Liturgia Católica
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Tercera parte de la Introducción
a la vida devota
CAPÍTULO IX
DE LA DULZURA CON NOSOTROS MISMOS
Una de
las mejores prácticas de la dulzura, en la cual nos deberíamos
ejercitar, es aquella cuyo objeto somos nosotros mismos, de manera que
nunca nos enojemos contra nosotros ni, contra nuestras imperfecciones,
pues si bien la razón quiere que, cuando cometemos faltas, sintamos
descontento y aflicción, conviene, no obstante, que evitemos un
descontento agrio, malhumorado, despechado y colérico. En esto cometen
una gran falta muchos que, después de haberse encolerizado, se enojan de
haberse enojado, se desazonan de haberse desazonado, y sienten despecho
de haberlo sentido; porque, por este camino, tienen el corazón amargado
y lleno de malestar, y si bien parece que el segundo enfado ha de
destruir el primero, lo cierto es que sirve de entrada y de paso a un
nuevo enojo, en cuanto la primera ocasión se presente; aparte de que
estos disgustos, despechos y asperezas contra sí mismo, tiende hacia el
orgullo y no tienen otro origen que el amor propio, el cual se turba y
se impacienta al vernos imperfectos.
Por lo tanto, el
disgusto por nuestras faltas ha de ser tranquilo, sereno y firme;
porque, así como un juez castiga mejor a los malos dictando sus
sentencias, según razón y con ánimo tranquilo, que dictándolas con
impetuosidad y pasión, pues entonces no castiga las faltas por lo que estas son, sino por lo que es él mismo; así nosotros nos castigamos
mejor con arrepentimientos tranquilos y constantes, que con
arrepentimientos violentos, agrios y coléricos, pues los
arrepentimientos violentos no son proporcionados a la gravedad de
nuestras culpas, sino a nuestras inclinaciones. Por ejemplo, el que ama
la castidad se revolverá con mayor amargura contra la más leve falta
cometida en esta materia, y, en cambio, se reirá de una grave
murmuración en la que hubiere incurrido. Al contrario, el que detesta la
maledicencia se atormentará por haber murmurado levemente, y no hará
caso de una falta grave contra la castidad, y así de las demás faltas; y
ello no es debido a otra cosa, sino a que el juicio que forman en su
conciencia no es obra de la razón, sino de la pasión.
Créeme,
Filotea, así como las reprensiones de un padre, hechas dulce y
cordialmente, tienen más eficacia para corregir que los enfados y los
enojos; así también, cuando nuestro corazón ha cometido alguna falta, si
le reprendemos con advertencias dulces y tranquilas, llenas más de
compasión que de pasión contra él, y le animamos a enmendarse, el
arrepentimiento que concebirá entrará mucho más adentro y le penetrará
mejor que no lo haría un arrepentimiento despechado, airado y
tempestuoso.
En cuanto a mí, sí, por ejemplo, tuviese en
grande estima, el no caer en el vicio de la vanidad, y no obstante,
hubiese caído en una gran falta, no quisiera reprender a mi corazón de
esta manera: « ¡Qué miserable y abominable eres, porque después de
tantas resoluciones, te has dejado vencer por la vanidad! Muere de
vergüenza; no levantes los ojos al cielo, ciego, desvergonzado, traidor
y desleal a tu Dios», y otras cosas parecidas, sino que preferiría
corregirle de una manera razonable y por el camino de la compasión:
«Ánimo, pobre corazón mío. He aquí que hemos caído en el precipicio que
tanto habíamos querido evitar. ¡Ah!, levantémonos y salgamos de él para
siempre; acudamos a la misericordia de Dios y confiemos en que ella nos
ayudará, para ser más resueltos en adelante, y emprendamos el camino de
la humildad. ¡Valor! Seamos, desde hoy, más vigilantes; Dios nos ayudará
y podremos hacer muchas cosas». Y, sobre esta reprensión, quisiera
levantar un sólido y firme propósito de no caer más en falta y de
emplear los recursos convenientes según los consejos del director.
Pero, si alguno advierte que su corazón no se conmueve con estas
suaves correcciones, podrá echar mano de los reproches y de la
reprensión dura y severa, para excitarlo a una profunda confusión, con
tal que, después de haberlo amonestado y fustigado enérgicamente, acabe
aliviándole, conduciendo su pesar y su cólera a una tierna y santa
confianza en Dios, a imitación de aquel gran arrepentido, que, al ver a
su alma afligida, la alentaba de esta manera: «¿Por qué te entristeces,
alma mía, y por qué te conturbas? Espera en Dios, que yo todavía le
alabaré como la salud de mí, rostro y mi verdadero Dios».
Luego, cuando tu corazón caiga, levántalo con toda suavidad, y humíllate
mucho delante de Dios por el conocimiento de tu miseria, sin
maravillarte de tu caída, pues no nos ha de sorprender que la enfermedad
esté enferma, ni que la debilidad esté débil, ni que la miseria sea
miserable. Detesta, pues, con todas tus fuerzas, las ofensas que Dios ha
recibido de ti, y, con gran aliento y confianza en su misericordia,
emprende de nuevo el camino de la virtud, del que te habías alejado.
Ave María Purísima
Cristiano Católico 18-12-2012 Año de la Fe
Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de
la Santísima Virgen María