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Tratado del Amor de Dios



LIBRO DUODECIMO



Que contiene algunos avisos para el progreso en el santo amor


I Que el progreso en el amor santo no depende de la natural complexión




Un gran religioso de nuestros tiempos ha escrito que la disposición natural sirve mucho para el amor contemplativo, y que las personas afectuosas por complexión son más propensas a él. Creo, con todo, que no quiere decir que el amor sagrado se distribuya a los hombres y a los ángeles como consecuencia, y menos aún en virtud, de las condiciones naturales, ni tampoco que la distribución del amor divino se haga a los hombres por sus cualidades y habilidades de orden natural; porque esto sería desmentir la Escritura y equivaldría a contradecir la decisión de la Iglesia por la que los pelagianos fueron declarados herejes.

Dos personas, una de las cuales es amable y dulce y la otra desabrida y desapacible por su natural condición, pero cuya caridad es igual, amarán igualmente a Dios, pero no de una manera semejante. El corazón naturalmente dulce amará con más facilidad, más amable y dulcemente, pero no con tanta solidez ni perfección, y el amor nacido entre las espinas y las repugnancias de un natural áspero y seco, será más fuerte y más glorioso, como el otro será más delicioso y gracioso.

Importa, pues poco la disposición natural para amar, cuando se trata de un amor sobrenatural y por cuya virtud sólo obramos sobrenaturalmente. Una sola cosa, Teótimo, diría de buena gana a los hombres: ¡Oh mortales! si tenéis el corazón propenso al amor, ¿por qué no pretendéis el amor celestial y divino? Pero, si sois duros y amargos de corazón, ya que, pobrecitos de vosotros, estáis privados del amor natural, ¿por qué no aspiráis al amor sobrenatural, que os será generosamente concedido por Aquel que tan santamente os llama a que le améis?



II Que es menester un deseo continuo de amor



Teótimo, el saber si amamos a Dios sobre todas las cosas no está en nuestra potestad, si el mismo Dios no nos lo revela; pero podemos saber muy bien si deseamos amarle; y cuando sentimos en nosotros el deseo del amor sagrado, sabemos que comenzamos a amar.

El deseo de amar y el amor dependen de la misma voluntad; por lo cual, en seguida que hemos formado el deseo de amar, comenzamos ya a tener amor; y, según este deseo va creciendo, va aumentando también el amor. Quien desee ardientemente el amor, pronto amará con ardor. ¿Quién nos concederá la gracia, oh Dios mío de que nos abrasemos en este deseo, que es el deseo de los pobres y la preparación de su corazón, que Dios escucha con agrado? 468. El que no está seguro de que ama a Dios es pobre, y, si desea amarle, es mendigo, pero mendigo con aquella feliz mendicidad de la cual dijo el Salvador: Bienaventurados los mendigos de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos 469.

El que desea de verdad el amor, de verdad lo busca; el que de verdad lo busca, lo encuentra; el que lo encuentra, ha encontrado la fuente de vida, de la cual sacará la salud del Señor 470. Clamemos, oh Teótimo, noche y día: Ven, oh Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor. ¡Oh amor celestial! ¿Cuándo llenarás colmadamente nuestra alma?




III Que para tener el deseo del amor sagrado es menester cercenar los deseos terrenales




Si el corazón que pretende el amor divino está muy hundido en los negocios terrenos y temporales, florecerá tarde y con dificultad; pero, si está en este mundo únicamente en la medida que su condición requiere, pronto lo veréis florecer en amor y derramar su agradable fragancia.

Por esto los santos se retiraron a las soledades, para que desprendidos de los cuidados del mundo pudiesen consagrarse más ardientemente al celestial amor.

Las almas que desean amar de verdad a Dios, cierran su entendimiento a los discursos de las cosas mundanas, para emplearlo más ardientemente en la meditación de las cosas divinas, y concentran siempre todas sus pretensiones en la única intención que tienen de amar solamente a Dios. El que desea el divino amor, debe conservar cuidadosamente para él sus ocios, su espíritu y sus afectos.





IV Que las legítimas ocupaciones no impiden en manera alguna, la práctica del divino amor





La curiosidad, la ambición, la inquietud, juntamente con la inadvertencia y la irreflexión acerca del fin por el cual estamos en este mundo, son causa de que tengamos mil veces más dificultades que negocios, más agitación que trabajo, más tarea que cosas que hacer. Y son estos embarazos, es decir, estas nonadas y estas vanas y superfluas ocupaciones, de las cuales nos cargamos, las que nos desvían del amor de Dios, y no son los verdaderos y legítimos ejercicios de nuestra vocación.

San Bernardo no perdía nada del progreso que deseaba hacer en este santo amor, aunque estuviese en las cortes y en los ejércitos de los grandes príncipes, ocupado en reducir los negocios de estado al servicio de la gloria de Dios; cambiaba de lugar, pero no cambiaba de corazón, ni su corazón de amor, ni su amor de objeto; y, para emplear su propio lenguaje, estos cambios se producían en torno de él, mas no en él; pues, aunque sus ocupaciones eran muy variadas, permanecía indiferente a todas ellas, y no recibía el color de los negocios y de las conversaciones, como el camaleón el de los lugares donde está, sino que se conservaba
siempre unido a Dios, siempre blanco en pureza, siempre encarnado de caridad y siempre lleno de humildad.

Cuando la peste afligió a los milaneses, San Carlos no tuvo reparo en frecuentar las casas y en tocar a los apestados; pero les visitaba y tocaba únicamente en la medida que exigía el servicio divino, y de ninguna manera se puso en peligro, sin verdadera necesidad, por temor de cometer el pecado de tentar a Dios. Así, no fue atacado de mal alguno, y la divina Providencia conservó al que había tenido en ella una confianza tan pura, sin mezcla de temor ni de temeridad. Dios tiene también cuidado de los que acuden a la corte, a palacio y van a la guerra para cumplir con su deber; por lo que, en este punto, ni hay que ser tan tímido, que se dejen los lícitos y justos negocios por no ir a estos lugares, ni tan temerarios y presuntuosos, que se acuda y permanezca en ellos, si no lo exigen expresamente el deber y los quehaceres.






V Ejemplo muy simpático acerca de este tema





Dios es inocente con el inocente 471, bueno con el bueno, amable con el amable, tierno con los tiernos, y su amor le lleva, a veces, a hacer ciertos mimos, nacidos de una santa y sagrada dulzura, a las almas que, con amorosa pureza y simplicidad se hacen como niños en su presencia.

Un día, Santa Francisca rezaba el oficio de Nuestra Señora, y como suele acontecer ordinariamente, que, aunque no haya en todo el día más que un negocio que despachar, es en tiempo de oración cuando vienen las prisas, esta santa mujer fue llamada de parte de su marido para un servicio de orden doméstico, y, cuatro veces, cuando pensaba tomar de nuevo el hilo de su oficio, fue llamada y se vio obligada a interrumpir el mismo versículo, hasta que terminado finalmente el negocio por el cual tan presto había dejado su oración, al reanudar el oficio encontró el versículo, tantas veces dejado por obediencia y con tanta frecuencia
comenzado de nuevo por devoción, escrito en hermosas letras de oro, las cuales, según juró haberlo visto su devota compañera Vannocia, trazó el Ángel de la Guarda de la santa, a la que después se lo reveló San Pablo.

¡Qué suavidad, Teótimo, la de este Esposo celestial con esta su dulce y fiel amante! Ves, pues, como las ocupaciones necesarias de cada uno, según su vocación no disminuyen, en manera alguna, el amor divino, sino que, por el contrario, lo acrecientan y, por decirlo así tiñen de oro las obras de devoción. El ruiseñor no menos gusta de su melodía cuando canta, que en sus pausas; los corazones devotos no gustan menos del amor cuando, por necesidad, se distraen en las ocupaciones exteriores, que cuando están en oración: su silencio, su voz, su contemplación, sus ocupaciones y su reposo, cantan igualmente en ellos el himno de su amor.




VI Que es menester aprovechar todas las ocasiones que se ofrezcan en la práctica del divino amor




En los pequeños y sencillos ejercicios de devoción, la caridad se practica, no sólo con más frecuencia, sino también con más humildad, y, por lo tanto, más útil y santamente.

El condescender con el humor de los demás, el soportar las acciones y las maneras ásperas y enojosas del prójimo, las victorias sobre nuestro propio carácter y sobre nuestras pasiones, la renuncia a nuestras pequeñas inclinaciones, el esfuerzo contra las aversiones y las repugnancias, el franco y suave reconocimiento de nuestras imperfecciones, el trabajo continuo que nos tomamos para conservar nuestras almas en igualdad, el amor a nuestro abatimiento, la benigna y amable acogida que dispensamos al desprecio y a la crítica que se hace de nuestra condición, de nuestra vida, de nuestra conversación, de nuestras acciones...,
todo esto, Teótimo, es, para nuestras almas, más provechoso de lo que pudiéramos pensar, con tal que lo dirija el amor celestial.

471 Sal., XVII, 26.



VII Del cuidado que hemos de tener en hacer con gran perfección nuestras acciones




Si una obra es, de suyo buena, pero no está adornada de la caridad, si la intención no es piadosa, no será recibida entre las buenas obras. Si yo ayuno, pero con el intento de ahorrar, mi ayuno no es de buen género; si ayuno por templanza, pero tengo en el alma algún pecado mortal, falta a esta obra la caridad, que da el peso a todo lo que hacemos; si lo hago por motivos de convivencia y para acomodarme a mis compañeros, esta obra no lleva el cuño de una aprobada intención. Pero si ayuno por templanza y estoy en gracia de Dios, y tengo la intención de agradar a su Divina Majestad por esta templanza, la obra será buena y propia para acrecentar en mí el tesoro de la caridad.

Es hacer las acciones pequeñas de una manera muy excelente, el hacerlas con mucha pureza de intención y con una gran voluntad de agradar a Dios; entonces nos santifican extraordinariamente. Hay almas que hacen muchas obras buenas y crecen poco en caridad, porque o las hacen fría y flojamente o por instinto e inclinación natural, más que por inspiración de Dios o por fervor celestial; y, al contrario, hay otras que trabajan menos, pero con una voluntad y una intención tan santas, que hacen enormes progresos en el amor: han recibido pocos talentos, pero los administran con tanta fidelidad, que el Señor se lo recompensa
largamente.




VIII Manera general de aplicar nuestras obras al servicio de Dios




Todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo 472. Ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios 473. He aquí las palabras del Apóstol divino, las cuales como dice el gran Santo Tomás al explicarlas, se practican suficientemente cuando poseemos el hábito de la caridad, por el cual, aunque no tengamos una explícita y atenta intención de hacer cada obra por Dios, esta intención está contenida implícitamente en la unión y comunicación que tenemos con Dios, por la cual todo cuanto podamos hacer de bueno está dedicado, juntamente con
nosotros mismos, a su divina bondad.

No es necesario que un hijo, que está en la casa y bajo la potestad de su padre, declare que todo cuanto adquiere es adquirido por éste, pues, perteneciéndole su persona, también le pertenece lo que depende de él. Basta, pues, que seamos hijos de Dios por el amor, para que todo cuanto hacemos vaya aderezado a su gloria.

¡Qué excelentes son los actos de las virtudes, cuando el divino amor les imprime su sagrado movimiento, es decir, cuando se hacen por motivos de amor! Mas esto se hace de diferentes maneras.

El motivo de la divina caridad ejerce un influjo de particular perfección sobre los actos virtuosos de los que están especialmente consagrados a Dios, con el fin de servirle para siempre. Tales son los obispos y los sacerdotes, que, por la consagración sacramental y el carácter espiritual, que no puede ser borrado, se ofrecen, como siervos estigmatizados y marcados, al servicio perpetuo de Dios. Tales los religiosos que por sus votos, o solemnes o simples, se inmolan a Dios en calidad de hostias vivas y razonables 474.

Tales son todos los que forman parte de las asociaciones piadosas, dedicadas para siempre a la gloria divina. Tales los que, a propósito, hacen profundas y firmes resoluciones de seguir la voluntad de Dios, haciendo, con este fin, retiros de algunos días, para excitar sus almas, con diversas prácticas espirituales, a la entera reforma de su vida; método santo, familiar a los antiguos cristianos, pero después casi del todo en desuso, hasta que el gran siervo de Dios, Ignacio de Loyola, volvió aponerlo en boga, en tiempo de nuestros padres.


Sé que algunos no creen que esta consagración tan general de nosotros mismos extienda su virtud y deje sentir su influencia sobre todos los actos que después practicamos, en particular, el motivo del amor de Dios. Pero, a pesar de ello, todos reconocen, con San Buenaventura, tan alabado por todos en esta materia, que si yo he resuelto, en mi corazón dar cien escudos por Dios, aunque después distribuya esta suma a mi antojo, con el ánimo distraído y sin atención, no por ello dejará de hacerse toda la distribución por amor, pues procede de la primera resolución que el amor divino me ha hecho hacer de dar esta suma.


Dime ahora, Teótimo: ¿Qué diferencia hay entre el que ofrece a Dios cien escudos y el que le ofrece todas sus acciones? Ciertamente, no hay ninguna, sino que el uno ofrece una suma de dinero y el otro una suma de actos. ¿Por qué, pues, no hay que creer que tanto el uno como el otro, al hacer la distribución de las partes de sus sumas, obran en virtud de sus primeros propósitos y de sus fundamentales resoluciones? Y si el uno, al distribuir sus escudos sin atención, no deja de gozar del influjo del primer designio, ¿por qué el otro, al distribuir sus acciones, no hade gozar del fruto de su primera intención? El que, de intento, se ha hecho esclavo de la divina bondad, le ha consagrado, por lo mismo, todas sus acciones.

Acerca de esta verdad, debería cada uno, una vez en la vida, hacer unos buenos ejercicios, para purgar su alma de todo pecado y tomar una íntima y sólida resolución de vivir enteramente para Dios, según lo enseñamos en la primera parte de la Introducción a la vida devota después, a lo menos una vez al año, debería también hacer un examen de su conciencia y renovar la resolución primera, indicada en la parte quinta de dicho libro, a la cual te remito en lo que atañe a este punto.

472 Col., III, 17.

473 I Cor.,X, 31.

Rom., XII, 1. 474




IX De algunos otros medios para aplicar más particularmente nuestras obras al amor de Dios





Cuando nuestras intenciones están puestas en el amor de Dios, ya sea que proyectemos alguna buena obra, ya que nos lancemos por el camino de alguna vocación, todas las acciones que de ello se siguen reciben su valor y adquieren su nobleza del amor del cual traen su origen; porque ¿quién no ve que las acciones propias de mi vocación, o necesarias para la realización de mis planes, dependen de la primera elección y resolución que hice?

Pero, Teótimo, no nos hemos de detener aquí; al contrario, para adelantar mucho en la devoción, es menester, no sólo consagrar nuestra vida y todas nuestras acciones a Dios al comienzo de nuestra conversión, y después todos los años, sino también ofrecérselas todos los días, mediante el ejercicio de la mañana, que enseñamos a Filotea 475; porque, en esta renovación cotidiana de nuestra oblación, derramamos sobre nuestras acciones el vigor y la virtud del amor, por la aplicación de nuestro corazón a la gloria divina, con lo cual se santifica cada día más.

Además de esto, consagramos, cien y cien veces al día, nuestra vida al amor divino, por la práctica de las oraciones jaculatorias, las aspiraciones del corazón de Dios y los retiros espirituales; porque estos santos ejercicios lanzan y arrojan continuamente nuestros espíritus en Dios, y arrastran consigo todas nuestras acciones. ¿Y cómo es posible admitir que no hace todas sus acciones en Dios y por Dios el alma que, en todo momento, se sumerge en la divina bondad y suspira, sin cesar, palabras de amor, para tener siempre su corazón en el seno del Padre celestial?


El alma que dice: Señor, vuestro soy 476; Mi Amado es para mí y yo soy de mi Amado 477; Dios mío y mi todo; oh Jesús, Vos sois mi vida. ¡Ah! ¿Quién me hará la gracia de que muera a mí mismo, para no vivir sino en Vos?

¡Oh amar! ¡Oh morir a sí mismo! ¡Oh el vivir en Dios! ¡Oh el estar en Dios! ¡Oh Dios mío! lo que no es Vos, es nada para mí. El alma que dice esto —repito— ¿no consagra continuamente sus acciones al celestial Esposo? ¡Oh qué dichosa es el alma que se ha despojado una vez totalmente y ha hecho de sí misma la perfecta resignación en manos de Dios, de que hemos hablado más arriba porque, después, le basta un pequeño suspiro y una mirada dirigida a Dios, para renovar y confirmar su despojo, su resignación y su oblación, con la protesta de que no quiere nada que no sea Dios y para Dios, y de que no se ama a sí misma y cosa alguna del mundo, sino en Dios y por amor de Dios.

Ahora bien, este ejercicio de continuas aspiraciones es muy a propósito para aplicar todas nuestras obras al amor, pero principalmente es suficientísimo para las acciones pequeñas y ordinarias de nuestra vida, porque, en cuanto a las obras importantes y de trascendencia, es conveniente, para sacar de ellas un notable provecho, emplear el siguiente método, tal como ya lo insinué antes.

Levantemos en estas circunstancias nuestros corazones y nuestros espíritus a Dios; ahondemos en nuestras consideraciones y llevemos nuestro pensamiento hasta la santa y gloriosa eternidad; veamos cómo, ya desde ella, la divina Bondad nos amaba tiernamente y destinaba, para nuestra salvación, todos los medios adecuados a nuestro provecho espiritual y, particularmente, el auxilio para hacer el bien que se nos ofreciese, y para soportar los males que nos sobreviniesen.

Hecho esto, desplegando, por así decirlo, y levantando los brazos de nuestro consentimiento, abracemos con gran cariño, ardor y afecto, ya sea el bien que debemos hacer, ya los males que tengamos que sufrir considerando que así lo ha querido Dios, desde la eternidad, para que le agrademos y nos sujetemos a su providencia.

475 Introducción a la Vida Devota.





X Exhortación al sacrificio que hemos de hacer a Dios de nuestro libre albedrío





Añado el sacrificio del gran patriarca Abraham, como una viva imagen del amor más fuerte y leal que se puede imaginar en criatura alguna.

Sacrificó, ciertamente, sus más vivos afectos, cuando al oír la voz de Dios, que le decía: Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, y ven a la tierra que te mostraré 478, salió al punto y se puso enseguida en camino, sin saber a dónde iría 479. El dulce amor a la patria, la suavidad del trato de sus familiares, las delicias de la casa paterna no le arredraron; partió audaz y animosamente hacia donde Dios se complacía en conducirle. ¡Qué abnegación, oh Teótimo! ¡Qué renunciamiento! No es posible amar perfectamente a Dios, si no se arrancan los afectos a las cosas perecederas.

Mas esto no es nada, en comparación de lo que hizo después, cuando Dios, llamándole por dos veces y habiendo visto su presteza en responderle dijo: Toma a Isaac, tu hijo único, al cual amas, y ve a la tierra de visión, donde le ofrecerás en holocausto sobre uno de los montes, que te mostraré 480. Porque, he aquí que este gran hombre, partiendo al instante con su tan amado y tan amable hijo, hace tres días de amino, llega al pie de la montaña, deja allí sus criados y el jumento, carga sobre su hijo la leña para el holocausto, mientras lleva el fuego y el cuchillo; y, según va subiendo, le dice su hijo: Padre mío. Y él responde: ¿Qué quieres, hijo? Veo —dice— el fuego y la leña; ¿dónde está la víctima del holocausto? A lo que responde Abrahán; Hijo mío, Dios sabrá proveerse de víctima para el holocausto.
Y llegan al monte destinado, donde enseguida Abraham construye un altar, acomoda encima la leña, y, habiendo atado a Isaac, lo pone sobre el montón de leña, extiende su mano derecha, y toma y saca el cuchillo, levanta el brazo, y cuando va a descargar el golpe, para inmolar al hijo, el ángel del Señor le grita desde el cielo. ¡Abraham! ¡Abraham! Heme aquí responde. No extiendas tu mano sobre el muchacho —prosigue el ángel—, basta ya; ahora conozco que temes a Dios, pues no has perdonado a tu hijo único por amor a Él. Al oír esto, desata Abraham a Isaac, toma un carnero, enredado por las astas en un zarzal, y lo ofrece en holocausto, en lugar de su hijo.

Teótimo, el que mira a la mujer de su prójimo, para desearla, ha cometido ya el adulterio en su corazón 481; y el que ata a su hijo para inmolarlo, lo ha sacrificado ya en su interior. ¡Ah! ¡Qué holocausto más grande hizo este varón santo en su corazón! ¡Sacrificio incomparable! Sacrificio que no se puede apreciar ni alabar bastante. ¡Ah Señor! ¿Quién podrá discernir cuál es el mayor de estos dos amores, el de Abraham, que, para agradar a Dios, inmola a este hijo tan amable, o el del hijo, que, también para agradar a Dios, quiere ser inmolado, y, para esto se deja atar, tender sobre la leña y, como un manso corderito, aguarda apaciblemente el golpe de muerte de la mano querida de su buen padre?

En cuanto a mí, prefiero al padre con su longanimidad, pero me atrevo también a otorgar el premio a la magnanimidad del hijo. Porque, por una parte, es una verdadera maravilla, pero no tan grande, el ver cómo Abraham, ya viejo, consumado en la ciencia de amar a Dios, fortalecido por la reciente visión y por la palabra divina, haga este postrero esfuerzo de lealtad y de amor por un Señor al cual había oído tantas veces y cuya suavidad y providencia había saboreado. Mas ver cómo Isaac, en la primavera de la vida, todavía aprendiz y novicio en el arte de amar a Dios, se ofrece, ante la sola palabra de su padre, al cuchillo y al fuego, para ser un holocausto de obediencia a la divina voluntad, es cosa que sobrepuja toda admiraciónn.

 
Con todo, por otra parte, ¿no ves, Teótimo, como Abraham, durante más de tres días, vuelve y resuelve en su ánimo la amarga idea y la resolución de este áspero sacrificio? ¿No sientes compasión de este corazón paternal, cuando, mientras sube sólo con su hijo, éste, más sencillo que una paloma, le pregunta: Padre, ¿dónde está la víctima? y que él responde: ¡Dios proveerá, hijo mío!

¿Acaso no crees que la dulzura del hijo, llevando a cuestas la leña y disponiéndola sobre el altar, no derritió de ternura las entrañas del padre? ¡OH corazón que los ángeles admiran y Dios magnifica! ¡OH Señor Jesús! ¿Cuándo será que, después de haberos sacrificado todo cuanto tenemos, os inmolaremos todo cuanto somos? ¿Cuándo os ofreceremos en holocausto nuestro libre albedrío, único hijo de nuestro espíritu? ¿Cuándo será que lo ataremos y lo tenderemos sobre la pira de vuestra cruz, de vuestras espinas, de vuestra lanza, para que, como una ovejuela, sea víctima agradable a vuestro beneplácito, para morir y arder bajo gla espada y en el fuego de vuestro santo amor?

Nunca nuestro albedrío es tan libre como cuando es esclavo de la voluntad de Dios, y nunca es tan esclavo, como cuando sirve a nuestra propia voluntad; nunca tiene tanta vida, como cuando muere a sí mismo, y nunca está tan muerto como cuando vive para sí.



Tenemos libertad para obrar bien u obrar mal; pero escoger el mal no es usar, sino abusar de la libertad. Renunciemos a esta desdichada libertad y sujetemos, para siempre, nuestro libre albedrío al amor celestial; hagámonos esclavos del amor, cuyos siervos son más felices que los reyes. Y si alguna vez quiere nuestra alma emplear su libertad contra nuestras resoluciones de servir a Dios eternamente y sin reservas, entonces sacrifiquemos este libre albedrío y hagámoslo morir a sí mismo, para que viva en Dios.


476 Sal.,CXVIII,94.

477 Cant.,11,16.

478 Gen., XII, 1.

479 Hebr.,XI,8.

480 Gén.,XXII, l,2,y sig.

481 Mt., V, 28.




XI De los motivos que tenemos para el santo amor




San Buenaventura, el padre Luís de Granada, el padre Luís de León, fray Diego de Estelia, han discurrido suficientemente sobre esta materia, por lo que me limitaré a llamar la atención sobre los puntos que ya he tocado en este tratado.

La divina bondad, considerada en sí misma, no es sólo el motivo principal entre todos, sino también el más noble y el más poderoso, porque es éste el que arrebata a los bienaventurados y les colma de felicidad. ¿Cómo es posible tener corazón y no amar una tan infinita bondad?

El segundo motivo es el de la providencia natural de Dios para con nosotros, el de la creación y el de la conservación.

El tercer motivo es el de la providencia sobrenatural de Dios y el de la redención.

El cuarto motivo es la consideración de la manera como practica Dios esta providencia y esta redención, procurando a cada uno todas las gracias y todos los auxilios necesarios para la salvación.

El quinto motivo es la gloria eterna, a la cual nos ha destinado la divina bondad, que es el colmo de los beneficios de Dios para con nosotros.





XII Método muy útil para servirse de estos motivos





Para sacar de estos motivos un profundo y poderoso ardor de dilección, es menester:

1. Que, después de haber considerado cada uno de ellos, en general, lo apliquemos a nosotros mismos, en particular. Me amó, es decir, me amó a mí; a mí tal cual soy, y se entregó a la pasión por mi! 482
 
2.Hemos de considerar los beneficios divinos en su origen primero y eterno. Dios, desde toda la eternidad, pensaba en mí, con pensamientos de bendición 483. Meditaba, señalaba, o mejor dicho, determinaba la hora de mi nacimiento, de mi bautismo, de todas las inspiraciones que me había de enviar, en una palabra, de todos los beneficios que me había de hacer y de ofrecer. ¿Se puede dar una dulzura semejante a esta dulzura?

3. También hay que considerar los beneficios divinos en su fuente meritoria. Porque ¿no sabes, Teótimo, que el sumo sacerdote de la ley llevaba sobre sus espaldas y sobre su pecho los nombres de los hijos de Israel, es decir, unas piedras preciosas, en las cuales los nombres de los jefes de Israel estaban grabados? Mira, pues, a Jesús nuestro gran Obispo contémplale en el primer instante de su concepción y considera que ya entonces nos llevaba sobre sus espaldas, aceptando la carga de rescatarnos con su muerte y muerte en cruz ¡Ah, Teótimo, Teótimo! el alma de este Salvador nos conocía a todos por el nombre y apellido; pero, sobre todo, el día de su pasión, cuando ofrecía sus lágrimas, sus oraciones, su sangre y su vida por nosotros, lanzaba, en particular, por ti estos pensamientos de amor: Padre eterno, tomo a mi cuenta, y cargo con todos los pecados del pobre Teótimo, hasta sufrir los tormentos y la muerte, para que quede libre de ellos y, en lugar de perecer, viva; muera Yo con tal que él viva; sea Yo crucificado, con tal que él sea glorificado. ¡Oh amor soberano del corazón de Jesús! ¡Qué corazón te bendecirá jamás con la devoción debida!


De esta manera, dentro de su pecho maternal, su divino corazón preveía, disponía, merecía e impetraba todos los beneficios que poseemos, no sólo para todos, en general, sino también para cada uno en particular, y sus pechos, llenos de dulzura, nos preparaban la leche de sus inspiraciones, de sus movimientos y de sus suavidades, por las cuales atrae, conduce y alimenta nuestros corazones para la vida eterna. Los beneficios no nos enfervorizan, si no miramos la voluntad eterna que los dispone para nosotros, y el corazón del Salvador que nos lo ha merecido con tantas penas y, sobre todo, con su pasión y muerte.

482 Gal., II, 20.

Jer.,XXIX, 11. 483





XIII Que la palabra «Calvario» es la verdadera escuela de amor





Finalmente, para concluir, la muerte y la pasión de nuestro Señor es el motivo más dulce y el más fuerte que puede mover nuestros corazones en esta vida mortal, y en la gloria celestial, después del motivo de la bondad divina conocida y considerada en sí misma, el de la muerte del Salvador será el más poderoso para arrebatar a los espíritus bienaventurados en el amor de Dios, en prueba de lo cual, en la Transfiguración, que no era más que una muestra de la gloria, hablaban con nuestro Señor del exceso que había de realizar en Jerusalén. Mas ¿de qué exceso, sino del exceso de amor, por el cual la vida fue arrebatada al Amante
para ser dada al amado?

El monte Calvario, es el monte de los amantes. Todo amor que no se origina en la pasión del Salvador es frívolo y peligroso. Desgraciada es la muerte sin el amor del Salvador. El amor y la muerte están de tal manera entrelazados en la pasión del Salvador, que es imposible tener uno de ellos en el corazón sin el otro.

En el Calvario no puede haber vida sin amor, ni amor sin la muerte del Redentor. Fuera de allí todo es, o muerte eterna o amor eterno, y toda la sabiduría cristiana consiste en saber escoger bien. ¡OH amor eterno! mi alma te requiere y te escoge eternamente. Ven, Espíritu Santo, e inflama nuestros corazones en tu amor. O amar o morir; o morir o amar. Morir a todo otro amor, para vivir tan sólo al de Jesús, a fin de que no muramos eternamente, sino que, viviendo en tu amor eterno, oh Salvador de nuestras almas, cantemos eternamente: ¡Viva Jesús. Yo amo a Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Que estas cosas, Teótimo, que han sido escritas para tu caridad, con la gracia y el favor de la caridad, arraiguen de tal manera en tu corazón, que esta caridad encuentre en ti el fruto de las santas obras; no tan sólo las hojas de las alabanzas. ¡Bendito sea Dios!








FIN







Ave María Purísima.

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