Liturgia Católica
home
Tercera parte de la Introducción a la vida devota
CAPÍTULO XXXVIII
AVISO A LAS PERSONAS CASADAS
«El matrimonio es un gran sacramento, lo digo en Jesucristo y en su Iglesia»;
«es honorable para todos», en todos y en todo, es decir, en todas sus partes:
para todos, porque aun las mismas vírgenes han de honrarlo con humildad; en
todos, porque es igualmente santo entre los pobres y entre los ricos; en todo,
porque su origen, su fin, sus utilidades, su forma y su materia son santas. Es
el plantel del cristianismo, que llena la tierra de fieles, para completar, en
el cielo, el número de los elegidos; de manera que la conservación del bien del
matrimonio es en extremo importante para la república, porque es la raíz y el
manantial de todos los arroyos.
Pluguiera a Dios que su Hijo muy amado fuese llamado a todas las bodas, como lo
fue a las de Caná, pues no faltaría en ellas el vino de los consuelos y de las
bendiciones; porque, si, ordinariamente, sólo hay un poco en los comienzos, ello
es debido a que, en lugar de Nuestro Señor invitan a Adonis, y a Venus en lugar
de la Virgen.
El que quiere tener corderitos hermosos y pintados, como Jacob, ha de mostrar a
las ovejas, cuando se aparejan, varillas de diversos colores; y el que quiere
tener un feliz éxito en el matrimonio, debería, en sus bodas, representarse la
santidad y la, dignidad de este sacramento; pero, en lugar de esto, todo se
acaba en desórdenes, pasatiempos, banquetes, palabras; no es, pues, de extrañar
si los efectos son desastrosos.
Sobre todo exhorto a los casados al amor mutuo, que tanto les recomienda el
Espíritu Santo en la Sagrada Escritura. ¡Oh casados!, nada es decir: «Amaos los
unos a los otros con amor natural», porque las parejas de tórtolas también lo
hacen; ni decir: «Amaos con un amor humano», porque los paganos también han
practicado este amor; mas yo os digo con el gran Apóstol: «Maridos, amad a
vuestras esposas como Jesucristo ama a su Iglesia; esposas, amad a vuestros
maridos, como la Iglesia ama a su Salvador». Fue Dios que llevó a Eva a nuestro
primer padre Adán y se la dio por esposa; es también Dios, amigos míos, quien,
con su mano invisible, ha hecho el nudo del sagrado lazo de vuestro matrimonio,
y quien ha dado los unos a los otros. ¿ Por qué, pues, no os amáis con un amor
enteramente santo, sagrado y divino?
El primer efecto de este amor es la unión indisoluble de vuestros corazones.
Cuando se pegan con cola dos piezas de abeto y se juntan, si la cola es fina, la
unión será tan fuerte que antes romperán por cualquier otro lugar que por el de
la juntura. Ahora bien, es Dios quien une el marido con la esposa con su propia
sangre; por esto esta unión es tan fuerte, que antes el alma se parará del
cuerpo de uno o del otro, que el marido de la mujer. Pero esta unión no se
entiende principalmente del cuerpo, sino del corazón, del afecto y del amor.
El segundo efecto de este amor es la fidelidad inviolable y mutua. Antiguamente
los sellos estaban grabados en los anillos que se llevaban en los dedos, como lo
da a entender la misma Sagrada Escritura; he aquí, pues, el secreto de la
ceremonia que se hace en el sacramento; la Iglesia, por mano del sacerdote,
bendice el anillo, y al darlo primeramente al hombre, significa que se sella y
cierra su corazón por este sacramento, para que jamás ni el nombre ni el amor de
otra mujer alguna pueda entrar en él, mientras viva la que le ha sido dada;
después el esposo pone el anillo en la mano de la esposa, para que, a su vez,
sepa que nunca su corazón ha de sentir afecto a ningún otro hombre, mientras
viva sobre la tierra el que Nuestro Señor acaba de darle.
El tercer fruto del matrimonio es la procreación y crianza de los hijos. Es un
gran honor para vosotros los casados, el que Dios, al querer multiplicar las
almas que puedan bendecirle y alabarle eternamente, os haga cooperadores de una
labor tan digna, mediante la producción de los cuerpos, sobre los cuales, como
gotas celestiales, hace llover las almas, creándolas, como las crea, al
infundirlas en aquellos.
Conservad, pues, esposos, un tierno, constante y cordial amor a vuestras
esposas. Por esto la mujer fue sacada del costado más cercano al corazón del
primer hombre, para que fuese de él tierna y cordialmente amada. Las debilidades
y las fallas, ya corporales ya espirituales de vuestras esposas, no han de
provocar en vosotros ninguna clase de desdén, sino más bien una dulce y amorosa
compasión, pues Dios las ha creado así, para que, dependiendo de vosotros,
recibáis de ellas más honor y respeto, y las tengáis por compañeras, siendo,
empero, vosotros, los jefes y los superiores. Y vosotras, esposas, amad, tierna
y cordialmente, pero con un amor respetuoso y lleno de reverencia, a los maridos
que Dios os ha dado, ya que, para esto, los ha hecho Dios de un sexo más
vigoroso y dominador, y ha querido que la mujer sea como algo que procede del
hombre, un hueso de sus huesos, carne de su carne, y formada de una de sus
costillas, sacada de debajo de su brazo, para significar que ha de estar bajo la
mano y guía de su marido.
En toda la Sagrada Escritura se recomienda, con mucho
encarecimiento, esta sujeción, la cual, empero, la misma Escritura hace suave,
pues no sólo quiere que os sometáis con amor, sino que manda a vuestros maridos
que ejerzan su autoridad con suavidad, afecto y ternura: «Maridos -dice San
Pedro, portaos discretamente con vuestras esposas, como un vaso más frágil,
rindiéndoles honor».
Pero, mientras os exhorto a que hagáis crecer siempre este amor recíproco que os
debéis, tened cuidado en que no se convierta en alguna especie de celos; porque
ocurre, con frecuencia, que, así como el gusano se engendra de la manzana más
delicada y más madura, así, también los celos nacen casados, del cual, empero,
echa a perder y corrompe la substancia, porque, poco a poco, engendra disgustos,
disensiones y divorcios. Es cierto que los celos nunca sobrevienen cuando la
amistad se funda recíprocamente en la verdadera virtud. Por esta causa los celos
son una señal indudable de que el amor tiene algo de sensual y grosero, y que ha
dado con una virtud flaca, inconstante y expuesta a la desconfianza. Es un necio
alarde de amistad, querer ensalzarla con los celos, porque los celos son,
ciertamente, un indicio de materialidad y grosería de la amistad, y no de su
bondad, pureza y perfección, pues la perfección de la amistad presupone la
certeza de la virtud de la cosa amada, y los celos presuponen su incertidumbre.
Maridos, si queréis que vuestras esposas sean fieles, que vaya por delante la
lección de vuestro ejemplo. «¿Con qué cara -dice San Gregorio Nacianceno-,
queréis exigir la honestidad en vuestras mujeres, si vosotros vivís en la
deshonestidad? ¿Cómo podéis reclamarles lo que vosotros no les dais?» ¿Queréis
que sean castas? Portaos castamente con ellas, y, como dice San Pablo, «que cada
uno sepa poseer su vaso en santidad».
Pues si, por el contrario, vosotros sois
los primeros en enseñarles las infidelidades, no es maravilla que vosotros
padezcáis la deshonra que acarrea su pérdida. Mas vosotras, esposas, cuyo honor
va inseparablemente unido a la decencia y a la honestidad, conservad
cuidadosamente vuestra gloria, y no permitáis que la menor sombra de disolución
empañe vuestra honra. Temed todos los ataques, por pequeños que sean; nunca
permitáis ninguna galantería en torno vuestro; quienquiera que alabe vuestra
belleza y vuestra gracia os ha de ser sospechoso, porque el que alaba una
mercancía que no puede comprar, suele sentir graves tentaciones de robarla.
Pero, si a tu alabanza añade alguien el desprecio de tu marido, te ofende en
gran manera, pues claramente da a entender que, no sólo quiere perderte, sino
que te considera ya medio perdida, puesto que puede afirmarse que ya está casi
hecho el trato con el segundo comprador, cuando se está disgustado del primero.
Siempre las señoras, así en los tiempos antiguos como ahora, han tenido la
costumbre de colgar perlas en sus orejas, por el placer, dice Plinio, de oír el
ruido que hacen al chocar unas contra otras. Mas yo que sé que el gran amigo de
Dios, Isaac, envió unos pendientes, como primeras arras de su amor, a Rebeca,
creo que este adorno místico significa que la primera cosa que un marido ha de
poseer de su esposa y que ésta ha de guardar fielmente, es el oído, para que no
pueda entrar por él otro lenguaje ni ruido alguno que el dulce y amigable rumor
de las palabras honestas y castas, que son las perlas orientales del Evangelio,
pues nunca hemos de olvidar que las almas reciben el veneno por el oído, como el
cuerpo lo recibe por la boca.
El amor y la fidelidad hermanados producen siempre la intimidad y la confianza;
por esta causa los santos y las santas han empleado muchas caricias en el
matrimonio, caricias verdaderamente afectuosas pero castas, tiernas pero
sinceras. Así Isaac y Rebeca, la pareja más casta entre los casados del tiempo
antiguo, fueron vistos, desde una ventana, mientras se acariciaban de tal manera
que, a pesar de que no mediaba entre ambos cosa alguna deshonesta, entendió muy
bien Abimelec que no podían ser sino marido y mujer. El gran San Luis, tan
austero en su carne como tierno en el amar a su esposa, fue casi recriminado por
ser pródigo en sus caricias, aunque, en realidad, merecía ser alabado, pues
sabía dejar de un lado su espíritu marcial y valiente, por estas pequeñeces,
exigidas por la conservación del amor conyugal; ya que, por más que estas
pequeñas demostraciones de pura y franca amistad no atan los corazones, no
obstante los acercan y los disponen a la mutua convivencia.
Santa Mónica, estando encinta del gran San Agustín, lo consagró muchas veces a
la religión cristiana y al servicio de la gloria de Dios como él mismo nos lo da
a entender, cuando nos dice que había gustado «la sal de Dios en las entrañas de
su madre». Es una gran lección para las mujeres cristianas la de ofrecer a la
divina Majestad el fruto de su vientre, ya antes de haber nacido, pues Dios, que
acepta las ofrendas de un corazón humilde y generoso, favorece, ordinariamente,
los deseos de las madres en estas ocasiones. Testigos de ello son Samuel, Santo
Tomás de Aquino, San Andrés de Fiésole y muchos otros. La madre de San Bernardo,
digna madre de tal hijo, tomando en sus brazos a sus hijos, al instante de haber
nacido, los ofrecía a Jesucristo, y, desde entonces, les amaba con respeto, como
una cosa sagrada que Dios le había confiado, y fue tan feliz el éxito de esta
práctica, que los siete fueron muy santos.
Mas, cuando los hijos ya han venido al mundo y comienza en ellos el uso de la
razón, han de tener los padres mucho cuidado en grabar el temor de Dios en sus
corazones. La buena reina Blanca cumplió fervorosamente este deber con su hijo,
el rey San Luis, pues le decía con frecuencia: «Preferiría, hijo mío muy amado,
verte morir delante de mis ojos, que verte cometer un solo pecado mortal»; lo
cual quedó tan impreso en el alma de aquel santo hijo, que, como él mismo decía,
no pasó un solo día de su vida sin que se acordara de ello, y se esforzó, cuanto
pudo, en guardar esta doctrina divina. En nuestro idioma llamamos casas a los
linajes y a las generaciones, y los mismos hebreos llamaban edificación de la
casa a la generación de los hijos, pues fue en este sentido que se dijo que Dios
edificó casas a las comadres de Egipto. Esto demuestra que no se hace buena casa
enriqueciéndola con bienes materiales, sino educando bien a los hijos en el
temor de Dios y en la virtud; en esto no hay que perdonar trabajo ni. sacrificio
alguno, pues los hijos son la corona de los padres. Así Santa Mónica combatió
con tanta firmeza y constancia las malas inclinaciones de San Agustín, que,
después de seguir sus pasos por mar y por tierra, logró hacerlo más felizmente
hijo de sus lágrimas por la conversión de su alma, que no lo había hecho hijo de
su sangre por la generación de su cuerpo.
San Pablo señala a las esposas el cuidado de la casa, por lo cual creen muchos,
con acierto, que su devoción es más provechosa a la familia que la de los
maridos, los cuales, por no permanecer tan asiduamente en el hogar, no pueden,
por lo mismo, encaminar tan fácilmente a la familia hacia la virtud. Por este
motivo, Salomón, en los Proverbios, vincula la felicidad del hogar al cuidado y
diligencia de aquella mujer fuerte que, en ellos, nos describe.
Dice el Génesis que Isaac, al ver estéril a su mujer Rebeca, rogó por ella al
Señor, o, según los Hebreos, rogó en presencia de ella, pues mientras el uno
oraba a un lado del oratorio, el otro lo hacía al lado opuesto; de esta manera,
la oración del marido, hecha en esta forma, fue escuchada. La más grande y la
más provechosa unión del marido y de la mujer es la que estriba en la devoción,
a la cual se han de excitar mutuamente y a porfía. Frutos hay, como el
membrillo, que, a causa de la aspereza de su jugo, sólo son buenos confitados;
hay otros que, por ser muy tiernos y delicados, tampoco pueden durar, si no se
les confita: tales son las cerezas y los albaricoques. De la misma manera, las
esposas han de desear que sus maridos estén confitados con el azúcar de la
devoción, porque el hombre sin devoción es un animal severo, áspero y rudo; y
los maridos han de desear que sus esposas sean devotas, porque la mujer sin
devoción es muy frágil, y está expuesta a decaer o a mancillarse en su virtud.
Dice San Pablo que «el hombre infiel es santificado por la esposa fiel, y que la
esposa infiel es santificada por el esposo fiel», como sea que, en esta estrecha
alianza del matrimonio, puede una de las partes atraer fácilmente a la otra a la
virtud. Mas, ¡qué bendición, cuando el hombre y la mujer fieles se santifican
mutuamente en un verdadero temor del Señor!
Por lo demás, la mutua condescendencia ha de ser tan grande, que jamás se enojen
ambos a la vez, para que no asome entre ellos la disensión y la discordia. Las
abejas no pueden permanecer allí donde se producen ecos, resonancias y retumbos
de voces, ni el Espíritu Santo en una casa donde haya disputas, réplicas, gritos
y altercados.
Dice San Gregorio Nacianceno que, en su tiempo, los casados festejaban el
aniversario de sus bodas. Ciertamente aprobaría que se introdujese esta
costumbre, con tal que no se hiciese con ostentación de fiestas mundanas y
sensuales, sino confesando y comulgando los esposos, encomendando a Dios, con
mayor fervor que el de costumbre, el feliz éxito de su matrimonio, renovando los
buenos propósitos de santificarlo cada día más con una amistad y fidelidad
recíprocas, y adelantándose, en el Señor, para soportar las cargas de su estado.
Ave María Purísima
Cristiano Católico 19-12-2012 Año de la Fe
Vida Devota
Sea Bendita la Santa e Inmaculada Purísima Concepción de
la Santísima Virgen María