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Tratado del Amor de Dios



LIBRO DECIMO



Del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas



I De la dulzura del mandamiento que Dios nos ha impuesto de amarle sobre todas las cosas

El hombre es la perfección del universo; el espíritu es la perfección del hombre; el amor es la perfección del espíritu, y la caridad es la perfección del amor. Por esto, el amor de Dios es el fin, la perfección y la excelencia del universo. En esto consiste la grandeza y la primacía del mandamiento del amor divino, Llamado por el Salvador máximo y primer mandamiento 367. Este mandamiento es como un sol, que ilumina y dignifica todas las leyes sagradas, todas las disposiciones divinas, todas las Escrituras. Todo se hace por este celestial amor y todo se refiere a él. Del árbol sagrado de este mandamiento dependen, como flores suyas, todos los consejos, las exhortaciones, las inspiraciones y los demás mandamientos, y, como fruto suyo, la vida eterna; y todo lo que no tiende al amor eterno, aquél, cuya práctica perdura en la vida eterna y que no es otra cosa que la misma vida eterna.

Pero considera, Teótimo, cuan amable es esta ley de amor. ¡Si pudiésemos entender cuan obligados estamos a este soberano Bien, que no sólo nos permite, sino que nos manda que le amemos! No sé si he de amar más vuestra infinita belleza, que una tan divina bondad me manda amar, o vuestra divina bondad, que me manda amar una tan infinita belleza.

Dios, el día del juicio, imprimirá, de una manera admirable, en los espíritus de los condenados, el sentimiento de lo que perderán; porque la divina Majestad les hará ver claramente la suma belleza de su faz y los tesoros de su bondad; y, a la vista de este abismo infinito de delicias, la voluntad, con un esfuerzo supremo, querrá lanzarse hacia Él para unirse con Él y gozar de su amor; pero será en vano, porque, a medida que el claro y bello conocimiento de la divina hermosura vaya penetrando en los entendimientos de estos infortunados espíritus, de tal manera la divina justicia irá quitando fuerzas a la voluntad, que no podrá ésta amar en manera alguna al objeto que el entendimiento le propondrá y le representará como el más amable; y esta visión, que debería engendrar un tan grande amor en la voluntad, en lugar de esto engendrará en ella una tristeza infinita, la cual se convertirá en eterna por el recuerdo que quedará para siempre en estas almas de la soberana belleza perdida; recuerdo estéril para todo bien y fértil en trabajos, penas, tormentos y desesperación inmortal.

Porque la voluntad sentirá una imposibilidad, o mejor dicho, una eterna aversión y repugnancia en amar a esta tan deseable excelencia. De suerte que los miserables condenados permanecerán, para siempre, en una rabia desesperada, al conocer una perfección tan sumamente amable, sin poder poseer su goce ni su amor; porque, mientras pudieron amarla, no lo quisieron. Se abrasarán en una sed tanto más violenta, cuanto que el recuerdo de esta fuente de las aguas de la vida eterna agudizará sus ardores; morirán inmortalmente, como perros, de un hambre 368 tanto más vehemente cuanto que su memoria avivará su insaciable crueldad con el recuerdo del festín del cual habrán sido privados.

No me atrevería, ciertamente, a asegurar que esta visión de la hermosura de Dios, que tendrán los malaventurados, a manera de relámpago, haya de ser tan clara como la de los bienaventurados; con todo lo será tanto que verán al Hijo del hombre en su majestad 369, y verán delante al que traspasaron 370, y, por la visión de esta gloria, conocerán la magnitud de su pérdida. Si Dios hubiese prohibido al hombre amarle ¡qué pena en las almas generosas! ¡Qué no harían para obtener este permiso!

¡Cuan deseable es, la suavidad de este mandamiento, pues si la divina voluntad lo impusiese a los condenados, en un momento quedarían libres de su gran desdicha, y los bienaventurados no son bienaventurados, sino por la práctica del mismo! ¡Oh amor celestial, qué amable eres a nuestras almas!

367 Mt., XXII, 38.

368 Sal.,LVIII,7.

369 Mt., XXIV. 30.

370 Jn., XIX, 37





II Que este divino mandamiento del amor tiende hacia el cielo, pero, con todo, es impuesto a los fíeles de este mundo






No se ha puesto ley al justo 371, porque, adelantándose a ella y sin necesidad de ser por ella obligado, hace la voluntad de Dios, llevado por el instinto de la caridad que reina en su alma.

En el cielo, tendremos un corazón enteramente libre de pasiones, un alma purificada de distracciones, un espíritu desembarazado de contradicción, unas fuerzas exentas de repugnancias; por consiguiente, amaremos a Dios con un perpetuo y jamás interrumpido amor. ¡Oh Señor! ¡Qué gozo, cuando constituidos en aquellos eternos tabernáculos, estarán nuestros espíritus en perpetuo movimiento, en medio del cual tendrán el reposo eterno tan deseado de su eterno amor!

Bienaventurados, Señor, los que moran en tu casa; alabarte han por los siglos de los siglos372. Mas no hemos de pretender este amor, tan sumamente perfecto, en esta vida mortal, pues no tenemos todavía ni el corazón, ni el alma, ni el espíritu, ni las fuerzas de los bienaventurados. Basta que amemos con todo el corazón y con todas las fuerzas que tengamos. Mientras somos niños pequeños sabemos como niños, hablamos como niños, amamos como niños 373; más cuando seremos perfectos, en el cielo, seremos liberados de nuestra infancia, y amaremos a Dios con perfección. Con todo, mientras dura la infancia de nuestra vida mortal, no hemos de dejar de hacer lo que dependa de nosotros, según nos ha sido mandado, pues no sólo podemos, sino que es facilísimo, como quiera que todo este mandamiento de amor, y de amor de Dios, que, por ser soberanamente bueno, es soberanamente amable.



III Cómo estando ocupado todo el corazón en el amor sagrado, puede, sin embargo, amar a Dios deferentemente, y amar también muchas cosas por Dios



El hombre se entrega todo por el amor, y se entrega tanto cuanto ama; está, pues, enteramente entregado a Dios, cuando ama enteramente a la divina bondad, y cuando está de esta manera entregado, nada debe amar que pueda apartar su corazón de Dios.

En el paraíso, Dios se dará todo a todos, y no en parte, pues Dios es un todo que carece de partes; mas, a pesar de esto, se dará diversamente, y las diferentes maneras de darse serán tantas cuantos sean los bienaventurados, lo cual ocurrirá así porque, al darse todo a todos y todo a cada uno, no se dará totalmente, ni a cada uno en particular, ni a todos en general Nosotros nos daremos a Él según la medida en que Él se dará a nosotros, porque le veremos verdaderamente cara a cara 374, tal cual es en su belleza, y le amaremos de corazón a corazón, tal cual es en su Bondad; no todos, empero, le verán con igual claridad, ni le amarán con igual dulzura, sino que cada uno le verá y le amará según el grado particular de gloria que la divina Providencia le hubiere preparado. Todos poseeremos igualmente la plenitud de este divino amor, pero, con todo, las plenitudes serán desiguales en perfección. Si en el cielo, donde estas palabras: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón 375 serán con tanta excelencia practicadas, habrá a pesar de ello, grandes diferencias en el amor, no es de maravillar que haya también muchas en esta vida mortal.

No sólo entre los que aman a Dios de todo corazón, hay quienes le aman más y quienes le aman menos, sino que una misma persona se excede, a veces, a sí misma, en este soberano ejercicio del amor de Dios sobre todas las cosas. ¿Quién no sabe que hay progresos en este santo amor, y que el fin de los santos está colmado de un más perfecto amor que los comienzos?

Según la manera de hablar de las Escrituras, hacer alguna cosa de todo corazón no quiere decir sino hacerla de buen grado y sin reserva.

Todos los verdaderos amantes son iguales en dar todo su corazón, con todas sus fuerzas; pero son desiguales en darlo todos diversamente y de diferentes maneras, pues algunos dan todo su corazón con todas sus fuerzas, pero menos perfectamente que otros. Unos lo dan todo por el martirio, otros por la virginidad, otros por la pobreza, otros por la acción, otros por la contemplación, otros por el ministerio pastoral, y, dándolo todos todo, por la observancia de los mandamientos, unos, empero, lo dan más imperfectamente que otros.

El precio de este amor que tenemos a Dios depende de la eminencia y excelencia del motivo por el cual y según el cual le amamos. Cuando le amamos por su infinita y suma bondad, como Dios y porque es Dios, una sola gota de este amor vale mucho más, tiene más fuerza y merece más estima que todos los otros amores que jamás puedan existir en los corazones de los hombres y entre los coros de los ángeles, porque mientras este amor vive, es él el que reina y empuña el cetro sobre todos los demás afectos, haciendo que Dios sea, en la voluntad, preferido a todas las cosas, universalmente y sin reservas.

371 Tim. 1, 9.

372 Sal., LXXXIII, 5.

373 I Cor.,Xffl,ll.

374 1 Cor., XIII, 12.

375 Deut., VI, 5.





IV De dos grados de perfección con los cuales este mandamiento puede ser observado en esta vida mortal




Hay algunas almas que, habiendo hecho ya algunos progresos en el amor divino, han cortado todo otro amor a las cosas peligrosas; mas, a pesar de esto, no dejan de tener algunos afectos perniciosos y superfluos, porque se aficionan con exceso y con un amor demasiado tierno y más apasionado de lo que Dios quiere. Dios quería que Adán amase tiernamente a Eva, pero no tanto que, por complacerla, quebrantase la orden que la divina Majestad le había dado.

No amó, pues, una cosa superflua y de suyo peligrosa, pero la amó con superfluidad y peligro. El amor a nuestros padres, amigos y bienhechores es, de suyo, un amor según Dios, pero no es lícito amarlos con exceso; las mismas vocaciones, por espirituales que sean, y nuestros ejercicios de piedad (a los cuales debemos aficionarnos) pueden ser amados desordenadamente, cuando son preferidos a la obediencia o a un bien más universal, o cuando se pone en ello el afecto como en el último fin, siendo así que no son sino medios y preparativos para la realización de nuestro anhelo final, que es el divino amor.

Y estas almas que no aman sino lo que Dios quiere que amen, pero que se exceden en la manera de amar, aman verdaderamente a la divina bondad sobre todas las cosas, pero no en todas las cosas, porque a las mismas cosas cuyo amor les está permitido, aunque con la obligación de amarlas según Dios, no las aman solamente según Dios, sino por causas y motivos que no son contrarios a Dios, pero que están fuera de Él. Tal fue el caso de aquel pobre joven que, habiendo guardado los mandamientos desde sus primeros años 376, no deseaba los bienes ajenos, pero amaba con demasiada ternura los propios. Por esto, cuando nuestro Señor le aconsejó que los diese a los pobres, se puso triste y melancólico. No amaba nada que no le fuese lícito amar, pero lo amaba con un amor superfluo y demasiado cerrado.

Estas almas, oh Teótimo, aman de una manera demasiado ardorosa y superflua, pero no aman las superfluidades, sino lo que deben amar. Y, por esta causa, gozan del tálamo nupcial de la unión, de la quietud y del reposo amoroso de que nos hablan los libros quinto y sexto de los Cantares; pero no gozan en calidad de esposas, porque la superfluidad con que se aficionan a las cosas buenas hace que no penetren con mucha frecuencia en las divinas intimidades del Esposo, por estar ocupadas y distraídas en amar, fuera de Él y sin Él, lo que deberían amar únicamente en Él y por Él.

376 Mt., XIX, 20.




V De otros dos grados de mayor perfección por los cuales podemos amar a Dios sobre todas las cosas





Hay almas que aman tan sólo lo que Dios quiere. Almas felices, pues aman a Dios, a sus amigos en Dios y a sus enemigos por Dios, pero no aman ni una sola sino en Dios y por Dios. Refiere San Lucas que nuestro Señor invitó a que le siguiese a un joven que le amaba mucho, pero que también amaba mucho a su padre, por lo cual deseaba volver a él 377; y el Señor le corta esta superfluidad de su amor y le da un amor más puro, no sólo para que ame a Dios más que a su padre, sino también para que ame a su padre únicamente en Dios. Deja a los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos; mas tú, ve y anuncia el reino de Dios 378. Y estas almas, Teótimo, como ves, gozando de una tan grande unión con " el Esposo, merecen participar de su calidad y de ser reinas, como Él es rey, pues le están todas dedicadas, sin división ni separación alguna, no amando nada fuera de Él y sin Él, sino tan sólo en Él y por Él.

Finalmente, por encima de todas estas almas hay una absolutamente única, que es la reina de la reinas, la más amable, la más amante y la más amada de todas las amigas del divino Esposo, la cual no sólo ama a Dios sobre todas las cosas y en todas las cosas, sino únicamente a Dios en todas las cosas; de suerte que no ama muchas cosas, sino una sola cosa, que es Dios. Y, porque solamente ama a Dios en todo lo que ama, le ama igualmente en todas partes, fuera de todas las cosas y sin todas las cosas, según lo exige el divino beneplácito.

Si es tan sólo Ester a quien ama Asuero, ¿por qué le amará más cuando anda perfumada y adornada que cuando viste en traje ordinario? Si sólo amo a mi Salvador, ¿por qué no he de amarle tanto en el Calvario como en el Tabor, pues es el mismo, en uno y otro monte?

¿Por qué no he de decir con el mismo afecto, en uno y otro lugar: Señor, bueno es estarnos aquí 379. La verdadera señal de que amamos a Dios sobre todas las cosas es amarle igualmente en todo, pues siendo Él siempre igual a Sí mismo, la desigualdad de nuestro amor para con Él no puede tener su origen sino en la consideración de alguna cosa que no es Él. Esta sagrada amante no ama más a su Rey con todo el universo, que si estuviese solo sin el universo; porque todo lo que está fuera de Dios y no es Dios, es nada para ella.

Alma toda pura, que no ama, ni aún el mismo cielo, sino porque el Esposo es amado en él; Esposo tan soberanamente amado en el paraíso, que aunque no lo tuviera para darlo, no por esto sería menos amable ni menos amado por esta animosa amante, que no sabe amar el paraíso de su Esposo, sino a su Esposo del paraíso, y que no tiene en menos estima el calvario, mientras su Esposo está sacrificado en él, que el cielo, donde está glorificado. El que pesa las pequeñas bolas encontradas en las entrañas de Santa Clara de Montefalco 380, el mismo peso encuentra en cada una en particular que en todas ellas juntas. Así el gran amor encuentra a Dios solo tan amable, como a Él junto con todas las criaturas, cuando no ama a éstas sino en Dios y por Dios. 381 Se cuenta de esta santa que, abierto su cuerpo, después de su muerte, se encontró en su corazón la imagen de Cristo crucificado.


Son tan pocas estas almas tan perfectas, que cada una de ellas es llamada unigénita de su madre 381, porque no ama sino su palomar, y, además, perfecta 382 porque por el amor se ha convertido en una misma cosa con la divina perfección, por lo que puede decir con humildísima verdad: Yo no soy sino para mi Amado, y El está todo inclinado hacia mí 383.

Ahora bien, únicamente la santísima Virgen nuestra Señora llegó plenamente a este grado de excelencia en el amor de su Amado.

Jamás hubo criatura mortal que amase al celestial Esposo con un amor tan perfectamente puro, fuera de la Santísima Virgen, que fue, a la vez, su madre y su esposa. Mas, en cuanto a la práctica, por parte de las otras almas, de estas cuatro clases de amor, es imposible vivir mucho sin pasar de la una a la otra.

Las almas que, como las doncellas, andan todavía enredadas en muchos afectos vanos y peligrosos, no dejan, a veces, de tener algunos sentimientos de amor más elevado y más puro; mas, como quiera que estos sentimientos no son más que vislumbres y relámpagos pasajeros, no se puede afirmar que, por ello, hayan salido ya estas almas del estado de novicias y aprendizas.

En cambio, acaece, a veces, que algunas almas que pertenecen ya a la categoría de únicas y perfectas amantes, descienden y se rebajan mucho, hasta llegar a cometer imperfecciones y enojosos pecados veniales, como es de ver en muchas disensiones, con frecuencia harto agrias, entre grandes siervos de Dios, y aún entre algunos de los divinizados apóstoles, de los cuales no se puede negar que cayeron en algunas faltas, por las cuales no fue violada la caridad, pero sí el fervor de esta virtud.

Mas, puesto que, a pesar de esto, dichas almas amaban, de ordinario, a Dios con un amor perfectamente puro, debemos afirmar que permanecieron en el estado de perfecta dilección. Porque, así como los buenos árboles jamás producen frutos venenosos, aunque si alguno verde, también los grandes santos no cometen nunca pecado mortal alguno, pero sí algunas acciones inútiles, poco maduras, ásperas, bruscas y mal sazonadas, y, entonces, hay que reconocer que estos árboles son fructuosos, de lo contrario, no serían buenos; pero no hay que negar que algunos de sus frutos no son provechosos; los pequeños movimientos de ira, y los pequeños amagos de alegría, de risa, de vanidad y de otras pasiones parecidas, son movimientos inútiles e ilegítimos. Y, sin embargo, siete veces, es decir, con mucha frecuencia, los produce el justo 384.

377 Ibid., y Luc, XVIII, 2123.

378 Lc, IX, 59.

379 Luc, IX, 60.

380 Mt., XVII, 4.

382 Cant., VI, 8.

381 Se cuenta de esta santa que, abierto su cuerpo, después de su muerte, se encontró en su corazón la imagen de Cristo crucificado.

383 Ibid.




VI Que el amor de Dios sobre todas las cosas es común a todos los amantes





Aunque sean tan diversos los grados del amor entre los verdaderos amantes, con todo no hay más que un solo mandamiento de amor, que obliga igualmente a todos, con una obligación absolutamente igual, aunque sea observada de muy diferentes maneras y con infinita variedad de perfecciones, no existiendo quizás ni almas en la tierra, ni ángeles, en el cielo, que tengan entre sí una perfecta igualdad de dilección; pues, así como una estrella es diferente de otra estrella en claridad 385, lo mismo ocurrirá entre los bienaventurados resucitados, cada uno de los cuales entonará un cántico de gloria y recibirá un nombre que nadie conoce, sino el que lo recibe 386. Mas ¿cuál es el grado de amor, al cual el mandamiento obliga a todos, siempre, igual y universalmente?

Ya sabes, Teótimo, que hay muchas clases de amores: por ejemplo, hay el amor paternal, el filial, el nupcial, el de sociedad, el de obligación, el de dependencia, y otros mil, todos los cuales son diferentes en excelencia, y de tal manera proporcionados a sus objetos, que no se pueden aplicar o distraer hacia otros. El que amase a su padre con un amor exclusivamente fraternal no le amaría bastante; el que amase a su mujer tan sólo como a su padre, no la amaría convenientemente; el que amase a su criado con amor filial, cometería una impertinencia.

El amor es como el honor: así como los hombres se diversifican según la variedad de los méritos por los cuales se otorgan, también los amores son diferentes según la variedad de las bondades amadas. El sumo honor corresponde a la suma excelencia, y el sumo amor a la suma bondad. El amor de Dios es el amor sin par, porque la bondad de Dios es la bondad sin igual. Escucha Israel: El Señor Dios nuestro es el solo Señor; por lo tanto, amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas 387.

Porque Dios es el único Señor, y porque su bondad es infinitamente eminente sobre toda bondad, hay que amarle con un amor elevado, excelente y fuerte sin comparación. Esta es la suprema dilección, cuya estima infunde Dios de tal manera en nuestras almas, haciendo también que le apreciemos en tan alto grado el bien de serle agradables, que lo preferimos y nos aficionamos a él sobre todas las cosas.

Ahora bien, ¿no ves que el que ama a Dios de esta suerte, tiene toda su alma y toda su energía consagradas a Dios, pues siempre y para siempre, en todas las circunstancias, preferirá la gracia de Dios a todas las cosas, y estará siempre dispuesto a dejar todo el universo, para conservar el amor debido a la divina bondad? En una palabra, es el amor de excelencia, o la excelencia del amor, lo que se manda a todos los mortales en general, y a cada uno de ellos en particular, desde que han llegado al uso de la razón: amor suficiente para cada uno y necesario a todos para salvarse.

384 Cant., VI, 8.

385 Cant., VII, 10.

386 Prov., XXIV, 16.

387 1 Cor., XV, 41.




VII Aclaración del capítulo anterior





No siempre se conoce con claridad, y nunca se conoce con certeza, a los menos con certeza de fe, si se posee el verdadero amor de Dios, necesario para salvarse; mas, a pesar de todo, no deja de haber de ello muchas señales, entre las cuales, la más segura y casi infalible se da cuando algún amor grande a las criaturas se opone a los designios del amor de Dios.

Porque, si entonces el amor divino está en el alma, preferirá la voluntad de Dios a todas las cosas, y, en todas las ocasiones que se ofrezcan, lo dejará todo para conservarse en la gracia de la suma bondad, sin admitir cosa alguna que pueda separarle de ella; de suerte que, si bien este divino amor no conmueve ni enternece tanto el corazón como los otros amores, sin embargo, cuando se da el caso, realiza acciones nobles y excelentes, que una sola de ellas vale más que diez millones de las otras.





VIII Memorable historia para dar bien a entender en qué estriba la fuerza y la excelencia del sagrado amor





De lo dicho se sigue que el amor a Dios sobre las cosas ha de tener enorme alcance. Ha de sobreponerse a todos los afectos, vencer todas las dificultades y preferir el honor de la amistad de Dios a todas las cosas; y digo a todas las cosas, absolutamente, sin excepción y reserva de ningún género, y lo digo con gran encarecimiento, porque se encuentran personas que dejarían animosamente todos los bienes, el honor y la propia vida por nuestro Señor, las cuales sin embargo, no dejarían por Él otras cosas de mucha menor consideración.

En tiempo de los emperadores Valeriano y Galieno, vivía en Antioquía un sacerdote llamado Sapricio, y un seglar, por nombre Nicéforo, los cuales, por causa de su grande y antigua amistad, se consideraban como hermanos. Mas sucedió, al fin, que, no sé por qué motivos, esta amistad falló, y, según suele acontecer fue reemplazada por un odio todavía más encendido, el cual reinó, durante algún tiempo entre ellos, hasta que Nicéforo, reconociendo su falta, hizo tres tentativas de reconciliación con Sapricio, al cual, unas veces por unos y otras veces por otros de sus comunes amigos, hacía llegar todas las palabras de satisfacción y de sumisión que podía desear.

Pero Sapricio, sin doblegarse ante sus invitaciones, rehusó siempre la reconciliación, con tanta energía, cuanto mas oí era la humildad de Nicéforo, creyendo que si Sapricio le veía postrado ante él y pidiéndole perdón, se sentiría más vivamente conmovido, salióle al encuentro en su casa, y, arrojándose decididamente a sus pies: Padre mío —le dijo—, perdonadme; os lo ruego por el amor a Nuestro Señor. Pero este acto de humildad fue despreciado y desechado como los precedentes.

Entretanto, se levantó una cruel persecución contra los cristianos, durante la cual, Sapricio hizo prodigios en sufrir mil y mil tormentos por la confesión de la fe, especialmente cuando le sacudieron y le hicieron dar vueltas en un instrumento construido al efecto, a guisa de torno de prensa, sin que jamás perdiese la constancia, por lo que irritado, en extremo el gobernador de Antioquía, le condenó a muerte.

Fue enseguida sacado de la cárcel, para ser conducido al lugar donde había de recibir la corona del martirio. Apenas Nicéforo se dio cuenta de ello, corrió sin demora hacia Sapricio, y, habiéndolo encontrado, postróse en tierra y exclamó, en alta voz: ¡Oh mártir de Cristo!, perdonadme, pues os he ofendido.

Como Sapricio no hiciese caso, el pobre Nicéforo, dando un rodeo por otra calle, se le puso otra vez delante, y, con las misma humildad, conjuróle de nuevo a que le perdonara, con estas palabras: ¡Oh mártir de Cristo!, perdonadme la ofensa que os hice, como hombre que soy, expuesto a fallar; porque, he aquí que pronto una corona os será dada por el Señor, a quien no habéis negado, sino que habéis confesado su nombre en presencia de muchos testigos. Pero Sapricio, prosiguiendo en su obstinada dureza, no le respondió palabra.

Los verdugos, maravillados de la perseverancia de Nicéforo: Nunca —le dijeron— hemos visto un loco tan rematado como tú; este hombre va a morir en seguida, ¿por qué, pues, necesitas su perdón? A lo que replicó Nicéforo: Vosotros no sabéis lo que yo pido al confesor de Jesucristo pero lo sabe Dios.

Apenas hubo llegado Sapricio al lugar del suplicio, cuando Nicéforo, postrado otra vez en tierra: Os ruego —decía—, oh mártir de Jesucristo, que me perdonéis; porque escrito está: Pedid y se os dará 388; palabras que no lograron doblar el corazón desleal y rebelde del miserable Sapricio, el cual, al negarse obstinadamente a usar de misericordia con su prójimo, fue también, por justo juicio de Dios, privado de la gloriosa palma del martirio; porque al decirle los verdugos que se pusiera de rodillas, para cortarle la cabeza, comenzó a perder el ánimo y a capitular con ellos, hasta hacer, finalmente este acto de deplorable y vergonzosa sumisión: ¡Ah!, por favor, no me cortéis la cabeza; voy a hacer lo que los emperadores mandan y a sacrificar a los ídolos.

El buen Nicéforo, al oír esto, comenzó a clamar: ¡ Ah, mi querido hermano! no queráis, os lo ruego, no queráis quebrantar la ley y renegar de Jesucristo; no le dejéis y no perdáis la celestial corona, ganada con tantos trabajos y tormentos. Mas ¡ay!, este infeliz sacerdote, al llegar al altar del martirio, para consagrar su vida al Dios eterno, no se acordó de que el príncipe de los mártires había dicho: Si, al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda 389.

Por esta causa Dios rechazó su presente, retiró de él su misericordia y permitió, no sólo que perdiese la suprema dicha del martirio, sino también que se precipitase en la desgracia de la idolatría; mientras que el humilde y dulce Nicéforo, al ver esta corona del martirio vacante por la apostata del empedernido Sapricio, tocado de una feliz y extraordinaria inspiración, se empeñó osadamente en obtenerla, diciendo a los arqueros y a los verdugos: Amigos míos, soy cristiano de verdad y creo en Jesucristo, de quien éste ha renegado; os ruego, pues, que me pongáis en su lugar y que me cortéis la cabeza.

Maravillados los arqueros, llevaron la nueva al gobernador, el cual mandó que Sapricio fuese puesto en libertad y que Nicéforo fuese ajusticiado, lo cual acaeció el día 9 de febrero del año 260 de nuestra salud, según el relato de Metafraste y Surio. Historia espantosa y digna de ser muy meditada a propósito de lo que vamos diciendo. Porque ¿ves, mi querido Teótimo, cómo este valiente Sapricio es audaz y fervoroso en la confesión de la fe, cómo padece mil tormentos, cómo permanece inconmovible y firme en la confesión del nombre del Salvador, mientras da vueltas y es despedazado en aquel instrumento a manera de torno, y cómo está a punto de recibir el golpe de muerte para llegar a la cumbre más eminente de la fe divina, prefiriendo el honor de Dios a su propia vida?

Y sin embargo, porque, por otra parte, prefiere, antes que la voluntad divina, la satisfacción que su ánimo cruel siente en su odio a Nicéforo, se queda corto en la carrera, y cuando llega el momento de alcanzar y ganar el premio de la gloria por el martirio, cae lastimosamente, se rompe el cuello y va a dar de cabeza en la idolatría.

Es, pues, muy cierto, mi querido Teótimo, que no nos basta amar a Dios más que a nuestra propia vida, si no le amamos de una manera general y absoluta, y sin excepción alguna sobre todo lo que amamos o podemos amar.


Pero me dirás: ¿Acaso nuestro Señor no nos dio a conocer cual sea el colmo del amor, cuando dijo que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos? 390. Es verdad que entre los actos y testimonios del amor divino, no hay otro mayor que el de arrostrar la muerte por la gloria de Dios. Sin embargo, también es verdad que, aunque sea uno solo el acto y uno solo el testimonio que merezca el nombre de obra maestra de la caridad, con todo, además de éste, son muchos los otros actos que la caridad exige de nosotros, y los exige con tanto mayor ardor y energía, cuanto que son actos más fáciles y más generalmente necesarios para todos los amantes y más generalmente necesarios para la conservación del santo amor.

¡Oh miserable Sapricio! ¿Te atreverías a decir que amabas a Dios cual conviene amarle, cuando posponías su voluntad a la pasión de odio y de rencor que sentías contra el pobre Nicéforo? Querer morir por Dios es el más grande, pero no el único acto de amor que le debemos; y querer este solo acto, rechazando los demás, no es caridad sino vanidad. La caridad no es fanfarrona, y lo sería en extremo, si queriendo complacer al Amado en cosas dificultosas, le desagradase en las fáciles.
¿Cómo podrá morir por Dios el que no quiere vivir según Dios?

Un espíritu bien equilibrado, deseoso de dar la vida por un amigo, estaría sin duda, dispuesto a padecer cualquier otra cosa por él, pues ha de haber despreciado todas las cosas el que antes ha despreciado la muerte. Pero el espíritu humano es débil, inconstante y caprichoso; ésta es la causa por la cual los hombres prefieren, a veces, morir, a soportar penas más ligeras, y dan gustosamente su vida en aras de ciertas satisfacciones sumamente necias, pueriles y vanas. Habiendo sabido Agripina que el hijo que llevaba en su seno sería emperador, pero que le daría muerte: Que me mate —dijo—, con tal que llegue a reinar. Mira el desorden de este corazón locamente maternal; prefiere el encumbramiento de su hijo a su propia vida.

Catón y Cleopatra antes eligieron la muerte que ver el contento y la gloria que sus enemigos hubieran recibido de su prisión; y Lucrecia se dio cruelmente la muerte, para no tener que soportar injustamente la vergüenza de un hecho en el cual, según parece, no había tenido parte. ¡Cuántas personas hay que morirían con gusto por sus amigos, pero que se negarían a ponerse a su servicio y a someterse a su voluntad! Muchas expondrían su vida, pero jamás expondrían su bolsa. Y, aunque son muchos los que comprometieron su vida en la defensa de un amigo, sólo se encuentra uno en cada siglo que esté dispuesto a comprometer su libertad y a perder una onza de la reputación, o de la fama más vana e inútil del mundo, por quienquiera que sea.

388 Ap., III, 17.

389 Deut., V, 4,5.





IX Cómo debemos amar a la divina bondad sumamente y más que a nosotros mismos




El amor de Dios, sin embargo, precede a todo amor a nosotros mismos, aun por inclinación natural de nuestra voluntad, tal como queda declarado en el libro primero.

La voluntad está de tal manera dedicada y consagrada a la bondad, que, si una bondad infinita le es mostrada claramente, es imposible, sin un milagro, que no la ame sumamente. Así, los bienaventurados se sienten arrebatados e impelidos, aunque no forzados, a amar a Dios, cuya suma bondad contemplan con toda claridad.

Mas, en esta vida mortal, no nos sentimos apremiados todos a amarle tan soberanamente, pues no le conocemos tan perfectamente. En el cielo, donde le veremos cara a cara, le amaremos de corazón a corazón, es decir, al ver todos, si bien cada uno según su medida, la infinita hermosura con una visión extremadamente clara, seremos arrebatados por el amor de su infinita bondad, con un encanto tan fuerte, que no querremos ni podremos hacerle jamás resistencia. Pero, en esta tierra, donde no vemos esta soberana bondad en su belleza, sino que tan sólo la entrevemos en medio de nuestras obscuridades, nos sentimos inclinados y atraídos, pero no arrebatados a amarle más que a nosotros mismos; sino antes al contrario, aunque tenemos esta santa inclinación a amar a la Divinidad sobre todas las cosas, no tenemos, empero, fuerza para ponerla en práctica, si esta misma divinidad no derrama sobrenaturalmente sobre nuestros corazones su santísima caridad.

390 Mt., VII, 7.


Es verdad, no obstante, que, así como la clara visión de la Divinidad produce infaliblemente la necesidad de amarla más que a nosotros mismos, a su vez, la visión velada, es decir, el conocimiento natural de la Divinidad, produce infaliblemente la ternura y la inclinación a amarla también más que a nosotros mismos. Porque, dime, Teótimo, ¿es posible que la voluntad destinada a amar el bien, pueda conocer, siquiera un poco, el bien sumo, sin sentirse al mismo tiempo inclinada, aunque sólo sea un poco, a amarle extraordinariamente? Entre todos los bienes que no son infinitos, nuestra voluntad preferirá siempre, en su amor, el que más de cerca le toque, y, sobre todo, el propio bien; pero hay tan poca proporción entre lo infinito y lo finito, que nuestra voluntad, que conoce un bien infinito, se siente indudablemente conmovida e incitada a preferir la amistad del abismo de esta bondad infinita a toda otra suerte de amor, y aun al de nosotros mismos.

Pero esta inclinación es principalmente fuerte en nosotros, porque estamos más en Dios que en nosotros mismos; vivimos más en Él que en nosotros, y somos de tal manera de Él, por Él, y para Él, que no podemos pensar serenamente lo que nosotros somos con respecto a Él y lo que Él es con respecto a nosotros, sin que nos veamos forzados a exclamar: Soy vuestro Señor, y no he de ser sino para Vos; mi alma es vuestra, y no debe vivir sino para Vos; mi amor es vuestro, y no ha de tender sino hacia Vos. Debo amaros como a mi primer principio, pues vengo de Vos; he de amaros como a mi fin y mi reposo, pues soy para Vos; he de amaros más que a mi ser, pues mi ser subsiste por Vos; he de amaros más que a mí mismo, pues soy todo vuestro y esto todo en Vos.




X Cómo la santísima caridad produce el amor al prójimo




Así como Dios creó al hombre a su imagen y semejanza 391, así también le ordenó un amor al hombre a imagen y semejanza del amor debido a su divinidad. Amarás —dice— al Señor Dios tuyo con todo tu corazón. Este es el primero y el más grande mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo 392. ¿Por qué, amamos a Dios? La causa por la cual amamos a Dios —dice San Bernardo— es el mismo Dios; como si dijera que amamos a Dios, por
que es la suma e infinita bondad. ¿Por qué nos amamos a nosotros mismos en caridad? Porque somos la imagen y la semejanza de Dios. Ahora bien, puesto que todos los hombres tienen esta misma dignidad, les amamos también como a nosotros mismos, es decir, en su calidad de imágenes santas y vivientes de la divinidad, porque es merced a esta cualidad, que pertenecemos a Dios, con una tan estrecha alianza y amable dependencia, que no tiene ninguna dificultad en llamarse nuestro padre y en llamarnos hijos suyos; y es por esta cualidad, que somos capaces de unirnos a su divina esencia, por el goce de su bondad y de su felicidad soberana; es por esta cualidad, que recibimos su gracia y que nuestros espíritus están asociados al suyo santísimo, hechos, por decirlo así, partícipes de su
divina naturaleza, como lo dice San Pedro 393.

De esta manera, pues, la misma caridad que produce los actos de amor a Dios produce, al mismo tiempo, los actos de amor al prójimo. Y así como Jacob vio que una misma escalera tocaba al cielo y a la tierra y servía a los ángeles tanto para subir como para bajar, igualmente sabemos nosotros que un mismo amor se extiende a amar a Dios y a amar al prójimo, levantándonos a la unión de nuestro espíritu con Dios y conduciéndonos a la amorosa compañía de los prójimos, pero de tal suerte que amamos al prójimo en cuanto es la imagen y la semejanza de Dios, creada para comunicar con la divina bondad, para participar de su gracia y gozar de su gloria.

Amar al prójimo por caridad, es amar a Dios en el hombre o al hombre en Dios; es amar a Dios por amor al mismo, y a la criatura por amor a Dios. Habiendo llegado el joven Tobías, acompañado del ángel Rafael, a casa de Raquel, su pariente, al cual, con todo, era desconocido, en cuanto Raquel puso sus ojos en él, en seguida, como cuenta la Escritura, volviéndose a Ama, su mujer, le dijo: ¡Cuan parecido es este joven a mi primo hermano! Dicho esto, les preguntó: ¿De dónde sois,
oh jóvenes, hermanos nuestros? A lo cual respondieron: Somos de la tribu de Neftalí, de los cautivos de Nínive.


Díjoles Raquel: ¿Conocéis a Tobías, mi primo hermano? Le conocemos, respondieron ellos. Y diciendo él muchas alabanzas de Tobías, el ángel dijo a Raquel: Tobías, de quien hablas, es el padre de éste. Entonces Raquel le echó los brazos, y besándole con muchas lágrimas, y llorando abrazado a su cuello, dijo: Bendito seas tú, hijo mío, que eres hijo de un hombre de bien, de un hombre virtuosísimo. Asimismo, Ana, mujer de Raquel, y Sara, hija de ambos, prorrumpieron en llanto
de ternura 394. ¿No veis cómo Raquel, sin conocer a Tobías, le abraza, le acaricia, le besa y llora de amor, abrazado a él? ¿De dónde proviene este amor, sino del que tiene al viejo Tobías, su padre, a quien tanto se parece este joven? Bendito seas —le dice— más ¿por qué? No es ciertamente porque eres un buen joven, pues todavía no lo sé; porque eres hijo de Tobías y te pareces a tu padre, que es un hombre muy bueno.

Cuando vemos al prójimo creado a imagen y semejanza de Dios, ¿no deberíamos decirnos, los unos a los otros: Ved cómo se parece a su Creador esta criatura? ¿No deberíamos llenarle de bendiciones? Más, ¿por amor a él? No, por cierto, pues no sabemos si, de suyo, es digno de amor o de odio. ¿Pues por qué?

Por el amor de Dios, que lo ha formado a su imagen y semejanza y, por consiguiente, lo ha hecho capaz de participar de su bondad, en la gracia y en la gloria; por el amor de Dios, de quien es, a quien pertenece, en quien está, para quien es y a quien se parece de una manera tan singular. Por esta causa, el amor divino no sólo ordena el amor al prójimo, sino que, muchas veces, él mismo lo produce y lo derrama en el corazón humano, como imagen y semejanza suya; pues, así como el
hombre es la imagen de Dios, de la misma manera el amor sagrado del hombre al hombre es la verdadera imagen del amor celestial del hombre a Dios. Pero este discurso del amor al prójimo requiere un tratado aparte, por lo que suplico al soberano Amante de los hombres que lo quiera inspirar a alguno de sus excelentes siervos, pues el colmo del amor a la divina bondad del Padre celestial consiste en la perfección del amor a nuestros hermanos y compañeros.

391 Mt., V., 23,24.

392 Jn., XV, 13.

393 Gen., 1, 26.

Nos parecemos a Dios porque somos hechos a su Imagen y Semejanza. ( c.d.c.)





XI Del celo o celos que debemos tener para con nuestro Señor



El corazón de Dios es tan abundante en amor, su bien es tan infinito, que todos pueden poseerlo sin que, por esto, ninguno lo posea menos, pues esta infinita bondad no puede agotarse, aunque llene todos los espíritus del universo; porque, después que todo está colmado de ella, su infinidad se conserva toda entera, sin la menor disminución. El sol no mira menos una rosa, aunque mire mil millones de otras flores, que si mirara a ella sola. Y Dios no derrama menos su amor sobre un alma, aunque ame a una infinidad de ellas, que si amase a aquella sola, pues la fuerza de su amor no disminuye un punto por la multitud de rayos que despida, sino que siempre permanece en toda la plenitud de su inmensidad.

El celo que hemos de tener para con la divina Bondad es ante todo odiar, ahuyentar, estorbar, rechazar, combatir y derribar todo lo que es contrario a Dios, es decir a su voluntad, a su gloria y a la santificación de su nombre. Aborrecí la injusticia dice David— y la detesté 395 ¿No es así, Señor, que yo he aborrecido a los que te aborrecían? ¿Y no me consumía interiormente por causa de tus enemigos? 396. Mi celo me ha hecho consumir, porque mis enemigos se han olvidado de tus palabras 397. Contempla, Teótimo, a este gran rey. ¡De qué celo está animado. No odia simplemente la iniquidad, sino que abomina de ella; se consume de pena, al verla; se desmaya y desfallece, la persigue, la derriba y la extermina. De la misma manera, el celo, que devoraba el corazón de nuestro Salvador hizo que arrojase y que, al mismo tiempo, vengase la irreverencia y la profanación que aquellos vendedores y traficantes cometían en el templo 398.

En segundo lugar, el celo nos hace ardientemente celosos por la pureza de las almas, que son esposas de Jesucristo, según dice el Apóstol a los Corintios: Yo soy amante celoso de vosotros, en nombre de Dios, pues os tengo desposados con este único Esposo, que es Cristo, para presentaros a El como una casta virgen 399.

Con lo cual quiere decir el glorioso San Pablo a los Corintios: He sido enviado por Dios a vuestras almas, para tratar del matrimonio de una eterna unión entre su Hijo nuestro Salvador y vosotros; yo os he prometido a Él para presentaros como una virgen casta a este divino Esposo, y he aquí porque estoy celoso; mas no son celos propios, sino con los celos de Dios, en cuyo nombre he tratado con vosotros.

Estos celos, Teótimo, hacían morir y desfallecer, todos los días, a este santo Apóstol: No hay día —dice— en que yo no muera por vuestra gloria 400. ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién es escandalizado, que yo no me abrase? 401.

Ved qué cuidado y qué celos el de una clueca para con sus polluelos, pues nuestro Señor no juzgó esta comparación indigna de su Evangelio. La gallina es un animal sin valor y sin generosidad, mientras no es madre; pero, en cuanto llega a serlo, tiene un corazón de león, siempre con la cabeza erguida, siempre con los ojos vigilantes; siempre volviendo la vista a todos lados, por insignificante que sea la apariencia de peligro para sus pequeñuelos; no se presenta enemigo ante sus ojos, contra el cual no se lance, en defensa de sus polluelos, por los que tiene una solicitud continua, que la hace andar siempre cacareando y gimiendo.

Y, si alguno de sus pequeños perece, ¡qué pena! ¡Qué cólera! Es el celo de los padres y de las madres para con sus hijos; de los pastores, para con sus ovejas; de los hermanos, para con sus hermanos. ¡Qué celo el de los hijos de Jacob, cuando supieron que Dina había sido deshonrada! ¡Qué celo el de Job ante el temor de que sus hijos ofendiesen a Dios! ¡Qué celo el de San Pablo para con sus hermanos según la carne y para con sus hijos según Dios, por los cuales hasta deseaba ser apartado de Cristo, como un criminal digno de anatema y excomunión! 402. ¡Qué celo el de Moisés para con su pueblo, por el cual, en cierta ocasión, quiso ser borrado del libro de la vida! 403.

En los celos humanos, tememos que la cosa amada sea poseída por algún otro; pero el celo que tenemos por Dios hace que, al contrario, temamos, ante todo, no ser enteramente poseídos por El. Los celos humanos nos hacen temer no ser bastante amados; los celos cristianos nos infunden el temor de no amar bastante.

 394 Mt., XXII, 37 y sig.

395 II Ped., I, 4.

396 Tob.,VII, lysig.

397 Sal.,CXVIII, 163.

398 íbid. CXXXVIII, 21.






XII Aviso sobre la manera de conducirse en el santo celo





Siendo el celo como un ardor y vehemencia del amor, necesita ser sabiamente dirigido, pues de lo contrario violaría los términos de la modestia y de la discreción; no porque el divino amor, por vehemente que sea, pueda ser excesivo, ni en sí mismo ni en los movimientos e inclinaciones que imprime en los espíritus, sino porque, en la ejecución de sus proyectos, echa mano del entendimiento, ordenándole que busque los medios para el éxito y de la audacia o de la cólera para vencer las dificultades, con lo cual acaece, con frecuencia, que el entendimiento propone y hace emprender caminos demasiado ásperos y violentos, y que la cólera o la audacia, una vez excitadas, no pudiendo contenerse en los límites que señala la razón, arrastran el corazón al desorden, de suerte que el celo,
de esta manera, se ejerce indiscreta y desordenadamente, lo cual lo hace malo y reprensible.

El celo emplea la ira contra el mal, pero le ordena siempre, con gran encarecimiento, que, al destruir la iniquidad y el pecado, salve, si puede, al pecador y al malo. Aquel buen padre de familia que nuestro Señor describe en el Evangelio, sabía bien que los siervos fogosos y violentos suelen ir más allá de las intenciones de su dueño, pues, al ofrecerse los suyos para ir a escardar, a fin de arrancar la cizaña: No —les dijo—, porque no suceda que, arrancando la cizaña, arranques juntamente el trigo 404.

Ciertamente, Teótimo, la ira es un siervo que, por ser fuerte, animoso y muy emprendedor, realiza mucha labor; pero es tan ardiente, tan inquieto, tan irreflexivo e impetuoso, que no hace ningún bien sin que, ordinariamente, cause, al mismo tiempo, muchos males.

El amor propio nos engaña con frecuencia y nos alucina, poniendo en juego sus propias pasiones bajo el nombre de celo. El celo se ha servido alguna vez de la cólera, y ahora la cólera, en desquite, se sirve del nombre del celo, para encubrir su ignominioso desconcierto. Digo que se sirve del nombre del celo, porque no puede servirse del celo en sí mismo, por ser propio de todas las virtudes, sobre todo de la caridad, de la cual depende el celo, el ser tan buenas, que nadie puede abusar de ellas.

Pero hay personas que creen que es imposible tener mucho celo sin montar fuertemente en cólera, y que nada se puede arreglar sin echarlo a perder todo; siendo así que, por el contrario, el verdadero celo nunca se sirve de la cólera; porque, así como el hierro y el fuego no se aplican a los enfermos, sino cuando no queda otro recurso, de la misma manera el santo celo no echa mano de la cólera sino en los casos de necesidad extrema.

399 Ibid., CXVIII, 139.

400 Jn., II, 1322.

401 II Cor., XI, 2.

402 I Cor., XV, 31.

403 II Cor., XI, 29.


XIII Que el ejemplo de muchos santos, los cuales, según parece, ejercitaron el celo con cólera, en nada contradice lo dicho en el capítulo precedente



Un día en que nuestro Señor pasaba por Samaría, envió a buscar alojamiento en una ciudad; pero sus habitantes, al saber que nuestro Señor era judío de nación y que iba a Jerusalén, no quisieron admitirle. Viendo esto sus discípulos, Santiago y Juan, dijeron: ¿Quieres que mandemos que llueva fuego de cielo y los devore? Pero Jesús, vuelto a ellos, les respondió, diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder hombres, sino para salvar
los 405.

Santiago y Juan, que querían imitar a Elías, haciendo caer fuego del cielo sobre los hombres, fueron reprendidos por nuestro Señor, el cual les dio a entender que su espíritu y su celo eran dulces, mansos y bondadosos, y que no empleaba la indignación y la cólera sino muy raras veces, cuando no había esperanza de poder sacar provecho de otra manera. Santo Tomás, aquel gran astro de la Teología, estaba enfermo de la enfermedad de que murió, en el monasterio de Fosanova, de la orden del Císter, cuando he aquí que los religiosos le pidieron que les hiciese una breve exposición del sagrado Cantar de los Cantares, a imitación de San Bernardo.

Respondióles el Santo: Mis queridos padres, dadme el espíritu de San Bernardo e interpretaré este divino cántico como San Bernardo. Asimismo, si a nosotros, pobres cristianos, miserables, imperfectos y débiles, nos dicen: Ayudaos de la ira y de la indignación en vuestro celo, como Fineés, Elias, Matatías, San Pedro y San Pablo, hemos de responder: Dadnos el espíritu de perfección y de puro celo, juntamente con la luz interior de estos grandes santos, y nos llenaremos de ira como ellos. No es patrimonio de todos saber encolerizarse cuando conviene y como conviene.

Estos grandes santos estaban directamente inspirados por Dios, y, por lo tanto, podían sin peligro, echar mano de la cólera; porque el mismo espíritu que provocaba en ellos estas explosiones, sostenía las riendas de su justo enojo, para que no fuera más allá de los límites que de antemano le había señalado. Una ira que está inspirada o excitada por el Espíritu Santo, no es ya la ira del hombre, y es precisamente la ira del hombre la que hay que evitar, pues, como dice el glorioso Santiago, no obra la justicia de Dios 406. Y, de hecho, cuando estos grandes siervos de Dios se servían de la cólera, lo hacían en ocasiones tan solemnes y por crímenes tan atroces, que no corrían ningún peligro de que la pena excediese a la culpa.

404 Rom., IX, 2.

405 Exod., XXXII, 32.

406 Mt., XIII, 28, 29.


Ciertamente, ninguno de nosotros es San Pablo para saber hacer las cosas a propósito. Pero los espíritus agrios, mal humorados, presuntuosos y maldicientes, al dejarse llevar de sus inclinaciones, de su humor, de sus aversiones y de su jactancia, quieren cubrir su injusticia con la capa del celo, y cada uno, bajo el nombre de fuego sagrado, se deja abrasar por sus propias pasiones. El celo por la salvación de las almas hace desear las prelacías, dice el ambicioso; hace correr de acá para allá al monje destinado al coro, dice este espíritu inquieto; es causa de rudas censuras y murmuraciones contra los prelados de la Iglesia y contra los príncipes temporales, dice el arrogante. No hablan estos sino de celo, mas no aparece tal celo, sino tan sólo la maledicencia, la cólera, el odio, la envidia y la ligereza de espíritu y de lengua.

Se puede practicar el celo de tres maneras: primeramente, realizando grandes actos de justicia, para rechazar el mal; pero esto sólo corresponde a aquellos que, por razón de su oficio, están autorizados para corregir, censurar y reprender públicamente, en calidad de superiores, como los príncipes, los magistrados, los prelados y los predicadores; mas, por ser este papel respetable, todos quieren desempeñarlo y entrometerse en él.

En segundo lugar, se ejercita el celo practicando grandes actos de virtud, para dar buen ejemplo, sugiriendo los remedios contra el mal, exhortando a emplearlos, obrando el bien contrario al mal que quiere exterminar, lo cual incumbe a todos, si bien son pocos los que lo quieren practicar.

Finalmente, se practica el celo de una manera muy excelente padeciendo y sufriendo mucho para impedir y alejar el mal, y casi nadie quiere practicar esta clase de celo.

En verdad, el celo de nuestro Señor se puso principalmente de manifiesto en la muerte de cruz, para destruir la muerte y el pecado de los hombres, en lo cual fue excelentemente imitado por aquel admirable vaso de elección 407 y de dilección, según lo expresa con palabras de oro el gran San Gregorio Nacianceno; porque, hablando de este santo apóstol, dice: «Combate por todos, derrama sus preces por todos, es apasionado de celo por todos, está abrasado por todos y se atreve a más que todo esto por sus hermanos según la carne, pues llega hasta desear, por caridad, ser apartado, por ellos, de Jesucristo 408. ¡Oh excelencia de un valor y de un fervor de espíritu increíble! Imita a Jesucristo, que se hizo, por nosotros, objeto de maldición 409, cargó con nuestras dolencias y tomó sobre Sí nuestras enfermedades 410; o mejor dicho, fue el primero, después del Salvador, que no rehusó sufrir y ser reputado por impío por nuestra causa».

El verdadero celo es hijo de la caridad, porque es el ardor de la misma; por esta causa, es, como ella, paciente y benigno, sin turbación, sin altercado, sin odio, sin envidia, y se regocija en la verdad 411.



XIV Cómo nuestro Señor practicó todos los actos más excelentes de amor



Después de haber hablado tan largamente de los actos sagrados del amor divino, para que más fácil y santamente conserves su recuerdo, voy ahora a ofrecerte un compendio y resumen de los mismos. La caridad de Cristo nos apremia 412, dice el gran Apóstol. Sí, ciertamente, Teótimo, esta caridad nos fuerza y hace violencia, con su infinita dulzura, practicando durante toda la obra de nuestra redención, en la cual apareció la benignidad y el amor de Dios para con los hombres 413; porque ¿qué no hizo este divino Amante en materia de amor?


1,° Nos amó con amor de complacencia, por que tuvo sus delicias en estar con los hijos de los hombres 414, y en atraer al hombre hacia Sí, haciéndose Él mismo hombre.


2.° Nos amó con amor de benevolencia, estableciendo su propia divinidad en el hombre, manera que el hombre fuese Dios.

3.° Se unió a nosotros por un lazo incomprensible, adhiriéndose y abrazándose tan fuerte, indisoluble e infinitamente con nuestra naturaleza, que jamás cosa alguna estuvo tan estrechamente vinculada y adherida a la humanidad, como lo está la santísima divinidad, en la persona del Hijo de Dios.

4.° Se difundió en nosotros, y, por decirlo así, derritió su grandeza para reducirla a la forma y a la figura de nuestra pequeñez, por lo que fue llamado fuente de agua viva, rocío y lluvia del cielo.


5.° Estuvo en éxtasis, no sólo porque, como dice San Dionisio, salió fuera de Sí mismo, en un exceso de su amorosa bondad, extendiendo su providencia a todas las cosas y permaneciendo en todas ellas; sino también, porque, según dice San Pablo, se dejó a Sí mismo, se vació de Sí mismo, se despojó de su grandeza y de su gloria, descendió del trono de su incomprensible majestad, y, si es lícito hablar así, se anonadó a Sí mismo 415, para venir a nuestra humanidad, llenarnos de su divinidad, colmarnos de su bondad, elevarnos a su dignidad y darnos el divino ser de hijos de Dios.

6.° Admiróse muchas veces por amor, como le ocurrió con el centurión y con la cananea.

7.° Contempló al joven que hasta entonces había guardado los mandamientos, y deseó encaminarlo hacia la perfección.

8.° Reposó amorosamente en nosotros y aun con alguna suspensión de sus sentidos, como en el seno de su madre y en su infancia.

9.° Tuvo ternuras con los pequeñuelos, a los que tomó en sus brazos y acarició amorosamente; con María, con Magdalena y con Lázaro, sobre quien lloró, como también sobre Jerusalén.

10.° Estuvo animado de un celo sin par, el cual, como dice San Dionisio, se convirtió en celos, y alejó, en cuanto estuvo en su mano, todo mal de su amada naturaleza humana, con peligro y aun a costa de su propia vida, echando de ella al diablo, príncipe de este mundo, que parecía ser su rival.

11.° Padeció mil dolencias de amor; porque ¿de dónde podían proceder estas divinas palabras: Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo tengo oprimido mi corazón hasta que lo vea cumplido! 416. Veía la hora en que había de ser bautizado con su sangre, y desfallecía, mientras no llegaba: el amor que nos profesaba le apremiaba a librarnos, con su muerte, de la muerte eterna. Y así se entristeció, sudó sangre de angustia, en el huerto de los Olivos, no sólo por el extremado dolor que su alma sentía, en la parte inferior de su razón, sino también por el amor que, por nosotros, sentía en la parte superior de la misma; el dolor le infundía espanto ante la muerte, y el amor grandes deseos de ella, de suerte que un rudo combate y una cruel agonía se entabló entre el deseo y el horror a la muerte, hasta provocar una gran efusión de sangre, que manó como de unas fuente, chorreando hasta el suelo 417.

12.° Finalmente este divino Amante murió entre las llamas y los ardores de su infinita caridad para con nosotros y por la fuerza y la virtud del amor; es decir, murió en el amor, por el amor, para el amor y de amor. Porque, aunque los crueles suplicios fueron suficientísimos para hacer morir a cualquiera, con todo jamás la muerte hubiera podido entrar en la vida de Aquel en cuyo poder están las llaves de la vida y de la muerte 418, si el divino amor, que mueve estas llaves, no le hubiese abierto las puertas para que pudiese saquear aquel divino cuerpo y arrebatarle la vida; pues el amor no se contentó con haberlo hecho mortal por nosotros, sino que le quiso muerto. Murió por propia elección y no por la vehemencia del mal. Nadie me arranca la vida, sino que Yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla 419.

Fue ofrecido —dice Isaías—, porque Él mismo lo quiso 420, y así, no se dice que su espíritu se fue, le dejó y se separó de Él, sino, al contrario, que fue Él quien lo entregó 421, exhaló, y lo puso en manos del Padre 422, eterno; y hace notar San Atanasio que inclinó la cabeza 423 para morir, en señal de asentimiento, cuando llegó la muerte, lo cual, si así no fuera, no se hubiera atrevido a acercarse a Él; y clamando con una voz muy grande 424, envió su espíritu al Padre, para dar a entender que, así como tenía bastante fuerza y aliento para no morir, tenía también tanto amor, que no podía vivir sin hacer volver a la vida, con su muerte, a los que, sin esto, jamás hubieran podido evitar la muerte ni pretender la verdadera vida.

La muerte del Salvador fue un verdadero sacrificio, y un sacrificio de holocausto, que Él mismo ofreció a su Padre por nuestra redención. Porque, si bien las penas y los dolores de su pasión fueron tan grandes y tan fuertes, que cualquiera otro hombre hubiera muerto de ellos, con todo, en cuanto a Él, nunca hubiera muerto, si no hubiese querido y si el fuego de su infinita caridad no hubiese consumido su vida. Fue, pues, Él mismo el sacrificador que se ofreció a su Padre, y el que se
inmoló por amor.

Sin embargo, esta muerte amorosa del Salvador no tuvo lugar por vía de arrobamiento. Porque el objeto por el cual su caridad le llevó a la muerte no fue tan amable que pudiese arrebatar a aquella alma divina, la cual salió de su cuerpo impelida y lanzada por la anuencia y la fuerza del amor, como arroja la mirra su primer licor, por su sola abundancia, sin que nadie se lo saque ni la exprima, según lo que el mismo Señor dijo, como ya lo hemos notado: Nadie me arranca ni arrebata la vida, sino que la doy de mi propia voluntad 425. ¡Dios mío, qué brasero, para inflamarnos en la práctica de los ejercicios del santo amor a un Salvador tan bueno, el ver que El los practicó por nosotros, que somos tan malos! Esta es, pues, la caridad de Cristo que nos apremia 426.

415 TU, ni, 4.

416 Prov.,VIII,31.

417 Fil., 11,1.


407 Lc, IX, 54 y sig.

408 Sant. I,20.

409 Hech. IX, l5.

410 Rom., IX, 9.

411 Gal., m, 13.

412 Mt., VIII, 7.

413 1 Cor., XIII, 46.

414 II Cor., V, 14.


418 Lc, XII, 50.

419 Lc, XXII, 43,44.

420 Ap., 1,18.

421 Jn., X, 18.

422 Is., Lili, 7.

423 Mt., XXVn, 50.

424 Jn., XIX, 30.

425 Lc, XXIII, 46.

426 Ibid.






Ave María Purísima.

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