Liturgia Católica
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Tercera parte de la Introducción
a la vida devota
CAPÍTULO VII
COMO SE HA DE CONSERVAR EL BUEN NOMBRE PRACTICANDO, A LA
VEZ, LA HUMILDAD
La alabanza, el honor y la
gloria no se tributan a un hombre por una simple virtud, sino por una
virtud excelente. Porque, por la alabanza, queremos persuadir a los
demás que aprecien la excelencia de alguien; por el honor, significamos
que le apreciamos nosotros mismos, y la gloria, a mi modo de ver, no es
otra cosa que cierto resplandor de la reputación, que irradia del
conjunto de muchas alabanzas y honores; de manera que las alabanzas y
los honores son como las piedras preciosas, de cuyo conjunto Irradia la
gloria como un brillo. Ahora bien, la humildad, que no puede sufrir que
nosotros nos creamos más encumbrados o que hemos de ser preferidos a los
otros, tampoco puede permitir que busquemos la alabanza, el honor y la
gloria, que se deben a la sola excelencia. Con todo, la humildad está
conforme con la advertencia del Sabio, el cual nos dice que «tengamos
cuidado de nuestra fama», porque el buen nombre es la estima, no de
excelencia alguna, sino de una simple y común probidad e integridad de
vida, cuyo conocimiento en nosotros no impide la humildad como tampoco
impide que deseemos la reputación de ello. Es verdad que la humildad
despreciaría la buena fama, si la caridad no tuviese necesidad de ella; más, porque ella es uno de los fundamentos de la sociedad humana, y
porque, sin ella, no solo somos inútiles, sino también perjudiciales al
público, por este motivo, a causa del escándalo que aquel recibiría,
exige la caridad, y la humildad admite, que deseemos y conservemos
cuidadosamente la buena fama.
Además, así como las hojas de
los árboles, que de suyo no son muy apreciables, no obstante sirven
mucho, no solo para embellecerlos, sino también para conservar los
frutos mientras son tiernos; de la misma manera, la buena fama, que, de
suyo no es cosa muy deseable, no deja de ser muy útil, no solamente para
el ornato de nuestra vida, sino también para la conservación de nuestras
virtudes, especialmente de las virtudes todavía tiernas y débiles: la
obligación de conservar nuestra reputación y de ser tales cuales se nos
reputa, nos obliga a un esfuerzo generoso, a una firme y dulce
violencia. Conservemos nuestras virtudes, mi querida Filotea, porque son
agradables a Dios, grande y soberano objeto de nuestras acciones; más,
así como los que quieren guardar los frutos no se contentan con
confitarlos, sino que los ponen en recipientes propios para la
conservación de los mismos, de la misma manera, aunque el amor divino
sea el principal conservador de nuestras virtudes, podemos, no obstante,
emplear el buen nombre, como muy útil y propicio para dicha
conservación.
No es menester, empero, que seamos demasiado
celosos, exactos y puntillosos en esta conservación, porque los que son
demasiado delicados y sensibles en lo tocante a su reputación, se
parecen a los que toman medicamentos para toda clase de pequeñas
molestias: estos, al querer conservar su salud, lo pierden todo, y
aquellos, queriendo conservar tan delicadamente la reputación, la
pierden completamente, ya que con este desasosiego se vuelven extraños,
quejumbrosos, insoportables, y provocan la malicia de los murmuradores.
El disimular y el despreciar, la injuria y la calumnia es
ordinariamente un remedio mucho más saludable que el resentimiento, la
contestación y la venganza: el desprecio esfuma aquellas ofensas; pero
el que se enoja, parece que las confiesa. Los cocodrilos no dañan sino a
los que los temen, y la maledicencia, únicamente a los que la llevan a
mal.
El temor excesivo de perder la fama arguye una gran
desconfianza del fundamento de la misma, que es la verdad de una vida
buena. Los pueblos que, sobre los grandes ríos, solo tienen puentes de
madera, temen que se los lleve la corriente, al sobrevenir cualquiera
inundación; pero los que tienen los puentes de piedra, solo temen las
inundaciones extraordinarias. Asimismo, los que tienen una alma
sólidamente cristiana desprecian, ordinariamente, los desbordamientos de
las lenguas injuriosas; pero los que se sienten débiles, se inquietan
por cualquier cosa. Es cierto, Filotea, que el que quiere tener buena
reputación delante de todos, la pierde totalmente, y merece perder el honor, el que quiere recibirlo de los que están verdaderamente infamados
y deshonrados por los vicios.
La reputación es como una señal
que da a, conocer donde habita la virtud; la virtud, por lo tanto, ha de
ser, en todo y por todo, preferida. Por esto, si alguien te dice: eres
un hipócrita, porque practicas la devoción, o bien te tiene por persona
apocada, porque has perdonado una injuria, ríete de todo esto. Porque,
aparte de que estos juicios los hacen personas necias y estúpidas,
aunque hubieses de perder la fama, no deberías dejar la virtud ni
desviarte de su camino, porque se ha de preferir el fruto a las hojas,
es decir, el bien interior y espiritual a todos los bienes exteriores.
Hemos de ser celosos, pero no idólatras de nuestro buen nombre, y, si no
conviene ofender el ojo de los buenos, tampoco hay que desear contentar
el de los malos. La barba es un adorno en el rostro del hombre, y los
cabellos en la cabeza de la mujer; si se arranca del todo el pelo de la
cara y el cabello de la cabeza, difícilmente volverán a aparecer; pero,
si tan solo se corta el cabello y se afeita la barba, pronto el pelo
volverá a crecer y saldrá más fuerte y más áspero. De la misma manera,
aunque la fama sea cortada, o del todo afeitada, por la lengua de los
maldicientes, que, como dice David, «es una navaja afilada», no es
menester inquietarse, porque pronto volverá a salir, no solo tan bella
como antes, sino mucho más fuerte. Pero, si nuestros vicios, nuestras
felonías, nuestra mala vida, nos quitan la reputación, será difícil que
jamás vuelva, porque ha sido arrancada de raíz. Y la raíz de la buena
fama es la bondad y la probidad, la cual, mientras permanece en
nosotros, puede reproducir siempre el honor que le es debido.
Es menester dejar aquella mala conversación, aquella práctica
inútil, aquella amistad frívola, esta loca familiaridad, si esto
perjudica a la buena fama, porque vale más esta que todas cualesquiera
vanas complacencias; pero, sí, a causa del ejercicio de la piedad, del
adelanto en la perfección y de la marcha hacia el bien eterno, murmuran,
reprenden o calumnian, dejemos que los mastines ladren contra la luna,
porque, si pueden levantar algún concepto desfavorable a nuestra
reputación y, de esta manera, cortar a rape los cabellos y la barba de
nuestra fama, pronto renacerá esta, y la navaja de la maledicencia
servirá a nuestro honor, como a la viña sirve la podadera, por la cual aquella crece y ve multiplicados sus frutos.
Tengamos siempre
los ojos fijos en Jesucristo crucificado; caminemos en su servicio, con
confianza y simplicidad, pero prudente y discretamente: Él será el
protector de nuestra reputación, y, si permite, que nos sea arrebatada,
será para procurarnos otra mejor o para hacernos avanzar en la santa
humildad, una sola onza de la cual vale más que cien libras de honor. Si
se nos recrimina injustamente, opongamos tranquilamente la verdad a la
calumnia; si esta persiste, perseveremos nosotros en la humildad;
dejando de esta manera nuestra reputación, juntamente con nuestra alma,
en manos de Dios, no podremos asegurarla mejor. Sirvamos a Dios «con
buena o mala fama» a ejemplo de San Pablo, para que podamos decir con
David: « ¡ Oh, Dios mío !, por Ti he soportado el oprobio, y la confusión
ha cubierto mi faz». Exceptúo, no obstante, ciertos crímenes tan
horribles e infames, cuya calumnia nadie debe tolerar, cuando justamente
puede disiparse, y también se han de exceptuar ciertas personas de cuya
buena reputación depende la edificación de muchos, pues, en estos casos,
como enseñan los teólogos, se ha de procurar, con sosiego, la reparación
de la injuria recibida.
Ave María Purísima
Cristiano Católico 16-12-2012
Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de
la Santísima Virgen María