu alma al más digno hijo del
mundo, que es Jesucristo. Antes de que se forme del todo, forzosamente
sentirás angustias: pero ten valor, porque, una vez pasados estos
sufrimientos, te quedará el gozo eterno de haber dado a luz un tal
hombre; Él permanecerá enteramente formado en tu corazón y en tus obras
por la imitación de su vida.
Cuando estés enferma, ofrece
todos tus dolores, penas, y angustias al servicio de Nuestro Señor, y
suplícale que los una a los tormentos que sufrió por ti. Obedece al
médico: toma los medicamentos, los alimentos y los otros remedios por
amor de Dios y acuérdate de la hiel que tomó por amor nuestro. Desea
curarte para servirle; pero no rehúses agravarte para obedecerle, y
disponte a morir, si así le place, para alabarle y gozarle. Acuérdate de
que las abejas, cuando fabrican la miel, viven y se alimentan de cosas
muy amargas y que, de la misma manera, nosotros nunca podemos hacer
actos de mayor dulzura y paciencia, ni arreglar mejor la miel de las más
excelentes virtudes, que comiendo el pan de amargura y viviendo de
angustias. Y, así como la miel extraída de la flor del tomillo, hierba
pequeña y amarga, es la mejor de todas, así la virtud, que se ejercita
en las amarguras de las más viles, bajas y abyectas tribulaciones, es la
más excelente de todas.
Contempla, con frecuencia, con los
ojos interiores, a Jesucristo crucificado, despojado, blasfemado,
calumniado, abandonado, y, finalmente, saturado de toda clase de
angustias, de tristezas y de trabajos, y considera que todos tus
sufrimientos, ni en calidad, ni en cantidad, no pueden, en manera
alguna, compararse con los suyos, y que jamás padecerás tú por Él cosa
alguna, que equivalga a lo que Él ha sufrido por ti. Considera las penas
que sufrieron los mártires y las que sufren tantas personas, más graves,
sin comparación, que las que a ti te afligen, y di: « ¡ Ah, Señor!, mis
trabajos son consuelos y mis penas son rosas, comparadas con las de
aquellas personas que viven en una muerte continua, sin socorro, sin
asistencia, sin alivio, cargadas de aflicciones infinitamente mayores».
Ave María Purísima
Cristiano Católico 15-12-2012