Liturgia Católica
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Cuarta parte de la Introducción a la vida devota
CAPÍTULO XI
DE LA INQUIETUD
La inquietud no es
una simple tentación, sino una fuente de la cual y por la cual vienen muchas
tentaciones: diremos, pues, algo acerca de ella. La tristeza no es otra cosa que
el dolor del espíritu a causa del mal que se encuentra en nosotros contra
nuestra voluntad; ya sea exterior, como pobreza, enfermedad, desprecio, ya
interior, como ignorancia, sequedad, repugnancia, tentación. Luego, cuando el
alma siente que padece algún mal, se disgusta de tenerlo, y he aquí la tristeza,
y, enseguida, desea verse libre de él y poseer los medios para echarlo de sí.
Hasta este momento tiene razón, porque todos, naturalmente, deseamos el bien y
huimos de lo que creemos que es un mal.
Si el alma busca, por amor de
Dios, los medios para librarse del mal, los buscará con paciencia, dulzura,
humildad y tranquilidad, y esperará su liberación más de la bondad y providencia
de Dios que de su industria y diligencia; si busca su liberación por amor
propio, se inquietará y acalorará en pos de los medios, como si este bien
dependiese más de ella que de Dios. No digo que así lo piense, sino que se
afanará como si así lo pensase.
Y, si no encuentra enseguida lo que desea, caerá en inquietud y
en impaciencia, las cuales, lejos de librarla del mal presente, lo empeorarán, y
el alma quedará sumida en una angustia y una tristeza, y en una falta de aliento
y de fuerzas tal, que le parecerá que su mal no tiene ya remedio. He aquí, pues,
cómo la tristeza, que al principio es justa, engendra la inquietud, y esta le
produce un aumento de tristeza, que es mala sobre toda medida.
La
inquietud es el mayor mal que puede sobrevenir a un alma, fuera del pecado;
porque, así como las sediciones y revueltas intestinas de una nación la arruinan
enteramente, e impiden que pueda resistir al extranjero, de la misma manera
nuestro corazón, cuando está interiormente perturbado e inquieto, pierde la
fuerza para conservar las virtudes que había adquirido, y también la manera de
resistir las tentaciones del enemigo, el cual hace entonces toda clase de
esfuerzos para pescar a río revuelto, como suele decirse.
La inquietud proviene del deseo desordenado de librarse del mal
que se siente o de adquirir el bien que se espera, y, sin embargo, nada hay que
empeore más el mal y que aleje tanto el bien como la inquietud y el ansia. Los
pájaros quedan prisioneros en las redes y en las trampas porque, al verse
cogidos en ellas, comienzan a agitarse y revolverse convulsivamente para poder
salir, lo cual es causa de que, a cada momento, se enreden más. Luego, cuando te
apremie el deseo de verte libre de algún mal o de poseer algún bien, ante todo
es menester procurar el reposo y la tranquilidad del espíritu y el sosiego del
entendimiento y de la Voluntad, y después, suave y dulcemente, perseguir el
logro de los deseos, empleando, con orden, los medios convenientes; y cuando
digo suavemente, no quiero decir con negligencia, sino sin precipitación,
turbación e inquietud; de lo contrario, en lugar de conseguir el objeto de tus
deseos, lo echarás todo a perder y te enredarás cada vez más.
«Mi
alma-decía David siempre está puesta, ¡oh Señor!, en mis manos, y no puedo
olvidar tu santa ley.» Examina, pues, una vez al día, a lo menos, o por la noche
y por la mañana, si tienes tu alma en tus manos, o si alguna pasión o inquietud
te la ha robado: considera si tienes tu corazón bajo tu dominio, o bien si ha huido de tus manos, para enredarse en alguna pasión desordenada de amor, de
aborrecimiento, de envidia, de deseo, de temor, de enojo, de alegría. Y si se ha
extraviado, procura, ante todo, buscarlo y conducirlo a la presencia de Dios,
poniendo todos tus afectos y deseos bajo la obediencia y la dirección de su
divina voluntad. Porque, así como los que temen perder alguna cosa que les
agrada mucho, la tienen bien cogida de la mano, así también, a imitación de
aquel gran rey, hemos de decir siempre: «¡Oh, Dios mío!, mi alma está en peligro;
por esto la tengo siempre en mis manos, y, de esta manera, no he olvidado tu
santa ley».
No permitas que tus deseos te inquieten, por pequeños y
por poco importantes que sean; porque, después de los pequeños, los grandes y
los más importantes encontrarán tu corazón más dispuesto a la turbación y al
desorden. Cuando sientas que llega la inquietud, encomiéndate a Dios y resuelve
no hacer nada de lo que tu deseo reclama hasta que aquella haya totalmente
pasado, a no ser que se trate de alguna cosa que no se pueda diferir; en este
caso, es menester refrenar la corriente del deseo, con un suave y tranquilo
esfuerzo, templándola y moderándola en la medida de lo posible, y hecho esto,
poner manos a la obra, no según los deseos, sino según razón.
Si puedes manifestar la inquietud al director de tu alma, o, a lo
menos, a algún confidente y devoto amigo, no dudes de que enseguida te sentirás
sosegada; porque la comunicación de los dolores del corazón hace en el alma el
mismo efecto que la sangría en el cuerpo que siempre está calenturiento: es el
remedio de los remedios. Por este motivo, dio San Luis este aviso a su hijo: «Si
sientes en tu corazón algún malestar, dilo enseguida a tu confesor o a alguna
buena persona, y así podrás sobrellevar suavemente tu mal, por el consuelo que
sentirás.»
Ave María Purísima
Cristiano Católico 20-12-2012 Año de la Fe
Sea Bendita la Santa e
Inmaculada Purísima Concepción de la Santísima Virgen María