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Tratado del Amor de Dios



LIBRO UNDECIMO


De la soberana autoridad que el amor sagrado ejerce sobre todas las virtudes, acciones y perfecciones del alma


I Cómo todas las virtudes son agradables a Dios


La virtud es tan amable, por su propia naturaleza, que Dios la favorece dondequiera que la ve. Los paganos, practicaban algunas virtudes humanas y cívicas, cuya condición no excedía las fuerzas del espíritu racional. Puedes pensar, Teótimo, cuan poca cosa era esto. A la verdad, aunque estas virtudes tuviesen mucha apariencia, tenían de hecho muy poco valor, a causa de la bajeza de la intención de quienes las practicaban, los cuales no buscaban sino la propia honra, o algún fin muy insignificante, como las conveniencias sociales, o la satisfacción de alguna ligera tendencia hacia el bien, la cual, no encontrando gran oposición, les
inclinaba a la práctica de algunos pequeños actos de virtud, como a saludarse unos a otros, a auxiliar a los amigos, a vivir sobriamente, a no hurtar, a servir fielmente a los señores, apagar los jornales a los obreros. Y, a pesar de ello, aunque fue una cosa tan tenue y tan envuelta en toda clase de imperfecciones, Dios se complacía en ello y se lo recompensaba abundantemente.

La razón natural es un buen árbol que Dios ha plantado en nosotros: los frutos que produce no pueden ser sino buenos; frutos que, en comparación con los que proceden de la gracia, son, en verdad, de un precio insignificante, mas, con todo, no carecen de valor, pues Dios los ha estimado y ha dado por ellos recompensas temporales; según esto, como dice San Agustín, recompensó las virtudes morales de los romanos con la gran extensión y magnífica reputación de su imperio.

El pecado pone enfermo el espíritu, el cual, por lo mismo, no puede hacer grandes y fuertes obras, aunque sí obras pequeñas; porque no todas las acciones de los enfermos se resienten de la enfermedad, ya que todavía hablan, ven, oyen y beben.

El alma que está en pecado puede hacer actos buenos, que, siendo naturales, son recompensados con premios naturales, y, siendo civiles, son pagados con moneda civil y humana, es decir, con comodidades de orden temporal. La condición de los pecadores no es la de los demonios, cuya voluntad está de tal manera torcida e inclinada al mal, que no puede querer ningún bien. No es éste el estado del pecador en el mundo; yace en medio del camino, entre Jerusalén y Jericó, herido de muerte, pero no ha muerto todavía, porque como dice el Evangelio, lo han dejado medio vivo 4271; y como está medio vivo, puede también
hacer acciones débiles, y no obstante las cuales, moriría miserablemente empapado en su propia sangre, si el misericordioso samaritano no aplicase su aceite y su vino a sus heridas,, y no lo llevase al mesón 4282, para hacerlo curar a sus expensas.

La razón natural queda gravemente lesionada y como medio muerta por el pecado, y, en este mal estado, no puede guardar todos los mandamientos, cuya conveniencia, empero, reconoce. Sabe cuál es su deber, pero no puede cumplirlo, y tienen más luz sus ojos para mostrarle el camino, que fuerza sus piernas para emprenderlo.

El pecador puede observar algunos mandamientos, y aún puede observarlos todos, durante algún tiempo, cuando no se presentan grandes ocasiones de practicar la virtudes mandadas, o tentaciones que impelen a cometer el pecado prohibido; pero que el pecador pueda vivir largo tiempo en su pecado, sin cometer otros nuevos, esto no es posible sin una


protección especial de Dios. Porque los enemigos del hombre son ardorosos, inquietos y se mueven continuamente para precipitarlo; y, cuando ven que llega la ocasión en que debe practicar las virtudes prescritas, levantan mil tentaciones, para hacerle caer en las cosas prohibidas, y entonces la naturaleza, sin la gracia, no se puede liberar del precipicio. Porque, si vencemos, Dios nos da la victoria por la virtud de nuestro Señor Jesucristo 429, como dice San Pablo. Velad y orad, para no caer en la tentación 430. Si nuestro Señor dijese tan solo: Velad, creeríamos poder hacer algo por nosotros mismos; pero, cuando añade: Orad, da a entender que si Él no guarda nuestras almas en el tiempo de la tentación, en vano velarán los que las guardan 431.

427 Lc.,X,30
428 Ibid., 33,34


II Que el amor sagrado hace que las virtudes sean mucho más agradables a Dios de lo que lo son por su propia naturaleza



Las virtudes humanas, aunque estén en un corazón bajo, terreno y ocupado por el pecado, no quedan, empero, infectadas de la malicia de éste, pues su naturaleza es tan franca e inocente, que no puede ser corrompida por la campaña de la iniquidad. Y si a pesar de ser buenas en sí mismas, no son recompensadas con un galardón eterno, cuando son practicadas por los infieles o por los que están en pecado, no hay que maravillarse de eso, pues el corazón del cual dimanan no es capaz del bien eterno, porque está alejado de Dios, y, como quiera que la celestial herencia pertenece al Hijo de Dios, nadie puede ser partícipe de ella, sino
Él y no es hermano suyo adoptivo; aparte de que el pacto por el cual Dios promete el cielo, sólo se refiere a los que están en su gracia, y que las virtudes de los pecadores no tienen más dignidad ni valor que el de su propia naturaleza, y, por lo mismo, no pueden ser elevadas al mérito acreedor de las recompensas sobrenaturales, las cuales se llaman así precisamente porque la naturaleza y todo cuanto de ella depende no puede ni procurarlas ni merecerlas.

Mas las virtudes de los amigos de Dios, aunque, de suyo, no sean más que morales y naturales, están, empero, ennoblecidas y son encumbradas a la dignidad de obras santas.

¡Oh suma bondad de Dios, que favorece tanto a sus amantes, hasta el punto de estimar en mucho sus más insignificantes acciones, por poca que sea su bondad, y de ennoblecerlas de una manera excelente, dándoles el título y la cualidad de santas! Ello es debido a la contemplación de su Hijo muy amado, a cuyos hijos adoptivos quiere honrar, santificando todo cuanto de bueno hay en ellos, los huesos, los cabellos, los vestidos, los sepulcros y aun la sombra 432; de sus cuerpos; la fe, la esperanza, el amor, la religión y aun la sobriedad, la urbanidad y la afabilidad de sus corazones.

Así que, amados hermanos míos —dice el Apóstol— estad firmes y constantes, trabajando siempre más y más en la obra del Señor, pues sabéis que vuestro trabajo no quedará sin recompensa 433. Y advierte, Teótimo, que toda obra virtuosa ha de ser considerada como obra del Señor, aunque sea un infiel quien la practique, pues las virtudes morales no dejan de pertenecerle, aunque las practique un corazón pecador. Mas, cuando estas mismas virtudes están en un corazón verdaderamente cristiano, es decir, dotado del santo amor, entonces no sólo pertenecen a Dios, sino que no son inútiles en el Señor 434, sino fructuosas y
preciosas a los ojos de su bondad. Añadid a un hombre la caridad —dice San Agustín—, y todo, en él, aprovecha; quitadle la caridad, y todo lo demás no sirve para nada. Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios 435.

429 I Cor. XV, 57

430 Mt. XXXVI, 41

431 Sal.CXXXVI, 1

432 Hech., V 15

433 I Cor. XV, 58

434 Job. I, 1




III Cómo hay virtudes que son levantadas a un mayor grado de excelencia que otras por la presencia del divino amor




Todas las virtudes reciben un nuevo lustre y una más excelente dignidad de la presencia del amor sagrado; mas la fe, la esperanza, el temor de Dios, la piedad, la penitencia y todas las demás virtudes que, por sí mismas, miran particularmente a Dios y a su honor, no sólo reciben la impresión del amor divino, que las eleva a una eximia dignidad, sino que, además, se inclinan totalmente hacia él, se asocian a él, y le siguen y le sirven en todas las ocasiones.

Por esto entre todos los actos virtuosos, debemos practicar cuidadosamente los actos de religión y de reverencia a las cosas divinas; los de fe, de esperanza, de santo temor de Dios, hablando con frecuencia de las cosas celestiales, pensando en la eternidad y aspirando a ella, frecuentando las iglesias y las funciones sagradas, haciendo lecturas devotas, observando las ceremonias de la religión cristiana; porque el santo amor se alimenta, en la medida de sus deseos, entre estos ejercicios, y esparce sobre ellos sus gracias y dones con mayor abundancia que sobre los actos de las virtudes simplemente humanas.



IV Cómo el divino amor santifica de una manera más excelente las virtudes, cuando se practican por su orden y mandato



Todas las acciones virtuosas de los hijos de Dios pertenecen a la sagrada dilección: unas, porque ella misma las produce de su propia naturaleza; otras, en cuanto las santifica con su vivificadora presencia, y otras, finalmente, por la autoridad y el mando que ejerce sobre las demás virtudes, de las cuales las hace nacer. Y éstas, si bien no son, en verdad, tan eminentes en dignidad como las acciones propias e inmediatamente nacidas de la dilección, superan incomparablemente a las acciones que reciben toda su dignidad de la sola presencia y compañía de la caridad.

Ahora bien, aunque, en general, decimos con el divino Apóstol que la caridad todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta 436 en una palabra, que todo lo hace, sin embargo no dejamos de distribuir la alabanza por la salvación de los bienaventurados a las otras virtudes, según hayan sobresalido en cada uno; porque decimos que la fe ha salvado a unos, la limosna a otros, la templanza, la oración, la humildad, la esperanza, la castidad a otros, pues los actos de estas virtudes han aparecido con brillo en estos santos. Pero después, recíprocamente, una vez han sido realizadas, estas virtudes particulares, hay que referir todo
su honor al amor santo, que a todos comunica la santidad que poseen.

Porque, ¿qué otra cosa quiere decir el glorioso Apóstol, cuando inculca que la caridad es benigna, paciente, que todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta 437, sino que la caridad ordena y manda a la paciencia que sea paciente, a la esperanza que espere y a la fe que crea? Y es verdad, Teótimo, que con esto también da a entender que el amor es el alma y la vida de todas las virtudes, como si quisiera decir que la paciencia no es bastante paciencia, ni la fe bastante fiel, ni la esperanza bastante confiada, ni la mansedumbre bastante dulce, si el amor no las anima y vivifica. Y esto mismo también nos significa este vaso de elección 438 cuando dice que sin la caridad nada le aprovecha, y que él mismo nada es 439, porque es como si dijera que, sin el amor, no es paciente, ni manso, ni constante, ni fiel, ni confiado, en el grado que es menester para servir a Dios, en lo cual consiste el verdadero ser del hombre.

435 Rom. VIII , 28

436 I Cor. XIII , 7

437 I Cor. XIII , 4,7


V Cómo el amor sagrado mezcla su dignidad entre las demás virtudes y perfecciona la de cada una en particular



El amor adquiere mayor fuerza y vigor, cuantos más frutos produce en el ejercicio de todas las virtudes. Como lo advierten los santos Padres, es insaciable en el deseo de fructificar, y no cesa de apremiar al corazón que por ella está ocupado.

Los frutos de los árboles injertados son todos según el injerto: si el injerto es de manzano, da manzanas; si es de cerezo, da cerezas; de suerte que siempre estos frutos tienen el sabor del tronco. Asimismo, Teótimo, nuestros actos toman su nombre y su especie de las particulares virtudes de las cuales proceden, pero sacan de la sagrada caridad el gusto de su santidad; de esta manera, la caridad es la raíz y la fuente de toda la santidad del hombre. Y, así como el tallo comunica su sabor a todos los frutos que los injertos producen, pero de manera que cada fruto no deja de conservar las propiedades naturales del injerto de donde procede, también la caridad de tal manera esparce su excelencia y su dignidad sobre las acciones de las demás virtudes, que, a pesar de ello, deja a cada una el valor y la bondad
particular, que cada una posee por su natural condición.

Por consiguiente, si con igual caridad sufre uno la muerte del martirio y otro el hambre del ayuno ¿quién no ve que el precio de este ayuno no, por esto, será igual al del martirio? Porqué ¿quién se atreverá a decir que el martirio no es en sí mismo más excelente que el ayuno? Y, si es más excelente y, al sobrevenir la caridad, lejos de arrebatarle esta excelencia, la perfecciona, tenemos que deja en él las ventajas que naturalmente tenía sobre el ayuno. A la verdad, ningún hombre de sano juicio igualará la castidad nupcial a la virginidad, ni el buen uso de las riquezas a la entera renuncia de las mismas.

¿Y quién osará decir que la caridad que sobreviene a estas virtudes les arrebata sus propiedades y sus privilegios, siendo así que no es una virtud que destruye y empobrece, sino que mejora, vivifica y enriquece todo cuanto encuentra de bueno en las almas que gobierna? Tanto dista la caridad de arrebatar a las virtudes las dignidades y preeminencias que naturalmente poseen, que, al contrario, teniendo la propiedad de perfeccionar las perfecciones que encuentra, cuanto mayores son éstas más las perfecciona; como el azúcar, que en las confituras de tal manera sazona las frutas con su dulzura, que, si bien las endulza todas, las deja, empero, desiguales en sabor y suavidad, según sean más o menos sabrosas por naturaleza.

Si la dilección es ardiente, poderosa y excelente en un corazón, enriquecerá y perfeccionará más todas las obras de las virtudes que de él procedan. Se puede padecer la muerte y el fuego por Dios sin tener caridad, como lo supone San Pablo 440 y yo lo declaro en otra parte; con mayor razón se puede padecer con poca caridad; y así digo que puede muy bien ocurrir que una virtud muy pequeña tenga más valor en un alma, en la cual reina ardientemente el amor sagrado, que el mismo martirio en otra alma, donde el amor es lánguido, débil y lento. De esta manera, las pequeñas virtudes de Nuestra Señora, de San Juan y de otros


grandes santos, tenían más valor delante de Dios que las encumbradas de muchos santos inferiores, como muchos impulsos amorosos de los serafines son más encendidos que los más vehementes de los ángeles del orden postrero, y como el canto de los ruiseñores principiantes es incomparablemente más armonioso que el de los jilgueros mejor amaestrados.

Las pequeñas simplicidades, abatimientos y humillaciones, bajo las cuales tanto se complacieron en ocultarse los santos, y, por cuyo medio, pusieron sus corazones al abrigo de la vanagloria, cuando se practican con aquella excelencia propia del arte y del ardor del amor celestial, son más agradables a Dios que las grandes e ilustres empresas de muchos otros, realizadas con poca caridad y devoción.

La sagrada esposa hirió a su Esposo con una sola trenza de sus cabellos 441, a los que tiene en tanto aprecio que los compara a los rebaños de cabras de Galaad 442, y no alaba más los ojos de su amante, que son las partes más nobles de todo el rostro, que la cabellera, que es la más frágil, la más vil y la más baja, para que sepamos que en un alma prendada del divino amor, las acciones que parecen más humildes son sumamente agradables a su divina Majestad.

438 Hech. IX, 15

439 I Cor. XIII. 2, 3

440 I Cor XIII. 3


VI De la excelencia del valor que el amor sagrado comunica a las acciones nacidas del mismo, y a las que proceden de las demás virtudes



Las obras de los buenos cristianos tienen un valor tan grande, que, a trueque de ellas, se nos da el cielo; mas esto no es debido a que proceden de nuestros corazones, sino a que están teñidas en la sangre del Hijo de Dios, es decir, porque es el Salvador quien santifica nuestras obras por el mérito de su sangre.

El sarmiento unido a la cepa lleva fruto, no por su propia virtud, sino por la virtud de la cepa. Nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro Redentor, como los miembros a la cabeza; por esta causa, nuestros frutos y nuestras buenas obras, al recibir su valor de Aquel, merecen la vida eterna.

Quien está unido conmigo y Yo con él, éste da mucho fruto 443. Y esto es así, porque el que permanece en Él, participa de su divino Espíritu, el cual está en medio del corazón humano como una fuente viva, que mana y lanza sus aguas hasta la vida eterna 444. Así el óleo de la redención derramado sobre el Salvador como sobre la cabeza de la Iglesia, la triunfante y la militante, se derrama sobre la sociedad de los bienaventurados, los cuales, como la barba de este divino Maestro, están adheridos a su faz, y también destila sobre la sociedad de los fieles, que, como vestiduras, están pegados y unidos por amor a su divina Majestad; y ambas sociedades como compuestas de verdaderos hermanos, pueden, por este motivo, exclamar: ¡OH cuan buena y cuan dulce cosa es el vivir los hermanos en mutua
unión! Es como el perfume, que, derramado en la cabeza, va destilando por la respetable barba de Aarón, y desciende hasta la orla de su vestidura 445.

Nuestras obras, pues, como el granito de mostaza, no son en manera alguna comparables, en grandeza, con el árbol de gloria que producen; pero tienen el vigor y la virtud de producirlo, porque proceden del Espíritu Santo, el cual, por una admirable infusión de su gracia en nuestros corazones, hace suyas nuestras obras, pero dejando a la vez, que sean nuestras, porque somos miembros de una cabeza, de la cual Él es el espíritu, y estamos injertados en un árbol, del cual Él es la sabia divina.

Y porque de esta suerte opera en nuestras obras, y porque nosotros obramos con Él o cooperamos a su acción, deja para nosotros todo el mérito y provecho de nuestros servicios y obras buenas, y nosotros dejamos para Él todo el honor y toda la alabanza, reconociendo que el comienzo, el progreso y el fin de todo el bien que hacemos depende de su misericordia, por la cual ha venido a nosotros y nos ha prevenido; ha venido con nosotros y nos ha guiado, acabando lo que había comenzado 446. ¡Que misericordioso es, para con nosotros, y qué bondad en este reparto! Nosotros le damos la gloria de nuestras alabanzas y Él nos da la
gloria de su gozo, y, por tan suaves y pasajeros trabajos, adquirimos bienes perdurables, por toda la eternidad. 441 Cant. IV. 9

442 Ibid.VI. 4

443 Jn. XV. 5

444 Ibid. IV.14

445 Sal. CXXXII, 12


VII Que las virtudes perfectas jamás están las unas sin las otras



Las virtudes son tales por su conveniencia o conformidad con la razón, y una acción no se puede llamar virtuosa, si no procede del afecto que el corazón siente a la honestidad y a la belleza de la razón. El que ama una virtud por amor a la razón y por la honestidad que en ella relucen, las amará todas, pues en todas encontrará los mismos motivos; y las amará más o menos según que la razón se manifieste en ellas más o menos resplandeciente. Quien ama la liberalidad y no ama la castidad, muestra bien a las claras que no ama la liberalidad por la belleza de la razón, pues esta belleza es mayor en la castidad; y donde la causa tiene
más fuerza, deberían también ser más fuertes los efectos. Es, pues, una señal evidente de que aquel corazón no ama la liberalidad teniendo por motivo la razón y por consideración a ésta; de donde se sigue que esta liberalidad, que parece una virtud, no tiene sino la apariencia, pues no procede de la razón, que es el verdadero motivo de las virtudes, sino de algún otro motivo extraño.

Puede, por lo tanto, ocurrir que un hombre posea unas virtudes y que carezca de las demás; pero siempre serán o virtudes incipientes, tiernas y como flores en capullo, o virtudes decadentes y moribundas, como flores marchitas; porque, por decirlo en pocas palabras, las virtudes no pueden subsistir en su verdadera integridad, como nos lo aseguran toda la filosofía y la teología.

Es cierto que no se pueden practicar a la vez todas las virtudes, pues las ocasiones no se presentan juntas; así hay virtudes que algunos santos nunca han tenido ocasión de practicar. Porque, por ejemplo, ¿qué motivos pudo tener San Pablo, primer ermitaño, para practicar el perdón de las injurias, la afabilidad, la magnificencia y la mansedumbre? No obstante, estas almas no dejan de sentirse de tal manera aficionadas a la honestidad de la razón, que aun cuando al efecto, las poseen en cuanto al afecto, y están prontas y dispuestas a seguir y a servir a la razón, en cualesquiera circunstancia, sin excepción ni reserva alguna.

Existen ciertas inclinaciones que se consideran como virtudes, y no son tales, sino favores y ventajas de la naturaleza. ¡Cuántas personas hay que por su condición natural son sobrias, sencillas, dulces, silenciosas, y aun castas y honestas! Pues bien, todo esto parece ser virtud, y sin embargo carece del mérito de ésta, de la misma manera que las malas inclinaciones no merecen ninguna recriminación, hasta que al humor natural se ha añadido el libre y voluntario consentimiento.


No es virtud dejar de comer porque la naturaleza nos inclina a ello; pero sí lo es guardar abstinencia por libre elección; no es virtud ser callado por inclinación, pero sí lo es el callar, cuando lo aconseja la razón. Muchos creen poseer las virtudes, cuando no tienen los vicios contrarios. El que nunca ha sido atacado puede vanagloriarse de no haber jamás huido, pero no de ser valiente; el que nunca es afligido puede alabarse de no ser impaciente, pero no de ser paciente. Paréceles, pues, a muchos, que están dotados de virtudes, las cuales no pasan de ser buenas inclinaciones, y, porque algunas de estas inclinaciones están sin las otras, creen que lo mismo ocurre con las virtudes.

Podemos tener alguna clase de virtud sin tener las demás, y, a pesar de esto, no podemos, en manera alguna, poseer virtudes perfectas sin tenerlas todas; pero que, en cuanto a los vicios, se pueden tener unos sin tenerlos todos a la vez; de manera que no se deduce de ello que quien haya perdido todas las virtudes posea por lo mismo todos los vicios, pues casi todas las virtudes tienen dos vicios opuestos, no sólo contrarios a la virtud, sino contrarios entre sí.

El que, por su temeridad, ha perdido el valor, no puede, al mismo tiempo, tener el vicio de la cobardía, y el que ha perdido la liberalidad con sus prodigalidades, no puede, al mismo tiempo, ser tachado de avaro. Catalina —dice San Agustín— era sobrio, vigilante, paciente en sufrir el frío, el calor, y el hambre; por esta causa, parecíale a él y a sus compañeros que era muy constante; mas esta fortaleza no era prudente, pues escogía el mal en lugar del bien; no era templada, porque descendía a infames bajezas; no era justa, pues conspiraba contra su patria; no era, pues, constancia, sino una terquedad, que llevaba aquel nombre para engañar a los necios.
446 Fil., 1,6.




VIII Cómo la caridad abarca todas las virtudes




Un río salía de este lugar de delicias, para regar el paraíso, y desde allí se dividía en cuatro brazos 447. El hombre es un lugar de delicias, donde Dios ha hecho brotar el río de la razón y de la luz natural, para regar todo el paraíso de nuestro corazón; y este río se divide en cuatro brazos, es decir, en cuatro corrientes, según las cuatro regiones del alma.

1. Porque, en primer lugar, sobre el entendimiento, llamado práctico porque discierne las acciones que conviene hacer u omitir, la luz natural derrama la prudencia, que inclina a nuestro espíritu a juzgar rectamente acerca del mal que debemos evitar y desechar, y cerca del bien que hemos de hacer y procurar.

2. En segundo lugar, sobre nuestra voluntad, hace que surja la justicia, la cual no es otra cosa que un perpetuo y firme deseo de dar a cada uno lo que es debido.

3. En tercer lugar, sobre el apetito concupiscible, hace que se deslice la templanza, que modera las pasiones.

 

4. En cuarto lugar, sobre el apetito irascible o la cólera, hace flotar la fortaleza, que refrena y modera todos los movimientos de la ira.


Estos cuatro ríos, así separados, se dividen después en muchos otros, para que todas las acciones humanas puedan estar bien encaminadas hacia la honestidad y hacia la felicidad natural.


Pero, además de esto, deseoso Dios de enriquecer a los cristianos con un especial favor, hace brotar, en la cima de la parte superior de su espíritu, una fuente sobrenatural, que llamamos gracia, la cual comprende la fe y la esperanza, pero que, sin embargo, consiste en la caridad, que purifica el alma de todos los pecados, la adorna y embellece con deliciosa hermosura y, finalmente, esparce sus aguas sobre todas las facultades y operaciones de aquélla, para comunicar al entendimiento una prudencia celestial; a la voluntad, una justicia santa; al apetito irascible, una fortaleza devota; a fin de que todo el corazón humano tienda a la honestidad y a la felicidad sobrenatural, que llamamos gracia, la cual comprende la fe y la esperanza, pero que, sin embargo, consiste en la caridad, que purifica el alma de todos los pecados, la adorna y embellece con deliciosa hermosura y, finalmente, esparce sus aguas sobre todas las facultades y operaciones de aquélla, para comunicar al entendimiento una prudencia celestial; a la voluntad, una justicia santa; al apetito irascible, una fortaleza devota; a fin de que todo el corazón humano tienda a la honestidad y a la felicidad sobrenatural, que consiste en la unión con Dios.

Si estas cuatro corrientes y ríos de la caridad encuentran en un alma alguna de las cuatro virtudes naturales, la reducen a su obediencia y se mezclan con ella, para perfeccionarla, como el agua perfumada perfecciona el agua natural, cuando se mezclan juntas.

Pero, si el santo amor, así derramado, no encuentra las virtudes naturales en el alma, entonces él mismo realiza todos los actos, según lo van exigiendo las ocasiones.

Así el amor celestial, al encontrar muchas virtudes en San Pablo, en San Ambrosio, en San Dionisio, en San Pacomio, derramó sobre ellas una agradable claridad y las redujo todas a su servicio. Pero, en Magdalena, en Santa María Egipciaca, en el buen ladrón y en mil otros penitentes, que habían sido grandes pecadores, el divino amor, al no encontrar ninguna virtud, desempeñó el papel y realizó las obras de todas las virtudes, haciéndose en ellos paciente, dulce, humilde y generoso.

El gran Apóstol no dice solamente que la caridad nos comunica la paciencia, la benignidad, la constancia y la simplicidad, sino también que ella misma es paciente, benigna y constante 448; y es propio de las supremas virtudes, así entre los ángeles como entre los hombres, no sólo ordenar a las inferiores que obren, sino también el que puedan hacer por sí mismas lo que mandan a las demás. El obispo confiere los cargos para todas las funciones eclesiásticas, tales como abrir la iglesia, leer, exorcizar, alumbrar, predicar, bautizar, celebrar el santo sacrificio, dar la comunión, absolver; pero él sólo puede hacer y hace todo esto, pues tiene en sí una virtud eminente, que contiene todas las inferiores.

El que posee la caridad tiene una perfección que encierra la virtud de todas las perfecciones o la perfección de todas las virtudes. Por esto, la caridad es paciente y benigna; no es envidiosa, sino bondadosa, no comete ligerezas, sino que es prudente; no se hincha de orgullo, sino que es humilde; no es ambiciosa ni desdeñosa, sino amable y afable; no es quisquillosa en querer lo que le pertenece, sino franca y condescendiente; no se irrita por nada, sino que es apacible; no piensa mal, sino que es mansa; no se alegra de lo malo, sino que se goza con la verdad y en la verdad; todo lo sufre; cree fácilmente todo el bien que le dicen, sin terquedad, sin disputa, sin desconfianza; espera todo bien del prójimo, sin jamás desalentarse en el procurarle la salvación; todo lo soporta 449, esperando sin inquietud lo que se le ha prometido.

447 Gen., II, 10.

448 I Cor., XIII, 4.

1 Cor., XIII, 4, 5, 6, 7. 449



IX Que las virtudes sacan su perfección del amor sagrado 447 Gen., II, 10.




La caridad es el vínculo de perfección 450, pues por ella y en ella se contienen y juntan todas las perfecciones del alma y, sin ella, no sólo es imposible ver todas las virtudes reunidas, sino también poseer la perfección de alguna virtud en particular. Sin el cemento y el mortero, que traba las piedras y las paredes, todo el edificio se viene abajo; sin los nervios y los tendones, todo el cuerpo se deshace, y, sin la caridad, no pueden las virtudes sostenerse unas a otras.

Nuestro Señor vincula siempre el cumplimiento de los mandamientos a la caridad. Quien ha recibido —dice— mis mandamientos y los observa, éste es el que me ama. El que no me ama no guarda mis mandamientos. El que me ama observará mi doctrina 451. Lo cual repite así el discípulo amado: Quien guarda los mandamientos—dice—, en éste, verdaderamente, la caridad de Dios es perfecta 452. El amor de Dios consiste en que observemos sus mandamientos 453.

Ahora bien, el que poseyese todas las virtudes, guardaría todos los mandamientos; el que poseyese la virtud de la religión, guardaría los tres primeros; el que tuviese la piedad, guardaría el cuarto; el que tuviese la mansedumbre y la benignidad, guardaría el quinto; por la castidad, se cumpliría el sexto; por la generosidad, se evitaría el quebrantamiento del séptimo; por la verdad, se observaría el octavo, y por la templanza se observarían el noveno y el décimo; y, si no se pueden guardar los mandamientos sin la caridad, con mayor razón no se pueden poseer, sin ella, todas las virtudes.

Se puede, ciertamente, tener alguna virtud y permanecer, por algún tiempo, sin ofender a Dios, aunque no se tenga el divino amor.

Mas las virtudes separadas de la caridad son muy imperfectas, pues, sin ella, no pueden conseguir su fin, que es hacer al hombre feliz.

La caridad es, entre las virtudes, como el sol entre las estrellas, que distribuye a todas su claridad y su hermosura. La fe, la esperanza, el temor y la penitencia suelen andar delante de ella cuando ha llegado, la obedecen y la sirven como las demás virtudes, y ella las alienta, las adorna y las vivifica con su presencia.

De manera que, si se pudiese lograr que todas las virtudes estuviesen reunidas en un hombre, pero que faltase en él la caridad, este conjunto de virtudes sería, en verdad, un cuerpo perfectamente acabado, en sus partes, como el cuerpo de Adán, cuando Dios, con mano maestra, lo formó del barro de la tierra; pero cuerpo sin movimiento, sin vida y sin gracia, hasta que Dios le inspirase el soplo de vida 454, es decir, la sagrada caridad, sin la cual ninguna cosa aprovecha.

La perfección del amor divino es tan excelente, que perfecciona todas las demás virtudes, y no puede ser perfeccionada por ellas, ni siquiera por la obediencia, que es la que puede derramar más perfecciones sobre las demás. Es verdad que amando obedecemos, y que obedeciendo amamos; pero si esta obediencia es tan excelentemente amable, es debido a que tiende a la excelencia del amor, y su perfección depende, no de que, amando, obedezcamos, sino de que, obedeciendo, amamos. De suerte que así como es igualmente el fin y la primera fuente de todo lo que es bueno, asimismo el amor, que es el origen de todo afecto bueno, es también su último fin y su perfección.

450 Colos., III; 14.

451 Jn., XIV, 21,24, 25.

452 Un., II, 5.

453 Ibid.,V, 3.

Gen., II, 7. 454




X Cómo el santo amor, cuando vuelve al alma, hace que revivan todas las obras que el pecado había hecho perecer





Cuando el hombre justo se hace esclavo del pecado, todas las buenas obras que antes había hecho quedan miserablemente olvidadas y reducidas a cieno; mas, al salir del cautiverio, cuando por la penitencia vuelve a la gracia del divino amor, las buenas obras precedentes son sacadas del pozo del olvido, y, tocadas por los rayos de la misericordia celestial, reviven y se convierten en llamas tan resplandecientes como jamás lo fueron, para ser puestas sobre el sagrado altar de la aprobación divina y recuperar su primera dignidad, su primer precio y su primer valor.






XI Cómo debemos reducir toda la práctica de las virtudes y de nuestras acciones al santo amor





El hombre es de tal manera dueño de sus acciones humanas y racionales, que las hace todas por algún fin, y puede encaminarlas a uno o a varios fines particulares, según bien le parezca; porque puede cambiar el fin natural de una acción, por ejemplo, cuando jura para engañar, siendo así que el fin del juramento es todo lo contrario, a saber, evitar el engaño, y puede añadir al fin natural de una acción otro fin cualquiera, como cuando, además de la intención de socorrer al pobre, a la cual tiende la limosna, tiene la intención de obligar recíprocamente al menesteroso.

Unas veces añadimos al fin propio de la acción un fin menos perfecto; otras veces un fin de igual o semejante perfección, y otras, finalmente, un fin más eminente y elevado. Porque aparte del socorro al necesitado, al cual tiende especialmente la limosna, ¿no se puede acaso pretender, primeramente, adquirir su amistad; en segundo lugar, edificar al prójimo y, por último, agradar a Dios? He aquí tres diversos fines, el primero de los cuales es menos excelente, el segundo algo más y el tercero muchísimo más, que el fin ordinario de la limosna; de suerte que, como ves, podemos comunicar diversas perfecciones a nuestros actos, según la variedad de los motivos, fines e intenciones con que los hacemos.

Sed buenos negociantes, dice el Salvador. Tengamos, pues, mucho cuidado en no trocar los motivos y el fin de nuestras acciones, si no es con ventaja y provecho, y en no hacer nada, en este negocio, sino con buen orden y razón.

Hay que dar a cada fin el lugar que le corresponde, y por consiguiente hay que dar el lugar soberano al fin de agradar a Dios.

El soberano motivo de nuestras acciones, que es el amor celestial, por ser el más puro, tiene la soberana propiedad de hacer que sea también más pura la acción que de él procede. Así los ángeles y los santos del cielo no aman cosa alguna por otro fin que por la divina bondad, ni por otro motivo que el deseo de complacerla. Se aman mutuamente con ardor, nos aman también a nosotros, aman las virtudes, más todo esto únicamente para agradar a Dios. Siguen y practican las virtudes, no porque son en sí mismas bellas y amables, sino porque son agradables a Dios. Aman su felicidad, no tanto, porque es suya, cuanto porque gusta de ella Dios.




XII Cómo la caridad contiene en sí los dones del Espíritu Santo





Para que el espíritu humano siga con facilidad los movimientos y las inclinaciones de la razón, al objeto de llevar a la dicha natural al que puede aspirar viviendo según las leyes de la honestidad, tiene necesidad de las cualidades que hacen al espíritu dulce, obediente y flexible a las leyes de la razón natural.

Pues bien, Teótimo, el Espíritu Santo, que habita en nosotros, deseando hacer a nuestra alma obediente a sus divinos mandamientos y celestiales inspiraciones, que son las leyes de su amor, y en cuya observancia consiste la felicidad sobrenatural de la vida presente, nos otorga siete propiedades y perfecciones, las cuales, en la Sagrada Escritura y en los libros de los teólogos, se llaman dones del Espíritu Santo.

Ahora bien, estos dones no sólo son inseparables de la caridad, sino que, bien consideradas todas las cosas y propiamente hablando, son las principales virtudes, propiedades y cualidades de la misma.

Así, la caridad es para nosotros otra escala de Jacob, compuesta de los siete dones del Espíritu Santo, como de otros tantos peldaños sagrados, por los cuales los hombres angelicales suben de la tierra al cielo, para ir a juntarse con el seno de Dios, y por los cuales bajan  455 del cielo a la tierra, para venir a tomar al prójimo de la mano y conducirlo a la gloria;

1. porque, al subir el primer peldaño, el temor nos hace evitar el mal;

2. en el segundo, la piedad nos mueve a querer hacer el bien;

3. en el tercero, la ciencia nos da a conocer el bien que hay que hacer y el mal que hay que evitar;

4. en el cuarto, por la fortaleza, tomamos aliento contra todas las dificultades con que tropezamos en nuestra empresa;
 
5. en el quinto, por el consejo, escogemos los medios aptos para esto;

6. en el sexto realizamos la unión de nuestro entendimiento con Dios, para ver y penetrar los rasgos de su infinita belleza;

7. y, en el séptimo, unimos nuestra voluntad a Dios para saborear y sentir las dulzuras de su incomprensible bondad, pues, en lo alto de esta escalera, Dios,
inclinándose hacia nosotros, nos da el beso de amor y nos da a gustar los sagrados pechos de su suavidad, mejores que el vino 456.


Pero si, después de haber gozado de estos amorosos favores, queremos volver la tierra, para atraer al prójimo hacia esta misma felicidad, entonces, llena nuestra voluntad de un ardentísimo celo, en el primero y más alto peldaño, y perfumadas nuestras almas con los perfumes de la caridad soberana de Dios, descendemos al segundo, donde nuestro entendimiento recibe una claridad sin igual y hace provisión de las ideas y de las imágenes más excelentes, para gloria de la belleza y de la bondad divinas; de aquí, bajamos al tercero, donde, por el don de consejo, descubrimos por qué medios hemos de inspirar a las almas de los prójimos el gusto y la estima de la divina suavidad; en el cuarto, nos alentamos y recibimos una santa fortaleza, para vencer las dificultades que se oponen a este designio; en el
quinto, comenzamos a predicar, por el don de la ciencia, exhortando a las almas a practicar la virtud y a huir del vicio; en el sexto, nos esforzamos en infundirles una santa piedad, para que, reconociendo a Dios por el padre más amable, le obedezcan con filial temor; y, en el último, les instamos a que teman los juicios de Dios, a fin de que, mezclando el temor de ser condenados con la reverencia filial, dejen más presurosos la tierra, para subir con nosotros al cielo.


Sin embargo, la caridad comprende los siete dones, y se parece a una hermosa azucena, que tiene seis hojas más blancas que la nieve, y, en el centro, los hermosos mantillos de oro de la sabiduría, que introducen en nuestros corazones los gustos y los albores amorosos de la bondad del Padre, nuestro redentor, y de la suavidad del Espíritu Santo, nuestro santificador.

455 Gen., XVIII, 12.30 Cant., I, l.

Cant.,I,l. 456



XIII Cómo el amor sagrado comprende los doce frutos del Espíritu Santo, con las ocho bienaventuranzas del Evangelio




Dice el glorioso San Pablo: El fruto del Espíritu Santo es: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad 457. Pero advierte, Teótimo, que este apóstol divino, al enumerar los doce frutos del Espíritu Santo, los considera como un solo fruto, pues no dice: los frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo, sino: el fruto del Espíritu Santo es la caridad, el gozo.

Luego, el Apóstol no quiere decir otra cosa sino que el fruto del Espíritu Santo es la caridad, la cual es gozosa, longánima, dulce, fiel, modesta, continente y casta, es decir, que el divino amor comunica un gozo y un consuelo interior, con una gran paz del corazón, que se conserva en las adversidades por la paciencia y nos hace afables y benignos en el socorro del prójimo, mediante una cordial bondad para con él, bondad que no es variable sino constante y perseverante, pues nos da un ánimo dilatado, merced al cual somos dulces, amables y condescendientes con todos, soportando sus humores y sus imperfecciones, observando con ellos una lealtad perfecta, dándoles pruebas de una simplicidad acompañada de confianza, así en nuestras palabras como en nuestras acciones, viviendo modesta y humildemente, cercenando toda superfluidad y todo desorden en el comer, beber, vestir, dormir, en las diversiones y en los demás apetitos voluptuosos, por una santa continencia, y reprimiendo, sobre todo, las inclinaciones y rebeldías de la carne con una celosa castidad, para que toda nuestra persona esté ocupada en el divino amor, así interiormente, por el gozo, la paz, la paciencia, la longanimidad, la bondad y la lealtad, como exteriormente, por la benignidad, la mansedumbre, la modestia, la continencia y la castidad.

De manera, Teótimo, que, resumiendo, la santa dilección es una virtud, un don, un fruto y una bienaventuranza. Como virtud, nos hace obedientes a las inspiraciones interiores, que Dios nos da por sus mandamientos y consejos, en cuya ejecución se practican todas las virtudes, por lo que la dilección nos hace flexibles y dóciles a las inspiraciones interiores, que son como los mandamientos y los consejos secretos de Dios, en cuya práctica se emplean los siete dones del Espíritu Santo, de suerte que la dilección es el don de los dones.

Como fruto, nos comunica un gozo y un placer extremado en la práctica de la vida devota, placer que se siente en los doce frutos del Espíritu Santo; por lo tanto, es el fruto de los frutos.

Como bienaventuranza, hace que tengamos por un gran favor y un singular honor las afrentas, las calumnias, los vituperios, los oprobios del mundo, y hace que dejemos, rechacemos y renunciemos a toda otra gloria, si no es la que procede del amor crucificado, por la cual nos gloriamos en la abyección, en la abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, sin que queramos otros emblemas de majestad que la corona de espinas del Crucificado, su cetro de caña, el manto de desprecio que fue puesto sobre Él, y el trono de su cruz, sobre el cual los amadores sagrados sienten más contento, gozo, gloria y felicidad, como jamás la tuvo Salomón en su trono de marfil.

457 Gal., V, 22, 23.




XIV Cómo el divino amor emplea todas las pasiones y todos los afectos del alma y los reduce a su obediencia




Cuando el divino amor reina en nuestros corazones, sujeta a su realeza todos los otros amores de la voluntad, y, por consiguiente, el que tuviere, con un poco de abundancia, el amor de Dios, no tendrá jamás deseo alguno, ni temor, ni esperanza, ni ánimo, ni alegría, sino por Dios, y todos sus movimientos encontrarán sosiego en este amor celestial.

El amor divino y el amor propio están dentro de nuestro corazón, se profesan mutuamente una gran antipatía y repugnancia y chocan entre si 458 continuamente dentro del corazón, por lo que la pobre alma exclama: Infeliz de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte 459, para que tan solo el amor de mi Dios reine apaciblemente en mí?

Esto será cuando el amor armado, convertido en celo, sujete, nuestras pasiones por la mortificación, y mucho más todavía, cuando, en lo alto de los cielos, el amor bienaventurado posea toda nuestra alma en paz.

Encauzando hacia un fin bueno nuestras pasiones, se convierten en virtudes.

Pero, ¿qué método hay que emplear para reducir los afectos y las pasiones al servicio del divino amor? Combatimos las pasiones: o bien oponiendo a ellas las pasiones contrarias, o por medio de los más grandes afectos de su mismo género. Si siento en mí cierta vana esperanza, puedo resistir a ella, oponiéndole un legítimo desaliento. Puedo también resistir a esta vana esperanza, oponiendo a ella otra más sólida. Espera en Dios, alma mía, porque Él es el que ha de sacar tus pies del lazo 460. Ninguno confió en el Señor y quedó burlado 461. Pon tus deseos en las cosas eternas y perdurables.

Nuestro Señor en sus curaciones espirituales, cura a sus discípulos del temor mundano, infundiendo en su corazón un temor superior: No temáis —les dice—a los que matan el cuerpo; temed al que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno 462. Queriendo, en otra ocasión, curarlos de una alegría rastrera: No tanto habéis de gozaros porque se os rinden los espíritus, cuanto porque vuestros nombres están escritos en los cielos 463; y El mismo rechaza la alegría mediante la tristeza: ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque llorareis! 464. De esta manera, arranca y sujeta los afectos y las pasiones, desviándolas del fin hacia el cual el amor propio quiere llevarlas, y encaminándolas hacia un objeto espiritual.




XV Que la tristeza es casi siempre inútil y contraria al servicio del santo amor




La tristeza, ¿cómo puede ser útil a la santa caridad, cuando, entre los frutos del Espíritu Santo, la alegría ocupa su lugar junto a ésta? Sin embargo, dice así el gran Apóstol: La tristeza que es según Dios, produce una penitencia constante para la salud, cuando la tristeza del siglo causa la muerte 465. Hay, pues, una tristeza según Dios, la ejercitada por los pecadores, en la penitencia, o por los buenos en la compasión por las miserias temporales del prójimo, o por los perfectos, en el sentimiento, en la lamentación y en la pena por las calamidades espirituales de las almas; porque David, San Pedro y la Magdalena lloraron sus pecados; Agar lloró al ver que su hijo moría de sed; Jeremías, sobre las ruinas de Jerusalén; nuestro Señor, por los judíos, y su gran Apóstol dijo, gimiendo, estas palabras: Muchos andan por ahí, como os decía repetidas veces, v aun ahora os lo digo con lágrimas, que se portan como enemigos de la cruz de Cristo 466.

La tristeza de la verdadera penitencia, no tanto se ha de llamar tristeza, como displicencia o sentimiento y aborrecimiento del mal; tristeza que jamás es molesta y enojosa; tristeza que no entorpece el espíritu, sino que lo hace activo, pronto y diligente; tristeza que no abate el corazón, sino que lo levanta por la oración y la esperanza y excita en él los afectos de fervor y devoción; tristeza que, en lo más recio de las amarguras, produce siempre la dulzura de un incomparable consuelo, según la regla que da San Agustín: Entristézcase siempre el penitente, pero alégrese siempre en su tristeza.

La tristeza —dice Casiano— producida por la sólida penitencia y el agradable arrepentimiento, de la cual jamás nadie se dolió, es obediente, afable, humilde, apacible, suave, paciente, como nacida y derivada de la caridad. De suerte que, extendiéndose a todo dolor del cuerpo y a toda contribución del espíritu, es, en cierta manera, alegre, animosa y está fortalecida por la esperanza de su propio provecho, conserva toda la dulzura de la amabilidad y de la longanimidad y posee, en sí misma, los frutos del Espíritu Santo. Vemos también muchas veces, cierta penitencia excesivamente solícita, turbada, impaciente, llorosa, amarga, quejumbrosa, inquieta, demasiado áspera y melancólica, la cual es infructuosa y sin fruto de verdadera enmienda, porque no se funda en verdaderos motivos de virtud, sino en el amor propio y en el natural de cada uno.

La tristeza del siglo causa la muerte 467 dice el Apóstol.

Luego, Teótimo, es menester que la evitemos y la rechacemos en la medida de nuestras fuerzas. Si es natural, debemos desecharla contrarrestando sus movimientos, desviándola, mediante ejercicios apropiados al efecto, y empleando los remedios y el régimen de vida que los médicos estimen a propósito. Si nace de las tentaciones, hay que abrir el corazón al padre espiritual, el cual prescribirá los medios adecuados para vencerla, según dijimos en la cuarta parte de la Introducción a la vida devota.

Si es accidental, recurriremos a lo que hemos indicado en el libro octavo, para ver cuan dulces son para los hijos de Dios las tribulaciones, y cómo la magnitud de nuestra esperanza en la vida eterna ha de hacer que nos parezcan insignificantes todos los acontecimientos pasajeros de la vida temporal.

Por lo demás, contra cualquiera melancolía que pueda dejarse sentir en nosotros, hemos de emplear la autoridad de la voluntad superior, para hacer cuanto podamos en obsequio del divino amor. A la verdad, hay actos que de tal manera dependen de la disposición y complexión corporal, que no está en nuestra mano hacerlos, a nuestro arbitrio.

Porque un melancólico no puede mostrar en sus ojos, en sus palabras y en su rostro, la misma gracia y suavidad que tendría si estuviese libre de su malhumor; pero puede, aunque sea sin gracia, decir palabras graciosas, amables y corteses, y, a pesar de la inclinación que entonces siente, hacer, por pura razón, lo que es conveniente en palabras y en obras de caridad, de dulzura y de condescendencia. Tiene excusa el que no siempre está alegre, pues nadie es dueño de la alegría para tenerla cuando quiera; pero nadie tiene excusa de no ser siempre bondadoso, flexible y condescendiente, porque esto depende siempre de nuestra
voluntad, y sólo es menester resolverse a vencer el humor y la inclinación contraria.

458 Gen., XXV, 22.

459 Rom., VIII, 24.

460 Sal., XXIV, 15.

461 Ecles.,II,2.

462 Mt., X, 28.

463 Lc, X, 20.

464 Ibid., VI, 25.

465 II Cor., VII, 10.

466 Fil., II, 18.

467 II Cor., VII, 10.








Ave María Purísima.

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