Liturgia Católica
home
Tratado del
Amor de Dios
LIBRO CUARTO
De la decadencia y ruina de la caridad
I Que podemos perder la caridad y el amor de Dios mientras estamos en esta vida
mortal
No va dirigido este discurso a las grandes almas
escogidas, que Dios, por un favor especialísimo, de tal manera sostiene y
confirma en su amor, que están fuera de todo peligro de perderlo. Hablamos para
el resto de los mortales, a los cuales el Espíritu Santo dirige estas
advertencias: Mire no caiga el que piensa estar firme
181. Mantén lo que tienes
182. Esforzaos para asegurar vuestra vocación por medio de las buenas
obras
183.
Después de lo cual les hace pronunciar esta plegaria: No me arrojes
de tu presencia ni retires de mi tu santo espíritu 184
Y no nos dejes caer en la tentación 185, para que
obren su propia salvación con un santo temblor
186 y un temor saludable; sabiendo que no son constantes y firmes en
conservar el amor de Dios; que el primer ángel, con sus secuaces, y Judas, que
lo habían recibido, lo perdieron, y, perdiéndolo, se perdieron a sí mismos; que
nadie duda de que Salomón, habiéndolo una vez rechazado, se condenó; que Adán,
Eva, David, San Pedro, siendo hijos de salvación, no dejaron, empero, por algún
tiempo, de decaer en este amor, fuera del cual nadie se salva.
¿Cómo es
posible que un alma, que posee el amor de Dios, pueda un día perderlo? Porque
donde hay amor hay resistencia al pecado. Y, puesto que el amor es fuerte como
la muerte e implacable como el infierno 187 en el
combate, ¿cómo es posible que las fuerzas de la muerte o del infierno, es decir,
los pecados, venzan al amor, que, por lo menos, les iguala en fuerza, y les
aventaja en los auxilios y en derecho? ¿Cómo se explica que un alma racional,
que haya gustado una vez una tan grande dulzura, como lo es la del amor divino,
pueda seguir la vanidad de las criaturas?
Mi querido Teótimo, los mismos
cielos se pasman y las puertas celestiales se horrorizan
188, y los ángeles de paz
189 quedan sobrecogidos de admiración ante esta prodigiosa miseria del
corazón humano, que deja un bien tan amable, para unirse a unas cosas tan
rastreras.
Es imposible ver a la Divinidad y no amarla. Mas, en este
mundo, donde sin verla la entrevemos a través de las sombras de la fe, como en
un espejo 190,
nuestro conocimiento no es tan grande que no dé entrada a la sorpresa de
otros objetos y bienes aparentes,
los cuales, entre las obscuridades que se mezclan con la certeza y la verdad de
la fe, se deslizan insensiblemente como raposinas que están asolando las viñas
191. En fin, cuando poseemos la caridad, nuestro libre albedrío anda ataviado
con el vestido de bodas, del cual, así como puede estar siempre vestido, si así
lo quiere, puede también despojarse, por el pecado.
181 Cor.,X, 12.
182 Apoc, III, 11.
183 II Ped.,1,10.
184 Sal. L, 13.
185
Mat.,VI, 13.
186 Fil.,II, 12.
187 Cant.,Vlll,6.
188
Jer.,II, 12.
189 ls., XXXIII, 7.
190 Cor..XIII, 12.
191
Cant,11,15.
II Del enfriamiento del alma en el amor
sagrado
La caridad está, a veces, tan
desfallecida y abatida en el corazón, que casi no se manifiesta por ningún acto,
y, sin embargo, no deja de morar toda entera en la suprema región del alma, y
esto sucede cuando el santo amor, bajo la multitud de los pecados veniales, como
bajo la ceniza, permanece cubierto, con su brillo amortiguado, aunque no apagado
ni extinguido; porque, así como la presencia del diamante estorba e impide el
ejercicio y la acción de la propiedad que el imán posee para atraer el hierro,
sin privarle, con todo, de dicha propiedad, la cual obra en cuanto el
impedimento es removido; de la misma manera, la presencia del pecado venial no
arrebata a la caridad su fuerza y su potencia para obrar, pero la entorpece, en
cierto modo, y la priva del uso de su actividad, de suerte que queda inactiva,
estéril e infecunda.
Es cierto que ni el pecado venial ni el afecto al
mismo son contrarios a la resolución esencial de la caridad, que es la de
preferir a Dios sobre todas las cosas, pues, por este pecado, amamos alguna cosa
fuera de razón, pero no contra razón; nos inclinamos, con algún exceso y más de
lo que conviene, a la criatura, pero sin preferirla al Creador; nos entretenemos
demasiado en las cosas de la tierra, pero no dejamos por ellas las celestiales.
En una palabra, este pecado hace que andemos con retraso por el camino de la
caridad, pero no nos aparta de él, por lo que, no siendo el pecado venial
contrario a la caridad, jamás la destruye, ni en todo ni en parte.
Este afecto, pegándonos demasiado al goce de las criaturas, estorba la
intimidad espiritual entre Dios y nosotros, a la cual la caridad, como verdadera
amistad, nos incita. Por lo mismo, hace que perdamos los auxilios y los socorros
interiores, que son como los espíritus que dan vida y alientos al alma, y de
cuya falta proviene la parálisis espiritual, la cual, si no se le pone remedio,
nos acarrea la muerte. Porque, en último término, siendo la caridad una cualidad
activa, no puede durar mucho tiempo sin obrar o perecer.
Los espíritus
viles, perezosos y entregados a los placeres exteriores, no estando instruidos
para los combates, ni ejercitados en las armas espirituales no velan casi nunca
por la caridad, y, ordinariamente, se dejan sorprender por la culpa mortal; lo
cual acontece más fácilmente, cuando el alma, por el pecado venial, está más
dispuesta para caer en el pecado mortal.
III
Cómo se deja el divino amor por el amor a las criaturas
Esta desgracia, a saber, la de dejar a Dios por la criatura,
sobreviene de esta manera. Nosotros no amamos a Dios sin intermitencias, porque,
en esta vida mortal, la caridad está en nosotros a manera de simple hábito, del
cual, usamos, cuando nos place, y nunca contra nuestro querer. Luego, cuando
nosotros no ejercitamos la caridad que poseemos, es decir, cuando no aplicamos
nuestro espíritu a las prácticas del amor sagrado, porque lo tenemos distraído
en otras ocupaciones, o porque, perezoso de suyo, permanece inútil y negligente,
entonces, puede ser tocado de algún objeto malo y sorprendido por alguna
tentación.
Esto sucedió a nuestra madre Eva, cuya perdición comenzó por
cierto entretenimiento que halló en conversar con la serpiente y en la
complacencia que sintió al oírla hablar del acrecentamiento de su ciencia, y al
ver la hermosura del fruto prohibido; de suerte que aumentando la complacencia
con el entretenimiento y éste con la complacencia, se encontró, al fin, tan
comprometida, que, dejándose llevar hasta el consentimiento, cometió el
desdichado pecado, al cual arrastró después a su esposo
192
Si no nos entretuviésemos en la vanidad de los placeres caducos, y,
sobre todo, en complacer a nuestro amor propio, sino que, una vez en nuestro
poder la caridad, fuésemos cuidadosos de volar directamente hacia donde ella nos
lleva, nunca las sugestiones ni las tentaciones harían presa en nosotros.
Dios no quiere impedir que las tentaciones nos combatan, para que,
resistiendo, se ejercite más y más la caridad, y pueda, por el combate, reportar
la victoria, y, por la victoria, obtener el triunfo. Pero el que
tengamos cierta inclinación a deleitarnos en las tentaciones, proviene de la
condición de nuestra naturaleza, que ama tanto el bien, que está
expuesta a ser atraída por todo lo que de bien tiene alguna apariencia; y lo que
la tentación nos ofrece como cebo siempre tiene este aspecto. Porque, como
enseñan las sagradas Letras, o es un bien honroso según el mundo, a propósito
para provocar la soberbia de la vida mundana, o un bien deleitable a los
sentidos, para arrastrarnos a la concupiscencia de la carne, o un bien útil para
enriquecernos y para incitarnos a la avaricia o concupiscencia de los ojos
193. Si nuestra fe fuese tal, que supiese discernir entre los verdaderos bienes,
que podemos procurar, y los falsos, que debemos rechazar, y que estuviese
vivamente atenta a sus deberes, entonces sería el seguro centinela de la caridad
y le avisaría la presencia del mal que se acerca al corazón, y la caridad lo
rechazaría al punto.
Mas, porque nuestra fe está, ordinariamente, dormida, o menos atenta de lo que
la conservación de nuestra caridad requiere, somos, con frecuencia, sorprendidos
por la tentación, y, al seducir ésta nuestros sentidos, y al incitar éstos la
parte inferior de nuestra alma a la rebelión, sucede, muchas veces, que la parte
superior de la razón cede al empuje de esta rebeldía, y, cometiendo el pecado,
pierde la caridad.
Con todo su séquito, es decir, con todos los dones
del Espíritu Santo y demás virtudes celestiales, que son sus inseparables
compañeras, si no son sus disposiciones y propiedades; y no queda, en nuestra
alma, ninguna virtud de importancia, fuera del don de la fe, que, con su
ejercicio, puede hacernos ver las cosas eternas, y el de la esperanza con su
acción, los cuales, aunque tristes y afligidos, mantienen en nosotros la calidad
y el título de cristiano que se nos confió por el bautismo. ¡Qué espectáculo más
lamentable para los ángeles de paz, el ver cómo el Espíritu Santo y su amor
salen de las almas pecadoras!
192 12 Gen., III, l y sig.
193 I
Jn. I,16
IV Que el amor sagrado se pierde en un
momento
El amor a Dios, que nos lleva hasta el
desprecio de nosotros mismos, nos hace ciudadanos de la Jerusalén celestial; el
amor a nosotros mismos, que nos impele hacia el desprecio de Dios, nos hace
esclavos de la Babilonia infernal. Ahora bien, es cierto que hacia el desprecio
de Dios caminamos poco a poco; mas cuando llegamos a él, entonces, en seguida y
en un instante, la caridad se separa de nosotros, o, mejor dicho, perece
eternamente. En este desprecio de Dios consiste el pecado mortal, y un solo
pecado mortal ahuyenta la caridad del alma, en cuanto rompe el vínculo y la
unión de ésta con Dios, que es la obediencia y la sumisión a su voluntad. Y, así
como el corazón humano no puede estar vivo y partido, tampoco la caridad, que es
el corazón del alma y el alma del corazón, nunca puede ser lesionada sin que
muera.
Los hábitos que adquirimos sólo por los actos humanos, no perecen
por un solo acto contrario, pues nadie dirá que un hombre sea intemperante por
haber cometido un solo acto de intemperancia, ni que un pintor no sea un buen
artista, por haberse equivocado una vez en su arte; así como todos estos hábitos
no se engendran en nosotros sino por la impresión de una
serie de muchos actos, de la misma manera, no los perdemos sino por una
prolongada interrupción de sus actos o por una multitud de actos contrarios.
Pero la caridad nos es arrebatada en un instante, en seguida que, desviando
nuestra voluntad de la obediencia que debemos a Dios, acabamos de consentir en
la rebelión y en la deslealtad, a la cual la tentación nos incita.
El
Espíritu Santo, una vez ha infundido la caridad en el alma, la acrecienta de
grado en grado y de perfección en perfección del amor, siendo la
resolución de preferir la voluntad de Dios a todas las cosas, el punto
esencial del amor santo.
Luego, cuando nuestro libre albedrío se
resuelve a consentir en el pecado, dando muerte, de esta manera, a aquel
propósito, la caridad muere con éste, y el alma pierde, en un instante su
esplendor, su gracia y su hermosura, que consiste en el santo amor.
V Que la sola causa de la falta o del enfriamiento de la caridad es la voluntad
de las criaturas
El sagrado concilio de
Trento inculca divinamente a todos los hijos de la Iglesia santa, que la divina
gracia nunca falta a los que hacen lo que pueden e invocan el auxilio celestial,
y que Dios nunca deja a los que han sido una vez por Él justificados,
a no ser que sean ellos los primeros en dejarle, de suerte que, si son fieles a
la gracia, conseguirán la gloria.
Todos los hombres somos viajeros, en
esta vida mortal; casi todos nos hemos dormido voluntariamente en la iniquidad;
y Dios, sol de justicia, ha lanzado a manera de dardos, no sólo suficientemente,
sino también con abundancia, los rayos de sus inspiraciones sobre todos
nosotros, y ha dado calor a nuestros corazones con sus bendiciones, tocando a
cada uno con los atractivos de su amor. ¿Cuál es la causa de que sean tan pocos
los que se sienten movidos por estos alicientes y que sean muchos menos los que
por ellos se dejan prender?
Ciertamente, los que, siendo atraídos y
después movidos, siguen la inspiración, tienen un gran motivo para regocijarse,
de ello, mas no para gloriarse. Para regocijarse, porque gozan de un gran bien;
mas no para gloriarse, pues todo es por pura bondad de Dios, que, dejando para
ellos la utilidad de su beneficio, se reserva la gloria para Sí.
Mas, en
cuanto a los que permanecen en el sueño del pecado, ¡con cuánta razón, oh Dios
mío, se lamentan, gimen, lloran y se duelen! porque han caído en la más
lamentable desdicha; pero sólo tienen razón de dolerse y de quejarse de sí
mismos, porque han despreciado y sido rebeldes a la luz, reacios a los
atractivos, y se han obstinado contra la inspiración; de suerte que sólo a su
malicia deben, para siempre, su maldición y su confusión, pues son los únicos
autores de su pérdida, los únicos causantes de su condenación. Así, habiéndose
quejado los japoneses a San Francisco Javier, su apóstol, de que Dios, que había
tenido tan gran cuidado de otras naciones, parecía haber olvidado a sus
predecesores, no habiéndoles concedido su conocimiento, por falta del cual
pudieran haberse perdido, respondióles el varón de Dios que, habiendo sido
plantada la ley divina natural en el alma de todos los mortales, si sus
antepasados la observaron, fueron, sin duda, iluminados por la luz celestial;
pero, si la quebrantaron, merecieron ser condenados.
Respuesta
apostólica de un hombre apostólico, y enteramente semejante a la razón que el
gran Apóstol da de la pérdida de los gentiles, de los cuales dice que no tienen
disculpa, porque habiendo conocido el bien siguieron el mal,
194 pues esto es, en pocas palabras, lo que inculca a los romanos en el primer
capítulo de su epístola. Y desgracia sobre desgracia para los que no conocen que
su desgracia proviene de su malicia.
VI Que debemos atribuir a Dios todo el amor que le tenemos
La Iglesia nuestra madre, con un ardiente celo,
quiere que atribuyamos a nuestra salvación y los medios para llegar a ella a la
sola misericordia del Salvador, para que, así en la tierra como en el cielo,
sólo a Él se dé todo el honor y toda la gloria.
¿Qué tienes que no hayas
recibido? —dice el Apóstol, hablando de los dones de ciencia, elocuencia y de
las demás cualidades de los pastores eclesiásticos—, y, si lo que tienes lo has
recibido, ¿de qué te jactas, como si no lo hubieses recibido?
195. Es verdad que todo lo hemos recibido de Dios, pero, por encima de
todas las cosas, hemos recibido los bienes sobrenaturales del santo amor.
Si alguno quisiera envalentonarse, por haber hecho algunos progresos en el amor
de Dios —le diríamos— ¡infeliz criatura!, estabas desfallecida en tu maldad, sin
que te quedasen fuerzas ni vida para levantarte, y Dios, por su infinita
misericordia, corrió en tu ayuda, introduciendo en tu corazón su santa
inspiración, y tú la recibiste; después, una vez recobraste el sentido, continuó
robusteciendo tu espíritu con diversos movimientos y diferentes medios, hasta
que derramó en él su caridad, como salud perfecta y vivificadora.
Dime,
pues, ahora, ¿qué parte tienes en todo esto para que puedas vanagloriarte? Si
Dios no te hubiese prevenido, no hubieras jamás sentido su bondad, ni por
consiguiente, consentido en su amor, ni siquiera hubieras tenido un solo buen
pensamiento para Él. Su movimiento ha dado su ser y su vida al tuyo, y, si su
liberalidad hubiera sido siempre inútil para tu salvación. Confieso que has
cooperado a la inspiración con tu consentimiento; pero, tu cooperación ha traído
su origen de la acción de la gracia y, a la vez, de tu libre voluntad; así que,
si la gracia no hubiese prevenido y llenado tu corazón con su auxilio, jamás
hubieras podido ni querido prestar tu cooperación.
Nosotros podemos
estorbar los efectos de la inspiración, pero no podemos dárnoslos: ella saca su
fuerza y su virtud de la bondad divina, que es el lugar de su origen, y no de la
voluntad humana, que es el lugar de su término.
Es, pues, la
inspiración la que imprime en nuestro libre albedrío la feliz y suave influencia
por la cual, no sólo le hace ver la belleza del bien, sino que, además, la
enardece, la ayuda, le da fuerzas y la mueve dulcemente, de suerte que por este
medio se desliza gustoso del lado del bien.
Sí tenemos algo de amor a
Dios, para Él sea el honor y la gloria, que todo lo ha hecho en nosotros de
manera que, sin Él, nada se hubiera hecho; y quede para nosotros el provecho y
la obligación. Porque esta es la distribución que hace su divina bondad: deja el
fruto para nosotros, y reserva para sí el honor y la alabanza; y a la verdad,
puesto que nada somos sino por su gracia, nada debemos ser sino para su gloria.
194 Rom.,1,20,21.
1 Cor. IV, 7. 195
VII
Que hemos de evitar toda curiosidad y conformarnos humildemente con la
sapientísima providencia de Dios
Es tan débil el
espíritu humano, que, cuando quiere investigar con excesiva curiosidad las
causas y las razones de la voluntad divina, se embaraza y enreda entre los hilos
de mil dificultades, de los cuales, después, no puede desprenderse. Se parece al
humo, que, conforme sube, se hace más sutil, y acaba por disiparse. A fuerza de
querer remontarnos con nuestros discursos hacia las cosas divinas, por
curiosidad, nos envanecemos en nuestros pensamientos 196
y, en lugar de llegar al conocimiento de la verdad, caemos en la locura de
nuestra vanidad 197.
Pero, de un modo particular,
respecto a la Providencia divina, somos caprichosos en lo que atañe a los medios
que ella reparte para atraernos a su santo amor, y por su santo amor, a la
gloria. Porque nuestra temeridad nos impele siempre a indagar por qué Dios da
más medios a unos que a otros; por qué atrae a su amor a uno con preferencia a
otro.
Dios hace todas las cosas con gran sabiduría, ciencia y razón,
pero de suerte que, no habiendo penetrado el hombre en el divino consejo, cuyos
juicios y planes están muy por encima de nuestra capacidad, debemos adorar
devotamente sus decretos, como sumamente justos, sin indagar los motivos, que
reserva para Sí, para mantener nuestro entendimiento en el respeto y en la
humildad que se le deben.
San Agustín, en muchos pasajes de sus obras,
enseña esta misma práctica: «Nadie —dice— puede ir hacia el Salvador, si no es
atraído. A quién atrae y a quién no atrae; por qué atrae a éste y no atrae a
aquél, no quieras juzgarlo, si no quieres errar. Escúchame y procura entenderme.
¿No eres atraído? Ruega, para que lo seas
198.
Ciertamente, al cristiano que vive de la fe y que no conoce, sino en parte, lo
que es perfecto, tiene bastante con saber y creer que Dios no libra a nadie de
la condenación, sino por una misericordia gratuita, por Jesucristo nuestro
Señor, y que no condena a nadie, sino por su justísima verdad, por el mismo
Jesucristo. Pero saber por qué libra a éste más bien que a aquél, que escudriñe
quien pueda en esta inmensa profundidad de sus juicios, pero que se guarde del
precipicio, pues sus juicios, aunque secretos, no son por esto injustos
199. Decimos otra vez: ¿Quién eres tú, ho hombre, para reconvenir a Dios?
200. Sus juicios son incomprensibles. Y añadimos: No te metas en inquirir
lo que está por encima de tu capacidad ni escudriñar aquellas cosas que exceden
tus fuerzas 201.
Siempre me ha parecido admirable y simpática la sabia modestia y la
prudentísima humildad del doctor seráfico San Buenaventura, en su discurso
acerca de la razón por la cual la divina Providencia destina a los elegidos a la
vida eterna.
«Tal vez —dice— está la razón en la previsión de las buenas
obras que hará aquel que es atraído; pero poder decir qué buenas obras son
éstas, la previsión de las cuales sirve de motivo a la divina voluntad, ni lo sé
claramente, ni quiero escudriñarlo; y no existe más razón que la de cierta
congruencia, de suerte que podríamos dar alguna, y ser otra. Por lo mismo, no
podemos indicar con certeza ni la verdadera razón ni el verdadero motivo de la
voluntad de Dios en este punto; porque, aunque la verdad sea certísima, está,
con todo, muy lejos de nuestros pensamientos, de manera que nada podemos decir
con seguridad, si no es por revelación de Aquel a quien todas las cosas son
conocidas. Y, puesto que no era conveniente para nuestra salvación el
conocimiento de estos secretos, era útil que los ignorásemos, para conservarnos
en humildad; por lo cual Dios no quiso revelarlos, y ni aún el mismo Apóstol se
atrevió a investigarlos, sino que, al contrario, reconoció la insuficiencia de
nuestro entendimiento a este propósito, cuando exclamó: ¡Oh profundidad de los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! 202.
¿Se puede hablar más santamente Teótimo, de un tan santo misterio? Éstas son las
palabras de un muy santo y juicioso doctor de la Iglesia.
196 Rom.,
1,21.
197 Rom., 1,22.
198 1 Tract. XXVI, in Joan.
199
Ep.CV.
200 De bono perseq., XXII.
201 Rom., IX, 20.
VIII Exhortación a la amorosa sumisión que debemos a los decretos de la
Providencia divina
Las razones de la voluntad
divina no pueden ser penetradas por nuestro espíritu, mientras no veamos la faz
de Aquel que abarca fuertemente de un cabo a otro todas las cosas y las ordena
todas con suavidad 203, disponiéndolo todo en número,
pero y medida
204, por lo que dice el Salmista: Todo lo has hecho sabiamente
205.
¡Cuántas veces acontece que ignoramos el cómo y el porqué de las mismas
obras de los hombres! Se cuenta de los indios que se divierten días enteros
junto a un reloj, para oír como da las horas a su debido tiempo, y que, al no
poder adivinar como se hace aquello, no dicen, empero, que ocurre sin arte ni
razón, sino que permanecen arrebatados por el afecto y reverencia que sienten
por aquellos que gobiernan los relojes, a los que admiran como a seres
sobrehumanos.
Nosotros, vemos también el universo, sobre todo la
naturaleza humana, como un reloj, con una variedad tan grande de acciones y
movimientos, que no podemos impedir nuestra admiración. Y sabemos, en general,
que estas piezas tan diversas sirven todas, o para mostrar, la santísima
justicia de Dios, o para manifestar la triunfante misericordia de su bondad,
como por un toque de alabanzas. Pero conocer, en particular, el empleo de cada
pieza, o cómo está ordenada al fin general, o por qué está hecha de esta manera,
no lo podemos entender, si el soberano artífice no nos lo enseña. Ahora bien,
para que le admiremos con mayor reverencia, no nos manifestará su arte hasta que
nos arrebate, en el cielo, con la suavidad de su sabiduría, cuando en la
abundancia de su amor, nos descubra las razones, los medios,
206 los motivos de todo cuanto habrá ocurrido, en este mundo, en provecho
de nuestra salvación eterna.
«Nos parecemos —dice el gran Nacianceno— a
los que padecen vértigo o mareo. Parecéis a éstos que todo, en torno suyo, da
vueltas de arriba abajo, si bien lo que da vueltas no son los objetos sino su
cerebro y su imaginación. Porque, de una manera parecida, cuando ocurren algunos
hechos cuyas causas son desconocidas, nos parece que las
cosas del mundo andan gobernadas sin razón, porque ignoramos éstas.
Creamos, pues, que, así como Dios es el autor y el padre de todas las cosas, así
también tiene cuidado de ellas por su providencia, la cual abarca toda la
máquina de las criaturas; y, sobre todo, creamos que Él preside todos nuestros
asuntos, aunque nuestra vida aparezca agitada por tantas contrariedades y
accidentes, cuya razón desconocemos, para que, no pudiendo llegar a este
conocimiento, admiremos la razón soberana de Dios, que sobrepuja todas las
cosas; porque, entre nosotros, suelen ser fácilmente conocidas; mas lo que está
por encima de la cumbre de nuestra inteligencia, cuanto más difícilmente se
entiende, tanto mas excita nuestra admiración. Ciertamente, las razones de la
Providencia serían muy bajas, si estuviesen al alcance de nuestros débiles
espíritus; serían menos amables en su suavidad y menos admirables en su
majestad, si estuviesen menos alejadas de nuestra capacidad.»
Exclamemos, pues, Teótimo, en todas las ocasiones, pero con un corazón
enteramente enamorado de la Providencia, toda sabia, todopoderosa y toda dulce
de nuestro Padre eterno: ¡Oh profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia de Dios!
207.
¡Oh Señor Jesús, qué excesivas son las riquezas de la bondad divina! Su amor
para con nosotros es un abismo incomprensible; por esta causa, nos ha preparado
una rica suficiencia o, mejor dicho, una rica abundancia de medios a propósito
para salvarnos; y, para aplicárnoslos con suavidad, usa de una gran sabiduría,
pues, con su infinita ciencia, prevé y conoce todo cuanto para este fin se
requiere. ¡Ah! ¿Qué podemos temer? Antes bien ¿qué no hemos de esperar siendo
hijos de un Padre tan rico en bondad para amarnos y querernos salvar, tan sabio
para disponer los medios convenientes para ello, tan prudente en aplicarlos, tan
bueno en querer, tan clarividente en ordenar, tan prudente en ejecutar? No
permitamos jamás que nuestros espíritus anden revoloteando, por curiosidad, en
torno de los juicios divinos; porque, como mariposillas, veremos quemadas
nuestras alas y pereceremos en este fuego sagrado.
202 Rom.,XI,33.
203 Ecl.,III,22.
204 Rom., XI, 33.
205 Sab.,VIII,I
206
Sab.XI,21.
IX De un cierto rastro de amor,
que muchas veces permanece en el alma que ha perdido la santa caridad
La caridad, por la multitud de actos que
produce, imprime en nosotros cierta facilidad para amar, y la deja en nosotros,
aun después que hemos sido privados de su presencia. Cuando era joven, vi en un
pueblo cercano a París, una caverna en la cual había un eco que repetía muchas
veces las palabras que pronunciábamos junto a ella.
Si algún ignorante,
sin experiencia, hubiese oído aquella repetición de palabras, hubiera creído que
algún hombre hablaba desde el fondo. Pero nosotros, por el estudio, sabíamos ya
que nadie en la caverna repetía las palabras, sino que tan sólo había allí unos
huecos, en uno de los cuales se recogían nuestras voces, y, como no pudiesen
pasar más allá, para no extinguirse del todo y aprovechar las fuerzas que les
quedaban, producían otras voces, y éstas, reunidas en otro hueco, producían
otras, y así sucesivamente, hasta llegar a once repeticiones; pero estas voces,
producidas en aquellas concavidades, no eran voces, sino reminiscencias y
reflejos de las primeras.
Y, de hecho, había mucha diferencia entre
nuestras voces y aquéllas; porque cuando nosotros soltábamos una larga serie de
palabras, los ecos sólo repetían algunas, acortaban la pronunciación de las
sílabas, que se deslizaban con gran rapidez y con tonos y acentos en nada
parecidos a los nuestros, y comenzaban a emitir estas palabras cuando nosotros
ya habíamos acabado de pronunciarlas.
Resumiendo, no eran voces de un hombre
vivo, sino, por decirlo así de una roca, de una roca hueca e inerte, las cuales
reproducían tan bien la voz humana, de la cual traían su origen, que cualquier
ignorante se hubiera quedado sorprendido y burlado.
Permíteme ahora que
te diga: Cuando el santo amor de caridad encuentra un alma manejable y hace en
ella larga morada, produce un segundo amor, que no es amor de caridad, aunque
tiene en ésta su origen; al contrario, es un amor humano, el cual, empero, de
tal manera se parece a la caridad, que, aunque ésta se extinga en el alma,
parece que se conserva en ella, por haber dejado tras sí esta su imagen y
semejanza que la representa; de manera que un ignorante fácilmente se engañaría.
Sin embargo es muy grande la diferencia entre la caridad y el amor
humano que produce en nosotros; porque la voz de la caridad repite, intima y
pone en práctica todos los mandamientos de Dios en nuestros corazones, pero el
amor humano, que queda después de ella, los repite e intima algunas veces, pero
no los practica todos, sino tan sólo algunos: la caridad recoge todas las
sílabas, es decir, todas las circunstancias de los mandamientos de Dios; el amor
humano siempre deja
algunas atrás, sobre todo la de la recta y pura intención.
Y, en cuanto
al tono, el de la caridad es muy igual, suave y gracioso; mas el del amor humano
siempre sube demasiado en las costas terrenas, baja con exceso en las cosas
celestiales, y nunca pone manos a la obra hasta que la caridad ha cesado de
hacer la suya. Porque, mientras la caridad vive en el alma, se sirve de este
amor humano, que es su engendro, y lo emplea para que le ayude en sus obras; de
suerte que, durante este tiempo, las obras de este amor, como las de un siervo,
pertenecen a la caridad, que es la señora. Más, cuando la caridad se ha alejado,
todas las obras de este amor son exclusivamente suyas, y no tienen la estima ni
el valor de la caridad; porque el amor humano, en ausencia de la caridad, no
tiene ninguna fuerza sobrenatural para mover al alma a los actos excelentes del
amor de Dios sobre todas las cosas.
207 Sal.,CIII,24.
X Cuan peligroso es este amor imperfecto
A
la impiedad se llega por ciertos grados y casi nadie cae de repente en la
extrema maldad.
Algunos jóvenes hemos visto bien formados en el amor de
Dios, los cuales, una vez maleados, no han dejado de dar grandes muestras de su
virtud pasada, aun en medio de su desdichada ruina; y, repugnando a los vicios
presentes el hábito adquirido mientras vivían en caridad, ha sido difícil,
durante algunos meses, discernir si tenían o no caridad, si eran virtuosos o
viciosos, hasta que el tiempo ha dado claramente a conocer que estos ejercicios
virtuosos no nacían de la caridad presente, sino de la caridad pasada; no del
amor perfecto, sino del amor imperfecto, que la caridad había ido dejando en pos
de sí, como señal de haber tenido en aquellas almas su morada.
Ahora
bien, este amor imperfecto es bueno de suyo, porque siendo hijo de la santa
caridad y algo perteneciente a su cortejo, no puede ser sino bueno, y habiendo
estado al servicio de la caridad, durante la estancia de ésta en el alma, está
presto a servirla de nuevo, cuando vuelva, y, aunque no puede realizar los actos
propios del amor perfecto, no, por esto, es despreciable, porque esta es la
condición de su naturaleza.
Sin embargo, aunque este amor imperfecto es
bueno en sí, es, empero, peligroso, pues muchas veces nos contentamos con él,
porque, como que tiene muchos rasgos exteriores e interiores propios de la
caridad, creemos que es ésta la que poseemos, nos complacemos en él y nos
tenemos por santos; y, en medio de esta vana persuasión, los pecados que nos han
arrebatado la caridad crecen, aumentan y se multiplican tanto, que acaban por
ser dueños de nuestro corazón.
El amor propio nos engaña. Por poco que
nos apartemos de la caridad, forja en nuestra apreciación este hábito
imperfecto, y nos complacemos en él, como si fuese la verdadera caridad, hasta
que algún rayo de luz nos hace ver que nos hemos engañado.
¡Dios mío!
¿No es lástima grande ver cómo un alma, que en su imaginación cree ser santa, y
que vive tranquila como si tuviese caridad, descubre, al fin, que su santidad
era fingida, que su reposo era un letargo y que su gozo era una ilusión?
XI Manera de reconocer este amor imperfecto
Pero, ¿por qué medio —me dirás—, podré distinguir
si es la caridad o el amor imperfecto, el que me comunica los sentimientos de
devoción que advierto en mí? Si, examinando en particular los objetos de los
deseos, de los afectos, de los planes que actualmente tienes, encuentras alguno
que te lleva a contravenir a la voluntad y al beneplácito de Dios por el pecado
mortal, entonces está fuera de toda duda que este sentimiento, esta facilidad y
esta prontitud que tienes en el servicio de Dios, no procede de otra fuente que
del amor humano e imperfecto; porque, si el amor perfecto reinase en ti,
rompería con todo afecto, con todo deseo y con todo propósito, cuyo objeto fuese
tan imperfecto, y no podría tolerar que su corazón se aficionase a él.
Pero ten en cuenta que he dicho que este examen ha de versar sobre los afectos
actuales; porque no hay necesidad de imaginar los que pudiesen surgir después;
basta que seamos fieles en las circunstancias del momento, según la diversidad
de los tiempos, pues harto tiene cada hora su trabajo y cada día su pena.
Pero si alguna vez quieres ejercitar tu corazón en el valor espiritual,
imaginando diversas luchas y asaltos, podrás hacerlo con provecho, con tal que
después de estos actos de una valentía imaginaria, que tu corazón habrá
realizado, no te juzgues por más valeroso que antes. Porque los hijos de Efraim,
que hacían maravillas disparando el arco, en los simulacros de guerra que hacían
entre sí, cuando llegó el momento de hacerlo de verdad, volvieron la espalda en
el día del combate 208 y no tuvieron pulso, ni siquiera
para colocar las flechas en el arco, ni ánimo para mirar la punta de las de sus
enemigos.
Luego, cuando ensayemos el valor, imaginando acontecimientos
futuros o tan sólo posibles, si se levanta algún sufrimiento que arguye bondad y
fidelidad, demos gracias a Dios, porque este sentimiento nunca puede dejar de
ser bueno; pero, a pesar de ello, conservemos siempre la humildad entre la
confianza y la desconfianza, esperando que, mediante el auxilio divino, cuando
llegue la ocasión haremos lo que hubiéremos imaginado, pero temiendo, a la vez,
que según nuestra ordinaria miseria tal vez no haremos nada y perderemos el
ánimo.
Pero, si sentimos una desconfianza tan desmesurada, que nos parece que no
tendremos ni fuerza, ni valor, y llegamos a caer en la desesperación, apropósito
de imaginarias tentaciones, como si no estuviésemos en caridad y gracia de Dios,
entonces hemos de hacer una resolución firme, a pesar del desaliento que
sintamos, de ser fieles en todo cuanto pueda acontecemos, aun en las tentaciones
que nos dan pena; y hemos de confiar en que, cuando lleguen, Dios multiplicará
su gracia, doblará sus auxilios y nos ayudará cuanto sea necesario, pues el
hecho de que nos parezca que no nos da fuerzas en una guerra imaginaria, no
significa que no nos las de cuando llegue la ocasión. Porque, así como muchos
han perdido el valor en el combate, otros, en cambio, han cobrado unos alientos
y una resolución en presencia del peligro y de la necesidad, que nunca hubieran
sentido en su ausencia. De la misma manera, muchos siervos de Dios, al
representarse tentaciones no reales, se han espantado, hasta perder el valor, y,
en medio de las tentaciones verdaderas, se han portado con la mayor valentía. No
es, por lo tanto, necesario, mi querido Teótimo, que siempre sintamos el valor
que se requiere para vencer al león rugiente, que da vueltas en torno nuestro,
buscando a quien devorar 209, porque esto podría fomentar
la vanidad y la presunción. Basta que tengamos el buen deseo de combatir
valerosamente y una absoluta confianza en que el Espíritu divino nos asistirá
con sus auxilios, cuando la ocasión de emplearlos se ofreciere.
208
Rom., XI, 33. Sal.LXXVII,9.
209 I Ped..V,8.