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Tratado del
Amor de Dios
LIBRO DUODECIMO
Que contiene algunos avisos para el progreso en el santo amor
I Que el progreso en el amor santo no depende de la natural complexión
Un gran religioso de nuestros tiempos ha escrito que
la disposición natural sirve mucho para el amor contemplativo, y que las
personas afectuosas por complexión son más propensas a él. Creo, con todo, que
no quiere decir que el amor sagrado se distribuya a los hombres y a los ángeles
como consecuencia, y menos aún en virtud, de las condiciones naturales, ni
tampoco que la distribución del amor divino se haga a los hombres por sus
cualidades y habilidades de orden natural; porque esto sería desmentir la
Escritura y equivaldría a contradecir la decisión de la Iglesia por la que los
pelagianos fueron declarados herejes.
Dos personas, una de las cuales es
amable y dulce y la otra desabrida y desapacible por su natural condición, pero
cuya caridad es igual, amarán igualmente a Dios, pero no de una manera
semejante. El corazón naturalmente dulce amará con más facilidad, más amable y
dulcemente, pero no con tanta solidez ni perfección, y el amor nacido entre las
espinas y las repugnancias de un natural áspero y seco, será más fuerte y más
glorioso, como el otro será más delicioso y gracioso.
Importa, pues poco
la disposición natural para amar, cuando se trata de un amor sobrenatural y por
cuya virtud sólo obramos sobrenaturalmente. Una sola cosa, Teótimo, diría de
buena gana a los hombres: ¡Oh mortales! si tenéis el corazón propenso al amor,
¿por qué no pretendéis el amor celestial y divino? Pero, si sois duros y amargos
de corazón, ya que, pobrecitos de vosotros, estáis privados del amor natural,
¿por qué no aspiráis al amor sobrenatural, que os será
generosamente concedido por Aquel que tan santamente os llama a que le améis?
II Que es menester un deseo continuo de amor
Teótimo, el saber si amamos a Dios sobre todas las cosas no está en
nuestra potestad, si el mismo Dios no nos lo revela; pero podemos saber muy bien
si deseamos amarle; y cuando sentimos en nosotros el deseo del amor sagrado,
sabemos que comenzamos a amar.
El deseo de amar y el amor dependen de la
misma voluntad; por lo cual, en seguida que hemos formado el deseo de amar,
comenzamos ya a tener amor; y, según este deseo va creciendo, va aumentando
también el amor. Quien desee ardientemente el amor, pronto amará con ardor.
¿Quién nos concederá la gracia, oh Dios mío de que nos abrasemos en este deseo,
que es el deseo de los pobres y la preparación de su corazón, que Dios escucha
con agrado? 468. El que no está seguro de que ama a Dios
es pobre, y, si desea amarle, es mendigo, pero mendigo con aquella feliz
mendicidad de la cual dijo el Salvador: Bienaventurados los mendigos de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos
469.
El que desea de verdad el amor, de verdad lo busca; el que
de verdad lo busca, lo encuentra; el que lo encuentra, ha encontrado la fuente
de vida, de la cual sacará la salud del Señor 470. Clamemos, oh Teótimo, noche y
día: Ven, oh Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en
ellos el fuego de tu amor. ¡Oh amor celestial! ¿Cuándo llenarás colmadamente
nuestra alma?
III Que para tener el deseo del amor
sagrado es menester cercenar los deseos terrenales
Si el corazón que pretende el amor divino está muy hundido en los negocios
terrenos y temporales, florecerá tarde y con dificultad; pero, si está en este
mundo únicamente en la medida que su condición requiere, pronto lo veréis
florecer en amor y derramar su agradable fragancia.
Por esto los santos
se retiraron a las soledades, para que desprendidos de los cuidados del mundo
pudiesen consagrarse más ardientemente al celestial amor.
Las almas que
desean amar de verdad a Dios, cierran su entendimiento a los discursos de las
cosas mundanas, para emplearlo más ardientemente en la meditación de las cosas
divinas, y concentran siempre todas sus pretensiones en la única intención que
tienen de amar solamente a Dios. El que desea el divino amor, debe conservar
cuidadosamente para él sus ocios, su espíritu y sus afectos.
IV Que las legítimas ocupaciones no impiden en
manera alguna, la práctica del divino amor
La
curiosidad, la ambición, la inquietud, juntamente con la inadvertencia y la
irreflexión acerca del fin por el cual estamos en este mundo, son causa de que
tengamos mil veces más dificultades que negocios, más agitación que trabajo, más
tarea que cosas que hacer. Y son estos embarazos, es decir, estas nonadas y
estas vanas y superfluas ocupaciones, de las cuales nos cargamos, las que nos
desvían del amor de Dios, y no son los verdaderos y legítimos ejercicios de
nuestra vocación.
San Bernardo no perdía nada del progreso que deseaba
hacer en este santo amor, aunque estuviese en las cortes y en los ejércitos de
los grandes príncipes, ocupado en reducir los negocios de estado al servicio de
la gloria de Dios; cambiaba de lugar, pero no cambiaba de corazón, ni su corazón
de amor, ni su amor de objeto; y, para emplear su propio lenguaje, estos cambios
se producían en torno de él, mas no en él; pues, aunque sus ocupaciones eran muy
variadas, permanecía indiferente a todas ellas, y no recibía el color de los
negocios y de las conversaciones, como el camaleón el de los lugares donde está,
sino que se conservaba
siempre unido a Dios, siempre blanco en pureza,
siempre encarnado de caridad y siempre lleno de humildad.
Cuando la
peste afligió a los milaneses, San Carlos no tuvo reparo en frecuentar las casas
y en tocar a los apestados; pero les visitaba y tocaba únicamente en la medida
que exigía el servicio divino, y de ninguna manera se puso en peligro, sin
verdadera necesidad, por temor de cometer el pecado de tentar a Dios. Así, no
fue atacado de mal alguno, y la divina Providencia conservó al que había tenido
en ella una confianza tan pura, sin mezcla de temor ni de temeridad. Dios tiene
también cuidado de los que acuden a la corte, a palacio y van a la guerra para
cumplir con su deber; por lo que, en este punto, ni hay que ser tan tímido, que
se dejen los lícitos y justos negocios por no ir a estos lugares, ni tan
temerarios y presuntuosos, que se acuda y permanezca en ellos, si no lo exigen
expresamente el deber y los quehaceres.
V
Ejemplo muy simpático acerca de este tema
Dios
es inocente con el inocente 471, bueno con el bueno, amable con el amable,
tierno con los tiernos, y su amor le lleva, a veces, a hacer ciertos mimos,
nacidos de una santa y sagrada dulzura, a las almas que, con amorosa pureza y
simplicidad se hacen como niños en su presencia.
Un día, Santa Francisca
rezaba el oficio de Nuestra Señora, y como suele acontecer ordinariamente, que,
aunque no haya en todo el día más que un negocio que despachar, es en tiempo de
oración cuando vienen las prisas, esta santa mujer fue llamada de parte de su
marido para un servicio de orden doméstico, y, cuatro veces, cuando pensaba
tomar de nuevo el hilo de su oficio, fue llamada y se vio obligada a interrumpir
el mismo versículo, hasta que terminado finalmente el negocio por el cual tan
presto había dejado su oración, al reanudar el oficio encontró el versículo,
tantas veces dejado por obediencia y con tanta frecuencia
comenzado de nuevo por devoción, escrito en hermosas letras de oro, las
cuales, según juró haberlo visto su devota compañera Vannocia, trazó el Ángel de
la Guarda de la santa, a la que después se lo reveló San Pablo.
¡Qué suavidad, Teótimo, la de este Esposo celestial con esta su dulce y fiel
amante! Ves, pues, como las ocupaciones necesarias de cada uno, según su
vocación no disminuyen, en manera alguna, el amor divino, sino que, por el
contrario, lo acrecientan y, por decirlo así tiñen de oro las obras de devoción.
El ruiseñor no menos gusta de su melodía cuando canta, que en sus pausas; los
corazones devotos no gustan menos del amor cuando, por necesidad, se distraen en
las ocupaciones exteriores, que cuando están en oración: su silencio, su voz, su
contemplación, sus ocupaciones y su reposo, cantan igualmente en ellos el himno
de su amor.
VI Que es menester aprovechar todas las
ocasiones que se ofrezcan en la práctica del divino amor
En los pequeños y sencillos ejercicios de devoción, la caridad se practica, no
sólo con más frecuencia, sino también con más humildad, y, por lo tanto, más
útil y santamente.
El condescender con el humor de los demás, el
soportar las acciones y las maneras ásperas y enojosas del prójimo, las
victorias sobre nuestro propio carácter y sobre nuestras pasiones, la renuncia a
nuestras pequeñas inclinaciones, el esfuerzo contra las aversiones y las
repugnancias, el franco y suave reconocimiento de nuestras imperfecciones, el
trabajo continuo que nos tomamos para conservar nuestras almas en igualdad, el
amor a nuestro abatimiento, la benigna y amable acogida que dispensamos al
desprecio y a la crítica que se hace de nuestra condición, de nuestra vida, de
nuestra conversación, de nuestras acciones...,
todo esto, Teótimo, es, para
nuestras almas, más provechoso de lo que pudiéramos pensar, con tal que lo
dirija el amor celestial.
471 Sal., XVII, 26.
VII Del cuidado que hemos de tener en hacer con gran perfección nuestras
acciones
Si una obra es, de suyo buena, pero no
está adornada de la caridad, si la intención no es piadosa, no será recibida
entre las buenas obras. Si yo ayuno, pero con el intento de ahorrar, mi ayuno no
es de buen género; si ayuno por templanza, pero tengo en el alma algún pecado
mortal, falta a esta obra la caridad, que da el peso a todo lo que hacemos; si
lo hago por motivos de convivencia y para acomodarme a mis compañeros, esta obra
no lleva el cuño de una aprobada intención. Pero si ayuno por templanza y estoy
en gracia de Dios, y tengo la intención de agradar a su Divina Majestad por esta
templanza, la obra será buena y propia para acrecentar en mí el tesoro de la
caridad.
Es hacer las acciones pequeñas de una manera muy excelente, el
hacerlas con mucha pureza de intención y con una gran voluntad de agradar a
Dios; entonces nos santifican extraordinariamente. Hay almas que hacen muchas
obras buenas y crecen poco en caridad, porque o las hacen fría y flojamente o
por instinto e inclinación natural, más que por inspiración de Dios o por fervor
celestial; y, al contrario, hay otras que trabajan menos, pero con una voluntad
y una intención tan santas, que hacen enormes progresos en el amor: han recibido
pocos talentos, pero los administran con tanta fidelidad, que el Señor se lo
recompensa
largamente.
VIII Manera general de aplicar nuestras obras al servicio de Dios
Todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de Nuestro
Señor Jesucristo 472. Ora comáis, ora bebáis, o hagáis
cualquiera otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios 473.
He aquí las palabras del Apóstol divino, las cuales como dice el gran Santo
Tomás al explicarlas, se practican suficientemente cuando poseemos el hábito de
la caridad, por el cual, aunque no tengamos una explícita y atenta intención de
hacer cada obra por Dios, esta intención está contenida implícitamente en la
unión y comunicación que tenemos con Dios, por la cual todo cuanto podamos hacer
de bueno está dedicado, juntamente con
nosotros mismos, a su divina bondad.
No es necesario que un hijo, que está en la casa y bajo la potestad de su padre,
declare que todo cuanto adquiere es adquirido por éste, pues, perteneciéndole su
persona, también le pertenece lo que depende de él. Basta, pues, que seamos
hijos de Dios por el amor, para que todo cuanto hacemos vaya aderezado a su
gloria.
¡Qué excelentes son los actos de las virtudes, cuando el divino
amor les imprime su sagrado movimiento, es decir, cuando se hacen por motivos de
amor! Mas esto se hace de diferentes maneras.
El motivo de la divina
caridad ejerce un influjo de particular perfección sobre los actos virtuosos de
los que están especialmente consagrados a Dios, con el fin de servirle para
siempre. Tales son los obispos y los sacerdotes, que, por la consagración
sacramental y el carácter espiritual, que no puede ser borrado, se ofrecen, como
siervos estigmatizados y marcados, al servicio perpetuo de Dios. Tales los
religiosos que por sus votos, o solemnes o simples, se inmolan a Dios en calidad
de hostias vivas y razonables 474.
Tales son
todos los que forman parte de las asociaciones piadosas, dedicadas para siempre
a la gloria divina. Tales los que, a propósito, hacen profundas y firmes
resoluciones de seguir la voluntad de Dios, haciendo, con este fin, retiros de
algunos días, para excitar sus almas, con diversas prácticas espirituales, a la
entera reforma de su vida; método santo, familiar a los antiguos cristianos,
pero después casi del todo en desuso, hasta que el gran siervo de Dios, Ignacio
de Loyola, volvió aponerlo en boga, en tiempo de nuestros padres.
Sé
que algunos no creen que esta consagración tan general de nosotros mismos
extienda su virtud y deje sentir su influencia sobre todos los actos que después
practicamos, en particular, el motivo del amor de Dios. Pero, a pesar de ello,
todos reconocen, con San Buenaventura, tan alabado por todos en esta materia,
que si yo he resuelto, en mi corazón dar cien escudos por Dios, aunque después
distribuya esta suma a mi antojo, con el ánimo distraído y sin atención, no por
ello dejará de hacerse toda la distribución por amor, pues procede de la primera
resolución que el amor divino me ha hecho hacer de dar esta suma.
Dime ahora, Teótimo: ¿Qué diferencia hay entre el que ofrece a Dios cien escudos
y el que le ofrece todas sus acciones? Ciertamente, no hay ninguna, sino que el
uno ofrece una suma de dinero y el otro una suma de actos. ¿Por qué, pues, no
hay que creer que tanto el uno como el otro, al hacer la distribución de las
partes de sus sumas, obran en virtud de sus primeros propósitos y de sus
fundamentales resoluciones? Y si el uno, al distribuir sus escudos sin atención,
no deja de gozar del influjo del primer designio, ¿por qué el otro, al
distribuir sus acciones, no hade gozar del fruto de su primera intención? El
que, de intento, se ha hecho esclavo de la divina bondad, le ha consagrado, por
lo mismo, todas sus acciones.
Acerca de esta verdad, debería cada uno,
una vez en la vida, hacer unos buenos ejercicios, para purgar su alma de todo
pecado y tomar una íntima y sólida resolución de vivir enteramente para Dios,
según lo enseñamos en la primera parte de la Introducción a la vida devota
después, a lo menos una vez al año, debería también hacer un examen de su
conciencia y renovar la resolución primera, indicada en la parte quinta de dicho
libro, a la cual te remito en lo que atañe a este punto.
472 Col., III,
17.
473 I Cor.,X, 31.
Rom., XII, 1. 474
IX De algunos otros medios para aplicar más particularmente nuestras
obras al amor de Dios
Cuando nuestras
intenciones están puestas en el amor de Dios, ya sea que proyectemos alguna
buena obra, ya que nos lancemos por el camino de alguna vocación, todas las
acciones que de ello se siguen reciben su valor y adquieren su nobleza del amor
del cual traen su origen; porque ¿quién no ve que las acciones propias de mi
vocación, o necesarias para la realización de mis planes, dependen de la primera
elección y resolución que hice?
Pero, Teótimo, no nos hemos de detener
aquí; al contrario, para adelantar mucho en la devoción, es menester, no sólo
consagrar nuestra vida y todas nuestras acciones a Dios al comienzo de nuestra
conversión, y después todos los años, sino también ofrecérselas todos los días,
mediante el ejercicio de la mañana, que enseñamos a Filotea 475; porque, en esta
renovación cotidiana de nuestra oblación, derramamos sobre nuestras acciones el
vigor y la virtud del amor, por la aplicación de nuestro corazón a la gloria
divina, con lo cual se santifica cada día más.
Además de esto,
consagramos, cien y cien veces al día, nuestra vida al amor divino, por la
práctica de las oraciones jaculatorias, las aspiraciones del corazón de Dios y
los retiros espirituales; porque estos santos ejercicios lanzan y arrojan
continuamente nuestros espíritus en Dios, y arrastran consigo todas nuestras
acciones. ¿Y cómo es posible admitir que no hace todas sus acciones en Dios y
por Dios el alma que, en todo momento, se sumerge en la divina bondad y suspira,
sin cesar, palabras de amor, para tener siempre su corazón en el seno del Padre
celestial?
El alma que dice: Señor, vuestro soy 476; Mi Amado es para mí y yo soy de mi
Amado 477; Dios mío y mi todo; oh Jesús, Vos sois mi
vida. ¡Ah! ¿Quién me hará la gracia de que muera a mí mismo, para no vivir sino
en Vos?
¡Oh amar! ¡Oh morir a sí mismo! ¡Oh el vivir en Dios! ¡Oh el estar en Dios! ¡Oh
Dios mío! lo que no es Vos, es nada para mí. El alma que dice esto —repito— ¿no
consagra continuamente sus acciones al celestial Esposo? ¡Oh qué dichosa es el
alma que se ha despojado una vez totalmente y ha hecho de sí misma la perfecta
resignación en manos de Dios, de que hemos hablado más arriba porque, después,
le basta un pequeño suspiro y una mirada dirigida a Dios, para renovar y
confirmar su despojo, su resignación y su oblación, con la protesta de que no
quiere nada que no sea Dios y para Dios, y de que no se ama a sí misma y cosa
alguna del mundo, sino en Dios y por amor de Dios.
Ahora bien, este ejercicio de continuas aspiraciones es muy a propósito para
aplicar todas nuestras obras al amor, pero principalmente es suficientísimo para
las acciones pequeñas y ordinarias de nuestra vida, porque, en cuanto a las
obras importantes y de trascendencia, es conveniente, para sacar de ellas un
notable provecho, emplear el siguiente método, tal como ya lo insinué antes.
Levantemos en estas circunstancias nuestros corazones y nuestros espíritus a
Dios; ahondemos en nuestras consideraciones y llevemos nuestro pensamiento hasta
la santa y gloriosa eternidad; veamos cómo, ya desde ella, la divina Bondad nos
amaba tiernamente y destinaba, para nuestra salvación, todos los medios
adecuados a nuestro provecho espiritual y, particularmente, el auxilio para
hacer el bien que se nos ofreciese, y para soportar los males que nos
sobreviniesen.
Hecho esto, desplegando, por así decirlo, y levantando
los brazos de nuestro consentimiento, abracemos con gran cariño, ardor y afecto,
ya sea el bien que debemos hacer, ya los males que tengamos que sufrir
considerando que así lo ha querido Dios, desde la eternidad, para que le
agrademos y nos sujetemos a su providencia.
475 Introducción a la Vida Devota.
X
Exhortación al sacrificio que hemos de hacer a Dios de nuestro libre albedrío
Añado el sacrificio del gran patriarca Abraham, como una viva imagen del amor
más fuerte y leal que se puede imaginar en criatura alguna.
Sacrificó,
ciertamente, sus más vivos afectos, cuando al oír la voz de Dios, que le decía:
Sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, y ven a la tierra
que te mostraré 478, salió al punto y se puso enseguida
en camino, sin saber a dónde iría 479. El dulce amor a la
patria, la suavidad del trato de sus familiares, las delicias de la casa paterna
no le arredraron; partió audaz y animosamente hacia donde Dios se complacía en
conducirle. ¡Qué abnegación, oh Teótimo! ¡Qué renunciamiento! No es posible amar
perfectamente a Dios, si no se arrancan los afectos a las cosas perecederas.
Mas esto no es nada, en comparación de lo que hizo después, cuando Dios,
llamándole por dos veces y habiendo visto su presteza en responderle dijo: Toma
a Isaac, tu hijo único, al cual amas, y ve a la tierra de visión, donde le
ofrecerás en holocausto sobre uno de los montes, que te mostraré 480. Porque, he
aquí que este gran hombre, partiendo al instante con su tan amado y tan amable
hijo, hace tres días de amino, llega al pie de la montaña, deja allí sus criados
y el jumento, carga sobre su hijo la leña para el holocausto, mientras lleva el
fuego y el cuchillo; y, según va subiendo, le dice su hijo: Padre mío. Y él
responde: ¿Qué quieres, hijo? Veo —dice— el fuego y la leña; ¿dónde está la
víctima del holocausto? A lo que responde Abrahán; Hijo mío, Dios sabrá
proveerse de víctima para el holocausto.
Y llegan al monte destinado, donde
enseguida Abraham construye un altar, acomoda encima la leña, y, habiendo atado
a Isaac, lo pone sobre el montón de leña, extiende su mano derecha, y toma y
saca el cuchillo, levanta el brazo, y cuando va a descargar el golpe, para
inmolar al hijo, el ángel del Señor le grita desde el cielo. ¡Abraham! ¡Abraham!
Heme aquí responde. No extiendas tu mano sobre el muchacho —prosigue el ángel—,
basta ya; ahora conozco que temes a Dios, pues no has perdonado a tu hijo único
por amor a Él. Al oír esto, desata Abraham a Isaac, toma un carnero, enredado
por las astas en un zarzal, y lo ofrece en holocausto, en lugar de su hijo.
Teótimo, el que mira a la mujer de su prójimo, para desearla, ha cometido ya el
adulterio en su corazón 481; y el que ata a su hijo para
inmolarlo, lo ha sacrificado ya en su interior. ¡Ah! ¡Qué holocausto más grande
hizo este varón santo en su corazón! ¡Sacrificio incomparable! Sacrificio que no
se puede apreciar ni alabar bastante. ¡Ah Señor! ¿Quién podrá discernir cuál es
el mayor de estos dos amores, el de Abraham, que, para agradar a Dios, inmola a
este hijo tan amable, o el del hijo, que, también para agradar a Dios, quiere
ser inmolado, y, para esto se deja atar, tender sobre la leña y, como un manso
corderito, aguarda apaciblemente el golpe de muerte de la mano querida de su
buen padre?
En cuanto a mí, prefiero al padre con su longanimidad, pero
me atrevo también a otorgar el premio a la magnanimidad del hijo. Porque, por
una parte, es una verdadera maravilla, pero no tan grande, el ver cómo Abraham,
ya viejo, consumado en la ciencia de amar a Dios, fortalecido por la reciente
visión y por la palabra divina, haga este postrero esfuerzo de lealtad y de amor
por un Señor al cual había oído tantas veces y cuya suavidad y providencia había
saboreado. Mas ver cómo Isaac, en la primavera de la vida, todavía aprendiz y
novicio en el arte de amar a Dios, se ofrece, ante la sola palabra de su padre,
al cuchillo y al fuego, para ser un holocausto de obediencia a la divina
voluntad, es cosa que sobrepuja toda admiraciónn.
Con todo, por otra parte, ¿no ves, Teótimo, como Abraham, durante más de
tres días, vuelve y resuelve en su ánimo la amarga idea y la resolución de este
áspero sacrificio? ¿No sientes compasión de este corazón paternal, cuando,
mientras sube sólo con su hijo, éste, más sencillo que una paloma, le pregunta:
Padre, ¿dónde está la víctima? y que él responde: ¡Dios proveerá, hijo mío!
¿Acaso no crees que la dulzura del hijo, llevando a cuestas la leña y
disponiéndola sobre el altar, no derritió de ternura las entrañas del padre? ¡OH
corazón que los ángeles admiran y Dios magnifica! ¡OH Señor Jesús! ¿Cuándo será
que, después de haberos sacrificado todo cuanto tenemos, os inmolaremos todo
cuanto somos? ¿Cuándo os ofreceremos en holocausto nuestro libre albedrío, único
hijo de nuestro espíritu? ¿Cuándo será que lo ataremos y lo tenderemos sobre la
pira de vuestra cruz, de vuestras espinas, de vuestra lanza, para que, como una
ovejuela, sea víctima agradable a vuestro beneplácito, para morir y arder bajo
gla espada y en el fuego de vuestro santo amor?
Nunca nuestro albedrío es tan libre como cuando es
esclavo de la voluntad de Dios, y nunca es tan esclavo, como cuando sirve a
nuestra propia voluntad; nunca tiene tanta vida, como cuando muere a sí mismo, y
nunca está tan muerto como cuando vive para sí.
Tenemos
libertad para obrar bien u obrar mal; pero escoger el mal no es usar, sino
abusar de la libertad. Renunciemos a esta desdichada libertad y sujetemos, para
siempre, nuestro libre albedrío al amor celestial; hagámonos esclavos del amor,
cuyos siervos son más felices que los reyes. Y si alguna vez quiere nuestra alma
emplear su libertad contra nuestras resoluciones de servir a Dios eternamente y
sin reservas, entonces sacrifiquemos este libre albedrío y hagámoslo morir a sí
mismo, para que viva en Dios.
476 Sal.,CXVIII,94.
477 Cant.,11,16.
478 Gen., XII, 1.
479 Hebr.,XI,8.
480 Gén.,XXII, l,2,y sig.
481 Mt., V, 28.
XI De los motivos que tenemos para el santo amor
San Buenaventura, el padre Luís de Granada, el padre Luís de León, fray Diego de
Estelia, han discurrido suficientemente sobre esta materia, por lo que me
limitaré a llamar la atención sobre los puntos que ya he tocado en este tratado.
La divina bondad, considerada en sí misma, no es sólo el motivo principal entre
todos, sino también el más noble y el más poderoso, porque es éste el que
arrebata a los bienaventurados y les colma de felicidad. ¿Cómo es posible tener
corazón y no amar una tan infinita bondad?
El segundo motivo es el de la
providencia natural de Dios para con nosotros, el de la creación y el de la
conservación.
El tercer motivo es el de la providencia sobrenatural de
Dios y el de la redención.
El cuarto motivo es la consideración de la
manera como practica Dios esta providencia y esta redención, procurando a cada
uno todas las gracias y todos los auxilios necesarios para la salvación.
El quinto motivo es la gloria eterna, a la cual nos ha destinado la divina
bondad, que es el colmo de los beneficios de Dios para con nosotros.
XII Método muy útil para servirse de estos motivos
Para sacar de estos motivos un profundo y poderoso ardor de dilección, es
menester:
1. Que, después de haber considerado cada uno de ellos, en
general, lo apliquemos a nosotros mismos, en particular. Me amó, es decir, me
amó a mí; a mí tal cual soy, y se entregó a la pasión por mi! 482
2.Hemos de considerar los beneficios divinos en su origen
primero y eterno. Dios, desde toda la eternidad, pensaba en mí, con pensamientos
de bendición 483. Meditaba, señalaba, o mejor dicho,
determinaba la hora de mi nacimiento, de mi bautismo, de todas las inspiraciones
que me había de enviar, en una palabra, de todos los beneficios que me había de
hacer y de ofrecer. ¿Se puede dar una dulzura semejante a esta dulzura?
3. También hay que considerar los beneficios divinos en su fuente
meritoria. Porque ¿no sabes, Teótimo, que el sumo sacerdote de la ley llevaba
sobre sus espaldas y sobre su pecho los nombres de los hijos de Israel, es
decir, unas piedras preciosas, en las cuales los nombres de los jefes de Israel
estaban grabados? Mira, pues, a Jesús nuestro gran Obispo contémplale en el
primer instante de su concepción y considera que ya entonces nos llevaba sobre
sus espaldas, aceptando la carga de rescatarnos con su muerte y muerte en cruz
¡Ah, Teótimo, Teótimo! el alma de este Salvador nos conocía a todos por el
nombre y apellido; pero, sobre todo, el día de su pasión, cuando ofrecía sus
lágrimas, sus oraciones, su sangre y su vida por nosotros, lanzaba, en
particular, por ti estos pensamientos de amor: Padre eterno, tomo a mi cuenta, y
cargo con todos los pecados del pobre Teótimo, hasta sufrir los tormentos y la
muerte, para que quede libre de ellos y, en lugar de perecer, viva; muera Yo con
tal que él viva; sea Yo crucificado, con tal que él sea glorificado. ¡Oh amor
soberano del corazón de Jesús! ¡Qué corazón te bendecirá jamás con la devoción
debida!
De esta manera, dentro de su pecho maternal, su divino
corazón preveía, disponía, merecía e impetraba todos los beneficios que
poseemos, no sólo para todos, en general, sino también para cada uno en
particular, y sus pechos, llenos de dulzura, nos preparaban la leche de sus
inspiraciones, de sus movimientos y de sus suavidades, por las cuales atrae,
conduce y alimenta nuestros corazones para la vida eterna. Los beneficios no nos
enfervorizan, si no miramos la voluntad eterna que los dispone para nosotros, y
el corazón del Salvador que nos lo ha merecido con tantas penas y, sobre todo,
con su pasión y muerte.
482 Gal., II, 20.
Jer.,XXIX, 11. 483
XIII
Que la palabra «Calvario» es la verdadera escuela de amor
Finalmente, para concluir, la muerte y la pasión de nuestro Señor es
el motivo más dulce y el más fuerte que puede mover nuestros corazones en esta
vida mortal, y en la gloria celestial, después del motivo de la bondad divina
conocida y considerada en sí misma, el de la muerte del Salvador será el más
poderoso para arrebatar a los espíritus bienaventurados en el amor de Dios, en
prueba de lo cual, en la Transfiguración, que no era más que una muestra de la
gloria, hablaban con nuestro Señor del exceso que había de realizar en
Jerusalén. Mas ¿de qué exceso, sino del exceso de amor, por el cual la vida fue
arrebatada al Amante
para ser dada al amado?
El monte Calvario, es
el monte de los amantes. Todo amor que no se origina en la pasión del Salvador
es frívolo y peligroso. Desgraciada es la muerte sin el amor del Salvador. El
amor y la muerte están de tal manera entrelazados en la pasión del Salvador, que
es imposible tener uno de ellos en el corazón sin el otro.
En el Calvario no puede haber vida sin amor, ni amor sin la muerte del
Redentor. Fuera de allí todo es, o muerte eterna o amor eterno, y toda la
sabiduría cristiana consiste en saber escoger bien. ¡OH amor eterno! mi alma te
requiere y te escoge eternamente. Ven, Espíritu Santo, e inflama nuestros
corazones en tu amor. O amar o morir; o morir o amar. Morir a todo otro amor,
para vivir tan sólo al de Jesús, a fin de que no muramos eternamente, sino que,
viviendo en tu amor eterno, oh Salvador de nuestras almas, cantemos eternamente:
¡Viva Jesús. Yo amo a Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Que estas cosas, Teótimo, que han sido escritas para tu caridad, con la gracia y
el favor de la caridad, arraiguen de tal manera en tu corazón, que esta caridad
encuentre en ti el fruto de las santas obras; no tan sólo las hojas de las
alabanzas. ¡Bendito sea Dios!
FIN
Ave María Purísima.