Liturgia Católica

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Cuarta parte de la Introducción a la vida devota


CAPÍTULO XV


CONFIRMACIÓN Y ACLARACIÓN DE LO QUE HEMOS DICHO, CON UN EJEMPLO NOTABLE


Más, para hacer más evidente esta instrucción, quiero poner aquí un caso de la historia de San Bernardo, tal como lo he encontrado en un docto y prudente escritor. Dice así:


A casi todos los que comienzan a servir a Dios y no son todavía experimentados en las privaciones de la gracia ni en las vicisitudes de la vida espiritual, les ocurre que, al faltarles el gusto de la devoción sensible y la agradable luz que les invita a correr por el camino de Dios, pierden enseguida el aliento y caen en la pusilanimidad y tristeza de corazón. Los doctos dan esta razón, a saber, que la naturaleza racional no puede estar mucho tiempo hambrienta y sin ningún deleite celestial o terreno.

 

Ahora bien, así como las almas elevadas sobre sí mismas por el gusto de los placeres superiores, fácilmente renuncian a las cosas visibles, así también, cuando por disposición divina se ven privadas del goce espiritual, al verse también faltas de los consuelos materiales y no estando todavía acostumbradas a esperar el retorno del verdadero Sol, les parece que no están ni en el cielo ni en la tierra, y que vivirán sumidas en una noche perpetua; así como los niños pequeños cuando les destetan echan de menos la leche materna, de la misma manera estas almas languidecen y gimen y se vuelven displicentes e impertinentes, principalmente consigo mismas.


Esto, pues, aconteció, en el viaje de que tratamos, a uno de la comunidad, llamado Godofredo de Perona, consagrado, hacía poco, al servicio de Dios. Invadido súbitamente por la sequedad, privado de consuelo y lleno de tinieblas interiores, comenzó por acordarse de sus amigos del mundo, de sus parientes, de las riquezas que acababa de dejar, y fue acometido por una fuerte tentación, de la cual, por no haberla podido ocultar en su interior, se dio cuenta uno de sus amigos íntimos, quien, después de habérselo ganado con dulces palabras, le dijo confidencialmente: «¿Qué te ocurre? ¿Qué pasa, que, contra tu carácter, te vuelves pensativo y triste?» Entonces, Godofredo, suspirando profundamente, respondió: « ¡Ay, hermano! Jamás, en toda mi vida, estaré alegre».

 

El compañero, movido a compasión por estas palabras, corrió, con celo fraternal, a contarlo al padre común, San Bernardo, el cual, al ver el peligro, entró en una iglesia cercana, para rogar a Dios por él. Godofredo, entretanto, agotado por la tristeza, puso la cabeza sobre una piedra y se durmió. Al poco rato, ambos se levantaron: el uno de la oración, con la gracia alcanzada, y el otro del sueño, con el rostro tan sonriente y sereno, que su querido amigo, maravillado de un cambio tan grande y tan repentino, no pudo contenerse de recordarle amigablemente lo que antes le había respondido; entonces Godofredo le replicó: «Sí, antes te dije que nunca estaría alegre, ahora te aseguro que jamás estaré triste».


Así terminó la tentación de aquel devoto personaje. Pero en esta historia, repara, amada Filotea:

1. Que Dios, ordinariamente, da a gustar algún anticipo de las delicias celestiales a los que comienzan a servirle, para apartarlos de los placeres terrenos y alentarles en la prosecución del divino amor, como la madre que, para atraer a su seno a su hijo, se pone miel en los pechos.

2. Que, no obstante, es este mismo Dios bueno, quien, a veces, según sus sapientísimos consejos, nos quita la leche y la miel de los con suelos, para que destetados de esta manera, aprendamos a comer el pan seco y más sólido de una devoción vigorosa, purificada con la prueba de la aridez y de las tentaciones.

3. Que, a veces, en medio de las arideces y de las sequedades, estallan grandes tormentas, y, entonces, es menester combatir con constancia las tentaciones, porque no vienen de Dios; es, empero, necesario sufrir con paciencia las sequedades, pues Dios las ha ordenado para nuestro ejercicio.

4. Que nunca hemos de perder el ánimo en medio de los enojos interiores, ni decir como el buen Godofredo: «Jamás estaré alegre», pues en medio de la noche hemos de esperar la luz; y, recíprocamente, durante la mayor bonanza espiritual de que podamos gozar, nunca hemos de decir: «Jamás estaré triste»; no, porque, como dice el Sabio, «en los días de la prosperidad nos hemos de acordar de la adversidad». Hemos de esperar en medio de las penas, y hemos de temer en medio de las prosperidades, y, en ambos casos, siempre nos hemos de humillar.

5. Que es un excelente remedio el descubrir nuestro mal a algún amigo espiritual que pueda consolarnos.


Finalmente, para poner fin a esta advertencia, que es tan necesaria, hago notar que, como en todas las cosas, también en estas, nuestro buen Dios y nuestro enemigo, tienen designios opuestos, ya que, por estas tribulaciones, quiere Dios conducirnos a una gran pureza de corazón, a una completa renuncia de nuestro propio interés en las cosas que son de su servicio, y a un perfecto desasimiento de nosotros mismos; y el maligno al contrario, procura, echar mano de estas penas para desalentarnos, para hacer que nos inclinemos de nuevo del lado de los placeres sensuales, y, finalmente, para lograr que nos hagamos enojosos a nosotros mismos y a los demás, para desacreditar y difamar la devoción. Pero, si observas las enseñanzas que te he dado, harás grandes progresos en la perfección, merced al ejercicio que harás en medio de estas aflicciones interiores, acerca de las cuales no quiero acabar de hablar sin decirte todavía una palabra.


A veces la apatía, las arideces y las sequedades provienen de la mala disposición del cuerpo, como acaece cuando por el exceso de vigilias, de trabajo, de ayunos, se siente agobiado de cansancio, de modorra, de pesadez y de otras parecidas debilidades, las cuales aunque solo afectan a él, no dejan, empero, de incomodar al espíritu, por la estrecha relación que, entre ambos, existe. Por lo mismo, en tales ocasiones, es menester acordarse siempre de hacer muchos actos de virtud con la punta de nuestro espíritu y voluntad superior, porque, si bien parece que nuestra alma duerme y está invadida de sopor y dejadez, con todo, los actos de nuestro espíritu no dejan de ser muy agradables a Dios, y, en este estado, podemos muy bien decir con la sagrada Esposa: «Yo duermo, pero mi corazón está en vela»; y, como he dicho más arriba, si sentimos menos gusto en trabajar de esta manera, hay, empero, más mérito y virtud. Pero, en este caso, el remedio está en vigorizar el cuerpo con algún legítimo alivio y recreación. Así, San Francisco mandaba a sus religiosos que fuesen tan moderados en sus trabajos, que no quedase ahogado el fervor del espíritu.


Y, a propósito de este glorioso Padre, una vez fue combatido y dominado por una tan profunda melancolía de espíritu, que no podía disimularla en su semblante. Si quería estar con sus religiosos, no podía; si se separaba de ellos, era peor; la abstinencia y la maceración de la carne le agotaban, y la oración no le producía ningún alivio. Dos años estuvo así, de tal manera, que parecía completamente abandonado de Dios; pero, al fin, después de haber sufrido humildemente fuerte tempestad, el Salvador, en un momento, le devolvió la bienaventurada paz. Esto quiere decir que los más grandes siervos de Dios están sujetos a estas sacudidas, por lo que los más pequeños no han de maravillarse si les alcanza alguna de ellas.







Ave María Purísima
Cristiano Católico 20-12-2012  Año de la Fe
Vida Devota Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de la Santísima Virgen María