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Tratado del
Amor de Dios
LIBRO SEGUNDO
Historia de
la generación y nacimiento celestial del amor divino
I Que las perfecciones divinas son una sola, pero infinita perfección
Nosotros hablamos de Dios no según lo que Él es en sí mismo, sino según sus
obras, a través de las cuales le contemplamos; porque, según las diversas
maneras de considerarlo, le nombramos diversamente, como si tuviese una gran
multitud de diferentes excelencias y perfecciones. Si le miramos en cuanto
castiga a los malos, le llamamos justo; le llamamos misericordioso, en cuanto
libra al pecador de su miseria; le proclamamos omnipotente, en cuanto ha creado
todas las cosas y hace muchos milagros; decimos que es veraz, en cuanto cumple
exactamente sus promesas; le llamamos sabio, en cuanto ha hecho todas las cosas
con un orden tan admirable, y así sucesivamente, le atribuimos una gran
diversidad de perfecciones, según la variedad de sus obras. Mas, a pesar de
ello, en Dios no hay ni variedad ni diferencia alguna de perfecciones, porque Él
mismo es una sola, simplicísima y absolutamente única perfección.
Ahora bien,
nombrar perfectamente a esta suprema excelencia, la cual en su singularísima
unidad contiene y sobrepuja todas las excelencias, no está al alcance de la
criatura, ni humana ni angélica, porque, como se dice en el Apocalipsis, nuestro
Señor tiene un nombre que nadie conoce fuera de El mismo 21ya que sólo Él conoce
perfectamente su infinita perfección y, por lo mismo, sólo Él puede expresarla
por medio de un nombre que guarde proporción con ella.
Nuestro
espíritu es demasiado débil para poder producir un pensamiento capaz de
representar una excelencia tan inmensa. Para hablar en alguna manera de Dios,
nos vemos forzados a emplear una gran cantidad de nombres, y así decimos que es
bueno, sabio, omnipotente, veraz, justo, santo, infinito, inmortal, indivisible,
y hablamos bien cuando decimos que Dios es todo esto a la vez, porque es más que
todo esto, es decir, lo es de una manera tan pura, tan excelente y tan elevada,
que una simplicísima perfección tiene la virtud, la fuerza y la excelencia de i
odas las perfecciones.
Por mucho que digamos —leemos en la
Escritura— nos quedará mucho que decir; mas la suma de cuanto se puede decir, es
que el mismo está en todas las cosas. Para darle gloria, ¿qué es lo que valemos
nosotros? Pues, siendo El todopoderoso, es superior a todas sus obras. Bendecid
al Señor; ensalzadle cuanto podáis, porque es superior a toda alabanza. Para
ensalzarle, recoged todas vuestras fuerzas, y no os canséis, que jamás llegaréis
a comprenderle22.
No, Teótimo, jamás llegaremos a comprenderlo,
pues, como dice San Juan, es más grande que nuestro corazón23. Sin embargo, que
todo espíritu alabe al Señor24, nombrándole con todos los nombres más eminentes
que se pueden encontrar, y, como la mayor de las alabanzas que podemos
tributarle, confesemos que nunca puede ser bastante alabado, y asimismo, como
nombre el más excelente que podemos darle, protestemos que su nombre es sobre
todo su nombre, y que es cosa imposible para nosotros el nombrarle dignamente.
21 lApoc.,XIX, 12.
22 Eccl.,XLIII, 29y sig
23 Un., III, 20.
24 Sal. CL, 6
II
Que en Dios no hay más que un solo acto, el cual es su propia divinidad
Nosotros tenemos una gran diversidad de facultades y de
hábitos, que son causa de una gran variedad de acciones.
En Dios no
ocurre lo mismo, porque en Él no hay más que una sola y simplicísima perfección,
un solo y purísimo acto, el cual, no siendo otra cosa que la propia esencia
divina, es, por consiguiente, siempre permanente y eterno. Nosotros, hablamos de
las acciones de Dios, como si Él, todos los días, hiciese muchas y muy diversas,
aunque sabemos que ocurre todo lo contrario. Nos vemos obligados a ello por
causa de nuestra impotencia, porque no sabemos hablar sino de las cosas que
entendemos, y sólo entendemos las cosas que suelen ocurrir entre nosotros. Ahora
bien, como que, entre las cosas naturales, a la diversidad de las obras
corresponde casi una diversidad igual de acciones, cuando vemos tantas obras
diferentes, tan gran variedad de producciones y esta innumerable multitud de
proezas de la omnipotencia divina, nos parece, a primera vista, que esta
diversidad de efectos es resultado de otras tantas acciones.
San Crisóstomo
hace notar que todo lo que Moisés, al describir la creación del mundo, dijo
empleando muchas palabras, el glorioso San Juan lo expresó en una sola, cuando
dijo que por el Verbo, es decir, por esta palabra eterna, que es el Hijo de Dios
fueron hechas todas las cosas 25.
Luego, esta palabra, siendo simplicísima y
única produjo toda la variedad de las cosas; siendo invariable, produjo todas
las buenas mudanzas; finalmente, siendo permanente en su eternidad, da la
sucesión, el orden, el lugar y la disposición a cada uno de los seres.
Como el impresor, Dios da el ser a toda la variedad de criaturas que han
sido, son y serán, por un solo acto de su voluntad omnipotente, sacando de su
idea, esta admirable diversidad de personas y de otras cosas, que se suceden
según las estaciones, las edades y los siglos, cada una según su orden y según
lo que deben ser, pues esta suprema unidad del acto divino es opuesto a la
confusión y al desorden, mas no a la distinción y a la variedad, de las cuales,
por el contrario, se sirve, para producir la belleza, reduciendo todas las
diferencias y diversidades a la proporción, y la proporción al orden a la unidad
del mundo, que comprende todas las cosas creadas, así visibles como invisibles,
el conjunto de las cuales se llama universo, tal vez porque toda su diversidad
se reduce a la unidad, como si universo significara único con diversidad y
diversidad con unidad.
III De la
providencia divina en general
La
providencia soberana no es sino el acto por el que Dios quiere dar a los hombres
y a los ángeles los medios necesarios o útiles para que consigan su fin. Mas,
como quiera que estos medios son de diversas clases, distinguiremos también el
nombre de providencia, y diremos que hay una providencia natural y otra
sobrenatural, y que ésta es o general, o especial y particular.
Y, puesto
que, poco después, te exhortaré, oh Teótimo, a unir tu voluntad con la divina
providencia, quiero, antes, decirte dos palabras acerca de la providencia
natural. Queriendo Dios proveer al hombre de los medios naturales que le son
necesarios para dar gloria a la divina bondad, produjo, en favor suyo, todos los
demás animales y las plantas; y para proveer a los animales y alas plantas,
produjo variedad de tierras, de estaciones, de fuentes, de vientos, de lluvias;
y, tanto para el hombre como para toda las demás cosas que le pertenecen, creó
los elementos, el cielo y los astros, y estableció un orden admirable, que casi
todas las criaturas guardan recíprocamente.
Así, esta Providencia todo
lo toca, todo lo gobierna, y todo lo reduce a su gloria. Ocurren, empero, casos
fortuitos y accidentes inesperados, pero sólo son fortuitos e inesperados con
respecto a nosotros; pero absolutamente ciertos para la providencia celestial,
que los prevé y los ordena para el bien general del universo. Ahora bien, estos
accidentes fortuitos son el efecto de la concurrencia de varias causas, las
cuales, por carecer de un mutuo enlace natural, producen sus peculiares efectos,
de tal suerte, empero, que de su concurrencia surge un efecto de otra
naturaleza, al cual, sin que se haya podido prever, todas estas diferentes
causas han contribuido. Las aventuras de José fueron maravillosas por su
variedad y por los viajes de uno a otro confín. Sus hermanos, que le habían
vendido para perderle, quedaron después admirados, al ver que había llegado a
ser virrey y temieron grandemente que se mostrase ofendido de la injuria que
contra él habían cometido; mas no, les dijo él: no ha sido por vuestras trazas,
que he sido enviado aquí, sino por la Providencia divina. Vosotros concebisteis
malos designios acerca de mí, pero Dios ha hecho que redundasen en bien 26.
El mundo hubiera llamado fortuna o accidente fortuito lo que José llama
disposición de la divina Providencia, que ordena y reduce todas las cosas a su
servicio. Y lo mismo se puede decir de todas las cosas que acontecen en el
mundo, aun de los mismos monstruos, cuyo nacimiento hace que sean más estimables
las cosas acabadas y perfectas, causa admiración, e incita a filosofar y a
formular muy buenos pensamientos; son, en el universo, lo que las sombras en los
cuadros, que dan gracia y realzan la pintura.
25 Juan, I ,3.
IV De la sobrenatural providencia que Dios
ejerce sobre las criaturas racionales
Todo cuanto Dios ha hecho ha sido ordenado por él a la salud de los hombres y de
los ángeles.
He aquí, pues, el orden de su Providencia, según podemos
entreverlo, atendiendo a las sagradas Escrituras y a la doctrina de los
antiguos, y según nuestra flaqueza nos permite hablar de él.
Dios conoció
eternamente que podía crear innumerables criaturas, con diversas perfecciones y
cualidades, a las cuales podría comunicarse, y, considerando que, entre todos
los medios de comunicarse, ninguno había más excelente que unirse a alguna
naturaleza creada, de suerte que la criatura quedase como injertada y sumida en
la Divinidad, para no formar con ella más que una sola persona, su infinita
bondad, que de suyo y por sí misma es inclinada a la comunicación, resolvió
hacerlo de esta manera, para que así como en Dios hay eternamente una
comunicación esencial, por la cual el Padre comunica toda su infinita e
indivisible divinidad al Hijo, produciéndole, y el Padre y el Hijo juntos
producen el Espíritu Santo, comunicándole también su propia y única divinidad,
también esta soberana dulzura se comunicase tan perfectamente fuera de sí misma
a una criatura, que la naturaleza creada y la divinidad, conservando cada una de
ellas sus propiedades, quedasen empero tan unidas, que formasen una sola
persona.
Ahora bien, entre todas las criaturas que esta soberana
omnipotencia pudo producir, pareciole bien escoger la misma humildad, que
después se unió efectivamente a la persona de Dios o, y a la cual destinó al
honor incomparable de la unión personas con su divina majestad, para que
eternamente gozase de la manera más excelente de los tesoros de su gloria
infinita. Habiendo, pues preferido para esta dicha a la humanidad sacrosanta de
nuestro Salvador, la suprema Providencia dispuso no limitar su bondad a la sola
persona de su amado Hijo, sino derramarla, en abundancia El mismo, sobre
muchas otras criaturas, y entre la innumerable multitud de cosas que podía
producir, escogió crear a los hombres y a los ángeles, para que acompañasen a su
Hijo, participasen de sus gracias y de su gloria y le adorasen y alabasen
eternamente.
Y, al ver Dios que podía hacer de muchas maneras la
humanidad de su Hijo, al hacerle verdadero hombre, a saber, creándolo de la
nada, no sólo en cuanto al alma, sino también en cuanto al cuerpo; o bien
formándolo de alguna materia ya existente, tal e o mo hizo el de Adán y Eva; o
bien por vía de generación ordinaria de hombre y mujer, o, finalmente, por
generación extraordinaria de una mujer, sin hombre, resolvió hacerlo de esta
última manera, entre todas las mujeres que podía escoger a este efecto, escogió
ala santísima Virgen nuestra Señora, para que, por su medio, el Salvador se
hiciese no sólo hombre, sino niño del linaje humano.
Además de esto, la
divina Providencia resolvió producir todas las demás cosas, así naturales como
sobrenaturales, con miras al Salvador, a fin de que los ángeles y los hombres
pudiesen, sirviéndole, participar de su gloria, por lo cual, aunque quiso Dios
crear, como a los ángeles como a los hombres, dotados de un absoluto libre
albedrío, con verdadera libertad para elegir entre el bien y el mal; sin
embargo, para dar testimonio de que, por parte de la bondad divina, estaban
destinados al bien y a la gloria, los creó en estado de justicia original, la
cual no era otra cosa que un amor suavísimo que los disponía, inclinaba y
conducía hacia la felicidad eterna.
Mas, porque esta suprema sabiduría había
resuelto mezclar de tal mañera el amor original con la voluntad de sus
criaturas, que no la forzase en manera alguna sino que la dejase en libertad,
previo que una parte, la menor, de la naturaleza angélica, apartándose
voluntariamente del santo amor, perdería, por consiguiente, la gloria. Y, puesto
que la naturaleza angélica no podía cometer este pecado, sino con una especial
malicia, sin tentación ni motivo alguno que pudiese excusarla, y por otra parte,
la mayoría de esta misma naturaleza había de permanecer firme en el servicio del
Salvador, Dios, que había tan grandemente glorificado su misericordia con su
designio de la creación de los ángeles, quiso también exaltar su justicia, y, en
el furor de su indignación, determinó abandonar para siempre, a aquella triste y
desgraciada multitud de pérfidos, que, en el furor de su rebeldía, le habían tan
villanamente dejado.
Previo también que el primer hombre abusaría de su
libertad, y que, perdiendo la gracia, perdería también la gloria; pero no quiso
tratar tan rigurosamente a la naturaleza humana como a la angélica.
Era
la naturaleza humana aquella naturaleza de la cual había resuelto sacar una
afortunada pieza, para unirla a su divinidad. Vio que era una naturaleza débil;
un viento que va y no vuelve 27, porque al irse, ya queda desvanecido. Tuvo en
cuenta el engaño de que había sido objeto el primer hombre, por parte del
maligno y perverso Satanás, y la fuerza de la tentación que le arruinó. Vio que
todo el linaje humano perecía por la falta de uno solo, y, por todas estas
razones, miró con compasión a nuestra naturaleza y resolvió perdonarla.
Mas, para que la dulzura de su misericordia apareciese adornada con la belleza
de su justicia, determinó salvar al hombre por vía de rigurosa redención, y,
como ésta no se pudiese realizar cumplidamente, sino por medio de su Hijo,
decretó que éste rescatase a los hombres, no sólo por uno de sus actos de amor,
que hubiera sido más que suficiente para rescatar millares de millones de
hombres, sino también por todos los innumerables actos de amor y de dolor que
había de sufrir hasta la muerte, y muerte de cruz, a la cual le destinó,
queriendo, con ello, que se hiciese partícipe de nuestras miserias, para
hacernos, después, partícipes de su gloria, mostrándonos, de esta manera, las
riquezas de su bondad por esta redención copiosa 28, abundante, superabundante,
magnífica y excesiva, la cual adquirió y, por decirlo así, reconquistó para
nosotros todos los medios necesarios para llegar a la gloria, de suerte que
jamás pudiese nadie quejarse de haber faltado la divina misericordia a uno solo.
27 Sal.LXXVII,39.
28 Sal.CXXIX,7.
V Que la celestial Providencia a proveído a los hombres de una
redención copiosísima
La divina
Providencia, al trazar su eterno proyecto y plan de todo cuanto había de crear,
quiso, en primer lugar, y amó con singular predilección, al objeto más amable de
su amor, que es nuestro Salvador, y, después, por orden, a todas las demás
criaturas, según la mayor o menor relación de las mismas con el servicio, el
honor y la gloria del mismo Señor.
Todo, pues, ha sido hecho para este
Hombre divino, el cual, por lo mismo, es llamado el primogénito de toda
criatura, poseído por la divina Majestad desde el principio de sus caminos,
antes de que hiciese cosa alguna; creado al comienzo, antes de los siglos,
porque en Él fueron hechas todas las cosas, y Él es antes que todas ellas, y
todas las cosas están establecidas en Él, y Él es el jefe de toda la Iglesia,
poseyendo, en todo, la primacía 29.
¿Quién, pues, dudará de
la abundancia de medios de salvación, pues tenemos un tan gran Salvador, por
consideración al cual hemos sido hechos y por cuyos méritos hemos sido
rescatados? Pues Él murió por nosotros, porque todos estaban muertos, y su
misericordia fue más saludable para rescatar el linaje humano, que había sido
venenosa la miseria de Adán para perderle. Y tan lejos estuvo el pecado de Adán
de exceder a la bondad divina, que, al contrario, la excitó y la provocó, de tal
manera
que, por una suave y amorosísima emulación y porfía se robusteció en
presencia de su adversario, y, como quien concentra sus fuerzas para vencer,
hizo que sobreabundase la gracia donde había abundado la iniquidad, de suerte
que la santa Iglesia, movida por un santo exceso de admiración, exclama
conmovida, la víspera de Pascua: ¡Oh pecado de Adán, verdaderamente necesario,
que ha sido borrado por la muerte de Jesucristo! ¡Oh feliz culpa, que ha
merecido tener un tal y tan grande Redentor! Te
nemos, pues, razón, de decir
con uno de los antiguos: Estábamos perdidos, si no nos hubiésemos perdido; es
decir, nuestra pérdida nos fue provechosa, porque, en efecto, la naturaleza
recibió más gracia por la redención, de la que jamás hubiera recibido por la
inocencia de Adán, si hubiese perseverado en ella.
Porque,
aunque la divina Providencia haya dejado en el hombre grandes señales de su
severidad, aun entre la misma gracia de su misericordia, como, por ejemplo, la
necesidad de morir, las enfermedades, los trabajos, la rebelión de la
sensualidad; con todo, el favor celestial, como sobrenadando por encima de todo
esto, se complace en convertir todas estas miserias en mayor provecho de
aquellos a quienes ama, haciendo que de los trabajos nazca la paciencia, que la
necesidad de morir produzca el
desprecio del mundo, y que se reporten mil
victorias sobre la concupiscencia. Los ángeles —dice el Salvador— se alegran más
en el cielo por un pecador que hace penitencia, que por noventa y nueve justos
que no necesitan de ella 30.
Asimismo, el estado de la redención vale
cien veces más que el de la inocencia. Ciertamente, al ser rociados con la
sangre de nuestro Señor por el hisopo de la cruz, hemos recibido una blancura
sin comparación más excelente que la de la nieve de la inocencia, y hemos
salido, como Naaman, del baño del río de la salud más puros y más limpios que si
jamás hubiésemos sido leprosos, a fin de que la divina Majestad, tal como nos
mandó que lo hiciéramos nosotros, no fuese vencida por el mal, sino
que
venciese el mal con el bien 31 y para que su misericordia, como aceite sagrado,
prevaleciese sobre susjuicios 32, y sus piedades excediesen a todas sus obras
33.
29 Coloss.,I,1518.
30 Luc.,XV,7.
31 Rom., XII; 21.
32 Sant.,II,13.
33 Sal.CXLIV,3.
VI De algunos favores especiales hechos en la redención de los
hombres por la Divina Providencia
Muestra
Dios, sin duda, de una manera admirable la riqueza incomprensible de su poder en
esta tan enorme variedad de cosas que vemos en la naturaleza; pero manifiesta
todavía con mayor magnificencia los tesoros infinitos de su bondad en la
variedad sin igual de bienes que reconocemos en la gracia; porque, en el exceso
de su misericordia, no se contentó con favorecer a su pueblo con una redención
general y universal, por lo que cada uno pudiese ser salvo, sino que la
diversificó con tan va
riados matices, que mientras su liberalidad
resplandece en esta variedad, ésta, a su vez, embellece a aquélla.
Reservó, pues, primeramente, para su santísima madre un favor digno del amor de
un hijo, el cual, siendo omnisciente, omnipotente e infinitamente bueno, hubo de
elegir una madre que fuese según su beneplácito, y, por consiguiente, quiso que
su redención le fuese aplicada por manera de remedio preservativo, para que el
pecado, que se deslizaba de generación en generación, no llegase hasta ella; de
forma que fue rescatada de una manera tan excelsa, que aunque el torrente de la
iniquidad original hizo que sus desdichadas olas batiesen hasta muy cerca de la
concepción de esta sagrada Señora, con tanto ímpetu como lo hizo contra las
demás hilas de Adán, con todo, al llegar allí, no pasó más adelante, sino que se
detuvo, como antiguamente el Jordán, en tiempo de Josué y por los mismos
respetos; porque este río detuvo la corriente de sus aguas en reverencia del
paso del Arca de la Alianza, y el pecado original retiró sus aguas reverente y
temeroso en presencia del verdadero tabernáculo de la alianza eterna.
De
esta manera, desvió Dios de su gloriosa madre toda cautividad y le concedió el
goce de los dos estados de la naturaleza humana, porque poseyó la inocencia que
el primer Adán había perdido y gozó en un grado eminente de la redención que el
segundo Adán nos adquirió; por lo cual, como un jardín escogido, que había de
producir el fruto de vida, floreció en toda suerte de perfecciones. Así fue como
este Hijo del amor eterno atavió a su madre con vestidura de oro y recamada de
hermosísimos matices, para que fuese reina de su diestra, es decir, la primera,
entre todos los elegidos, que había de gozar de las delicias de la diestra
divina.
Por lo cual, esta sagrada madre, como reservada que estaba
enteramente para su hijo, fue por él rescatada, no sólo de la condenación, s i
no también de todo peligro de la misma, asegurándole la gracia y la perfección
de la gracia, de suerte que su marcha fue como la de una bella aurora, que,
desde el momento en que despunta, va continuamente creciendo en claridad hasta
llegar a la plenitud del día.
Redención admirable, obra maestra del Redentor
y la primera de todas las redenciones, por la cual el hijo de un corazón
verdaderamente filial, previniendo a su madre con bendiciones de dulzura, la
preserva, no sólo del pecado, como a los ángeles, sino también de todo peligro
de pecado y de todas las desviaciones y retrasos en el ejercicio del amor. Así
manifiesta que, entre todas las criaturas raciona
les que ha escogido,
solamente su santa madre es su única paloma, su toda hermosa y perfecta, su
amada, fuera de toda comparación 34.
Dispensó Dios también otros favores
a un reducido número de criaturas que quiso poner fuera de todo peligro de
condenación, lo cual podemos afirmar con certeza de San Juan Bautista, y muy
probablemente del profeta Jeremías, y de algunos otros, a los cuales la divina
Providencia fue a buscar en el vientre de sus madres, y allí mismo los confirmó
en la perpetuidad de su gracia, para que permaneciesen firmes en su amor, aunque
sujetos a la rémora de los pecados veniales, que son contrarios a la
perfección del amor, más no al amor en sí mismo; y estas almas, comparadas con
las otras, son como reinas que siempre llevan la corona de la caridad y ocupan
el principal lugar en el amor del Salvador, después de su madre, que es la reina
de las reinas; reina no sólo coronada de amor, sino también de la perfección del
amor, y, lo que es más, coronada por su propio hijo, que es el soberano objeto
del amor,
pues los hijos son la corona de sus padres y de sus madres.
Hay, además, otras almas a las cuales quiso Dios dejar expuestas por algún
tiempo no al peligro de perder la salvación, sino más bien al peligro de perder
su amor, y, de hecho, permitió que lo perdiesen, y no les aseguró el amor por
toda su vida, sino para el fin de la misma y para cierto tiempo precedente.
Tales fueron David, los apóstoles, la Magdalena y muchos más, los cuales,
durante algún tiempo, vivieron fuera del amor de Dios, pero después, una vez
convertidos, fueron confirmados en la gracia hasta la muerte, de manera que,
desde entonces, quedaron, en verdad, sujetos a algunas imperfecciones, pero
permanecieron exentos de todo pecado mortal y, por consiguiente, del peligro de
perder el divino amor, y fueron como los amantes sagrados de la celestial
esposa, cubiertos con la vestidura nupcial de su santísimo amor, aunque no, por
ello, coronados, porque la corona es un adorno que corresponde a la cabeza, es
decir a la parte principal de la persona.
Ahora bien, como quiera que la
primera parte de la vida de las almas de esta categoría ha estado sujeta al amor
de las cosas terrenas, no pueden llevar la corona del amor celestial, sino que
les basta llevar la vestidura, que las hace capaces del tálamo nupcial del
divino esposo y de ser eternamente felices con Él.
34 Cant.,VI,8.
VII Cuan admirable es la divina Providencia
en la diversidad de gracias que distribuye entre los hombres
Incomparable fue el favor que la eterna Providencia
hizo a la Reina de las reinas, a la Madre del amor hermoso 35. También ha hecho
favores muy singulares a otros hombres. Pero, aparte de esto, la soberana bondad
derrama gracias y bendiciones en abundancia sobre todo el linaje humano y sobre
la naturaleza angélica, y todos han sido rociados de esta bondad como de una
lluvia que cae sobre los buenos y los malos 36; todos han sido iluminados por la
luz que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo 37; todos han
participado de esta semilla que cae no sólo sobre la tierra buena, sino también
en medio de los caminos, entre las espinas y sobre las piedras 38, para que
nadie tenga excusa delante del Redentor, si no se aprovecha de esta redención
superabundante para su salvación.
Y aunque esta suficiencia colmadísima
de gracias haya sido de esta manera derramada sobre la naturaleza humana, de
suerte que, en esto, todos seamos iguales, y una rica abundancia de bendiciones
nos haya sido a todos ofrecida, es, empero, tan grande la variedad de estos
favores, que no se puede decir si es más admirable la grandeza de todo este
conjunto de gracias en medio de una tan grande diversidad, o esta diversidad en
medio de tanta grandeza.
¿Quién no ve que entre los cristianos, los
medios de salvación son más grandes y más eficaces que entre los bárbaros, y
que, entre los mismo cristianos, hay pueblos y ciudades cuyos pastores son más
capaces y producen más fruto? Ahora bien negar que estos medios exteriores sean
favores de la Providencia divina o poner en duda que contribuyan a la salvación
y a la perfección de las almas, sería una ingratitud con la celestial bondad, y
equivaldría a desmentir la verdadera experiencia, que nos
hace ver que allí
donde estos medios exteriores abundan, los interiores son más eficaces y
obtienen un éxito mayor.
Ciertamente, así como vemos que jamás se
encuentran dos hombres perfectamente semejantes en los dones naturales, de la
misma manera jamás se encuentran quienes sean del todo iguales en los
sobrenaturales. Los ángeles, como lo aseguran San Agustín y Santo Tomás,
recibieron la gracia según la variedad de sus condiciones naturales.
Ahora bien, todos ellos o son específicamente diferentes o, a lo menos, de
diversa condición, pues se distinguen los unos de los otros; luego, cuantos son
los ángeles, otras tantas son también las gracias diferentes, y, si bien, en lo
que atañe a los hombres, la gracia no les ha sido otorgada según las condiciones
naturales de los mismos, con toda la divina dulzura, complaciéndose y, por así
decirlo,
regocijándose en la producción de las gracias, las ha diversificado
de infinitas maneras, para que de esta variedad surgiese el bello esmalte de su
redención y de su misericordia.
Por esto, la Iglesia canta en la fiesta
de cada obispo confesor: Ninguno se halló semejante a él 39. Y, como que en el
cielo nadie sabe el nombre nuevo, sino tan sólo el que lo recibe 40 porque cada
uno de los bienaventurados tiene el suyo particular, según el nuevo ser de la
gloria que adquiere, así en la tierra, cada uno recibe una gracia tan peculiar,
que todas son diversas. Así como una estrella es diferente de otra en claridad
41, también los hombres serán diferentes los unos de los otros en gloria; señal
evidente de que lo habrán sido en gracia. Esta variedad en la gracia, produce
una belleza y una armonía tan suave que regocija a toda la ciudad santa de la
Jerusalén celestial.
35 Eccl.XXIV,24.
36 Mat.,V,45.
37
Jn.I,9.
38 Mat.,XIIL4.
39 Eccl.,XLIV,20.
40 Apoc.,II,
17.
41 1 Cor., XV, 41
Pero nos hemos de guardar de querer
jamás inquirir por qué Dios ha otorgado una gracia a uno más bien que a otro, o
por qué ha derramado, con mayor abundancia, sus favores sobre unos lugares con
preferencia a otros. No, Teótimo, no caigas nunca en esta curiosidad, porque,
poseyendo todos suficientemente, o mejor dicho, abundantemente, lo que se
requiere para nuestra salvación, ¿qué razón
puede tener hombre alguno de
quejarse si Dios se ha complacido en dar a unos sus gracias con más generosidad
que a otros?
En las cosas sobrenaturales: cada uno tiene su propio don:
quien de una manera quien de otra 42, dice el Espíritu Santo. Es, por lo mismo,
una impertinencia, querer indagar por qué San Pablo no tuvo la gracia de San
Pedro, ni San Pedro la de San Pablo; por qué San Antonio no fue San Atanasio; ni
San Atanasio, San Jerónimo; porque a estas preguntas se responde que la Iglesia
es un jardín matizado de infinitas flores, por lo que es menester que sean de
diferentes tamaños, de diferentes colores y de diferentes perfumes, en una
palabra, de diferentes perfecciones. Todas tienen su valor, su gra
cia y su
esmalte, y todas, en el conjunto de su variedad, nos ofrecen una hermosura por
demás agradable y perfecta.
42 1 Cor., VII, 7.
VIII Cuánto desea Dios que le amemos
Aunque la
redención del Salvador se aplique con una diversidad igual a la de las almas,
sin embargo el amor es el medio universal de nuestra salvación, que en todo se
mezcla, de suerte que, sin el, nada hay que sea saludable, como diremos más
adelante.
El querubín fue puesto en la entrada del paraíso terrenal con
la espada llameante, para darnos a entender que nada entrará en el paraíso
eclesial que no esté atravesado por la espada del amor. Por esta causa, el dulce
Jesús, que nos ha rescatado con su sangre, desea infinitamente que le amemos,
para que seamos eternamente y desea que amemos eternamente, pues su amor va
encaminado a nuestra salvación, y nuestra salvación a su amor. Yo he venido
—dice— a poner fuego en la tierra, y ¿qué he
de querer sino que arda? 43
Mas, para manifestar con mayor viveza lo abrasado de este deseo, nos impone
este amor en términos admirables: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón,
y con toda tu alma y con toda tu mente 44.
Con lo cual, nos da bien a
entender que no sin objeto nos ha dado la inclinación natural, pues, para que
esta inclinación no permanezca ociosa, nos apremia para que la empleemos por
este mandamiento general, y, para que este mandamiento general pueda ser
practicado, no deja a hombre viviente sin procurarle, en abundancia, todos los
medios que, al efecto, se requieren. El sol visible todo lo toca con su calor
vivificante, y, como enamorado universal de las cosas inferiores, les da el
vigor necesario para que produzcan sus efectos; de la misma manera la divina
bondad anima a todas las almas y alienta todos los corazones para que le amen,
sin que hombre alguno pueda esconderse a su calor.
La eterna
sabiduría—dice Salomón—, enseña en público; levanta su voz en medio de las
plazas; hácese oír en los concursos de gente; pronuncia sus palabras en las
puertas de la ciudad, y dice: ¿Hasta cuándo, párvulos, habéis de amar las
niñerías?
¿Hasta cuándo, oh necios, apeteceréis las cosas que os son
nocivas e imprudentes, aborreceréis la sabiduría? Convertíos a mis reprensiones;
mirad que os comunicaré mi espíritu y os enseñaré mi doctrina 45. Y esta misma
sabiduría prosigue Ezequiel, diciendo: Están ya sobre nosotros los castigos de
nuestras maldades y pecados, ¿cómo, pues, podremos conservar la vida? Yo —dice
el Señor—, no quiero la muerte del impío, sino que se convierta de su mal
proceder y viva 46. Ahora bien, vivir,
según Dios, es amarle y quien no ama
permanece en la muerte 47.
43 Júa, XII, 49.
44 Mat.,
XII, 49.
45 Prov.,I, 20 y sig.
46 Ez.XXXIII, l0 y ll.
47
Un., III; 14.
Ya vez, pues, Teótimo, cuánto desea Dios que le
amemos. Pero no se contenta con anunciar de esta manera, en público, su
extremado deseo de ser amado, de suerte que todos puedan tener parte en esta
amable invitación, sino que, además de esto va de puerta en puerta, llamando y
golpeando, y diciendo que si alguno le abre la puerta entrará en su casa y
cenará con él 48, es decir le dará pruebas de la mayor benevolencia.
El
gran Apóstol, hablando al pecador obstinado, le dice: ¿Desprecias las riquezas
de la bondad de Dios, y de su paciencia y largo sufrimiento? ¿No reparas que la
bondad de Dios te está llamando a la penitencia? Tú, al contrario, con tu dureza
y corazón impenitente, atesorándote ira y más ira 49. Dios no echa mano de una
pequeña cantidad de remedios para convertir a los obstinados, sino que emplea,
en esto, todas las riquezas de su bondad.
El Apóstol, como se ve, opone
las riquezas de la bondad de Dios a los tesoros de malicia del corazón
impenitente, y dice que el corazón del malo es tan rico en iniquidad, que llega
a despreciar las riquezas de la benignidad, por la cual Dios le llama a
penitencia, y hay que advertir que no son únicamente las riquezas de la bondad
divina las que el pecador obstinado desprecia, sino las riquezas con
que le
mueve la penitencia, riquezas que nadie puede, con excusa, desconocer.
Esta rica, colmada y abundante suficiencia de medios, que Dios concede a los
pecadores para que le amen, aparece de manifiesto casi en toda la Escritura;
porque contemplad a este divino amante junto a la puerta: no llama simplemente,
sino que se detiene a llamar; llama al alma: Levántate, apresúrate, amiga mía
50. Mire, pues, la aldaba de mi puerta para que entrase mi Amado51. Si predica
en medio de las plazas, no se limita a predicar, sino que anda clamando, es
decir, en un continuo clamor.
Si nos exhorta a que nos convirtamos,
parece que nunca se cansa de repetir: Convertíos, convertíos y haced penitencia;
volver a Mí; vivid. ¿Por qué has de morir, oh casa de Israel? 52 En suma, este
divino Salvador nada olvida para mostrar que sus misericordias se extienden
sobre todas sus obras, que su misericordia sobrepuja al juicio 53, que su
redención es copiosa 54, que su amor es infinito, y, como dice el Apóstol, que
es rico en misericordia 55, y que, por consiguiente desearía que todos
los
hombres se salvasen 56 y que ninguno pereciese 57.
48 Apoc.,III,29.
49 Rom., II, 4,5.
50 Cant.,II, 10.
51 Cant.,V,6.
52
Ez„ XVIII, 30,31.
53 Sal.CXLIV,9; Sant.,II,13.
54 Sal.CXXIX,7.
55 Efes.,II,4.
56 I Tim.,II,4.
57 II Ped.,III,9.
IX Cómo el amor eterno de Dios a nosotros
dispone nuestros corazones con la inspiración, para que le amemos
Te he amado con perpetuo amor; por esto,
misericordioso, te atraje hacia Mí, y otra vez te renovaré y te daré nuevo ser,
OH Virgen de Israel 58. Estas son palabras de Dios, por las cuales promete que
el Salvador, al venir al mundo, establecerá un nuevo reino en su Iglesia, que
será su esposa virgen, y verdadera israelita 59 espiritual.
Pues bien,
como ves, oh Teótimo, nos ha salvado no a causa de las obras de justicia que
hubiésemos hecho, sino por su misericordia 60, por esta caridad antigua o, por
mejor decir, eterna, que ha movido a su providencia a atraernos hacia Sí.
Porque, nadie puede llegar al hijo, nuestro Salvador, y, por consiguiente, ala
salvación, si el Padre no le atrae 61.
Los ángeles, en cuanto se
apartaron del amor divino y se abrazaron con el amor propio, cayeron en seguida
como muertos y quedaron sepultados en los infiernos, de suerte que lo que la
muerte hace en los hombres, privándoles para siempre de la vida mortal, la caída
lo hace en los ángeles, privándoles para siempre de la vida eterna. Pero
nosotros, los seres humanos siempre que ofendemos a Dios, morimos de verdad,
pero no de muerte tan completa que no nos quede un poco de movimiento, aunque
éste es tan flojo que no podemos desprender nuestros corazones del pecado, ni
emprender de nuevo el vuelo del santo amor, el cual, infelices como somos, hemos
pérfida y voluntariamente dejado.
Y, a la verdad, que bien mereceríamos
permanecer abandonados de Dios, cuando con tanta deslealtad le hemos abandonado;
pero, con frecuencia, su eterna caridad no permite que su justicia eche mano de
este castigo; al contrario, movido a compasión, se siente impelido a sacarnos de
nuestra desdicha, lo cual hace enviando el viento favorable de la santa
inspiración, la cual, dando con suave violencia contra nuestros corazones, se
apodera de ellos y los mueve, elevando nuestros pensamientos
y haciendo
volar nuestros afectos por los aires del amor divino.
Este primer
arranque o sacudida que Dios comunica a nuestros corazones, para incitarlos a su
propio bien, se produce ciertamente en nosotros, mas no por medio de nosotros;
pues llega de improviso, sin que nosotros hayamos pensado ni hayamos podido
pensar en ello, porque no somos suficientes por nosotros mismos para concebir
algún buen pensamiento, como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia
viene de Dios 62, el cual no sólo nos amó antes de que fuésemos, sino que nos
amó para que fuésemos y para que fuésemos santos, después de lo cual nos
aprevenido con las bendiciones de su dulzura 63 paternal, y ha movido nuestros
espíritus al arrepentimiento y a la conversión.
Mira, Teótimo, al pobre
príncipe de los Apóstoles, aturdido en su pecado, durante la triste noche de la
Pasión de su Maestro; no pensaba en arrepentirse de su pecado, como si jamás
hubiese conocido a su divino Salvador, y no se hubiera levantado, si el gallo,
como instrumento de la divina Providencia, no hubiese herido con el canto sus
orejas, y si, al mismo tiempo, el dulce Redentor, dirigiéndole una mirada
saludable, como un dardo amoroso, no hubiese traspasado su corazón de piedra, el
cual, después, tanta agua derramó, como la piedra herida por Moisés en el
desierto. La inspiración desciende del cielo, como un ángel, la cual, tocando el
corazón del hombre pecador, le mueve a levantarse de su iniquidad.
58
Jerem.,XXXI,3..
59 Jn.,I,47.
60 Tit.,III,5.
X Que nosotros rehusamos con frecuencia la inspiración y nos
negamos a amar a Dios
¡Ay de ti,
Corozain! ¡Ai de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y en Sidón, se hubiesen hecho
los milagros que se han obrado en vosotros, tiempo ha que hubieran hecho
penitencia, cubiertos de cenizas y de cilicio 64. Estas son palabras del
Salvador.
Mira, Teótimo, como los que han tenido menos atractivos se han
movido a penitencia, y los que han tenido más, han permanecido en su
obstinación; los que tienen menos motivos, acuden a la escuela de la sabiduría,
los que tienen más, persisten en su locura.
Así se hará el juicio
comparativo, según lo hacen notar todos los doctores, juicio que no puede tener
otro fundamento sino el hecho de que, habiendo sido unos favorecidos con tantas
o menos gracias que los otros, habrán rehusado su consentimiento a la
misericordia, mientras los otros, habiendo sido objeto de iguales o menores
atractivos, habrán seguido la inspiración y se habrán entregado a una santa
penitencia; porque ¿cómo es posible echar en cara a los impenitentes su
obstinación, sino compa
rándolos con los que se han convertido?
Pero,
si es verdad, como lo prueba magníficamente Santo Tomás, que la gracia fue
diversa en los ángeles y proporcionada a sus dones naturales, los serafines
tuvieron una gracia incomparablemente más excelente que los simples ángeles del
último orden. ¿Cómo, pues, pudo ocurrir que algunos serafines, y el primero
entre todos ellos, según la opinión más probable y más común entre los antiguos,
cayesen, y que una considerable multitud de otros ángeles inferiores
perseverasen tan excelente
y animosamente?
¿Por qué Lucifer, tan
encumbrado por naturaleza y sublimado por la gracia, cayó, y tantos ángeles
menos aventajados permanecieron fieles hasta el fin?
Es cierto que los
que perseveraron, deben, por ello, a Dios, toda alabanza, pues, por su
misericordia, los creó y los conservó buenos; mas Lucifer y todos sus secuaces,
¿a quién pueden atribuir su caída, sino, como dice San Agustín, a su voluntad,
la cual, en uso de su libertad, se apartó de la divina gracia, que tan
suavemente los había prevenido? ¿Cómo caíste del cielo, oh lucero 65, tú que,
como una hermosa aurora, apareciste en este mundo invisible revestido de la
claridad primera, como de los
primeros resplandores de una nueva mañana, que
debía crecer hasta el mediodía 66 de la gloria eterna?
No te faltó la
gracia, pues poseíste, como tu naturaleza, la más excelente de todas; pero
faltaste a la gracia. Dios no te había despojado de los efectos de su amor;
jamás Dios te hubiera rechazado, si tú no hubieses rechazado su amor. ¡Oh Dios
de bondad! Vos sólo dejáis a los que os dejan; nunca negáis vuestros dones sino
a los que os niegan su corazón.
61 Jn., VI, 44.
62 II Cor., III,
5
63 Sal., XX, 4.
64 44 Mat.,XI,21.
XI Que no hay que atribuir a la divina Bondad el que no tengamos un muy
excelente amor
¡OH Dios mío! ¡Con cuan poco
tiempo haríamos grandes progresos en la santidad, si recibiésemos las
inspiraciones celestiales según toda la plenitud de su eficacia! Por abundante
que sea la fuente, nunca sus aguas entrarán en un jardín según su caudal, sino
según la estrechez o la anchura del canal por donde sean conducidas.
Aunque el Espíritu Santo, como un manantial de agua viva, inunda por todas
partes nuestro corazón, para derramar en él su gracia, sin embargo, no queriendo
que ésta entre en nosotros sino por el libre consentimiento de nuestra voluntad,
no lo vierte sino según la medida de su agrado y de nuestra disposición y
cooperación, tal como lo dice el sagrado concilio, el cual también, según me
parece, por causa de la correspondencia de nuestros consentimiento con la
gracia, llama a la recepción de ésta, recepción voluntaria.
En este
sentido, nos exhorta San Pablo a no recibir la gracia de Dios en vano 67. Sucede
a veces que, sintiéndonos inspirados para hacer mucho, no aceptamos toda la
inspiración, sino tan sólo una parte, como lo hicieron aquellas personas del
Evangelio, las cuales, invitadas, por inspiración de nuestro Señor, a seguirle,
quisieron reservarse: el uno el dar primero sepultura a su padre 68, y el otro
el ir a despedirse de los suyos.
Mientras la pobre viuda tuvo vasijas
vacías, el aceite, cuya multiplicación había impetrado milagrosamente Eliseo, no
cesó de fluir; mas, cuando ya no hubo vasijas para recibirle, dejó de
multiplicarse 69. A medida que nuestro corazón se dilata, o, mejor dicho, a
medida que se deja alargar y dilatar y que no rehusa el vacío de su
consentimiento a la misericordia divina, derrama ésta continuamente y vierte sin
cesar sus santas inspiraciones, las cuales van creciendo y hacen que crezca más
y más nuestro amor sanio. Mas, cuando ya no hay vacío y no prestamos más nuestro
consentimiento, entonces se detiene.
¿Por qué causa no hemos progresado
en el amor de Dios tanto como San Agustín, San Francisco, Santa Catalina de
Génova o Santa Francisca? Porque Dios no nos ha concedido esta gracia. Mas ¿por
qué Dios no nos ha concedido esta gracia? Porque no hemos correspondido cual era
debido a sus inspiraciones. Y ¿por qué no hemos correspondido? Porque, siendo
libres, hemos abusado de nuestra libertad.
El devoto hermano Rufino, con
motivo de una visión que tuvo de la gloria a que llegaría el gran Santo
Francisco, por su humildad, le hizo esta pregunta: Mi querido padre, os ruego
que me digáis qué opinión tenéis de vos mismo. Respondió el santo: Ciertamente,
me tengo por el mayor pecador del mundo y por el que sirve menos al Señor. Pero,
replicó el hermano Rufino: ¿cómo podéis decir esto en verdad y en conciencia,
cuando otros muchos, como es manifiesto, cometen muchos y muy
grandes
pecados, de los cuales, gracias a Dios, vos estáis exento?
Díjole San
Francisco: Si Dios hubiese favorecido a todos estos, de quienes hablas, con
tanta misericordia como a mí, estoy seguro de que, por malos que ahora sean,
hubieran sido mucho más agradecidos que yo a los dones de Dios, y le hubieran
servido mucho mejor de lo que yo le sirvo; y, si Dios me abandonase, cometería
muchas más maldades que cualquiera de ellos.
Ve, pues, Teótimo, el
parecer de este hombre, que casi no fue hombre, sino un serafín en la tierra. Es
para mí un verdadero oráculo el sentir de este gran doctor en la ciencia de los
santos, el cual, educado en la escuela del Crucificado, no respiraba sino según
las divinas inspiraciones. Por esta causa, dicha sentencia ha sido alabada y
repetida por todos los devotos de los tiempos posteriores, muchos de los cuales
creen que el gran Apóstol San Pablo habló en el mismo sentido, cuando dijo que
era el
primero de los pecadores 70.
La bienaventurada madre Teresa
de Jesús, virgen, toda ella angelical, hablando de la oración de quietud, dice
estas palabras 71: Son muchas las almas que llegan a este estado, pero muy pocas
las que pasan más adelante, no sé por qué causa. A la verdad, la falta no es por
parte de Dios, porque, como quiera que su divina Majestad nos ayude y nos
concede llegar hasta este punto, creo que no dejaría de ayudarnos más, si no
fuese por culpa nuestra, por lo que somos nosotros los que ponemos el obstáculo.
Tengamos, pues, cuenta, del amor que debemos a Dios, porque el amor que El nos
tiene no nos faltará.
65 45 Is., XIV, 12.
66 46 Prov.,IV, 18.
67 II Cor., VII, 1.
68 Mat., VIII, 21.
69 IV Rey., IV,
26.
70 I Tim.,1,15.
71 Cap., XVI de su Vida.
XII Que los llamamientos divinos nos dejan en completa
libertad para seguirlos o para no aceptarlos
No
hablaré aquí, de aquellas gracias milagrosas que han trocado, en un momento, los
lobos en corderos, los peñascos en manantiales, y los perseguidores en
predicadores. Dejo de un lado estas vocaciones omnipotentes y estas mociones
santamente violentas, por las cuales Dios, en un instante, ha hecho pasar
algunas almas escogidas del extremo de la culpa al extremo de la gracia,
realizando en ellas, si se me permite hablar así, una especie de
transubstanciación moral y espiritual, como le acon
teció al gran Apóstol
que, de Saulo, vaso de persecución, se convirtió súbitamente en Pablo, vaso de
elección 72.
Hay que colocar en una categoría especial a estas almas
privilegiadas, sobre las cuales se ha complacido Dios en derramar sus gracias,
no a manera de afluencia, sino de verdadera inundación, ejercitando en ellas, no
sólo la liberalidad y la efusión, sino la prodigalidad y la profusión de su
amor. La justicia divina nos castiga, con frecuencia, en este mundo, con penas
que, por ser ordinarias, son también, casi siempre, desconocidas, y pasan
inadvertidas. Algunas veces, empero, envía diluvios y abismos de castigos, para
que reconozcamos y temamos la severidad de su indignación.
De la misma
manera, su misericordia convierte y premia, comúnmente, a las almas de un modo
tan dulce, tan suave y delicado, que casi no se dan cuenta de ello; mas
acontece, a veces, que esta bondad soberana rebasa las maneras ordinarias, y,
como un río que, hinchado e impelido por la influencia de las aguas, sale de
madre e inunda la llanura, derrama sus gracias con tanto ímpetu, y al mismo
tiempo, con tanto amor, que en un momento cubre y satura el alma de bendiciones,
para poner de manifiesto las riquezas de su amor; y así como su justicia procede
generalmente por vía ordinaria,
y, a veces, por vía extraordinaria, también
su misericordia ejerce su liberalidad por vía ordinaria sobre el común de los
hombres, y sobre algunos también por medios extraordinarios.
El lazo
propio de la voluntad humana es el goce y el placer. Muéstrale a un niño nueces
—dice San Agustín— y se sentirá al raído como un imán; es atraído por el lazo,
no del cuerpo sino del corazón. Ved, pues, como nos atrae el Padre Eterno:
enseñándonos nos deleita, pero sin imponernos ninguna necesidad. Tan amalile es
la mano de Dios en el manejo de nuestro corazón y tanta es su destreza en
comunicarnos su fuerza, sin privarnos de la libertad, y en darnos su poderoso
impulso, sin impe
dir el de nuestro querer, que, en lo que atañe al bien, así
como su potencia nos da suavemente el poder, de la misma manera su suavidad nos
conserva poderosamente la libertad del querer. Si tú conocieras el don de Dios
—dijo el Salvador ala amaritana—y quién es el que te dice: Dame de beber; puede
ser que tú le hubieras pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva 73.
Las inspiraciones, Teótimo, nos previenen y, antes de que pensemos en ellas, se
dejan sentir; pero, una vez las hemos sentido, de nosotros depende el consentir,
para secundarlas y seguir sus movimientos, o el disentir y el rechazarlas. Se
dejan sentir sin nosotros, pero no hacen que consintamos sin nosotros.
72 Hech.,IX, 15.
XIII De los primeros
sentimientos de amor que los alicientes divinos levantan en el alma antes que
ésta tenga la fe
Cuando la inspiración,
como su sagrado viento, viene para levantarnos por el aire del santo amor,
prende, primero, en nuestra voluntad, y, por el sentimiento de algún goce
celestial, la mueve, extendiendo y desplegando la inclinación natural que tiene
hacia el bien; de suerte que esta misma inclinación le sirve de asidero para
coger nuestro espíritu; y todo esto (según ya se ha dicho) se hace en nosotros
sin nosotros; porque es el favor divino el que nos previene de este modo.
Si nuestro espíritu de esta manera santamente prevenido, al sentir las alas
de su inclinación movidas, abiertas, extendidas, impulsadas y agitadas por este
viento celestial, coopera, aunque sea poco, con su consentimiento, ¡ah! ¡qué
felicidad la suya, oh Teótimo!, porque la misma inspiración y el mismo favor que
nos han asido, mezclando su acción con nuestro consentimiento, animando nuestros
débiles movimientos con su fuerza y dando vida a nuestra flaca cooperación con
el poder de su operación, nos ayudará, conducirá y acompañará de amor en amor,
hasta que lleguemos al acto de la fe santa, necesario para nuestra conversión.
San Pacomio, cuando todavía era un joven soldado y no conocía a Dios,
alistado bajo las banderas del ejército que Constantino había levantado contra
el tirano Majencio, se alojó, con el batallón a que pertenecía, en una pequeña
ciudad situada no muy lejos de Tebas, donde, no sólo él, sino todo el ejército,
se halló falto de toda clase de víveres.
Llegó ello a noticia de los
habitantes de aquel lugar, que por feliz providencia eran fieles de Jesucristo,
y proveyeron en seguida a la necesidad de los soldados, con tanta solicitud,
cortesía y afecto, que Pacomio se sintió arrebatado de admiración, y, como
preguntase qué gente era aquella, tan bondadosa, amable y simpática, le dijeron
que eran cristianos, e, inquiriendo acerca de su ley y de su manera de vivir,
supo que creían en Jesucristo, hijo unigénito de Dios, y que hacían bien a toda
clase de personas, con la firme esperanza de recibir del mismo Dios una
espléndida recompensa. El pobre Pacomio, aunque de buen natural, había dormido
hasta entonces el sueño de la infidelidad; y he aquí que, de repente, encontrase
con Dios en la puerta de su corazón, y, por el buen ejemplo de aquellos
cristianos, como por una dulce voz,
llamóle y despertóle y le infundió el
primer sentimiento del calor vivificante de su amor. Porque, apenas oyó hablar,
como acabo de decir, de la amable ley del Salvador, cuando, lleno todo él de una
nueva luz y de una consolación interior, retiróse aparte, y, después de haber
reflexionado durante algún tiempo consigo mismo, exhalando un suspiro, exclamó
en son de súplica, levantando las manos al cielo: Señor Dios, que habéis hecho
el cielo y la tierra, si os dignáis dirigir vuestra mirada sobre mi
bajeza y
sobre mi pena y liarme el conocimiento de vuestra divinidad, os prometo serviros
v obedecer vuestros mandamientos toda mi vida. Después de este ruego y de esta
promesa, el amor al verdadero bien y a la piedad tomaron en él un tan grande
incremento, que no cesó jamás de practicar mil y mil ejercicios de virtud.
Te ruego, pues Teótimo, que veas como Dios va hundiendo suavemente y poco a
poco la gracia de su inspiración dentro de los corazones que la aceptan,
atrayéndolos hacia sí, de peldaño en peldaño, por esta escala de Jacob.
73 Jn., IV, 10.
XIV Del sentimiento del amor
divino que se recibe por la fe
Dios propone
los misterios de la fe a nuestra alma entre las obscuridades y las tinieblas, de
suerte que no vemos las verdades, sino que tan sólo las entrevemos, tal como
ocurre cuando la tierra está cubierta de niebla. Y, sin embargo, esta obscura
claridad de la fe, una vez ha penetrado en nuestro espíritu, no por la fuerza de
los discursos y de los argumentos, sino por la sola suavidad de su presencia, se
hace creer y obedecer con tanta autoridad, que la certeza que nos da de la
verdad sobrepuja a
todas las demás certezas del mundo, y de tal manera
sujeta todo nuestro espíritu con todos sus razonamientos, que, comparados con
ella, no merecen crédito alguno.
El Espíritu Santo, que anima al cuerpo
de la Iglesia, habla por boca de sus jefes, según la promesa del Señor. Los
doctores, con sus estudios y discursos, proponen la verdad, pero son los rayos
del sol de justicia los que dan la certeza y producen el asenso. Esta seguridad
que el espíritu humano siente por las cosas divinas y por los misterios de la
fe, comienza por un sentimiento amoroso de complacencia, que la voluntad recibe
de la hermosura y de la suavidad de la verdad propuesta; de suerte que la fe
supone un comienzo de amor que nuestro corazón siente por las cosas divinas.
XV Del gran sentimiento de amor que
recibimos por la santa esperanza
Nuestro corazón, por un profundo y secreto instinto, en todas sus acciones
pretende la felicidad y tiende hacia ella, y la busca de acá para allá, como a
tientas, sin saber donde está ni en qué consiste, hasta que la fe se la muestra
y le descubre acerca del sumo bien, en seguida como habiendo encontrado el
tesoro que buscaba, ¡qué contento en el pobre corazón humano, qué gozo, qué
complacencia en el amor! ¡He encontrado al que buscaba mi alma, sin conocerle!
No sabía a donde apuntaban
mis pretensiones, cuando nada de cuanto deseaba
me complacía, porque no sabía lo que buscaba. Quería amar, y no conocía lo que
había de amar; por lo que, no dando mi deseo con el verdadero amor, mi amor
estaba siempre en un verdadero, pero indefinido deseo; presentía el amor para
desearlo, pero no sentía suficientemente la bondad que convenía amar para
practicar el verdadero amor.
XVI Cómo el
amor se practica en la Esperanza
Cuando el
entendimiento humano se aplica convenientemente a considerar lo que la fe le
descubre acerca del sumo bien, en seguida concibe la voluntad una extrema
complacencia en este divino objeto, el cual, por estar ausente, hace concebir un
deseo mas ardiente de su presencia. La esperanza no es otra cosa que la amorosa
complacencia que sentimos en la espera y en la pretensión de nuestro sumo bien;
todo en ello, se reduce al amor.
En cuanto la fe me muestra mínimo bien, lo
amo, y, porque está ausente, lo deseo, y, al saber que inicie darse a mí, lo amo
y lo deseo más ardientemente; porque también su bondad es tanto más amable y
deseable, cuanto más dispuesta está a comunicarse. Ahora bien, por este proceso,
el amor ha convertido el deseo en esperanza, pretensión y expectación, porque la
esperanza es un amor que espera y quiere. Y porque el bien soberano que la
esperanza aguarda, es Dios, y no lo espera sino de Dios, al cual y por el cual
espera y aspira, esta santa virtud de la esperanza, viniendo a parar, por todas
partes, a Dios, es, por lo mismo una virtud divina y teológica.
XVII Que el amor de Esperanza es muy bueno, aunque
imperfecto
El amor que practicamos en
la esperanza se dirige ciertamente a Dios, pero vuelve a nosotros; tiene su
mirada puesta en la divina bondad, pero su objeto es nuestra utilidad; tiende a
la suma perfección, pero pretende nuestra satisfacción, es decir, no nos lleva
hacia Dios, porque Dios es soberanamente bueno en Sí mismo, sino porque es
soberanamente bueno para con nosotros o, en otros términos, es nuestro interés,
somos nosotros mismos lo que en él se encuentra.
Luego, el amor que
llamamos de esperanza es un amor de concupiscencia, pero de una santa y bien
ordenada concupiscencia, por lo cual no atraemos a Dios hacia nosotros ni hacia
nuestra utilidad, sino que nos unimos a Él como a nuestra dicha suprema.
Y ésta es la manera como amamos a Dios por la esperanza; no para que sea
nuestro bien, sino porque nosotros somos suyos; no como si fuese para nosotros,
sino en cuanto nosotros somos para Él.
Amamos a nuestros bienhechores,
porque son tales para con nosotros; pero les amamos más o menos, según sean más
o menos grandes sus beneficios. ¿Por qué, pues, Teótimo, amamos a Dios con este
amor de concupiscencia? Porque es nuestro bien. Más ¿por qué le amamos
soberanamente? Porque es nuestro bien sumo.
Ahora bien, cuando digo que
amamos soberanamente a Dios, no digo, por esto, que le amamos con amor sumo;
pues el sumo amor es el amor de caridad. En la esperanza, el amor es imperfecto,
pues no tiende a la bondad infinita en cuanto es tal en sí misma, sino tan sólo
en cuanto es tal para nosotros; sin embargo, porque, en esta clase de amor, no
existe otro motivo más excelente que el que nace de la consideración del
soberano bien, por esto decimos que por él amamos soberanamente, aunque nadie,
en verdad, puede, con este sólo amor, ni observar los mandamiento de Dios ni
llegar a la vida eterna, porque es un amor más de afecto que de efecto, cuando
no va acompañado de la caridad.
XVIII Que el
amor se practica en la penitencia, y, en primer lugar, que hay varias clases de
penitencia
La penitencia, hablando en general,
es un arrepentimiento por el cual se rechaza y se detesta el pecado cometido,
con la resolución de reparar, en lo posible, la ofensa y la injuria hecha a
aquel contra quien se ha pecado. He incluido en la penitencia el propósito de
reparar la ofensa, porque el arrepentimiento no detesta lo bastante el mal
cuando permite voluntariamente que subsista su principal efecto, que es la
ofensa y la injuria. Ahora bien, deja que subsista, mientras pudiendo repararla,
no lo hace.
Dejo aparte, ahora, la penitencia de muchos paganos, los
cuales, como atestigua Tertuliano, observaban entre ellos cierta apariencia de
esta virtud, pero tan vana e inútil, que, en algunas ocasiones, llegaban a hacer
penitencia por alguna obra buena. No hablo aquí sino de la penitencia virtuosa,
la cual, según la diversidad de los motivos de los cuales proviene, es también
de diferentes especies.
Existe, ciertamente, una penitencia puramente
moral y humana, como la de Alejandro Magno, el cual, habiendo dado muerte a su
amado Clito, pensó en dejarse morir de hambre, tan fuerte fue en él la fuerza de
la penitencia.
Hay también otra penitencia, que es verdaderamente moral,
pero religiosa, y en alguna manera divina, en cuanto procede del conocimiento
natural que se tiene de haber ofendido a Dios con el pecado. El bueno de
Epitecto deseó morir como un verdadero cristiano (y es muy probable que así
acaeció), y entre otras cosas dice que estaría contento si al morir, pudiese
decir, levantando las manos a Dios: En nada, en mi cuanto de mí ha dependido, os
he injuriado.
Este arrepentimiento, vinculado al conocimiento y al amor
de Dios que la naturaleza puede procurar, dependía de la razón natural. Mas,
como la razón natural dio más conocimiento que amor a los filósofos, los cuales
no glorificaron a Dios de una manera propia relacionada a la noticia que de El
tenían; por lo mismo, la naturaleza les comunicó más luz para entender cuan
ofendido era Dios por el pecado, que calor para excitar en ellos el
arrepentimiento necesario para la reparación de la ofensa.
Podemos,
pues, muy bien afirmar, mi querido Teótimo, que la Penitencia es una virtud
enteramente cristiana, y en ella estriba asi toda la filosofía evangélica, según
la cual, el que dice que no peca, es un insensato, y el que cree que puede poner
remedio al pecado sin penitencia es un loco; porque ésta es la exhortación de
las exhortaciones del Señor: Haced penitencia 74. Ahora bien, ved una breve
descripción del proceso de esta virtud.
Comenzamos por sentir
profundamente que, en cuanto de nosotros depende, ofendemos a Dios con nuestros
pecados, despreciándole y deshonrándole, desobedeciéndole y rebelándonos contra
a el Señor, quien, a su vez, se siente ofendido, irritado y despreciado, y
reprueba y abomina la iniquidad.
De este verdadero sentimiento nacen muchos
motivos, los cuales, o todos, o en parte, o cada uno en particular, pueden
movernos a arrepentimiento.
Otras veces, consideramos la fealdad y la
malicia del pecado, tal como la fe nos lo enseña; por ejemplo, consideramos que,
por el pecado, la semejanza o la imagen de Dios que resplandece en nosotros,
queda manchada y desfigurada, y deshonrada la dignidad de nuestro espíritu.
También, en algunas ocasiones, nos mueve a penitencia la hermosura de la
virtud, que nos acarrea tantos bienes, como males el pecado, y nos excitan,
muchas veces, los ejemplos de los santos, pues la sola lectura de su vida
conmueve a aquellos que no están del todo embrutecidos.
XIX Que la penitencia sin el amor es imperfecta
El temor y los demás motivos de
arrepentimiento de que hemos hablado, son buenos en cuanto son el principio de
la sabiduría cristiana, que consiste en la penitencia; pero el que, con
propósito deliberado no quisiera, en manera alguna, llegar al amor, que es la
perfección de la penitencia, ofendería gravemente a Aquel que todo lo ha
vinculado a su amor, como al fin de todas las cosas.
El arrepentimiento
que excluye el amor de Dios, es infernal y parecido al de los condenados. El
arrepentimiento que no rechaza el amor de Dios, aunque todavía no lo contenga,
es bueno y deseable, pero es imperfecto, y no puede salvarnos, hasta que llegue
a dar alcance al amor y ande mezclado con él, porque, así como dijo el gran
Apóstol, que, aunque entregase su cuerpo a las llamas y diese todos sus bienes a
los pobres, todo sería inútil sin la caridad, de la misma manera podemos decir,
con
verdad, que, aunque nuestra penitencia sea tan grande, que su dolor haga
derretir en lágrimas nuestros ojos y parta nuestros corazones de pesar, de nada
servirá para la vida eterna, si no tenemos el santo amor de Dios.
74 54
Mat., IV, 17.
XX Cómo la mezcla del amor
con el dolor se realiza en la contrición
Entre las tribulaciones y los pesares de un vivo arrepentimiento, Dios
introduce, con mucha frecuencia, en el fondo de nuestro corazón, el fuego
sagrado de su amor; después este amor se convierte en agua de muchas lágrimas,
las cuales, en virtud de una mueva transformación, se convierten de nuevo en un
mayor fuego de amor. De esta manera, la célebre amante arrepentida amó primero a
su Salvador, y este amor se convirtió en llanto, y este llanto en un amor más
excelente; por lo cual dijo nuestro Señor que se le habían perdonado muchos
pecados, porque había amado mucho 75.
La penitencia es un verdadero
desagrado, un dolor real, un arrepentimiento; pero, con todo, encierra la virtud
y las propiedades del amor, como que proviene de un motivo amoroso, y, por esa
propiedad, da la vida de la gracia. Por esta causa, la perfecta penitencia
produce dos efectos diferentes; porque, en virtud de su dolor y de la
detestación que incluye, nos separa del pecado y de las criaturas, a las cuales
el deleite nos había unido; y, en virtud del unitivo amoroso del cual trae su
origen, nos reconcilia y nos une con Dios, del cual nos habíamos alejado por el
desprecio; de forma que, al mismo tiempo que nos aparta del pecado, en su
calidad de arrepentimiento, nos une con Dios, en su calidad de amor.
Este arrepentimiento amoroso se practica, ordinariamente, por ciertas
aspiraciones o elevaciones del corazón a Dios, parecidas a las de los antiguos
penitentes: Vuestro soy, Señor, salvadme 76; Tened piedad de mí, Dios mío, tened
piedad de mí, ya que mi alma tiene puesta en Vos su confianza 77.
Sálvame,
oh Dios, porque las aguas han entrado hasta mi alma 78. Trátame como a uno de
tus jornaleros 79 Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador 80. No
sin razón han dicho algunos que la oración justifica; porque la oración
penitente, o el arrepentimiento suplicante, al levantar el alma hacia Dios y al
unirla de nuevo con su bondad, obtienen, indudablemente, el perdón, en virtud
del santo amor producido por aquel santo movimiento. Debemos, por lo mismo,
echar mano de aquellas jacula
torias que suponen un amoroso arrepentimiento y
un deseo ansioso de reconciliación con Dios, para que presentando, por su medio,
al Salvador nuestra tribulación 81 derramemos nuestras almas delante y dentro de
su compasivo corazón, que las escuchará con benevolencia.
75 55
Luc.,VII,47.
76 Sal., CX VIII, 94.
77 Sal., LVI, 2.
78
Sal., LXVIII, 2.
79 Luc.,XV,19.
80 Luc, XVIII, 13.
81
Sal.,CXLI,3.
XXI Cómo los
llamamientos amorosos de Dios nos ayudan y nos acompañan hasta conducirnos a la
fe y a la caridad
Entre el primer
despertar del pecado o de la incredulidad y la resolución última de creer
perfectamente, transcurre, con frecuencia, mucho tiempo, durante el cual se
puede orar, como lo hizo el padre del pobre lunático, el cual, según refiere San
Marcos, al confesar que creía, es decir, que comenzaba a creer, reconoció, a la
vez, que no creía bastante, pues exclamó: Creo, Señor, pero aumentad mi fe 82.
La inspiración celestial viene a nosotros y nos previene, moviendo
nuestras voluntades al santo amor de Dios. Si nosotros no la rechazamos, nos
envuelve y nos mueve, y nos impele continuamente hacia adelante; si no la
dejamos, ella no nos deja sin dejarnos antes en el puerto de la caridad
santísima, desempeñando por nosotros los tres oficios que el ángel San Rafael
hizo por su amado Tobías; nos guía en nuestro viaje, por la santa penitencia;
nos guarda de los peligros y de los asaltos del demonio,
y nos consuela,
anima y fortalece en las dificultades.
82 Marc.,IX,23.
XXII Breve descripción de la caridad
Has visto, Teótimo, de qué manera Dios, mediante un proceso
lleno de suavidad inefable, conduce al alma, a la que Él mismo hace salir del
Egipto del pecado, de amor en amor, como de mansión en mansión, hasta hacerla
entrar en la tierra prometida, es decir, en la caridad santísima, la cual, por
decirlo con una sola palabra, es una amistad, y no un amor interesado; no es una
simple amistad, sino una amistad de dilección, por la cual escogemos a Dios,
para amarle con un amor particular: porque la caridad ama a Dios por una estima
y una preferencia de su bondad, tan alta y tan encumbrada sobre toda otra
estima, que es un amor que las fuerzas de la naturaleza, ni humana ni angélica,
no pueden producirlo, sino que es el Espíritu Santo quien lo da y lo derrama
sobre nuestros corazones 83.
Esta es la causa por la cual la llamamos
amistad sobrenatural; pues también la llamamos así, porque se refiere a Dios y
tiende hacia El, no según la ciencia natural que tenemos de su bondad, sino
según el conocimiento sobrenatural de la fe. Por lo cual, junto a la fe y la
esperanza, establece su morada en la cumbre más alta del espíritu y, como reina
llena de majestad, se sienta en la voluntad, como en su trono, y desde allí
derrama sobre toda el alma sus navidades y dulzuras, haciéndola, por este
medio, toda hermosa, grata y amable a la divina bondad, de suerte que, si el
alma es un reino en el cual el Espíritu Santo es el rey, la caridad es la reina,
sentada a su diestra, con vestido bordado en oro y engalanada con varios adornos
84.
Luego, la caridad es un amor de amistad, una amistad de dilección
una dilección de preferencia, pero de preferencia incomparable, soberana y
sobrenatural, la cual es como un sol en el alma, para embellecerla con sus
rayos, en todas sus facultades espi rituales para perfeccionarla, en todas las
potencias para regirla, pero, en la voluntad, como en su trono, para residir en
ella y hacer que quiera y ame a Dios sobre todas las cosas. ¡OH! ¡Bienaventurado
el espíritu en el cual se hubiere derramado este
amor, pues juntamente con
él, recibirá todos los bienes 85.
83 63 Rom., V, 5.
84 64
Sal.,XLIV,10.
85 65 Sab., VII, 11.