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Tratado del
Amor de Dios
LIBRO TERCERO
Del progreso y de la perfección del amor
I Que el amor sagrado puede aumentar más y más en cada uno de nosotros
El sagrado concilio de Trento afirma que los amigos de
Dios, andando de virtud en virtud, 134
son cada día renovados, es decir,
progresan, por sus buenas obras, en la justicia que han recibido por la divina
gracia; y quedan más y más justificados, según estas celestiales enseñanzas; El
justo justifíquese más y más, y el santo más y más se santifique 135. Combate
por la justicia hasta la muerte136. En esta escalera el que no sube, baja 137;
en este combate, el que no vence es vencido.
Los que corren el estadio,
si bien todos corren, uno solo se lleva el premio. Corred, pues, de tal manera
que lo ganéis138. ¿Cuál es el premio, sino Jesucristo, y cómo podréis lograrlo,
si no le seguís? Si le seguís, andaréis y correréis siempre, pues Él nunca se
detiene, sino que continúa en su carrera de amor y de obediencia, hasta la
muerte, y muerte de cruz139.
Ve, pues, mi querido Teótimo, y no
tengas otra meta que la de tu vida, y mientras dure tu vida, corre en pos del
Salvador, pero ardorosa y velozmente, porque ¿de qué te servirá el seguirle, si
no logras la dicha de alcanzarle? Oigamos al profeta: Incliné mi corazón a la
práctica perpetua de tus justísimos mandamientos 140. No dice que los cumplirá
durante algún tiempo, sino siempre, y, porque quiere obrar bien eternamente,
obtendrá un eterno galardón. Bienaventurados los que proceden sin mancilla, los
que caminan según la ley del Señor 141.
La verdadera virtud no tiene
límites; siempre va más allá, de un modo particular la caridad, que es la virtud
de las virtudes, la cual, teniendo un objeto infinito, sería capaz de llegar a
serlo, si encontrase un corazón en el cual lo infinito tuviese cabida; pues nada
impide que este amor sea infinito sino la condición de la voluntad que lo
recibe, condición debida a la cual, así como jamás nadie verá a Dios en la
medida que es visible, así nadie podrá amarle en la medida que es amable. El
corazón que pudiese amar a Dios con un amor adecuado a la divina bondad, tendría
una sola voluntad infinitamente buena, lo cual solamente es propio de Dios. De
donde se sigue que la caridad puede, entre nosotros, perfeccionarse
indefinidamente, es decir, puede hacerse cada día más excelente, pero nunca
puede llegar a ser infinita.
La misma caridad de nuestro Redentor, en
cuanto Hombre, aunque es muy grande, y está por encima de cuanto los ángeles y
los hombres pueden llegar a comprender, no es, empero, infinita en su ser y en
sí misma, sino tan sólo en la estimación de su dignidad y de su mérito, porque
es la caridad de una persona de excelencia infinita, es decir, de una persona
divina, que es el Hijo eterno del Padre omnipotente.
Es, por lo tanto,
un favor extremado hecho a nuestras almas, el que puedan crecer indefinidamente
y cada día más en el amor de Dios, mientras están en esta vida caduca.
134 Sal.,LXXXIIL8.
135 Apoc, XXII, 11.
136 Ecl.,IV,33.
137 Gen., XXVIII, 12.
138 1 Cor., IX, 24.
139 Fil.,II,8.
140 Sal.,CXVIII, 112.
141Sal.,CXVIII,l. 141
II Cómo nuestro Señor ha hecho fácil el crecimiento
en el amor
¿Ves, Teótimo, este vaso de agua
142 o este pedazo de pan que un alma santa da a un pobre por amor a Dios? Pues
bien, esta acción, ciertamente insignificante y casi indignante consideración,
según el juicio humano, es recompensada por Dios, que al instante concede por
ella un aumento de caridad.
Digo que es Dios quien hace esto, porque la
caridad no crece por sí misma, como el árbol que produce sus ramas y hace, por
su propia virtud, que las unas salgan de las otras; al contrario, como quiera
que la fe, la esperanza y la caridad son virtudes que tiene su origen en la
bondad divina, debemos tener siempre nuestros corazones sueltos e inclinados
hacia ella, para impetrar la conservación y el aumento de estas virtudes. Oh
Señor—nos hace decir la santa Iglesia—, dadnos aumento de fe, de esperanza y de
caridad 143 a imitación de aquellos que decían al Salvador. Señor, aumenta
nuestra fe 144, y, según la advertencia de San Pablo, el cual asegura que
poderoso es Dios para colmarnos de todo bien 145.
Las abejas fabrican la
deliciosa miel, que es su obra más preciada; más no por esto la cera fabricada
también por ellas, deja de tener su valor y de hacer que su trabajo sea muy
recomendable. El corazón amante, se ha de esforzar en hacer las obras con gran
fervor, y ha de procurar que sean de un precio muy subido; pero, a pesar de
ello, si las hace más pequeñas, no perderá del todo su recompensa, porque Dios
se lo agradecerá, es decir, le amará cada vez un poco más, y nunca Dios comienza
a amar más aun alma que vive en caridad, sin que, a la vez, se le aumente, pues
nuestro amor a Él es el propio y peculiar efecto de su amor a nosotros.
Tal es el amor que Dios tiene a nuestras almas, tal el deseo de hacernos crecer
en el amor que debemos profesarle. Su divina dulzura hace que todas nuestras
cosas sean útiles; todo lo convierte en bien; hace que redunden en provecho
nuestro todos nuestros quehaceres, por humildes y sencillos que sean.
En
la esfera de las virtudes morales, las obras pequeñas no acrecientan la virtud
de la cual proceden, sino que más bien la disminuyen; porque una gran
generosidad perece, cuando comienza a dar cosas de poca monta, y de generosidad
se convierta en tacañería. Pero en la economía de las virtudes que estriban en
la misericordia divina, sobre todo en la caridad, todas las obras redundan en
aumento de las mismas; lo cual no es de maravillar, porque el amor sagrado, como
rey de las virtudes, nada tiene, pequeño o grande, que no sea amable, pues el
bálsamo, príncipe de los árboles aromáticos, nada posee, ni corteza, ni hojas,
que no exhale olor. ¿Y qué puede producir el amor que no sea amor y que no
tienda al amor?
142 Mat.,X,42.
143 Orat. dorn., XIII, post.
Pent.
144 Luc.,XVII,5.
II Cor., IX, 8. 145
III Cómo el alma, que vive en caridad, progresa en ella
Aunque, merced a la caridad derramada en
nuestros corazones, podamos andar en la presencia de Dios y progresar en el
camino de la salvación, siempre la divina bondad asiste al alma a la cual ha
dado su amor, y la sostiene continuamente con su mano. Porque, de esta manera,
1.°, da a conocer mejor la dulzura de su amor para con ella;
2.°, la va animando siempre, más y más;
3.°, la alivia contra las
inclinaciones depravadas y contra los malos hábitos contraídos por los
pecados pasados;
4.°, y finalmente, la sostiene y defiende contra las
tentaciones.
¿Acaso no vemos, oh Teótimo, que, con frecuencia, los
hombres sanos y robustos tienen necesidad de que se le excite, para que empleen
su fuerza y su vigor, y, por decirlo así, que se les acompañe de la mano hasta
la obra? Así, habiéndonos dado Dios su caridad, y, por ella, la fuerza y los
medios para adelantar en el camino de la perfección, con todo, su amor no le
permite dejarnos solos, sino que le impele a ponerse en camino con nosotros, le
insta a que nos inste, mueve su corazón a que mueva e impulse al nuestro a
emplear bien la caridad que nos ha dado, mediante la frecuente repetición, con
sus inspiraciones, de las advertencias que nos hace San Pablo: Os exhortamos a
no recibir en vano la gracia de Dios 146. Mientras tenemos tiempo hagamos bien a
todos 147. Corred de tal manera que ganéis el premio 148. Debemos pues hacer
cuenta, con frecuencia, que Dios repite a los oídos de nuestro corazón las
palabras que decía el santo padre Abraham: Camina delante de Mí y sé perfecto
149.
Sobre todo es necesaria una asistencia especial de Dios al alma que
tiene puesto el amor santo en empresas señaladas y extraordinarias; porque, si
bien la caridad, por pequeña que sea, nos da la suficiente inclinación, y, como
creo la fuerza bastante para aspirar y para acometer empresas excelentes y de
gran importancia, nuestros corazones tienen necesidad de ser impelidos y
levantados por la mano y por el movimiento de este gran Señor. Así S. Antonio y
S. Simeón Estilita estaban en caridad y en gracia de Dios, cuando se resolvieron
a emprender un género de vida tan levantado, y también la bienaventurada madre
Teresa, cuando hizo el voto especial de obediencia; S. Francisco y S. Luis,
cuando emprendieron el viaje a ultramar para la gloria de Dios; el
bienaventurado Francisco Javier, cuando consagró su vida a la conversión de los
indios; S. Carlos, cuando se puso al servicio de los apestados; S. Paulino,
cuando se vendió para rescatar el hijo de la pobre viuda: jamás, empero,
hubieran tenido arranques tan audaces y generosos, si a la caridad, que estaba
en sus corazones, no hubiera añadido Dios las inspiraciones, las advertencias,
las luces y las fuerzas especiales, por las cuales les animaba y lanzaba hacia
estas proezas de valor espiritual.
¿No veis al joven del Evangelio, al
cual nuestro Señor amaba, de lo que se desprende que vivía en caridad?150. En
manera alguna pensaba en vender todo cuanto tenía para darlo a los pobres y
seguir a nuestro Señor. Al contrario, cuando el Salvador le invitó a que hiciese
esto, ni siquiera entonces tuvo el valor de realizarlo. Para estas grandes
empresas, tenemos necesidad, no sólo de ser inspirados, sino también
robustecidos para poner en práctica lo que la inspiración exige de nosotros.
Como también, en las grandes acometidas de las tentaciones extraordinarias,
nos es absolutamente necesaria una presencia particular del celestial auxilio.
Por esta causa, la santa Iglesia nos hace decir con frecuencia: ¡Moved, oh
Señor, nuestros corazones! Te suplicamos, Señor, que prevengas nuestros actos
con santas inspiraciones y que con tu auxilio las continúes. ¡Oh Señor, acude
presto en nuestra ayuda!; para que, con tales preces, alcancemos la gracia de
poder hacer obras excelentes y extraordinarias y de hacer con más frecuencia y
con mayor fervor las ordinarias, como también para que podamos resistir con más
ardor a las pequeñas tentaciones y combatir valientemente las más fuertes.
146 II. Cor., VI, 1.
147 GáI.,VI, 10.
148 1Cor., IX, 24.
149 Gen., XVII, 1.
150 Mat.,XIX,21.
IV De la santa perseverancia en el sagrado amor
Así como una tierna madre que lleva consigo a su hijito, le
ayuda y le sostiene según lo necesite, unas veces dejándole dar algunos pasos en
los lugares llanos y menos peligrosos; otras dándole la mano y aguantándole;
otras tomándole en brazos y llevándole; de la misma manera, nuestro Señor tiene
un cuidado continuo de la dirección de sus hijos, es decir, de los hombres que
viven en caridad, haciéndoles andar delante de Él, dándoles la mano en las
dificultades, sosteniéndolos Él mismo en sus penas, pues ve que de otra manera,
se les harían insoportables. Lo cual declara por Isaías, cuando dice: Yo soy el
Señor tu Dios, que te tomo por la mano y te estoy diciendo: No temas, que Yo soy
el que te socorro151. Debemos, pues, con gran ánimo, tener una firmísima
confianza en Dios y en sus auxilios, porque, si correspondemos a su gracia,
llevará al cabo la buena obra de nuestra salvación, tal como la ha comenzado152,
obrando en nosotros no sólo el querer sino el ejecutar153, como lo advierte
también el santo concilio de Trento.
151 Is., XVI, 13.
152 Fil.,I,6.
153 Fil..II, 13.
En esta dirección que la dulzura de
Dios imprime en nuestras almas, desde que son introducidas en la caridad hasta
la final consumación de ésta, que no se produce sino en la hora de la muerte,
consiste el gran don de la perseverancia, al cual nuestro Señor vincula el gran
don de la gloria eterna, según nos ha dicho: Quien perseverare hasta el fin,
éste se salvará154; porque este don no es más que el conjunto de los diversos
favores, consuelos y auxilios, merced a los cuales nos conservamos en el amor de
Dios hasta el fin, como la crianza, la educación y la instrucción de un niño no
son otra cosa que una multitud de cuidados, ayudas y socorros, y de varios
oficios ejercitados y continuados con él hasta la edad en que ya no los
necesita.
Pero esta serie de socorros y favores no es igual en todos los
que perseveran, porque en unos es mucho más breve, como en los que se convierten
a Dios poco antes de su muerte, tal como le ocurrió al buen ladrón; al dichoso
portero que vigilaba a los cuarenta mártires de Sebaste, quien, al ver que uno
de ellos perdía el ánimo y dejaba la palma del martirio, se puso en su lugar, y
en un momento fue hecho, de una vez, cristiano, mártir y bienaventurado; y a
otros mil, de quienes hemos visto o sabido que han tenido la dicha de morir
bien, después de haber vivido mal.
No tienen éstos necesidad de una gran
variedad de auxilios; al contrario, si no les sobreviene alguna grave tentación,
pueden obtener una perseverancia muy breve, con la sola caridad que han recibido
y los auxilios, gracias a los cuales se han convertido; porque estos tales
llegan al puerto sin navegación y hacen toda su peregrinación de un solo salto,
que la omnipotente misericordia de Dios les hace dar tan a propósito, que sus
enemigos les ven triunfar, antes de verles combatir, y así su conversión y su
perseverancia son casi una misma cosa.
En otros, al contrario, la
perseverancia es muy prolongada, como en Santa Ana la profetisa, en San Juan
Evangelista, en San Pablo primer ermitaño, en San Hilarión, en San Romualdo, en
San Francisco de Paula; para éstos han sido menester mil diversos auxilios,
según la variedad de contingencias de su peregrinación y según la duración de
ésta.
Siempre, empero, la perseverancia es el don más deseable que
podemos esperar en esta vida, el cual, como dice el santo concilio, no es
posible recibir sino de Dios, que es el único que puede derribar al que está en
pie, y levantar al caído. Por esta causa, hemos de pedirlo continuamente,
empleando, a la vez, los medios que Dios nos ha enseñado para conseguirlo, como
la oración, el ayuno, la limosna, el uso de los sacramentos, el trato con los
buenos, el oír y leer cosas santas.
Y podemos decir con verdad,
juntamente con el Apóstol, que ni la vida, ni la muerte, ni los ángeles, ni lo
que hay de más alto ni de más profundo, podrá jamás separamos del amor de Dios
que está en Jesucristo nuestro Señor155. Sí, porque ninguna criatura puede
arrancarnos de este santo amor; únicamente nosotros podemos dejarlo y
abandonarlo, por nuestra propia voluntad, fuera de la cual nada, en este punto,
hemos de temer.
V Que la dicha de morir
en la divina caridad es un don especial de Dios
Finalmente, habiendo el rey celestial conducido al alma que ama hasta
nuestro término de esta vida, todavía la asiste en su dichoso tránsito, por el
cual la eleva hasta el tálamo nupcial de la gloria eterna, que es el fruto
delicioso de la santa perseverancia. Y entonces, querido Teótimo, esta alma
arrebatada toda de amor por su Amado, al representársele la multitud de los
favores y de los auxilios con que Dios la ha prevenido y asistido durante esta
peregrinación, besa sin cesar esta dulce mano, que la ha traído, conducido y
acompañado por este camino, y confiesa que de este divino Salvador ha recibido
toda su dicha, pues ha hecho por ella iodo cuanto el patriarca Jacob deseaba
para su viaje, después de haber visto la escalera del cielo.
¡Oh Señor!
—dice entonces—Vos habéis estado conmigo, y me habéis guardado en el camino por
el cual he venido; Vos me habéis dado el pan de vuestros Sacramentos para mi
sustento; Vos me habéis vestido el traje nupcial de la caridad; Vos me habéis
guiado hasta esta morada de gloria que es
vuestra mansión, oh Padre
eterno. ¡Ah Señor! ¿Qué me queda por hacer sino confesar que sois mi Dios por
los siglos de los siglos?
Tal es, pues, el orden de nuestra marcha hacia
la vida eterna, para cuya ejecución la divina Providencia ha dispuesto, desde la
eternidad, la multitud, de gracias necesarias para ello, con la mutua
dependencia de unas con respecto a otras.
Ha querido, en primer lugar,
con verdadero deseo, que, aun después del pecado de Adán, todos los hombres se
salven, pero de una manera y por unos medios adecuados a la condición de su
naturaleza dotada de libre albedrío, es decir, ha querido la salvación de todos
los que han prestado su consentimiento a las gracias y a los favores que les ha
preparado, ofrecido y distribuido con esta intención.
Ahora bien, quiso
que, entre estos favores, fuese el primero el de la vocación, y que ésta fuese
tan compatible con nuestra libertad, que pudiésemos aceptarla o rechazarla a
nuestro arbitrio; a aquellos de quienes previo que la aceptarían, quiso
procurarles los santos movimientos de la penitencia; dispuso que se concediese
la santa caridad a los que hubiesen de secundar estos movimientos; tomó el
acuerdo de dar los auxilios necesarios para perseverar a los poseedores de esta
caridad, y a los que habían de aprovecharse de estos divinos auxilios, resolvió
otorgarles la perseverancia final y la gloriosa felicidad de su amor eterno.
Podemos, pues, dar razón del orden de los efectos de la Providencia en lo
que atañe a nuestra salvación, descendiendo desde el primero hasta el último, es
decir, desde el fruto, que es la gloria, hasta la raíz de este hermoso árbol,
que es la redención del Salvador; porque la divina bondad da la gloria según
sean los méritos, los méritos según la caridad, la caridad según la penitencia,
la penitencia según la obediencia a la vocación, y la vocación según la
redención del Salvador, en la cual se apoya aquella mística escala de Jacob,
que, del eterno Padre, donde los elegidos son recibidos y glorificados, y del
lado de la tierra, surge del seno y del costado abierto del Señor, muerto en la
cima del Calvario.
Y que este orden en los efectos de la Providencia,
con su mutuo enlace, haya sido dispuesto por la voluntad eterna de Dios, aparece
atestiguado por la santa Iglesia, en una de sus oraciones solemnes, de esta
manera: Omnipotente y eterno Dios, que de vivos y muertos eres árbitro, y que
usas de misericordia con todos aquellos que, por su fe y sus obras, sabes que
han de ser tuyos156, como si dijese que la gloria, que es la consumación y el
fruto de la misericordia divina para con los hombres, sólo está reservada a
aquellos que, según la previsión de la divina sabiduría, serán, en el porvenir,
fieles a la vocación y abrazarán la fe viva, que obra por la caridad.
En
suma, todos estos efectos dependen absolutamente de la redención del Salvador,
que los ha merecido para nosotros, en todo rigor de justicia, por la amorosa
obediencia practicada hasta la muerte, y muerte de cruz157, la cual es la raíz
de todas las gracias que recibimos los que somos sus vástagos espirituales,
injertados en su tronco. Si, después de injertados, permanecemos158 en él,
llevaremos, sin duda, por la vida de la gracia que nos comunicará, el fruto de
la gloria que nos ha sido preparada; pero, si somos como renuevos e injertos
cortados de este árbol, es decir, si con nuestra resistencia quebramos la
trabazón y el enlace de los efectos de su bondad, no será de maravillar si, al
fin, nos arranca del todo y nos arroja al fuego159 eterno, como ramas inútiles.
Es indudable que Dios ha preparado el paraíso para aquellos de quienes
ha previsto que han de ser suyos. Seamos, pues, suyos por la fe y por las obras,
y Él será nuestro por la gloria; porque, si bien el ser de Dios es un don del
mismo Dios, es, empero, un don que Dios a nadie niega; al contrario, lo ofrece a
todos, para darlo a los que de buen grado consienten en recibirlo.
Pero,
ruégote, Teótimo, que veas con qué ardor desea Dios que seamos suyos, pues con
esta intención se ha hecho todo nuestro, dándonos su muerte y su vida: su vida,
para que fuésemos exentos de la muerte eterna; y su muerte, para que pudiésemos
gozar de la eterna vida. Permanezcamos, pues, en paz, y sirvamos a Dios para ser
suyos en esta vida mortal, y aún más en la vida eterna.
154 Mat.,X,22.
155 Rom., VIII, 38,39.
156 23 Ultima oración de las letanías
de los santos.
157 24 Fil.,II,8.
158 25 Jn.,XV,5.
Jn.,XV,6. 159
VI Que no podemos llegar a esta
perfecta unión de amor con Dios en esta vida mortal
¡Oh Dios mío! —dice San Agustín—, habéis creado mi corazón para Vos
y jamás tendrá reposo hasta que descanse en Vos: mas, ¿qué cosa puedo apetecer
en el suelo y qué he de desear sobre la tierra? Sí, Señor, porque Vos sois el
Dios de mi corazón, y mi herencia por toda la eternidad160. Sin embargo, esta
unión, a la cual nuestro corazón aspira, no puede llegar a su perfección en esta
vida mortal. Podemos comenzar a amar a Dios en este mundo, pero sólo en el otro
le amaremos perfectamente. La celestial amante lo expresa de una manera muy
delicada: He aquí que encontré al que adora
mi alma; asile y no le soltaré
hasta haberle hecho entrar en la casa de mi madre, en la habitación de la que me
dio la vida161. Encuentra, pues, a su Amado, porque Él le hace sentir su
presencia con mil consolaciones; gócese de Él, porque este sentimiento produce
vehementes afectos, por los cuales le estrecha contra sí y le abraza; asegura
que jamás le soltará. ¡Ah!, no; porque estos afectos se convierten en
resoluciones eternas. Con todo no piensa en darle el beso nupcial hasta que esté
con Él en la casa de su madre, que, como dice San Pablo, es la celestial
Jerusalén, donde, se celebrarán las bodas del Cordero162. Aquí, en esta vida
caduca, el alma está verdaderamente prometida y desposada con el Cordero
inmaculado, pero todavía no está casada con Él. La fe y la palabra se dan en
este mundo, pero queda diferida la celebración del matrimonio; por esta causa,
siempre cabe el desdecirse, aunque jamás haya
motivo para ello, pues nuestro
Esposo nunca nos dejará, si no le obligamos a ello con nuestra deslealtad y
perfidia. Pero, en el cielo, celebradas ya las bodas y consumada esta divina
unión, el vínculo de nuestros corazones con nuestro soberano Príncipe será
eternamente indisoluble.
VII Que la
caridad de los santos, en esta vida mortal, iguala y, aún excede, a veces, a la
de los bienaventurados
Cuando, después de
los trabajos y de los azares de esta vida mortal, las almas buenas llegan al
puerto de la eterna, son elevadas hasta el más alto grado de amor a que pueden
llegar, y este final acrecentamiento de amor que se les concede en recompensa de
sus méritos, se les reparte, no según una buena medida, sino según una medida
apretada y bien colmada, hasta derramarse163, como lo dijo nuestro Señor; de
suerte que el amor que se da como premio es, en cada uno, mayor que el que se le
dio para merecer. Ahora bien, no sólo cada uno en particular tendrá en el cielo
un amor que jamás tuvo en la tierra, sino que, además, el ejercicio del más
pequeño grado de caridad, en la vida celestial, será mucho más excelente y
dichoso, generalmente hablando, que el de la mayor caridad que se haya tenido,
se tenga o se pueda tener en esta vida caduca. Porque en el cielo los santos
practican el amor incesantemente, sin interrupción alguna, mientras que, en este
mundo, los más grandes siervos de Dios, obligados y tiranizados por las
necesidades de esta vida de muerte, se ven en el trance de tener que padecer mil
y mil distracciones, que, con frecuencia, los desvían del ejercicio del santo
amor.
En el cielo, Teótimo; la atención amorosa de los bienaventurados
es firme, constante e inviolable, de manera que no puede perecer ni disminuir.
Su intención es siempre pura y está exenta de toda confusión con cualquiera otra
intención inferior. En una palabra, la felicidad de ver a Dios claramente y de
amarle sin variación es incomparable. ¿Y quién podrá jamás igualar el bien, si
es que hay alguno, de vivir entre los peligros, las continuas tormentas, los
vaivenes y las perpetuas mudanzas que se padecen en el mar, con el contento de
estar en un palacio real, donde se encuentran todas las cosas que se pueden
desear y donde las delicias sobrepujan todos los deseos?
Hay, pues,
mayor contento, mayor suavidad y mayor perfección en el ejercicio del santo amor
entre los habitantes del cielo, que entre los peregrinos de esta miserable
tierra. Pero también ha habido personas tan dichosas en esta peregrinación, que
su caridad ha sido mayor que la de muchos santos que gozan ya en la eterna
patria. No es, ciertamente, verosímil que la caridad de San Juan, de los
Apóstoles y de los varones apostólicos no fuese mayor, aun mientras vivían en
este mundo, que la de los niños que, habiendo muerto con sólo la gracia
bautismal, gozan de la gloria de la inmortalidad.
No es cosa ordinaria
el que los pastores sean más valientes que los soldados, y, sin embargo, David,
pequeño pastor, que, al llegar al ejército de Israel, vio que todos eran más
diestros que él en el ejercicio de las armas, fue el más valiente de todos164.
Tampoco es cosa ordinaria el que los hombres mortales tengan más caridad que los
inmortales; mas a pesar de ello, ha habido mortales que, siendo inferiores en el
ejercicio del amor a los inmortales, los aventajan en la caridad y en el hábito
amoroso. Y, así como al comparar un hierro candente con una lámpara encendida,
decimos que el hierro tiene más fuego y más calor, y que la lámpara tiene más
llama y despide más luz; también, al comparar un niño glorioso con San Juan
todavía preso, o con San Pablo todavía cautivo, diremos que el niño en el cielo,
tiene más claridad y más luz en el entendimiento, más llama y mayor ejercicio
del amor en la voluntad, pero que San Juan y San Pablo tuvieron en la tierra más
fuego de caridad y más calor de dilección.
160 Sal.,LXXII,25,26.
161 Cant.,III,4.
162 Apoc, XIX, 9.
Luc.,VI,38. 163
VIII Del incomparable amor de la Madre de
Dios Nuestra Señora
En todo y
siempre, cuando trazo comparaciones, no es mi intento hablar de la Santísima
Virgen madre, Nuestra Señora, porque Ella es la hija de un amor incomparable; es
la única paloma, la toda perfecta165. Esposa, escogida, como el sol entre los
astros166. Y pasando más adelante, creo también que, así como la caridad de esta
Madre de amor sobrepuja a la de todos los santos del cielo en perfección,
asimismo la ejercitó de una manera mucho más excelente que ellos en esta vida
mortal.
Jamás pecó venialmente, según lo estima la Iglesia; nunca hubo
mudanzas ni retrasos en el progreso de su amor, antes al contrario, subió de
amor en amor con un perpetuo avance; no sintió ninguna contradicción del apetito
sensual, por lo que su amor reinó apaciblemente en su alma y produjo todos sus
efectos en la medida de sus deseos. La virginidad de su corazón y la de su
cuerpo fueron más dignas y más honorables que la de los ángeles. Por esta causa,
su espíritu, si se me permite emplear una expresión de San Pablo, no estuvo
dividido167 ni repartido, sino que anduvo solícito por las cosas del Señor y por
lo que había de agradar a Dios168. Finalmente, ¿qué no hubo de hacer en el
corazón de una tal Madre y para el corazón de un tal Hijo, el amor maternal, el
más apremiante, el más activo, el más ardiente de todos, amor infatigable y
jamás saciado?
No alegues que esta Virgen estuvo sujeta al sueño,
Teótimo. Porque ¿no ves que su sueño es un sueño de amor, de suerte que su mismo
Esposo la deja que duerma cuanto le plazca? Atiende bien a estas palabras: Os
conjuro —dice—, que no despertéis a mi amada, hasta que ella quiera169. Esta
reina celestial jamás dormía sino de amor, pues no concedía ningún reposo a su
cuerpo más que para vigorizarlo y hacerlo más apto para mejor servir, después, a
su Dios; acto, ciertamente, muy excelente de caridad.
Porque, como dice
el gran San Agustín, esta virtud nos obliga a amar convenientemente a nuestros
cuerpos, en cuanto son necesarios para la práctica de las buenas obras; forman
parte de nuestra persona y han de ser partícipes de la felicidad eterna. Un
cristiano ha de amar a su cuerpo como a la imagen viviente del cuerpo del
Salvador encarnado, como nacido, con Él, del mismo tronco, y, por consiguiente,
como algo que está unido con Él por lazos de parentesco y consanguinidad, sobre
todo después de haber renovado la alianza por la recepción real de este divino
cuerpo del Redentor, en el adorable sacramento de la Eucaristía, y de habernos
dedicado y consagrado a su soberana bondad, por el bautismo, la confirmación y
los demás sacramentos.
Mas, la Santísima Virgen, ¡debía amar a su cuerpo
virginal, no sólo porque era un cuerpo manso, humilde, puro, obediente al amor
santo, y estaba todo perfumado de mil sagradas dulzuras, sino también porque era
la fuente viva del cuerpo del Salvador y le pertenecía íntimamente por un
derecho incomparable! Por esto, cuando entregaba su cuerpo angelical al reposo
del sueño, le decía: Descansa, trono de la Divinidad; reposa un poco de tus
fatigas y repara tus fuerzas con esta dulce tranquilidad.
¡Qué consuelo
oír a San Juan Crisóstomo contar a su pueblo el amor que le tenía! «Cuando la
necesidad del sueño —dice—, cierra mis párpados, la tiranía de mi amor a
vosotros abre los ojos de mi espíritu; y muchas veces, entre sueños, me ha
parecido que os hablaba, porque el alma acostumbra a ver, en sueños, por la
imaginación, lo que ha pensado durante el día. Así, cuando no os veo con los
ojos de la carne, os veo con los ojos de la caridad.» ¡Ah, dulce Jesús!
¿Qué debía soñar vuestra santísima Madre, mientras dormía y su corazón velaba?
Tal vez soñaba, algunas veces, que, así como nuestro Señor había dormido sobre
su pecho, como un corderito sobre el blando seno de su madre, de la misma manera
dormía Ella en su costado abierto, como blanca paloma en los agujeros de las
peñas170. De suerte que su sueño, en cuanto a la actividad del espíritu, era
parecido al éxtasis, aunque, en cuanto al cuerpo, fuese un dulce y agradable
alivio y descanso. Y, si alguna vez soñó, los progresos y el fruto de la
redención obrada por su Hijo, en favor de los ángeles y de los hombres171,
¿quién podrá jamás imaginar la inmensidad de tan grandes delicias? ¡Qué
coloquios con su querido Hijo! ¡Qué suavidad por todas partes!
El
corazón de la Virgen madre permaneció perpetuamente abrasado en el amor que
recibió de su Hijo, hasta llegar al cielo, lugar dé su origen; tan cierto es que
esta madre es la Madre del amor hermoso172, es decir, la más amable, la más
amante y la más amada Madre de este único Hijo, que es también el más amable, el
más amante y el más amado de esta única Madre.
164 I Rey.,XVII,38,39.
165 Cant.. VI, 8.
Cant.. VI, 9. 166
167 1 Cor., VII,
33,34.
168 1 Cor., VII, 32.
169 Cant., II, 7.
170 Cant.,
II, 14.
171 Gen., XXVIII, 12.
172 Eccl.,XXIV,24.
IX Preparación para el discurso acerca de la unión
de los bienaventurados
El amor triunfante
de los bienaventurados en el cielo consiste en la final, invariable y eterna
unión del alma con Dios.
La verdad es el objeto de nuestro
entendimiento, el cual, por lo mismo, tiene todo su contento en descubrir y
conocer la verdad de las cosas, y, según que las verdades sean más excelentes,
con más gusto y más atención se aplica a ellas.
Mas, cuando nuestro
espíritu, levantado por encima de la luz natural, comienza a ver las sagradas
verdades de la fe, el alma se derrite, al oír la palabra de su celestial Esposo,
que le parece más dulce y más suave que la miel de todas las ciencias
humanas173.
¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón,
mientras nos hablaba por el camino?174 decíanlos dichosos peregrinos de Emaús,
hablando de las amorosas llamas de que se sentían tocados por la palabra de la
fe. Pues, sí las verdades divinas son tan suaves, propuestas a la sola luz
obscura de la fe, ¿qué ocurrirá, cuando las contemplemos a la luz meridiana de
la gloria?
Cuando al llegar a la celestial Jerusalén, veremos al gran
rey de la gloria, sentado en el trono de la sabiduría, manifestando, con
incomprensible claridad, las maravillas y los secretos eternos de su verdad
soberana, con tanta luz, que nuestro entendimiento verá presentes las cosas que
creyó en este mundo, entonces, mi querido Teótimo, ¡qué éxtasis, qué admiración,
qué dulzura! Jamás —diremos en un exceso de suavidad—Jamás hubiéramos creído
poder contemplar verdades tan deleitables.
173 Sal.,CXVIII, 103.
Luc, XXIV, 32. 174
X Que el deseo
precedente acrecentará en gran manera la unión de los bienaventurados con Dios
El deseo que precede el gozo hace que el
sentimiento de éste sea más agudo y refinado, y, cuanto más apremiante y más
fuerte, es el deseo, más agradable y deliciosa es la cosa deseada. ¡Oh Jesús
mío! ¡Qué gozo para el corazón humano ver la faz de la Divinidad, faz tan
deseada, faz que es el único deseo de nuestras almas! Nuestros corazones tienen
una sed que no puede ser extinguida por los goces de la vida mortal. No tengas
jamás reposo ni tranquilidad en esta tierra, alma mía, hasta que hayas
encontrado las frescas aguas de la vida inmortal y de la Divinidad santísima,
que son las únicas que pueden extinguir tu sed y calmar tus deseos.
Imagínate, Teótimo, con el Salmista, aquel ciervo175 que, acosado por la jauría,
siente que le faltan el aliento y los pies, y se arroja con avidez al agua que
anda buscando. ¡Con qué ardor se sumerge en este elemento! Parece que
gustosamente se derretiría y se convertiría en agua, para gozar más a sus anchas
de su frescura. ¡Qué unión la de nuestro corazón allá en el cielo, donde,
después de estos deseos infinitos del verdadero bien, jamás saciados en este
mundo, encontraremos su verdadero y abundante manantial!
XI De la unión de los espíritus bienaventurados con Dios en
la visión de la divinidad.
Las verdades
significadas en la palabra de Dios, son representadas en el entendimiento, como
las cosas reflejadas en el espejo son, por el espejo, representadas en el ojo,
de forma que, como dice el gran Apóstol, creer es ver como por un espejo176.
Pero, en el cielo, la Divinidad se unirá por sí misma a nuestro
entendimiento, sin la interposición de especie ni representación alguna; al
contrario, se aplicará y juntará por sí misma a nuestro entendimiento,
haciéndosele tan presente, que esta íntima presencia hará las veces de
representación y de especie. ¡Qué suavidad, para el entendimiento humano
permanecer siempre unido con su soberano objeto, recibiendo no su representación
sino su presencia; no una imagen o especie, sino la propia esencia de la divina
Verdad! Dios, nuestro padre, no se contenta con hacer que nuestro entendimiento
reciba su propia sustancia, es decir, con hacernos ver su divinidad, sino que,
además, por un abismo de su dulzura, Él mismo aplica su sustancia a nuestro
espíritu, para que la entendamos, no ya en especie o representación, sino en sí
misma y por sí misma; de suerte que su sustancia paternal y eterna sirve, ala
vez, de especie y de .objeto para nuestro entendimiento. Y entonces quedan
realizadas de una manera excelsa estas divinas promesas: Yo la amamantaré y la
llevaré a la soledad, y le hablaré al corazón177. Congratulaos con Jerusalén y
regocijaos con ella, a fin de que, así, saquéis abundante copia de delicias de
su consumada gloria. Vosotros seréis llevados a su regazo y acariciados sobre su
seno178.
Felicidad infinita, de la cual no sólo tenemos las promesas,
sino también las prendas en el santísimo sacramento de la Eucaristía, perpetuo
banquete de la gracia divina; porque, en ella recibimos la sangre del Salvador
en su carne, y su carne, en su sangre, para que sepamos que de la misma manera
nos aplicará su esencia divina en el festín eterno de la gloria. Es verdad que,
en este mundo, este favor se nos hace realmente, pero encubierto bajo las
especies y apariencias sacramentales; pero, allá, en el cielo, la Divinidad se
nos dará abiertamente, y la veremos cara a cara179, tal cual es.
175
Sal.,XLI,2.
176 1 Cor., XIII, 12.
177 Os., II, 14.
178
Is.,LXVI, 1012.
179 1 Cor., XIII, 12. 179
XII De la unión eterna de los espíritus bienaventurados con Dios
en la visión del nacimiento eterno del Hijo de Dios
Nuestro entendimiento, Teótimo, verá a Dios; pero, como he
dicho, le verá cara a cara, contemplando, merced a la visión de su verdadera y
real presencia, la propia esencia divina, y, en ella, sus infinitas bellezas, la
omnipotencia, la suma bondad, la omnisciencia, la justicia infinita y todo el
abismo de perfecciones.
Verá, pues, claramente, este
entendimiento, el conocimiento infinito que, desde toda la eternidad, el Padre
ha tenido de su propia hermosura, y cuya extensión, en Sí mismo, pronuncia
eternamente el Verbo, palabra y dicción absolutamente única e infinita, que
abarcando y representando toda la perfección del Padre, no puede ser sino un
mismo y único Dios con Él, sin división ni separación alguna.
Luego este
hijo, infinita imagen y figura de su Padre infinito, es un solo Dios
absolutamente único e infinito con el Padre, sin que exista ninguna distinción o
diferencia de sustancia de personas. Así Dios, que es sólo, no es, por esto,
solitario; porque es solo en su única y simplicísima divinidad; pero no es
solitario, porque es Padre e Hijo en dos personas. ¡Qué gozo, qué alegría, al
celebrar este nacimiento eterno, que se hace en los esplendores de los
santos180; o, mejor dicho, al verlo.
El dulcísimo San Bernardo, mozo
todavía, estaba, la noche de Navidad, en la iglesia de Chatillón, junto al Sena,
aguardando el comienzo de los divinos oficios. Durante esta espera, durmióse
ligeramente el buen jovencito, y vio en sueños, en espíritu, pero de una manera
muy clara y distinta, como el Hijo de Dios, desposado con la naturaleza humana y
hecho niño en las entrañas de su purísima Madre, nacía virginalmente de su
sagrado seno con una humilde suavidad mezclada con majestad celestial.
Visión, que de tal manera llenó de gozo el corazón amante de San Bernardo, que
conservó de ella, durante toda su vida, un recuerdo en extremo emocionante, de
suerte que, si bien durante toda su vida, como una abeja sagrada, recogió
siempre de todos los misterios divinos la miel de mil suaves y celestiales
consuelos, todavía la solemnidad de este nacimiento le llenaba de una suavidad
particular, y hablaba con un placer sin igual de la natividad de su Maestro.
Pues bien, si una visión mística e imaginaria del nacimiento temporal y humano
del Hijo de Dios, por el cual nacía hombre de una mujer, y virgen de una virgen,
arrebató y conmovió tan fuertemente el corazón de un niño, ¿qué ocurrirá, cuando
nuestros espíritus gloriosamente iluminados con la claridad de la
bienaventuranza, verán aquel nacimiento eterno, por el cual el Hijo procede Dios
de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, divina y eternamente?
Entonces nuestro espíritu se juntará, por una incomprensible complacencia, a
este objeto tan delicioso, y, por una inmutable atención, permanecerá unido a él
eternamente.
XIII De la unión de los
espíritus bienaventurados con Dios en la visión de la producción del Espíritu
Santo
Al ver el Padre eterno la
infinita bondad y belleza de su esencia, tan viva, esencial y substancialmente
expresada en su Hijo, y recíprocamente, al ver el Hijo que su misma esencia,
bondad y belleza está originariamente en su Padre como en su fuente o manantial,
¿es posible que este Padre divino y este Hijo no se amen con un amor infinito,
pues su voluntad, con la cual se aman, y su belleza, por cuya causa se aman, son
infinitas en el uno y en el otro?
Cuando el amor no nos encuentra
iguales, nos iguala; cuando no nos encuentra unidos, nos une. Ahora bien, al
encontrarse el Padre y el Hijo no solamente iguales y unidos, sino siendo un
mismo Dios, una misma esencia y una misma unidad, ¿cuál no ha de ser el amor que
mutuamente se tienen? Mas este amor no transcurre como el amor que las criaturas
intelectuales se tienen las unas a las otras o a su Creador. Porque el amor
creado es un conjunto de impulsos, suspiros, uniones y vínculos que se
entrelazan y forman la continuación del amor mediante una dulce sucesión de
movimientos espirituales. Pero el amor divino del Padre eterno a su Hijo se
realiza por un solo suspiro, recíprocamente exhalado por el Padre y por el Hijo,
que, de esta suerte, permanecen juntamente unidos y ligados.
Y, como
quiera que el Padre y el Hijo que suspiran tienen una esencia y una bondad
infinita, por la cual suspiran, es imposible que el suspiro no sea infinito, y,
como que no puede ser infinito sin que sea Dios, resulta que este espíritu
suspirado por el Padre y por el Hijo es verdadero Dios. Y, no habiendo ni
pudiendo haber más que un solo Dios, este espíritu es menester que sea una
tercera persona divina, la cual, con el Padre y con el Hijo, no sea, sino un
solo Dios. Y porque este amor es producido a manera de suspiro o inspiración, se
llama Espíritu Santo.
Si la amistad humana es tan agradablemente
amable y esparce un olor tan delicioso sobre los que la contemplan, ¿qué será,
ver el ejercicio sagrado del recíproco amor del Padre para con el Hijo eterno?
San Gregorio Nacianceno nos cuenta que la incomparable amistad que reinaba entre
él y su amigo Basilio, era celebrada en toda Grecia, y Tertuliano testificaba
que los paganos admiraban el amor más que fraternal que se profesaban los
primeros cristianos. ¡Con qué alabanzas y bendiciones será celebrada, con qué
admiración será honrada y amada la eterna y soberana amistad del Padre y del
Hijo! Nuestro corazón, Teótimo, se hundirá en un abismo de amor y de admiración
ante la hermosura y la suavidad del amor que este Padre celestial y este Hijo
incomprensible practican divina y eternamente.
180 Sal.,CIX,3.
XIV Que la santa cruz de la gloria servirá
para la unión de los espíritus bienaventurados con Dios
El entendimiento creado verá, pues, la esencia divina sin la
interposición de especie o representación alguna; pero sin embargo no la verá
sin que alguna excelente claridad le disponga, le lleve y le de fuerzas para que
sea capaz de una visión tan alta y de un objeto tan sublime y tan brillante.
Porque, así como la lechuza tiene la vista bastante fuerte para ver la luz
sombría de la noche serena, pero no para ver la claridad del mediodía, que es
demasiado resplandeciente para ser recibida por unos ojos tan turbios y
delicados, de la misma manera nuestro entendimiento, que tiene suficiente
capacidad para considerar las verdades naturales con sus propios discursos, y
aun las cosas sobrenaturales de la gracia, por la luz de la fe, no puede,
empero, ni por la luz natural ni por la luz de la fe, alcanzar a ver la
sustancia divina en sí misma.
Por esta causa, la suavidad de la
sabiduría eterna ha dispuesto no aplicar su esencia a nuestro entendimiento, sin
antes haberlo preparado, robustecido y habilitado para recibir una visión tan
eminente y tan desproporcionada a su condición natural, como lo es la visión de
la divinidad. El sol, soberano objeto de los ojos del cuerpo entre todas las
cosas naturales, no se presenta a nuestra vista sin enviar primero sus rayos,
por cuyo medio le podemos ver, de suerte que no le vemos sino por su luz.
Sin embargo, hay una gran diferencia entre los rayos que envía a nuestros
ojos y la luz que Dios creará en nuestros entendimientos en el cielo; porque el
rayo del sol corporal no fortalece nuestros ojos, que son flacos e impotentes
para verle, sino que los ciega, deslumbrándolos y desvaneciendo su débil vista;
en cambio, esta sagrada luz de la gloria, al encontrar a nuestros entendimientos
ineptos e incapaces de ver la divinidad, los eleva, vigoriza y perfecciona de
una manera tan excelente, que, por una maravilla incomprensible, miran y
contemplan directa y fijamente el abismo de la divina claridad en sí misma, sin
quedar deslumbrados y sin cerrarse ante la grandeza infinita de su brillo.
Y así como Dios nos ha dado la luz de la razón, por la cual podemos
conocerle como autor de la naturaleza, y la luz de la fe, por la cuál le
consideramos como fuente de la gracia, asimismo nos dará la luz de la gloria,
por la cual le contemplaremos como fuente de la bienaventuranza y de la vida
eterna, pero fuente que no contemplaremos de lejos, como lo hacemos ahora por la
fe, sino por la luz de la gloria, sumergidos y abismados en ella.
XV Que la unión de los bienaventurados con Dios
tendrá diferentes grados
Esta luz
de la gloria, será la que dará la medida a la visión y contemplación de los
bienaventurados y, según sea mayor o menor este santo resplandor, veremos más o
menos claramente, y por consiguiente más o menos felizmente, la santísima
Divinidad, la cual, diversamente contemplada, nos hará diversamente gloriosos.
Es verdad que, en este paraíso celestial todos los espíritus ven toda la esencia
divina; mas ninguno entre ellos, ni todos juntos, la ven ni pueden verla
totalmente, porque, siendo Dios absolutamente único y simplicísimamente
indivisible, no se puede ver sin que se vea todo; pero, siendo infinito, sin
límite, término, ni medida, no puede haber capacidad alguna, fuera de Él mismo,
que pueda jamás comprender o penetrar totalmente la infinidad de su bondad
infinitamente esencialmente infinita.
Esta infinidad divina siempre
tendrá en grado infinito muchas más excelencias que nosotros suficiencia y
capacidad, y nuestro contento será indecible, cuando, después de haber saciado
todos los deseos de nuestro corazón y de haber llenado colmadamente su capacidad
con el goce del bien infinito que es Dios, sepamos que, en esta infinidad,
todavía quedan infinitas perfecciones para ver, gozar y poseer, que sólo su
divina Majestad ve y comprende, pues sólo Ella se comprende a Sí misma.
Y, los espíritus bienaventurados se sienten arrebatados por una doble
admiración; por la infinita hermosura que contemplan, y por el abismo de la
afinidad que les queda por ver en esta misma hermosura. ¡Dios mío! ¡Qué
admirable es lo que ven! Pero, ¡cuánto más lo es lo que no ven! Y, sin embargo,
la santísima hermosura que ven, por ser infinita, les satisface y sacia
perfectamente, y contentándose con gozar de ella según el lugar que ocupan en el
cielo, a causa de la amable providencia divina, que así lo ha dispuesto,
convierten el conocimiento que tienen de no poseer y de no poder poseer
totalmente su objeto, en una simple complacencia de admiración, merced a la cual
tienen un gozo soberano, al ver que la belleza que aman es de tal manera
infinita, que no puede ser totalmente conocida sino por sí misma.
Porque en
esto consiste la divinidad de esta belleza infinita, o la belleza de esta
infinita divinidad.