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Tratado del
Amor de Dios
LIBRO SEXTO
De los ejercicios del amor santo en la oración
I Descripción de la teología mística, la cual no es otra cosa
que la oración
Dos son Los principales ejercicios de
nuestro amor a Dios uno afectivo y otro efectivo, o activo, el primero nos
aficionamos a Dios y a todo lo que a El place; por el segundo servimos a Dios y
hacemos lo que El ordena. Aquel nos une a la bondad de Dios éste nos hace
cumplir sus Voluntades.
El uno nos llena de complacencia, de benevolencia,
de aspiraciones, de deseos, de suspiros de ardores espirituales, y nos hace
practicar las sagradas infusiones y amalgamas de nuestro espíritu con el de
Dios; el otro derrama en nosotros la sólida resolución, la firmeza de ánimo y la
inquebrantable obediencia necesaria para poner en práctica las disposiciones de
la voluntad divina, y para sufrir, aceptar, aprobar y a abrazar todo cuanto
proviene de su beneplácito.
Ahora bien, el primer ejercicio consiste principalmente en la oración. No
tomamos aquí la palabra oración en el sentido exclusivo de ruego o petición de
algún bien, dirigido a Dios por los fieles como la llama San Basilio, sino en el
sentido en que comprende todos los actos de la contemplación.
La oración es una subida o elevación del alma hacia
Dios; es un coloquio, una plática o una conversación del alma con El.
Mas ¿de qué tratamos en la oración? ¿Cuál es el tema de nuestra conversación? En
ella, Teótimo, no se habla sino de Dios porque ¿acerca de que puede platicar y
conversar el amor más que del amado? Por esta causa, la oración y la teología
mística no son sino una misma cosa. Se llama teología porque, así como la
teología especulativa tiene por objeto Dios, también ésta no habla sino de Dios,
pero con tres diferencias:
1.a, aquélla trata de Dios en cuanto es Dios,
y ésta habla de Él en cuanto es sumamente amable;
2.a, la teología
especulativa trata de Dios con los hombres y entre los hombres; la teología
mística habla de Dios con Dios y en Dios;
3.a, la teología especulativa tiende al conocimiento de Dios, y la mística, al
amor, de suerte que aquélla hace a sus alumnos sabios, doctos y teólogos; mas
ésta los hace fervorosos, apasionados y amantes de Dios.
Se llama,
además, mística, porque en ella la conversación es del todo secreta, y nada se
dice entre Dios y el alma que no sea de corazón a corazón, mediante una
comunicación incomunicable a otros que no sean aquellos entre los cuales existe.
Es tan particular el lenguaje de los amantes, que nadie lo entiende sino ellos.
Donde reina el amor, no es menester el bullicio de palabras exteriores; ni el
uso de los sentidos, para hablarse y oírse los que se aman. Resumiendo, la
Oración y la teología mística no son más que una conversación, por la cual el
alma habla amorosamente con Dios de su amabilísima bondad, para juntarse y
unirse con ella.
II De la meditación, primer grado
de la oración o teología mística
La meditación lo
mismo puede hacerse para el bien que para el mal. Sin embargo, la palabra
meditación se emplea ordinariamente en el sentido de atención a las cosas
divinas, para excitarse al amor de las mismas.
Ocurre a muchos que andan
siempre pensando y con la atención fija en ciertas cosas inútiles, sin saber
siquiera en lo que piensan; y lo más maravilloso del caso es que atienden como
por inadvertencia, y quisieran no tener tales pensamientos. Otros muchos
estudian y, por una ocupación muy laboriosa, se llenan de vanidad, no pudiendo
resistir a la mera curiosidad; pero son muy pocos los que se dedican a meditar
para inflamar su corazón en el santo amor celestial. En una palabra, el
pensamiento y el estudio se emplean en toda suerte de cosas; pero la meditación,
según acabamos de decir, sólo mira los objetos cuya consideración puede hacernos
buenos y devotos. De suerte que la meditación no es otra cosa que un pensamiento
atento, reiterado o entretenido voluntariamente en el espíritu, para mover la
voluntad a santos y saludables afectos y resoluciones.
La abeja
revolotea, en primavera, de acá para allá, no a la ventura, sino de intento; no
para recrearse tan sólo contemplando la variedad del paisaje, sino para buscar
la miel; y, en hallándola, la chupa y carga con ella; la lleva después a la
colmena, la dispone con primor, separándola de la cera, y construye con ésta el
panal, en el cual guarda la miel para el próximo invierno. Tal es el alma devota
en la meditación: anda de misterio en misterio, más no volando al acaso, ni para
consolarse tan sólo contemplando la admirable hermosura de estos divinos
objetos, sino con propósito y de intento, para encontrar motivos de amor o de
algún celestial afecto; y, una vez los ha encontrado, los recoge, los saborea,
carga con ellos, y, cuando los tiene reunidos y colocados dentro de su corazón,
pone en lugar aparte lo que le parece menos propio para su aprovechamiento, y
hace las resoluciones convenientes para el tiempo de la tentación.
De
esta manera, la celestial esposa, como una abeja a mística, anda revoloteando,
en el Cantar de los Cantares, sobre su amado, para sacar la suavidad de mil
amorosos afectos, haciendo notar, en todos sus pormenores, todo cuanto halla de
raro; de suerte, que, abrasada toda ella en el celeste amor, habla con él, le
pregunta, le escucha, suspira, aspira a él y le admira; y él, a su vez, la colma
de contento, la inspira, la conmueve y abriéndole el corazón, derrama sobre ella
claridades, luces y dulzuras sin fin, pero de una manera tan secreta, que se
puede muy bien decir de esta santa conversación del alma con Dios lo que el
sagrado Texto dice de la conversión de Dios con Moisés, a saber, que, estando
Moisés sólo en la cumbre de la montaña, hablaba a Dios, y Dios le respondía 258.
III Descripción de la contemplación, y de la primera diferencia que hay entre
ella y la meditación
La contemplación, Teótimo, no
es más que una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas
divinas lo que fácilmente entenderás, si la comparas con la meditación.
Las pequeñas abejas se llaman ninfas o larvas hasta que fabrican la miel, y
entonces se llaman abejas. Asimismo la oración se llama meditación hasta que
produce la miel de la devoción; después de esto se convierte en contemplación.
El deseo de obtener el amor divino nos hace meditar, pero el amor obtenido nos
hace contemplar, porque el amor hace que encontremos una suavidad tan grande en
la cosa amada, que no se harta nuestro espíritu de verla y considerarla.
Así como José fue la corona y la gloria de su padre, y acrecentó en gran manera
sus honores y su contento, e hizo que se rejuveneciera en su vejez, así también
la contemplación corona a su padre, que es el amor, lo perfecciona, y le
comunica el colmo de la excelencia. Porque después que el amor ha excitado en
nosotros la atención contemplativa, esta atención hace nacer, recíprocamente, un
más grande y fervoroso amor, el cual, finalmente, es coronado de perfección
cuando goza de lo que ama. El amor hace que nos complazcamos en la visión del
amado, y la visión del amado hace que nos complazcamos en su divino amor; de
suerte que, por este mutuo movimiento del amor a la visión y de la visión al
amor, así como el amor hace que sea más bella la belleza de la cosa amada,
asimismo la visión de ésta hace que el amor sea más amoroso y deleitable. El
amor, por una imperceptible facultad, hace que parezca más bella la belleza
amada; y la visión, a su vez, refina el amor, para que encuentre la belleza más
amable; el amor impele a los ojos a contemplar con mayor atención la belleza
amada, y la visión fuerza al corazón a amarla con mayor ardor.
258 Ex.;
XIX,19
IV Que, en este mundo, el amor trae su
origen, mas no su excelencia, del conocimiento de Dios
Mas, ¿quién tiene más fuerza, el amor para hacernos mirar al amado, o la
visión para hacer que le amemos? El conocimiento se requiere para la producción
del amor; porque nunca podemos amar lo que no conocemos, y, a medida que aumenta
el conocimiento atento del bien, toma también mayor incremento el amor, con tal
que nada haya que impida su movimiento. Acaece, empero, muchas veces que,
habiendo el conocimiento producido el amor sagrado, no se detiene éste en los
límites del conocimiento, que está en el entendimiento, sino que se adelanta y
va mucho más allá que aquél; de suerte que, en esta vida mortal, podemos tener
más amor que conocimiento de Dios, por lo que asegura santo Tomás que, con
frecuencia, los más sencillos abundan en devoción y son ordinariamente más
capaces del amor divino que los ilustrados y más sabios.
Ahora bien, en
el amor sagrado, nuestra voluntad no es movida a él por un conocimiento natural,
sino por la luz de la fe, la cual, dándonos a conocer, con toda seguridad, la
infinidad del bien que hay en Dios, nos da harta materia para que le amemos con
todas nuestras fuerzas. Este conocimiento oscuro, envuelto en muchas nubes, como
es el de la fe, nos mueve infinitamente al amor de la bondad que nos hace
entrever. Luego ¡cuánta verdad es, según exclamaba San Agustín, que los
ignorantes arrebatan los cielos, mientras que muchos sabios se hunden en los
infiernos!
¿Quién te parece, Teótimo, que amaría más la luz, el ciego de
nacimiento que supiese todo cuanto los filósofos han discurrido acerca de ella y
todas las alabanzas que se le han tributado, o el labrador que, con clarísima
visión, siente y gusta del agradable esplendor del sol naciente? Aquél tiene más
conocimiento, y éste más goce; y este goce produce un amor más vivo y animado
que el que engendra el simple conocimiento del discurso; porque la experiencia
de un bien lo hace infinitamente más amable que toda la ciencia que acerca de él
se puede poseer. Comenzamos a amar por la bondad de Dios, la cual, después,
saboreamos y gustamos por el amor; y el amor aviva nuestro gusto, y el gusto
refina nuestro amor, de suerte que, así como las olas, agitadas por las ráfagas
del viento, se encumbran como a porfía, al chocar entre sí; de una manera
parecida el gusto del bien realza el amor al mismo, y el amor realza el gusto,
según ya lo dijo la divina sabiduría: Los que de mí comen, tienen siempre hambre
de mi, y tienen siempre sed los que de mí beben 259. ¿Quién amó más a Dios, el
teólogo Okam, a quien algunos llamaron el más sutil de los mortales, o santa
Catalina de Génova, mujer ignorante?
Aquél le conoció mejor por la
ciencia, ésta por la experiencia, y la experiencia de ésta la condujo muy
adelante en el amor seráfico, mientras aquél, con toda su ciencia, permaneció
muy alejado de esta tan excelente perfección.
Con todo es menester
confesar que la voluntad, atraída por el deleite que siente en su objeto, se
siente más fuertemente movida a unirse con él, cuando el entendimiento, por su
parte, le da a conocer la excelencia de su bondad; porque entonces es atraída e
impelida a la vez: impelida por el conocimiento, y atraída por el deleite; de
suerte que la ciencia no es, de suyo, contraria, en manera alguna, a la
devoción; y, si ambas andan juntas, se ayudan admirablemente, si bien acontece,
con demasiada frecuencia, que, a causa de nuestra miseria, la ciencia impide el
nacimiento de la devoción, pues la ciencia hincha y enorgullece, y el orgullo,
que es contrario a toda virtud, es la ruina de la devoción. Ciertamente, la
ciencia eminente de Cipriano, Agustín, Hilario, Crisóstomo, Basilio, Gregorio,
Buenaventura y Tomás, no sólo ilustró mucho, sino también refino en gran manera
su devoción, y, recíprocamente, su devoción no sólo realzó, sino también
perfeccionó extraordinariamente su ciencia.
259 Ecl. XXIV , 29
260 Cant I. 12
V Segunda diferencia entre la
meditación y la contemplación
La meditación
considera, en sus pormenores y como pieza por pieza, los objetos capaces de
movernos; mas la contemplación produce una visión enteramente simple y de
conjunto del objeto amado, y esta consideración así unificada mueve también más
viva y fuertemente.
San Bernardo había meditado toda la Pasión paso por
paso después, reunidos los principales puntos, formó con ellos un ramillete dé
amoroso dolor, y, poniéndolo sobre su pecho, para convertir su meditación en
contemplación, exclamó: Manojito de mirra es para miel amado mío 260.
Después de haber producido una gran cantidad de diversos afectos
piadosos, por la multitud de consideraciones de que se compone la meditación,
reunimos, finalmente, la virtud de todos ellos, los cuales, de la confusión y
mezcla de sus fuerzas, hacen nacer una especie de quintaesencia afectuosa, que
es mucho más activa y potente que todos los afectos de los cuales procede; de
suerte que, si bien no es sino uno solo, contiene la virtud y la propiedad de
todos los demás, y se llama afecto contemplativo.
De una manera parecida —dicen los teólogos—, los ángeles más elevados en gloria
tienen de Dios y de las criaturas un conocimiento mucho más simple que sus
inferiores, y que las especies o ideas por las cuales ven son más universales;
de suerte que, las cosas que los ángeles menos perfectos ven mediante varias
especies y diversas miradas, los más perfectos las ven con menos especies y
menos actos de su visión.
Y el gran San Agustín, a quien sigue Santo
Tomás, dice que en el cielo no tendremos estas grandes mudanzas, variedades,
cambios y rodeos de pensamientos e ideas, que van y vienen de un objeto a otro y
de una cosa a otra, sino que, con un solo pensamiento, podremos atender muchas y
diversas cosas, y poseer su conocimiento. A medida que el agua se aleja de su
origen, se divide y derrama en diversos surcos, si no se tiene gran cuidado en
encauzarla toda junta, y las perfecciones se separan y dividen a medida que se
alejan de Dios, que es su fuente; mas, cuando se acercan a Él, se unen, hasta
quedar abismadas en aquella soberana y única perfección, que es la unidad
necesaria de la mejor parte, que Magdalena escogió y que, en manera alguna, le
será arrebatada 261.
VI Que la contemplación se
hace sin esfuerzo y que ésta es la tercera diferencia entre ella y la meditación
La simple visión de la contemplación tiene
lugar de una de estas tres maneras. Unas veces, miramos solamente una de las
perfecciones de Dios, por ejemplo, su infinita bondad, y, aunque ve en ella la
justicia, la sabiduría y el poder, atiende tan sólo ala bondad, a la cual la
simple visión de la contemplación se dirige. A veces, consideramos las muchas
grandezas y perfecciones de Dios en conjunto y tan sencillamente, que no podemos
decir cosa alguna en particular, sino que todo es perfectamente bueno y bello.
Finalmente, otras veces, miramos, no varias ni una sola de las perfecciones,
sino únicamente alguna acción o alguna obra divina, en la cual nos fijamos, por
ejemplo, en el acto de la creación, o en el de la resurrección de Lázaro, o de
la conversión de San Pablo; Entonces, Teótimo, el alma hace como un vuelo de
amor, no sólo sobre la acción que considera, sino sobre aquel de quien procede:
Bueno sois, Señor; instruidme, pues, por vuestra bondad en vuestras justas
disposiciones 262. ¡Oh, cuan dulces son a mis entrañas tus palabras, más que la
miel a mi boca! 263. O como Santo Tomás: Señor mío y Dios mío 264.
Mas,
en cualquiera de las tres maneras dichas, la contemplación siempre tiene esta
excelente ventaja, a saber, que se hace con placer, pues presupone que se ha
encontrado a Dios y su santo amor, que el alma se goza en Él y se deleita en Él,
diciendo: Encontré al que ama mi alma; asile y no le soltaré
265. En lo cual se diferencia de la meditación, que se hace siempre con
dificultad y trabajo, y mediante el discurso, andando nuestro espíritu de
consideración en consideración, buscando en diversos parajes al amado de su amor
y el amor de su amado. En la meditación, trabaja Jacob para alcanzar a Raquel;
pero goza de ella y se olvida de todos sus trabajos en la contemplación.
De ordinario, para llegar a la contemplación, tenemos necesidad de escuchar la
divina palabra; de entablar conversaciones y pláticas espirituales con los
demás, como lo hicieron los antiguos anacoretas; de leer libros devotos; de
orar; de meditar; de cantar himnos; de formar buenos pensamientos. Por esto,
siendo la santa contemplación el fin y el blanco al cual tienden estos
ejercicios, todos se reducen a ella, y los que los practican se llaman
contemplativos; como también esta ocupación se llama vida contemplativa, por
causa de la acción de nuestro entendimiento, por la cual contemplamos la verdad
de la belleza y de la bondad divina con una atención amorosa, es decir, con un
amor que nos hace atentos, o bien, con una atención que nace del amor y aumenta
el que tenemos a la infinita suavidad de nuestro Señor.
261 Lc.,X, 42
262 Sal.,CXVIII,68.
263 Sal.,CXVIII, 103.
264 Jn.,XX,28.
265 Cant., III, 4.
VII Del recogimiento amoroso del alma en la
contemplación
No hablo aquí del
recogimiento por el cual los que quieren orar se ponen en la presencia de Dios,
entrando dentro de sí mismos, y recogiendo, por decirlo así, su alma en su
corazón, para mejor hablar con Dios; porque este recogimiento se procura por
mandato del amor, el cual, al incitarnos a la oración, nos obliga a emplear este
medio, para hacerla cual conviene; de suerte que este recogimiento de nuestro
espíritu es obra nuestra.
El recogimiento del cual ahora hablamos no se
produce porque lo ordena el amor, sino por el mismo amor, es decir, no depende
de nuestra elección, porque no está en nuestras manos el tenerlo cuando
queremos, ni de nuestra diligencia; es Dios quien nos lo da, por su santa
gracia, cuando le place. El que escribió —dice la bienaventurada madre Teresa de
Jesús— que la oración de recogimiento se hace a la manera del erizo o de la
tortuga cuando se retira dentro de sí, lo entendió muy bien, excepción hecha de
que estos animales se retiran en sí mismos cuando gustan, siendo así que el
recogimiento no está en nuestra voluntad, sino que viene cuando Dios quiere
hacernos esta gracia.
Esto se hace de esta manera. Nada es tan natural
al bien como unir y atraer hacia sí las cosas que pueden sentirlo, como ocurre
con nuestras almas, las cuales buscan siempre y se dirigen hacia su tesoro, es
decir, hacia lo que aman. Sucede, pues, a veces, que nuestro Señor derrama
imperceptiblemente en el fondo del corazón cierta dulce suavidad, que da
testimonio de su presencia, y, entonces, las potencias, y aun los sentidos
externos del alma, por una especie de secreto consentimiento, se vuelven del
lado de aquella parte interior.
¡Dios mío! —dice entonces el alma—, a
imitación de San Agustín» ¿dónde os buscaba, bondad infinita? Os buscaba fuera,
y estabais en medio de mi corazón.
Imagina, Teótimo, a la Santísima
Virgen nuestra Señora, cuando concibió al Hijo de Dios, su único amor. El alma
de esta madre amada se concentró, sin duda, toda ella alrededor de este amado
Hijo, y porque este divino amigo estaba en medio de sus sagradas entrañas, todas
las facultades de su alma se recogieron en ellas, como santas abejas dentro de
la colmena donde estaba su miel. No lanzaba sus pensamientos ni sus afectos
fuera de sí misma, pues su tesoro, sus amores y sus delicias estaban en medio de
sus sagradas entrañas.
Este mismo contento pueden sentir, por imitación,
los que, habiendo comulgado, saben, con certeza de fe, lo que ni la carne ni la
sangre, sino el Padre celestial les ha revelado 266, es decir que su Salvador
está en cuerpo y alma presente, con una presencia enteramente real, en su cuerpo
y en su alma, por este adorabilísimo sacramento; así sucede a muchos santos y
devotos fieles, que, habiendo recibido el divino sacramento, su alma se cierra,
y todas las facultades se recogen, no sólo para adorar a este Rey soberano,
nuevamente presente, con una presencia admirable, en sus entrañas, sino también
por el increíble consuelo y refrigerio espiritual de que gozan, al sentir, por
la fe, este germen divino de inmortalidad en su interior.
Donde has de
advertir cuidadosamente, Teótimo, que a fin de cuentas, todo este recogimiento
es obra del amor, el cual, al sentir la presencia del Amado por los alicientes
que derrama en medio del corazón, concentra y refiere toda el alma hacia Aquél,
por una amabilísima inclinación, por un dulcísimo rodeo y por un delicioso
repliegue de todas las facultades del lado del amado, que las atrae hacia Sí con
la fuerza de su suavidad, con la cual ata y arrastra los corazones, como se
arrastran los cuerpos con cuerdas y lazos materiales.
Pero este dulce
recogimiento de nuestra alma, no sólo se produce por el sentimiento de la divina
presencia, sino también por cualquiera manera que tengamos de ponernos ante
ella. Acaece, a veces, que todas nuestras potencias interiores se concentran y
encierran en sí mismas, por la extremada reverencia y dulce temor que se apodera
de nosotros, al considerar la soberana majestad de aquel que está presente en
nosotros y que nos mira.
Conocí un alma que, en cuanto se
hablaba de algún misterio o se repetía alguna sentencia que le recordaba de una
manera más expresiva que de ordinario la presencia de Dios, así en la confesión
como en cualquiera conversación particular, se concentraba tan fuertemente en sí
misma, que a duras penas podía salir de sí para hablar y responder; de suerte
que, en su exterior, permanecía como destituida de vida y con todos sus sentidos
aletargados, hasta que el Esposo le permitía salir de este estado, lo cual unas
veces ocurría en seguida, pero otras mucho más tarde.
266 Mat.,XVI, 17.
VIII Del reposo del alma recogida en su amado
Recogida así el alma dentro de sí misma, en
Dios o delante de Dios, permanece, en alguna ocasión, tan dulcemente atenta a la
bondad de su Amado, que le parece que su atención casi no es suya; tan sencilla
y delicadamente la ejercita.
Los amantes humanos se contentan, a veces,
con permanecer junto o a la vista de la persona amada sin hablarle, y sin
discurrir acerca de ella o de sus perfecciones, saciados y satisfechos, según
parece, con saborear esta amable presencia, no por medio de consideración alguna
sobre ella, sino por cierta calma y reposo de su espíritu: Mi Amado es para mi,
y yo soy de mi Amado, el cual apacienta su rebaño entre azucenas, hasta que
declina el día y caen las sombras 267.
Ahora bien, este reposo va, a
veces, tan lejos en su apacibilidad, que toda el alma y todas las potencias
permanecen como adormecidas, sin movimiento ni acción alguna, fuera de la
voluntad; y aun ésta no hace otra cosa que recibir el bienestar y la
satisfacción que la presencia del Amado le comunica. Y lo más admirable es que
la voluntad no se da cuenta de este bienestar y de este contento que recibe,
gozando insensiblemente de ellos, puesto que no piensa en sí misma, sino tan
sólo en la presencia de Aquel que le comunica este placer, tal como suele
ocurrir muchas veces cuando, sorprendidos por un ligero sueño, entreoímos
únicamente lo que nuestros amigos dicen junto a nosotros, pero sin darnos cuenta
de ello.
Sin embargo, el alma que, en este dulce reposo, goza del
delicado sentimiento de la presencia divina, aunque no se dé cuenta de este
gozo, da a entender bien a las claras cuan preciado y amable es para ella,
cuando se lo quieren arrebatar o cuando alguna cosa le desvía de él; porque
entonces la pobre alma, deshecha en lamentos, grita y, a veces, llora, como un
niño pequeño al cual despiertan cuando dormía bien, mostrando la satisfacción
que sentía de su sueño, por el dolor que manifiesta al despertar. Por lo que el
Pastor divino conjura a las hijas de Sión por los corzos y los ciervos de los
campos que no despierten a su amada hasta que ella quiera 268 es decir, hasta
que despierte por sí mismo. No, Teótimo, el alma de esta manera sosegada en su
Dios no dejaría nunca este reposo por los mayores bienes del mundo.
Esta
era la quietud de santa Magdalena, cuando sentada a los pies de su Maestro,
escuchaba su santa palabra 269. Contémplala, Teótimo: está sumida en una
profunda tranquilidad; no dice una palabra, no llora, no solloza, no suspira, no
se menea, no ora. Marta, toda atareada, pasa y vuelve a pasar por aquella sala.
María ni piensa en ella. ¿Pues qué hace? No hace nada; escucha. ¿Y qué quiere
decir escuchad Quiere decir que está allí como un vaso de honor, para recibir
gota a gota la mirra de la suavidad que los labios de su Amado destilan sobre su
corazón 270; y este divino amante, celoso del amoroso sueño y reposo de su
amada, reprende a Marta, que quiere despertarla: Marta, Marta, tú te afanas y
acongojas en muchísimas cosas; y, a la verdad, que una sola cosa es necesaria.
María ha escogido la mejor parte, de que jamás será privada
271. Más, ¿cuál fue la parte de María? El permanecer en paz, en reposo y
en quietud junto a su dulce Jesús.
Luego, cuando te halles en esta
simple y pura confianza filial junto a nuestro Señor, permanece en ella, mi
querido Teótimo, sin moverte en manera alguna para hacer actos sensibles, ni del
entendimiento ni de la voluntad; porque este amor simple de confianza y este
adormecimiento amoroso de tu espíritu en los brazos del Salvador contiene, por
excelencia, todo cuanto puedas andar buscando para tu placer. Es mejor dormir en
este sagrado pecho, que velar fuera de él, donde quiera que sea.
267
Cant, II, 16,17.
268 Cant, VIII, 4.
269 Lc.,X,39
270 Cant.,V,13.
271
Lc.,X,41,42
IX De los diversos grados de esta
quietud, y cómo hay que conservarla
El alma a
quien Dios concede la santa quietud en la oración, se ha de abstener, en lo
posible, de volver los ojos sobre sí misma y sobre su reposo, el cual, para ser
guardado, no puede ser curiosamente mirado; porque, quien se aficiona a él con
exceso, lo pierde, y la regla justa de la recta afición consiste en no
aficionarse. Así es menester que, al darnos cuenta de que nos hemos distraído
por la curiosidad de saber lo que hacemos en la oración, encaminemos al punto
nuestro corazón hacia la dulce y apacible atención de la cual nos habíamos
desviado.
Sin embargo, no hemos de creer que corramos peligro de perder
esta sagrada quietud a causa de los actos del cuerpo o del espíritu que no son
debidos ni a ligereza ni a indiscreción. Porque, como dice la bienaventurada
madre Teresa, es una superstición ser demasiado celoso de este reposo, hasta el
extremo de no toser, ni respirar por miedo de perderlo, ya que Dios, que da esta
paz, no la retira por tales movimientos necesarios, ni por las distracciones o
divagaciones del espíritu, cuando son involuntarias. Además, la voluntad, una
vez gustado el cebo de la divina presencia, no deja de saborear sus dulzuras,
aunque el entendimiento y la memoria se le escapen y
anden a la desbandada tras los pensamientos extraños e inútiles.
Es
verdad que nunca la quietud del alma es tan grande como cuando el entendimiento
y la memoria van acordes con la voluntad; pero, con todo, nunca deja de existir
una verdadera tranquilidad espiritual, pues ésta reina en la voluntad, que es la
señora de todas las demás facultades. Hemos visto el caso de un alma, en gran
manera entregada y unida a Dios, la cual, a pesar de ello, conservaba el
entendimiento y la memoria tan libres de toda ocupación interior, que oía
distintamente lo que se decía en torno suyo y lo retenía fuertemente, aunque le
era imposible responder ni desprenderse de Dios, al cual estaba adherida por la
aplicación de la voluntad, de tal manera que no podía ser retirada de esta
ocupación sin sentir gran dolor, que la provocaba a gemidos, aun en lo más
fuerte de su consolación y reposo.
Con todo, la paz del alma es mucho mayor y más dulce cuando no se hace el
menor ruido a su alrededor, y cuando nada la obliga a ningún movimiento ni del
corazón ni del cuerpo, pues siempre prefiere ocuparse en la suavidad de la
presencia divina; mas cuando no puede impedir las distracciones de las demás
facultades, conserva, a lo menos, la quietud en la voluntad, que es la facultad
por la cual recibe el gozo del bien.
Y advierte que la voluntad,
retenida en su quietud por el placer que le causa la presencia divina, no hace
el menor movimiento para reducir a las demás potencias, cuando éstas se
extravían, porque, si quisiera acometer esta empresa, perdería su reposo,
apartándose de su Amado, y se fatigaría inútilmente, corriendo de acá para allá,
para dar alcance a estas potencias veleidosas las cuales de ninguna otra manera
pueden ser mejor encaminadas hacia su deber que por la perseverancia de la
voluntad en la santa quietud; porque, poco a poco, todas las facultades son
atraídas por el placer que la voluntad recibe, y del cual les da a gustar
ciertos sabores, como perfumes que las mueven a acercarse más a ella, para tener
parte en el bien del cual disfruta.
X
Prosigue el discurso sobre la santa quietud y sobre cierta abnegación de sí
mismo que en ella se puede a veces, practicar
Según lo que acabamos de decir, la santa quietud tiene diversos grados; porque
unas veces está en todas las potencias del alma, juntas y unidas a la voluntad;
otras veces está solamente en ésta, en algunas ocasiones sensiblemente y en
otras insensiblemente; pues, o bien el alma recibe un contento incomparable de
sentir, por ciertas dulzuras interiores, que Dios está presente en ella, como
Santa Isabel, cuando la visitó nuestra Señora 272, o
bien experimenta una especial suavidad de estar en la presencia de Dios cuando
ésta se hace imperceptible, tal como les aconteció a los discípulos que iban dé
camino, los cuales no se dieron cuenta del agradable placer que sentían, al
andar en compañía de nuestro Señor, sino cuando llegaron al término de su viaje
y le reconocieron en la divina fracción del pan 273.
Algunas veces, el
alma no sólo advierte la presencia de Dios, sino también le oye hablar por
ciertas luces y mociones interiores, que desempeñan el papel de las palabras;
también sucede que le oye hablar y le habla recíprocamente, pero tan en secreto,
tan dulce y suavemente, que no por esto pierde la paz y la quietud; de suerte
que, sin que se despierte, vela con Él, y habla a su Amado con tan apacible
sosiego y tan agradable reposo, como si dormitase dulcemente 274.
En
otras ocasiones, oye hablar al Esposo, pero ella no sabe qué decirle, porque el
placer de oírle o la reverencia que le tiene, la obligan al silencio; o también
porque está tan seca y tan decaída de espíritu, que sólo tiene fuerzas para oír,
mas no para hablar, tal como les acontece corporalmente a los que comienzan a
dormir o están muy débiles por alguna enfermedad.
Finalmente, algunas
veces, ni oye a su Amado ni le habla, ni siente señal alguna de su presencia;
sabe tan sólo que está delante de su Dios, el cual gusta de que esté allí.
Esta quietud, durante la cual la voluntad no obra sino por simplicísima
conformidad con la voluntad divina, queriendo permanecer en oración, sin
pretender otra cosa que estar ante los ojos de Dios, mientras a Él le plazca, es
una quietud en extremo excelente, pues está limpia de toda suerte de interés,
como quiera que las facultades del alma no sienten en ella ningún contento, ni
siquiera la misma voluntad, si no es en su parte más encumbrada, en la cual se
contenta de no tener otro contento que el carecer de contento, por amor al
beneplácito de Dios, en el cual descansa; porque, resumiendo, es el colmo del
éxtasis de amor el no tener puesta la voluntad en su contento, sino en el de
Dios.
XI De la efusión o derretimiento del alma en Dios
La fusión de un alma en su Dios es un verdadero éxtasis, por
el cual el alma sale enteramente de los límites de su ser natural, y queda toda
mezclada, absorbida y embebida en Dios, por lo que sucede que los que llegan a
este santo exceso de amor divino, al volver después sobre sí, no ven cosa
alguna, en la tierra que les dé contento, viven en un extremo anonadamiento de
sí mismos, permanecen muy insensibles a todo cuanto se refiere a los sentidos, y
tienen perpetuamente en el corazón la máxima de la bienaventurada virgen Teresa
de Jesús: Lo que no es Dios no es nada para mí. Y ésta parece que fue la gran
pasión amorosa de aquel gran amigo del Amado, que decía: Vivo yo, o más bien no
soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí 275; y Nuestra vida está
escondida con Cristo en Dios 276.
El alma fundida en Dios no muere;
porque ¿cómo es posible que muera abismada en la Vida? Pero vive sin vivir en sí
misma, porque, así como las estrellas si pierden su luz, no lucen en presencia
del sol, sino que el sol luce en ellas y están ocultas en la luz del sol,
también el alma, sin perder la vida, ya no vive, cuando está fundida en Dios,
sino que es Dios quien vive en ella. Tales fueron, a mi modo de ver, los
sentimientos de los dos bienaventurados Felipe Neri y Francisco Javier, cuando,
rendidos por las consolaciones celestiales, pedían a Dios que se retirase un
poco de ellos, si quería que todavía viviesen en este mundo, lo cual no podía
ser mientras su vida permanecía toda oculta y absorbida en Dios.
272 Lc,
1,41.
273 Lc, XXIV, 30.
274 Cant, V, 2.
275 Gal., II, 2.
276 Col., III, 3.
XII De la herida
de amor
El amor, es una complacencia, y, por lo
mismo, es muy agradable cuando no deja en nuestros corazones el aguijón del
deseo; mas, cuando lo deja, deja con él, un gran dolor. Con todo, es verdad que
este dolor proviene del amor, y, por consiguiente, es dulce y amable dolor.
Oíd las ansias dolorosas, pero amorosas, de un regio amante: Sedienta está
mi alma del Dios fuerte y vivo. ¡Cuando será que yo llegue y me presente ante la
faz de Dios! Mis lagrimas me han servido de pan día y noche, desde que me están
diciendo: ¿Dónde está tu Dios?277. También la sagrada Sulamitis,
toda anegada en sus amorosos dolores, habla así a las hijas de Jerusalén: ¡Ahí
—les dice—, os conjuro que, si hallareis a mi Amado, le digáis mi pena, porque
desfallezco, herida de su amor 278.
Hay en la práctica del amor sagrado,
una especie de herida que, a veces, hace Dios en el alma que quiere en gran
manera perfeccionar. Porque le infunde unos admirables sentimientos y unos
incomparables atractivos por su soberana bondad, como acosándola y solicitando
su amor; y entonces el alma se lanza con fuerza, como para volar más alto hacia
su divino objeto; pero, al mismo tiempo, se siente, también fuertemente retenida
y no puede volar, como pegada a las bajas miserias de esta vida y por su propia
impotencia; desea alas de paloma para volar y hallar reposo 279, y no las
encuentra. No es el deseo de una cosa ausente el que hiere el corazón, pues el
alma siente que su Dios está presente y la ha introducido ya en la pieza donde
guarda el vino y ha enarbolado sobre su corazón el estandarte de su amor 280.
El corazón amante de su Dios, deseando amarle infinitamente, ve, que no
puede ni amarle ni desearle lo bastante, y este deseo que no se puede realizar,
es como un dardo en el pecho de un espíritu generoso; más el dolor que causa no
deja de ser muy amable, porque el que desea amar gusta también de desear, y se
tendría por el ser más miserable del universo, si no desease continuamente amar
lo que es tan soberanamente amable. Deseando amar, recibe de ello el dolor; pero
gustando de desear recibe de ello la dulzura.
Dios, pues, lanzando
continuamente saetas de la aljaba de su infinita belleza, hiere el alma de sus
amantes, haciéndoles ver claramente que le aman mucho menos de lo que Él es
amable. Aquel de los mortales que no desea, amar más a la divina bondad, no la
ama bastante; la suficiencia, en este divino ejercicio, no basta al que quiere
detenerse en ella, como si fuera bastante.
XIII
De algunos otros medios por los cuales el amor santo hiere los corazones
Se produce otra herida de amor, cuando el alma
siente muy bien que ama a su Dios, y, sin embargo, Dios la trata como si no
supiese que la ama, o como si desconfiase de su amor. Porque, mi querido
Teótimo, el alma padece extremas angustias, pues se le hace insoportable el ver
el semblante que Dios pone de desconfianza en ella.
Tenía San Pedro y
sentía su corazón lleno de amor a su Maestro, nuestro Señor, simulando no
saberlo: Pedro —le dijo—, ¿me amas más que estos? Si, Señor—respondió el
apóstol—: Tú sabes que te amo. Pero replicó el Señor: Pedro, ¿me amas? Mi
querido Maestro —repuso el apóstol— te amo ciertamente; Tú lo sabes. Y este
dulce Maestro, para probarle, y como desconfiando de su amor, Pedro —repitió—
¿me amas? Éste en gran manera afligido, exclama amoroso, pero dolorosamente:
Maestro mío. Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo281.
San Pedro estaba
bien seguro de que nuestro Señor lo sabía todo y de que no podía ignorar que le
amaba; mas, porque la repetición de estas palabras: «¿me amas?» tenía la
apariencia de cierta desconfianza se entristeció sobremanera. ¡ Ah! la pobre
alma que sabe muy bien que está resuelta a morir antes que ofender a Dios pero
que no siente una sola brizna de fervor, sino al contrario, una frialdad
extrema, que la tiene toda entorpecida y débil, hasta el punto de que cae en las
más lamentables imperfecciones; esta alma—digo—, está toda herida; porque es muy
doloroso su amor, cuando ve que Dios aparenta, en su semblante, ignorar cuánto
le ama, y que la deja como una criatura, que no le pertenece; y le parece que,
en medio de sus defectos, sus distracciones y sus frialdades, lanza nuestro
Señor contra ella este reproche: ¿Cómo puedes decir que me amas, si tu alma no
está conmigo? Lo cual es, para ella, un dardo de dolor que atraviesa su corazón,
pero un dardo de dolor que procede del amor, porque, si no amase, no se
afligiría por la aprensión que tiene de que no ama.
A veces se produce esta herida de amor al sólo recuerdo de haber
vivido antes sin amar a Dios. ¡Oh! ¡Qué tarde os he amado, beldad antigua y
nueva! decía aquel santo que había sido hereje durante treinta años.
El
mismo amor nos hiere, a veces, con solo considerar la multitud de los que
desprecian el amor de Dios, hasta el punto de desfallecer por ello de angustia.
El gran San Francisco, creyendo que nadie le oía, lloraba un día, sollozaba y se
lamentaba tan fuertemente, que un personaje, al oírle, corrió hacia él, como
quien corre en auxilio de alguien a quien quieren matar; y, al verle solo, le
preguntó: ¿Por qué gritas así buen hombre? ¡Ah! dijo—, lloro porque nuestro
Señor ha padecido tanto por nuestro amor, y nadie piensa en ello. Y, dichas
estas palabras, comenzó de nuevo a derramar lágrimas; y aquel buen personaje se
puso también a gemir y a llorar con él.
Pero, de cualquier manera que esto sea lo más admirable en estas heridas
recibidas por el divino amor es que su dolor es agradable, y que todos los que
lo sienten y lo aceptan no quisieran cambiar este dolor por todas las dulzuras
del universo. No hay dolor en el amor, y, si lo hay, es un dolor muy apreciado.
Un serafín, que tenía en la mano una flecha de oro, de cuya punta salía una
pequeña llama, la lanzó contra el corazón de la bienaventurada madre Teresa, y,
al quererla sacar, parecióle a esta virgen que le arrancaban las entrañas; el
dolor era tan grande que sólo tenía fuerzas para prorrumpir en débiles y
pequeños gemidos, pero era, a la vez, un dolor tan amable, que nunca hubiera
querido verse libre de él. Tal fue también el dardo de amor que arrojó Dios al
corazón de la gran santa Catalina de Génova, en los comienzos de su conversión,
con el cual quedó toda trocada y como muerta al mundo y a las cosas creadas,
para no vivir sino por su Creador. Manojito de mirra amarga es para mí el Amado
mío 282.
282 Cant, 1,12 r