Liturgia Católica
home
Tercera parte de la Introducción
a la vida devota
CAPÍTULO V
DE LA HUMILDAD MÁS INTERIOR
Pero tú,
Filotea, deseas que te conduzca más adelante por el camino de la
humildad, pues todo lo que te he dicho es más bien prudencia que
humildad; ahora, pues, iremos más allá. Muchos no quieren ni se atreven
a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha hecho en particular,
temerosos de sentir vanagloria y complacencia, en lo cual, ciertamente,
se engañan, porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el verdadero
medio para alcanzar el amor de Dios, es la consideración de sus
beneficios; cuanto más los conozcamos, más le amaremos; y como que los
beneficios particulares mueven más que los comunes, deben ser
considerados con más atención.
A la verdad, nada Puede
humillarnos tanto delante de la misericordia de Dios como la
consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante
de su justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que
Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así
como pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también
minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo que Dios ha
puesto de bueno en nosotros nos hinche, mientras tengamos bien presente
esta verdad: que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor!
¿Dejan los mulos de ser animales pesados y mal olientes, por el hecho de
llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados del príncipe? ¿Qué
tenemos de bueno, que no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido, ¿por
qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la consideración viva de
las gracias recibidas nos humilla, pues el conocimiento engendra el
reconocimiento. Pero, si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho,
nos halaga cierta vanidad, el remedio infalible será acudir a la
consideración del nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones, de
nuestras miserias. Si meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha
estado con nosotros, harto veremos que lo que hemos practicado cuando ha
estado con nosotros no es según nuestra manera de ser ni de nuestra
propia cosecha; mucho nos alegraremos ciertamente de poseerlo, pero no
glorificaremos por ello más que a Dios, porque Él es el único autor. Así
la Santísima Virgen confiesa que Dios ha hecho en ella cosas grandes,
pero lo reconoce únicamente para humillarse y glorificar a Dios: «Mi
alma, dice, glorifica al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes».
Decimos muchas veces que no somos nada, que somos la misma
miseria y el desecho del mundo, pero mucho nos dolería que alguien
hiciese suyas nuestras palabras y anduviese diciendo de nosotros lo que
somos. Al contrario, hacemos como quien huye y se esconde, para que
vayan en pos de nosotros y nos busquen: fingimos que queremos ser los
últimos y que queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el
fin de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no toma el
aire de tal y no dice muchas palabras humildes, porque no sólo desea
ocultar las otras virtudes, sino también y principalmente desea
ocultarse ella misma, y, si le fuese lícito mentir, fingir o
escandalizar al prójimo, haría actos de arrogancia y de soberbia, para
esconderse y vivir totalmente desconocida y a cubierto.
He
aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos palabras de humildad, o
digámoslas con un verdadero sentimiento interior, de acuerdo con lo que
pronunciamos exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es
humillando nuestro corazón; no aparentemos que deseamos ser los últimos,
si no lo queremos ser de verdad. Conceptúo tan general esta regla, que
no hago ninguna excepción, únicamente añado que, a veces, exige la
cortesía que demos la preferencia a aquellos que evidentemente no la
tendrían, pero esto no es ni doblez ni falsa humildad, porque entonces
el solo ofrecimiento del lugar preferente es un comienzo de honor, y,
puesto que no es posible darlo todo entero, no es ningún mal darles su
comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras de honor o de respeto, que,
en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son, con tal que el corazón de
aquel que las pronuncia tenga intención de honrar y respetar a aquel a
quien las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen con algún
exceso lo que decimos, no faltamos, al decirlas, cuando la costumbre lo
requiere. Es verdad que, además de esto, quisiera yo que nuestras
palabras se ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos,
para practicar siempre, en todo, la humildad y el candor del corazón. El
hombre humilde preferirá que otro diga de él que es miserable, que no es
nada, que no vale nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo menos, cuando
sepa que lo dicen, procurará no desvanecerlo, y consentirá en ello de
buen grado; porque, puesto que él así lo cree firmemente, está contento
de que los demás sean del mismo parecer.
Muchos dicen que
dejan la oración mental para los perfectos, porque no son dignos de
ella; otros dicen que no se atreven a comulgar con frecuencia, porque no
se sienten lo bastante puros; otros añaden que a causa de su miseria y
fragilidad, temen deshonrar la devoción si la practican; otros se niegan
a emplear sus talentos en el servicio de Dios, porque, según afirman,
conocen su flaqueza y tienen miedo de ensoberbecerse si son instrumentos
de algún bien, y temen quedarse a obscuras, mientras iluminan a los
demás. Todas estas cosas no son sino artificios y una especie de
humildad no solamente falsa, sino además, maligna, con la cual
pretenden, tácita y sutilmente, desacreditar las cosas de Dios, o, a lo
menos, cubrir, con la capa de humildad el amor propio que hay en su
parecer, en su carácter y en su indolencia. «Pide al Señor una señal de
lo alto de los cielos o de lo profundo del mar», dijo el Profeta al
desdichado Acaz, y él respondió: «No la pediré ni tentaré al Señor».
¡Oh, el malvado! Finge una gran reverencia a Dios, y, con el pretexto de
humildad, se excusa de aspirar a la gracia, a la cual le invita la
divina bondad. Pero, ¿quién no ve que, cuando Dios quiere hacernos
mercedes, es orgulloso el rehusarlas?; ¿que los dones de Dios nos
obligan a aceptarlos y que la humildad consiste en obedecer y en seguir
tan de cerca, como es posible, sus deseos? Pues bien, el deseo de Dios
es que seamos perfectos, uniéndonos a Él e imitándole cuanto podamos. El
orgulloso que se fía de sí mismo, tiene mucha razón cuando no quiere
emprender nada; pero el humilde es tanto más animoso, cuanto más
impotente se reconoce, y, cuanto más miserable se considera, tanto más
valiente es, porque tiene puesta toda su confianza en Dios, que se
complace en hacer resplandecer su omnipotencia en nuestra debilidad y
levantar su misericordia sobre el pedestal de nuestra miseria. Conviene,
pues, que nos atrevamos humilde y santamente a hacer todo lo que
aquellos que dirigen a nuestra alma creen conforme con nuestro
aprovechamiento.
Pensar que sabemos lo que ignoramos, es una
necedad evidente; querer sentar plaza de sabios, en lo que no conocemos,
es una vanidad intolerable; en cuanto a mí, no quisiera hacer el sabio
en lo que sé, ni tampoco hacer el ignorante. Cuando la caridad lo exige,
se ha de comunicar sinceramente y con dulzura al prójimo, no sólo lo que
necesita para su instrucción, sino también lo que le es útil para su
consuelo; porque la humildad que esconde y encubre las virtudes, para
conservarlas, las hace, no obstante, aparecer, cuando la caridad lo
exige, para aumentarlas, engrandecerlas y perfeccionarlas. En esto, se
parece a aquel árbol de la isla de Tilos, que, por la noche, oprime y
mantiene cerradas sus bellas flores rojas, y no las abre hasta que sale
el sol, de manera que los habitantes de aquella región dicen que estas
flores duermen de noche. Asimismo, la humildad cubre y oculta todas
nuestras virtudes y perfecciones humanas, y nunca las deja entrever, si
no es obligada por la caridad, la cual, siendo, como es, una virtud no
humana, sino celestial, no moral, sino divina, es el verdadero sol de
todas las virtudes, sobre las cuales siempre ha de dominar, por lo que
la humildad que daña a la caridad es indudablemente falsa.
Yo
no quiero ni hacer el necio ni hacer el sabio, porque si la humildad me
impide hacer el sabio, la simplicidad y la sinceridad me impiden hacer
el necio; y, si la vanidad es contraria a la humildad, el artificio, la
afectación y la ficción son contrarias a la simplicidad y a la
sinceridad. Y, si algunos siervos de Dios se han fingido locos, para
hacerse más abyectos a los ojos del mundo, es menester admirarles, pero
no imitarles, pues ellos han tenido motivos para llegar a estos excesos,
los cuales son tan particulares y extraordinarios, que nadie ha de sacar
de ello consecuencias para sí. Y, en cuanto a David, si bien danzó y
saltó delante del Arca de la Alianza algo más de lo que convenía a su
condición, no lo hizo porque quisiera parecer loco, sino que,
sencillamente, y sin artificio, hizo aquellos movimientos exteriores, en
consonancia con la extraordinaria y desmesurada alegría que sentía en su
corazón. Es verdad que, cuando Micol, su esposa, se lo echó en cara,
como si fuese una locura, él no se afligió al verse humillado, sino que,
perseverando en la ingenua y verdadera demostración de su gozo, dio
testimonio de que estaba contento de recibir un poco de oprobio por su
Dios. Por lo tanto, te digo que, si por los actos de una verdadera e
ingenua devoción, te tienen por vil, abyecta o loca, la humildad hará
que te alegres de este feliz oprobio, la causa del cual no serás tú,
sino los que te lo infieran.
Ave María Purísima
Cristiano Católico 16-12-2012
Vida Devota
Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de
la Santísima Virgen María