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Tratado del
Amor de Dios
LIBRO OCTAVO
Del amor de conformidad, por el cual unimos nuestra voluntad a
la de Dios, que nos es significada por sus mandamientos, consejos e
inspiraciones
I Del amor de conformidad, que proviene de la
sagrada complacencia
El verdadero amor nunca es
desagradecido, y siempre procura complacer a aquellos en quienes se complace; de
aquí nace la conformidad de los amantes, que nos hace tales como lo que amamos.
Esta transformación se hace insensiblemente por la complacencia, la cual, cuando
entra en nuestros corazones, engendra otra para aquel de quien la hemos
recibido. Así, a fuerza de complacerse en Dios, se hace el hombre conforme a
Dios, y nuestra voluntad se transforma en la divina, por la complacencia que en
ella siente.
El amor —dice San Juan Crisóstomo— o encuentra o engendra
la semejanza; el ejemplo de aquellos a quienes amamos ejerce un dulce e
imperceptible imperio y una autoridad insensible sobre nosotros; es menester o
dejarlos o imitarles.
Con el placer que nuestro corazón recibe de la
cosa amada, atrae hacia sí las cualidades de ésta, porque el deleite abre el
corazón, como la tristeza lo encoge, por lo que la sagrada Escritura emplea, con
frecuencia, la palabra dilatar en lugar de la palabra alegrar. Estando, pues,
abierto el corazón por el placer, las impresiones que producen las cualidades de
las cuales aquel depende penetran fácilmente en el espíritu, y con ellas también
las otras dimanan del mismo objeto, las cuales, aunque no desagraden, no dejan
empero de penetrar en nosotros mezcladas con el placer.
Por esta causa, la santa complacencia nos transforma en Dios, a quien amamos, y
cuanto mayor es tanto más perfecta es la transformación. Así los santos que han
amado mucho han sido rápida y perfectamente transformados, habiendo sido el amor
el que ha transportado e introducido las costumbres y las cualidades de un
corazón a otro.
Dice el gran Apóstol que no se puso la ley para el justo
307 porque, en verdad, el justo no es justo ser apremiado por el rigor de la
ley, pues el amor es el doctor que más mueve, y que con más fuerza persuade al
corazón que lo posee, a que obedezca a las voluntades e intenciones del amado.
II De la conformidad de sumisión, que procede del amor de benevolencia
El amor de benevolencia nos lleva a rendir una total obediencia y sumisión a
Dios, por propia elección e inclinación y aun por una suave violencia amorosa,
al considerar la suma bondad, justicia y rectitud de la divina voluntad. ¿Acaso
no vemos cómo una doncella, por libre elección que hace del amor de
benevolencia, se sujeta a un esposo, al cual, por otra parte, no estaba en
manera alguna obligada, y cómo un gentilhombre se somete al servicio de un
príncipe extranjero o bien pone su voluntad en manos del superior de la
comunidad religiosa en la cual ha ingresado?
De esta manera, pues, se realiza la conformidad de nuestro corazón con la
voluntad de Dios, cuando ponemos todos nuestros afectos en manos de la divina
voluntad, para que sean doblegados y manejados a su gusto, moldeados y formados
según su beneplácito. Y en este punto consiste la profundísima obediencia del
amor, la cual no tiene necesidad de ser movida por amenazas ni por recompensas,
ni por ley ni mandato alguno, porque ella previene todo esto y se somete a Dios
por la sola perfectísima bondad que hay en Él, por razón de la cual merece que
toda voluntad le sea obediente, y le esté sujeta y sumisa, conformándose y
uniéndose para siempre, en todo y por todo a las intenciones divinas.
307 1 Tim.,1,9.
III Cómo debemos conformarnos con la divina voluntad, que llaman
significada
Algunas veces consideramos la voluntad de Dios en sí misma, y al
verla toda santa y toda buena, nos es fácil alabarla,
bendecirla y adorarla y sacrificar nuestra voluntad y todas las de las demás
criaturas a su obediencia, por lo cual exclamamos: Hágase tu voluntad así en la
tierra como en el cielo
308. Otras veces, consideramos la voluntad de Dios en los acontecimientos
que nos sobrevienen y en las consecuencias que de ellos se nos derivan, y,
finalmente, en la declaración y en la manifestación de sus intenciones.
Y, aunque es cierto que su divina Majestad sólo tiene una voluntad absolutamente
única y simplicísima, con todo le damos diferentes nombres según la variedad de
los medios por los cuales la conocemos; variedad según la cual estamos también
diversamente obligados a conformarnos con ella.
La doctrina cristiana
nos propone claramente las verdades que Dios quiere que creamos.
Ahora
bien, como que esta voluntad de Dios significada procede a manera de deseo y no
de un querer absoluto, podemos o bien seguirla obedeciendo o bien resistirle
desobedeciendo, porque tres son los actos de la voluntad de Dios en este punto:
quiere que podamos resistir, desea que no resistamos, y permite, sin embargo,
que resistamos si queremos.
El que podamos resistir depende de nuestra
natural condición y libertad; el que no resistamos es conforme al deseo de la
divina bondad.
Luego, cuando resistimos, Dios en nada contribuye a
nuestra desobediencia, sino que, dejando nuestra voluntad en manos
309 de su libre albedrío, permite que elija el mal. Pero, cuando
obedecemos, Dios contribuye con su auxilio, sus inspiraciones y su gracia.
Porque la permisión es un acto de la voluntad que, de suyo, es estéril e
infecundo y, por así decirlo, es un acto pasivo, que no hace nada, sino que deja
de hacer.
Al contrario, el deseo es un acto activo, fecundo, fértil, que excita,
atrae y apremia. Por esta causa, al desear Dios que sigamos su voluntad
significada, nos solicita, exhorta, incita, inspira, ayuda y socorre; pero, al
permitir que resistamos, no hace otra cosa que dejar que hagamos lo que
queramos, según nuestra libre elección, contra su deseo e intención.
Sin
embargo, este deseo de Dios es un verdadero deseo, porque ¿cómo se puede
expresar más ingenuamente el deseo de que un amigo coma bien, sino preparando un
buen y excelente festín, como lo hizo aquel rey de la parábola evangélica; y
después invitarle, instarle y casi obligarle, con ruegos, exhortaciones y
apremios, a que vaya a sentarse a la mesa y a que coma?
A la verdad, aquel que, a viva fuerza, abriera la boca de un amigo y le
introdujera la comida en las fauces y se la hiciese tragar, no le daría un
banquete de cortesía, sino que le trataría como a una bestia y como a un ave a
la que se quiere cebar. Esta especie de beneficio quiere ser ofrecido por medio
de invitaciones, ruegos y llamamientos, y no ejercido por la violencia y por la
fuerza.
Por esta razón, se hace a manera de deseo y no de querer
absoluto. Pues bien, lo mismo ocurre con la voluntad de Dios significada, pues
por ella quiere Dios, con verdadero deseo, que hagamos lo que Él nos manifiesta,
y, para ello, nos da todo lo que se requiere, exhortándonos e instándonos a que
lo empleemos. En esta clase de favores no se puede pedir más.
Luego, la
conformidad de nuestro corazón con la voluntad de Dios significada consiste en
que queramos todo lo que la divina bondad nos manifiesta como intención suya, de
suerte que creamos según su doctrina, esperemos según sus promesas, temamos
según sus amenazas, amemos y vivamos según sus mandatos y advertencias, a lo
cual tienden las protestas que, con tanta frecuencia, hacemos durante las
ceremonias litúrgicas. Porque, para esto, nos ponemos de pie mientras se lee el
Evangelio, para dar a entender que estamos prestos a obedecer la santísima
voluntad de Dios significada, contenida en él.
Para esto besamos el
libro, en el lugar del Evangelio, para adorar la santa palabra que nos da a
conocer la voluntad celestial. Para esto, muchos santos y santas llevaban
antiguamente el Evangelio escrito sobre sus pechos, como reconfortante, tal como
se lee de Santa Cecilia, y tal como, de hecho, se encontró el de San Mateo sobre
el corazón de San Bernabé difunto, escrito de su propia mano.
308 Mt.,
VI, 10.
309 Ecl., XV, 14.
IV De la conformidad de nuestra
voluntad con la que Dios tiene de salvarnos
Dios nos ha manifestado de tantas maneras y por tantos medios que quiere que
todos nos salvemos, que nadie lo puede ignorar. Con este intento nos hizo a su
imagen y semejanza por la creación, y Él se hizo a nuestra imagen y semejanza
por la encarnación, después de la cual padeció la muerte, para rescatar a toda
la raza de los hombres y salvarla.
Y, aunque no todos se salven, esta voluntad no deja, empero, de ser una
verdadera voluntad de Dios, que obra en nosotros según la condición de su
naturaleza y de la nuestra; porque su bondad le mueve a comunicarnos
generosamente los auxilios de su gracia, para que podamos llegar a la felicidad
de su gloria, pero nuestra naturaleza requiere que su liberalidad nos deje en
libertad para aprovecharnos de ellos y así salvarnos, o para despreciarlos y
perdernos.
Ciertamente, sus delicias consisten en estar entre los hijos
de los hombres 310, para verter sus gracias sobre ellos.
Nada es tan agradable y delicioso para las personas libres como el hacer su
voluntad.
La voluntad de Dios es nuestras santificación 311,
y nuestra salvación su beneplácito.
Todo el templo celestial de
la Iglesia triunfante y de la militante resuena por todos lados con los cánticos
y alabanzas de este dulce amor de Dios para con nosotros. Y el cuerpo
Sacratísimo del Salvador, como un templo santísimo de su divinidad, está todo
adornado con las señales e insignias de esta benevolencia.
Debemos
querer nuestra salvación tal como Dios la quiere; Él la quiere por manera de
deseo; luego, debemos también nosotros quererla de conformidad con su deseo.
Pero no solamente la quiere, sino que, además, nos da todos los medios
necesarios para hacernos llegar a ella, y nosotros, como consecuencia de este
deseo que tenemos de salvarnos, no sólo debemos quererla, sino también aceptar
todas las gracias que nos tiene preparadas y que nos ofrece.
Pero
acontece muchas veces que los medios para llegar a alcanzar la salvación,
considerados en conjunto y en general, son gratos a nuestro corazón, pero, en
sus pormenores y en particular, le parecen espantosos. ¿No vemos, acaso, al
pobre San Pedro dispuesto a recibir, en general, toda suerte de penas y aun la
misma muerte para seguir a su Maestro? Y sin embargo, cuando llegó la ocasión,
palideció, tembló y renegó de su Señor a la sola voz de una criada.
Todos pensamos que podemos beber el cáliz de nuestro Señor juntamente con Él;
pero cuando, en realidad, se nos ofrece, huimos y lo dejamos todo. Cuando las
cosas se nos presentan en concreto, producen una impresión más fuerte e hieren
más sensiblemente la imaginación. Por esta causa en la Introducción de la Vida
Devota aconsejo que, en la santa oración, después de los afectos generales, se
hagan resoluciones particulares. David aceptaba en particular las aflicciones
como una preparación para la perfección, cuando cantaba: Bien me está que me
hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos 312.
Así
fueron los apóstoles, los cuales se gozaron en las tribulaciones, pues de ellas
recibían el favor de padecer ignominias por el nombre de su Salvador 313.
310 Prov.,VIII,31.
3111 Tés., IV, 3.
312Sal.,CXVIII, 7 1
313 Hech.,V,41.
V De la conformidad de
nuestra voluntad con la de Dios que nos es significada por sus mandamientos
Nunca es más agradable un presente que cuando nos lo hace un amigo. Los
más suaves mandatos se hacen ásperos si un corazón tirano y cruel los impone, y
nos parecen muy amables, cuando los dicta el amor. La servidumbre le parecía a
Jacob un reinado, porque procedía del amor.
Muchos guardan los mandamientos como quien toma una
medicina, a saber, más por temor de morir y condenarse que por el placer de
vivir según el agrado de Dios.
Al contrario,
el corazón enamorado ama los mandamientos, y cuanto más difíciles son, más
dulces y agradables le parecen, porque así mejor complace al Amado y es
mayor el honor que le tributa. Entonces deja escapar y canta himnos de alegría,
cuando Dios le enseña sus mandamientos y sus justificaciones 314.
VI De la conformidad de nuestra voluntad con la cada
por los consejos
Hay mucha diferencia entre el
mandar y el recomendar. El que manda echa mano de la autoridad para obligar; el
que recomienda usa de la amistad para mover y provocar. El mandamiento impone
algo que es necesario; el consejo y la recomendación nos exhortan a lo que es de
mayor utilidad. Al mandamiento corresponde la obediencia; al consejo, el
asentimiento. Seguimos el consejo para complacer, y el mandamiento para no
desagradar. Por esta causa, el amor de complacencia, que nos obliga a dar gusto
al amado, nos lleva, por lo mismo, a la observancia de los consejos y al amor de
benevolencia, que quiere que todas las voluntades y todos los afectos le estén
sujetos, hace que queramos no sólo lo que él ordena sino también lo que aconseja
y aquello a lo cual nos exhorta así como el amor y el respeto que un hijo fiel
tiene a su buen padre hace que se resuelva a vivir no sólo según los mandatos
que impone, sino también según los deseos y las inclinaciones que manifiesta.
El consejo se da en beneficio de aquel a quien se aconseja, a fin de que
sea perfecto. Si quieres ser perfecto dice el salvador ve, vende todo lo que
tienes, dalo a los pobres y sígueme 315.
Pero el corazón amante no
recibe el consejo para su utilidad, sino para conformarse con el deseo del que
aconseja y para rendir el homenaje que es debido a su voluntad. Por lo mismo, no
guarde los consejos sino en la medida que Dios quiere, que cada uno los observe
todos, sino tan sólo aquellos que son convenientes, según la diversidad de
personas, de bienes y de fuerzas, tal como la caridad lo requiere; que, como
reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos y,
en una palabra, de todas las leyes y de todos los actos del cristiano, da a
todas estas cosas la categoría, el orden, la oportunidad y el valor.
Si
tu padre o tu madre tienen verdadera necesidad de tu ayuda para vivir, no es
entonces la ocasión de poner en práctica el consejo de retirarte a un
monasterio, porque la caridad ordena que cumplas el mandamiento de honrar,
servir y socorrer a tu padre y a tu madre.
Eres un príncipe, por cuyos
descendientes los súbditos de la corona han de ser conservados en paz y
asegurados contra la tiranía, las sediciones y las guerras civiles; no hay duda
que un bien tan grande te obliga a procurarte, por un santo matrimonio,
legítimos sucesores. No es perder la castidad o, a lo menos, es perderla
castamente, el sacrificarla en aras del bien público, en obsequio de la caridad.
¿Tienes una salud floja e inconsciente, que tiene necesidad de grandes
cuidados? No practiques voluntariamente la pobreza efectiva, porque la caridad
no sólo no permite a los padres de familia venderlo todo para darlo a los
pobres, sino que les manda reunir honradamente lo que es menester para la
educación y el sustento de la esposa, de los hijos y de los criados; como
también obliga a los reyes y a los príncipes a acumular tesoros, los cuales,
adquiridos mediante justas economías, y no por tiránicos procedimientos, sirvan
como de saludable preservativo contra los enemigos visibles.
¿Acaso no aconseja San Pablo a los casados que, transcurrido el tiempo de la
oración, vuelvan al tren de vida ordenado de los deberes conyugales?
316.
Todos los consejos han sido dados para la perfección del
pueblo cristiano, mas no para la perfección de cada cristiano en particular. Hay
circunstancias que los hacen unas veces imposibles, otras inútiles, otras
peligrosos, otras dañosos, por lo cual nuestro Señor dice de uno de estos
consejos lo que quiere que se entienda de todos: Quien pueda tomarlo que lo tome
317, como si dijera, según lo expone San Jerónimo: quien pueda ganar y llevarse
el honor de la castidad, como premio de su reputación, que lo tome, pues es el
premio propuesto a los que corren denodadamente. Luego, no todos pueden, o mejor
dicho, no es conveniente a todos la guarda de todos los consejos, pues, habiendo
sido dados en favor de la caridad, ha de ser ésta la regla y la medida que hemos
de seguir en la práctica de los mismos.
Así, pues, cuando la caridad lo
ordena, se sacan los monjes y los religiosos de los claustros, para hacerlos
cardenales, prelados y párrocos, y hasta para que contraigan matrimonio para la
quietud de los reinos, según hemos dicho más arriba y según ha ocurrido algunas
veces.
Ahora bien, si la caridad obliga a salir de los claustros a los que, por
voto solemne, están ligados con ellos, con mucha mayor razón y por un motivo de
menor importancia se puede, por la autoridad de esta misma caridad, aconsejar a
muchos que permanezcan en sus casas, que conserven sus bienes, que se casen, y
hasta que tomen las armas y vayan a la guerra, a pesar de ser una profesión tan
peligrosa.
Ahora bien, cuando la caridad induce a unos a la práctica de
la pobreza, y aparta de ella a otros; cuando encamina a unos hacia el matrimonio
y a otros hacia la continencia; cuando encierra a unos en un claustro y saca de
él a otros, no tiene necesidad de dar explicaciones a nadie; porque ella, en la
ley cristiana, tiene la plenitud del poder, según está escrito: La caridad todo
lo puede 318. Ella posee el colmo de la prudencia, según se dijo: La caridad
nada hace en vano319. Y, si alguno quiere preguntarle por qué obra así, podrá
responder osadamente; Porque el Señor tiene necesidad de ello.
320
Todo se hace por la caridad, y la caridad todo lo hace por Dios; todo ha de
servir a la caridad, más ella no ha de estar al servicio de nadie, ni siquiera
de su amado, del cual no es sierva, sino esposa. Por esto es ella la que ha de
regular la práctica de los consejos; porque a unos les ordenará la castidad, y
no la pobreza; a otros la obediencia, y no la castidad; a otros el ayuno, y no
la limosna; a otros la limosna, y no el ayuno; a unos la soledad; a otros el
ministerio pastoral; a unos la conversación; a otros la soledad. En resumen, la
caridad es un agua sagrada que fecunda el jardín de la Iglesia, y aunque es
incolora, cada una de las flores que hace crecer tiene su color diferente. Ella
produce mártires, más rojos que la rosa; vírgenes más blancas que el lirio; a
unos les comunica el fino morado de la mortificación; a otros el amarillo de los
cuidados del matrimonio, valiéndose de los diversos consejos para la perfección
de las almas, tan felices de vivir bajo su mando.
314 Sal.,CXVIII, 17 1
315 Mt., XIX, 21.
VII Que el amor a la voluntad de Dios
significada en los mandamientos nos lleva al amor de los consejos
El alma que ama a Dios, de tal manera queda transformada en su santísima
voluntad, que más bien merece ser llamada voluntad de Dios, que obediente o
sujeta a la voluntad divina, por lo cual dice Dios por Isaías que llamará a la
Iglesia cristiana con su nombre nuevo que pronunciará el Señor con su propia
boca 321, y lo marcará y grabará en el corazón de sus fíeles, y este nombre será
Mi voluntad en ella, como si dijera que, entre los que no son cristianos, cada
uno tiene su voluntad propia dentro de su corazón; pero, entre los verdaderos
hijos del Salvador, cada uno dejará su propia voluntad y no habrá más que una
sola voluntad dueña, rectora y universal, que animará, gobernará y dirigirá
todas las almas, todos los corazones, todas las voluntades, y el nombre de honor
de los cristianos no será otro que la voluntad de Dios en ellos, voluntad que
reinará sobre todas las voluntades y las transformará todas en sí misma, de
suerte que la voluntad de los cristianos y la voluntad de Dios no serán más que
una sola voluntad.
Lo cual se realizó perfectamente en la primitiva
Iglesia, cuando, como dice el glorioso San Lucas, en la multitud de los
creyentes no había más que un solo corazón y una sola alma
322. Cuando el espíritu se rebela, quiere que su corazón sea dueño de sí mismo y
que su propia voluntad sea soberana como la de Dios. Y no quiere que la voluntad
divina reine sobre la suya, sino que quiere ser dueño absoluto y no depender de
nadie. ¡Oh Señor eterno, no lo permitáis, antes haced que jamás se cumpla mi
voluntad, sino la vuestra 323.
Cuando nuestro amor a la voluntad de Dios
ha llegado ya al colmo, no nos contentamos con hacer solamente la voluntad
divina, significada en los mandamientos, sino que, además, nos sometemos a la
obediencia de los consejos, los cuales no se nos dan sino para que observemos
más perfectamente los mandamientos a los cuales también se refieren.
El
Señor, durante su vida en este mundo, dio a conocer su voluntad, en muchas
cosas, por manera de mandato, y, en muchas otras, la significó tan sólo por
manera de deseo; porque alabó mucho la castidad, la pobreza, la obediencia y la
resignación perfecta, la abnegación de la propia voluntad, la viudez, el ayuno,
la oración ordinaria, y lo que dijo de la castidad, a Saber, que el que pudiese
obtener el premio, que lo tomase, lo dijo también de todos los demás consejos.
Ante este deseo, los cristianos más animosos han puesto manos a la obra, y,
venciendo todas las resistencias, todas las concupiscencias y todas las
dificultades, han llegado a alcanzar la perfección y se han sujetado a la
estrecha observancia de los deseos de su Rey, obteniendo, por este medio, la
corona de la gloria.
Dios no sólo escucha la oración de sus fieles, sino
también sus solos deseos y la sola preparación de sus corazones para orar; tan
favorable es y tan propicio a hacer la voluntad de los que le aman. ¿Por qué,
pues, no hemos de ser nosotros recíprocamente celosos de seguir la santa
voluntad de nuestro Señor, de suerte que no sólo hagamos lo que manda, sino
también lo que da a entender que le agrada y desea? Las almas nobles, para
abrazar un designio, no tienen necesidad de otro motivo que el saber que su
Amado lo desea.
316 1. Cor., VII, 5.
317 Mt., XIX, 12.
318 1 Cor., XIII.
319 1 Cor., XIII, 4.
320 Mt., XXI, 3.
321 Is., LXII.
VIII Que el desprecio de los
consejos evangélicos es un gran pecado
Las palabras con las cuales nuestro Señor nos exhorta a desear la perfección y a
tender a ella son tan enérgicas y apremiantes, que no es posible disimular la
obligación que nos incumbe de comprometernos a realizar este intento. Sed santos
—dice— puesto que Yo soy santo 324. El que es justo
justifíquese más y más, y el santo más y más se santifique
325. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto 326.
Las
virtudes no poseen su cabal medida y suficiencia hasta que engendran, en
nosotros, deseos de hacer progresos, que, como semillas espirituales, sirven
para la producción de nuevos actos de virtud. Y la virtud que no posee el grano
o la pepita de estos deseos, no se encuentra en el grado debido de su
suficiencia y madurez. Nada, a la verdad, es estable y fijo en este mundo, pero
del hombre se ha dicho de una manera más particular que jamás permanece en un
mismo estado 327. Es, pues, necesario que adelante o que vuelva atrás.
No digo que sea pecado el no practicar los consejos. No lo es, ciertamente,
porque en esto estriba la diferencia entre el mandamiento y el consejo, en que
el mandamiento obliga bajo pena de pecado y el consejo nos invita sin penas de
pecado. Digo, con todo, que es un gran pecado despreciar el deseo de la
perfección cristiana, y más aún despreciar la invitación por la cual nuestro
Señor nos llama a ella, y es una impiedad intolerable despreciar los consejos y
los medios que nuestro Señor nos indica para alcanzarla.
Se puede, sin
pecado, no seguir los consejos, debido a tener puesto el afecto en otras cosas,
por ejemplo se puede no vender lo que se posee y no darlo a los pobres por falta
de valor para una renuncia tan grande. Puede uno casarse por amor a una mujer o
por no tener la fuerza que se requiere para emprender la guerra contra la carne.
Pero hacer expresa profesión de no seguir ni uno solo de los consejos, esto no
se puede hacer, sin que redunde en desprecio de quien los ha dado.
No seguir el consejo de guardar la virginidad para casarse, no es una cosa mala;
pero casarse, por preferir el matrimonio a la castidad, tal como lo hacen los
herejes, es un gran desprecio del consejero o del consejo. Beber vino contra el
parecer del médico, cuando uno se siente vencido por la sed o por la ilusión de
beber no es, propiamente, despreciar al médico ni su consejo, pero decir: no
quiero seguir el parecer del médico, no puede ser sino efecto de la poca estima
en que se le tiene.
Ahora bien, entre los hombres, es posible despreciar
sus consejos sin despreciar a los que los dan, porque no es despreciar a un
hombre creer que se ha equivocado. Pero, cuando se trata de Dios, no aceptar su
consejo y despreciarlo, no puede ser sino efecto de estimar que no ha aconsejado
bien, lo cual no se puede pensar sin espíritu de blasfemia, ya que ello equivale
a suponer que Dios no es suficientemente bueno para querer o aconsejar bien. Lo
mismo se diga de los consejos de la Iglesia, la cual, por razón de la continua
asistencia del Espíritu Santo, que la ilustra y la guía por el camino de la
verdad, nunca puede dar un mal consejo.
322 Hech.,IV,32.
323 Lc,
XXXII, 42
324 Levit.,XI,44.
325 Ap.,XXII , 11.
326 Mt., V, 48.
327
Job., XIV, 2.
IX Prosigue el discurso
precedente. Cómo todos deben amar, aunque no practicar, todos los consejos
evangélicos, y cómo, a pesar de ello, debe cada uno practicar los que puede
Aunque cada cristiano, en particular, no puede ni debe
practicar todos los consejos, está, empero, obligado a amarlos, porque todos son
buenos.
Alegrémonos cuando veamos que otras personas emprenden el camino
de los consejos que nosotros no debemos o no podemos practicar; roguemos por
ellos, bendigámosles, favorezcámosles ayudémosles, porque la caridad nos obliga
a amar no sólo lo que es bueno para nosotros, sino también lo que es bueno para
el prójimo.
Daremos suficientes pruebas de que amamos todos los
consejos, cuando observemos devotamente los que son conformes con nuestra manera
de ser; porque, así como el que cree un artículo de fe, por haberlo Dios
revelado con su palabra, anunciada y declarada por la Iglesia, no puede dejar de
creer los demás, y el que observa un mandamiento, por verdadero amor de Dios,
está presto a observar los demás, cuando se ofrezca la ocasión, asimismo el que
ama y aprecia un consejo evangélico, porque Dios lo ha dado, no puede dejar de
apreciar los demás, pues son todos de Dios.
Ahora bien, nosotros podemos
fácilmente practicar algunos, aunque no todos a la vez, porque Dios ha dado
muchos, para que cada uno pueda observar algunos y para que no haya día en el
cual no se ofrezca alguna ocasión de practicarlos.
Exige la caridad que,
para ayudar a vuestro padre o a vuestra madre, viváis con ellos; pero, sin
embargo, conservad el amor y la afición al retiro y no tengáis puesto el corazón
en la casa paterna, sino en la medida necesaria para hacer en ella lo que la
caridad requiere. No es conveniente, por causa de vuestro estado, que guardéis
una castidad perfecta; guardad, empero, a lo menos, la que, sin faltar a la
caridad, os sea posible guardar. El que no pueda hacerlo todo, que haga alguna
parte. No estáis obligados a ir en pos del que os ha ofendido, porque es él
quien ha de volver sobre sí y ha de acudir a vosotros para daros satisfacción,
pues, de él ha procedido la injuria y el ultraje; pero haced lo que el Salvador
os aconseja: adelantaos a hacerle bien, devolvedle bien por mal: echad sobre su
cabeza y sobre su corazón ascuas encendidas 328 de caridad, que todo lo abrasen
y le fuercen a amaros.
No estáis obligados por el rigor de la ley a dar
limosna a todos los pobres que encontréis, sino tan sólo a los que tengan de
ella gran necesidad; pero, según el consejo del Salvador, no dejéis de dar a
todos los indigentes que os salgan al paso, en cuanto vuestra condición y
vuestras verdaderas necesidades lo permitan. Tampoco estáis obligados a hacer
ningún voto, pero haced, con todo, algunos, los que vuestro padre espiritual
juzgue a propósito para vuestro adelantamiento en el amor divino. Podéis
libremente beber vino dentro de los límites de la templanza; pero, según el
consejo de San Pablo a Timoteo, bebed tan sólo el que fuere menester para
entonar vuestro estómago.
Hay en los consejos diversos grados de
perfección. Prestar a los pobres, fuera de los casos de extrema necesidad, es el
primer grado del consejo de la limosna, el dar la propia persona, consagrándola
al servicio de los pobres. Visitar a los enfermos, que no lo están de extrema
gravedad, es un acto muy laudable de caridad; servirles es aún mejor; pero
dedicarse a su servicio, es lo más excelente de este consejo, que los clérigos
de la Visitación de enfermos practican, en virtud de su propio instituto, como
también muchas señoras, a imitación de aquel gran santo, Sansón, noble y médico
romano, el cual, en la ciudad de Constantinopla, donde fue sacerdote, se dedicó
enteramente, con admirable caridad, al servicio de los enfermos, en un hospital
que comenzó a construir allí, y que levantó y terminó el emperador Justiniano; y
a imitación, asimismo, de las santas Catalina de Sena y de Génova de Isabel de
Hungría y de los gloriosos amigos de Dios, San Francisco e Ignacio de Loyola,
que, en los comienzos de sus Religiones, practicaron estos ejercicios con un
ardor y un provecho espiritual incomparable.
La perfección de las virtudes tiene cierta extensión, y, por lo regular,
no estamos obligados a practicarlas hasta el grado máximo de su excelencia;
basta que penetremos en este ejercicio tanto cuanto sea necesario para que nos
hallemos en él. Pero pasar más adelante y avanzar más lejos en la perfección es
un consejo; los actos heroicos de las virtudes no están ordinariamente mandados,
sino tan sólo aconsejados.
Pues bien, la perfecta imitación del Salvador
consiste en la práctica de los actos heroicos de virtud, y el Salvador, como
dice Santo Tomás tuvo, desde el primer instante de su concepción todas las
virtudes en grado heroico, y, por mejor decir, más que heroico, pues no era
simplemente más que hombre sino infinitamente más hombre, es decir, verdadero
Dios.
X Cómo nos hemos de conformar con la
voluntad divina significada por las inspiraciones, y, en primer lugar, de la
variedad de medios por los cuales Dios nos inspira
La
inspiración es un rayo celestial, que lleva a nuestros corazones una luz cálida,
la cual nos hace ver el bien y nos enardece para buscarlo con fervor. Sin la
inspiración, nuestras almas vivirían perezosamente, impedidas e inútiles; pero,
al llegar los divinos rayos de la inspiración, sentimos la presencia dé una luz
mezclada de un calor que da vida, la cual ilumina nuestro entendimiento,
despierta y alienta nuestra voluntad y le da fuerzas para querer y hacer el bien
que se requiere para nuestra eterna salvación. Dios alienta e inspira en
nosotros los deseos y las intenciones de su amor.
Los medios para
inspirar, de los cuales se vale son infinitos. San Antonio,. San Francisco, San
Anselmo y otros mil, recibían con frecuencia las inspiraciones por la vista de
las criaturas. El medio ordinario es la predicación; pero, algunas veces,
aquellos a quienes la palabra no aprovecha son instruidos por las tribulaciones,
según el decir del profeta: La aflicción dará inteligencia al oído 329, o sea,
los que, al oír las amenazas del cielo sobre los malos, no se enmiendan,
aprenderán la verdad por los acontecimientos y los hechos y llegarán a ser
cuerdos mediante la aflicción. Santa María Egipciaca se sintió inspirada al ver
una imagen de Nuestra Señora; San Antonio, al oír el Evangelio que se lee en la
misa; San Agustín, al oír contar la vida de San Antonio; el duque de Gandía, al
contemplar el cadáver de la emperatriz difunta; San Pacomio, ante un ejemplo de
caridad; San Ignacio de Loyola, con la lectura de las vidas de los santos.
Cuando yo era joven, en París, dos estudiantes, uno de los cuales era hereje,
pasaban una noche por el arrabal de Saint Jacques, en una francachela, cuando
oyeron el toque de maitines de los cartujos. Preguntó el hereje a su compañero
cuál era el motivo de ello, y le explicó con qué devoción se celebraban los
divinos oficios en aquel monasterio. ¡Dios mío —exclamó— qué diferente es del
nuestro el ejercicio de estos religiosos! ellos hacen el oficio de los ángeles y
nosotros el de los brutos animales, y, queriendo ver por experiencia, el día
siguiente, lo que sabía por el relato de su compañero, encontró a aquellos
padres en sus asientos del coro, colocados como estatuas de mármol, inmóviles,
en una serie de nichos, sin pensar en otra cosa que en la salmodia, que
recitaban con una atención y una devoción verdaderamente angélicas, según la
costumbre de esta santa orden; tanto, que aquel pobre joven, arrebatado por la
admiración, fue presa de una gran consolación, al ver a Dios tan bien adorado
entre los católicos, y tomó la resolución, como lo hizo más tarde, de ingresar
en el seno de la Iglesia, verdadera y única esposa de Aquel que le había
visitado con su inspiración, en el mismo lugar infame y abominable en que
estaba.
Las almas que no se limitan a hacer lo que por medio de los
mandamientos y de los consejos exige de ellas el divino Esposo, sino que,
además, están prontas para seguir las santas inspiraciones, son las que el Padre
celestial tiene dispuestas para ser esposas de su Hijo muy amado.
329
Is., XXVIII, 19.
XI De la unión de nuestra voluntad con la de Dios en las
inspiraciones que se nos dan para la práctica extraordinaria de las virtudes, y
de la perseverancia en la vocación, primera señal de la inspiración.
Hay inspiraciones que tienden tan sólo a una extraordinaria perfección de
los ejercicios ordinarios de la vida cristiana. La caridad con los pobres es un
ejercicio ordinario de los verdaderos cristianos, pero ejercicio ordinario que
fue practicado con extraordinaria perfección por San Francisco y por Santa
Catalina de Sena, cuando llegaron a lamer y a chupar las úlceras de los leprosos
y de los cancerosos, y por el glorioso San Luís, cuando servía de rodillas y con
la cabeza descubierta a los enfermos, lo cual llenó de admiración a un abad del
Cister, que le vio manejar y cuidar en esta postura a un desgraciado enfermo
lleno de úlceras horribles y cancerosas.
Y también era una práctica bien
extraordinaria de este santo, la de servir a la mesa a los pobres más viles y
abyectos y comerlas sobras de sus escudillas.
El gran Santo Tomás es del
parecer de que no conviene consultar mucho ni deliberar largamente sobre la
inclinación que podamos sentir a entrar en alguna bien constituida Religión, y
da la razón de ello: porque apareciendo el estado religioso aconsejado por
nuestro Señor, en el Evangelio, ¿qué necesidad hay de muchas consultas? Basta
hacer una buena a pocas personas que sean prudentes y capaces de aconsejar en
este negocio, y que puedan ayudarnos a tomar una rápida y sólida resolución.
Pero, una vez hemos deliberado y nos hemos resuelto en esta materia, como en
todas las que se refieren al servicio de Dios, es menester que permanezcamos
firmes e invariables, sin dejamos conmover por ninguna clase de apariencia de un
mayor bien, porque, como dice el glorioso San Bernardo,
el espíritu maligno, para distraemos de acabar una
obra buena, nos propone otra que parece mejor, y, una vez hemos comenzado ésta,
nos presenta una tercera, contentándose con que empecemos muchas veces,
con tal que nada llevemos a buen fin. Tampoco conviene pasar de una comunidad
religiosa a otra sin motivos de mucho peso, dice Santo Tomás.
Es
necesario que vayamos a donde la inspiración nos impele, sin cambiar de rumbo ni
volver atrás, sino marchando hacia donde Dios ha vuelto su rostro, sin mudar de
parecer. El que anda por el buen camino, se salva. Pero sucede, a veces, que se
deja lo bueno para buscar lo mejor, y, al dejar el uno, no se encuentra el otro.
Vale más la posesión de un pequeño tesoro encontrado, que el deseo de otro mayor
que aún se ha de buscar.
Es sospechosa la inspiración que nos inclina a
dejar un bien presente, para andar a caza de otro mejor, pero futuro. Un joven
portugués, llamado Francisco Bassus, era admirable no sólo en la divina
elocuencia, sino también en la práctica de las virtudes, bajo la dirección del
bienaventurado Felipe Neri, en su congregación del Oratorio, en Roma.
Ahora bien, creyó que se sentía inspirado a dejar esta santa asociación, para
ingresar en una orden religiosa propiamente dicha, y, al fin, resolvióse a
hacerlo. Pero el bienaventurado Felipe, que asistió a su recepción en la orden
de Santo Domingo, lloraba amargamente. Habiéndole preguntado Francisco María
Tauruse, que después fue arzobispo de Sena y cardenal, por qué derramaba tantas
lágrimas: Lamento —dijo— la pérdida de tantas virtudes. En efecto, aquel joven
tan excelentemente juicioso y devoto en la congregación del Oratorio, en cuanto
entró en religión fue tan inconstante y voluble, que, agitado por diversos
deseos de novedades y de mudanzas, dio después grandes y enojosos escándalos.
Así nuestro enemigo, al ver que un hombre, inspirado por Dios, emprende una
profesión o un método de vida apropiado a su avance en el amor celestial, le
persuade que emprenda otro camino, de mayor perfección, en apariencia, y,
después de haberle desviado del primero, poco a poco le hace imposible la marcha
por el segundo, y le propone un tercero, para que ocupándole en la busca
continua de diversos y nuevos medios de perfección, le impida emplear alguno y,
por consiguiente, llegar al fin por el cual los había buscado, que es la
perfección. Habiendo, pues, cada uno encontrado la voluntad de Dios, en su
vocación, procure permanecer santa y amorosamente en ella, y practicar los
ejercicios propios de la misma, según el orden de la prudencia y con el debido
celo de la perfección.
XII De la unión de la voluntad humana con la de Dios en las
inspiraciones que van contra las leyes ordinarias, y de la paz y dulzura de
corazón, segunda señal de la inspiración
De
esta manera, pues, conviene proceder en las inspiraciones que no son
extraordinarias, sino tan sólo en cuanto nos mueven a practicar con
extraordinario fervor y perfección los ejercicios ordinarios del cristiano. Pero
hay otras inspiraciones, que se llaman extraordinarias, no sólo porque hacen que
el alma adelante más allá del paso ordinario, sino también porque la llevan a
realizar acciones contrarias a las leyes, reglas y costumbres comunes de la
santa Iglesia, y, por lo tanto, son más admirables que imitables. Un joven dio
un puntapié a su madre, y, herido de un vivo arrepentimiento, fue a confesarse
con San Antonio de Padua, el cual, para imprimir en su alma el horror de su
pecado, le dijo, entre otras cosas: Hijo mío, el pie que ha servido de
instrumento a tu malicia merecería ser cortado; lo cual tomó el joven tan en
serio, que, de regreso a casa de su madre, arrebatado de un vivo sentimiento de
contrición, se cortó el pie. Las palabras del santo no hubieran tenido tanta
fuerza, según su alcance ordinario, si Dios no hubiese añadido su inspiración,
pero inspiración tan extraordinaria, que hubiera podido ser tenida por
tentación, obrado por la bendición del santo, no la hubiese autorizado.
Una de las mejores señales de la bondad de todas las inspiraciones, y,
particularmente, de las extraordinarias, es la paz y la tranquilidad en el
corazón que las recibe; porque el divino espíritu es, en verdad, violento, pero
con violencia dulce, suave y apacible. Se presenta como un viento impetuoso 330
y como un rayo celestial, pero no derriba ni turba a los apóstoles; el espanto
que su ruido causa en ellos es momentáneo y va inmediatamente acompañado de una
dulce seguridad. Por esto su fuego se sienta sobre cada uno de ellos 331, como
tomando allí, y dando a la vez, un santo reposo; y, así como el Salvador es
llamado apacible o pacífico Salomón, su esposa es llamada Sulamitis, tranquila,
e hija de la paz; y la voz, es decir, la inspiración del Esposo, no la agita ni
la turba en modo alguno, sino que, antes bien, la atrae con tanta suavidad que
la hace dulcemente derretirse y produce como una transfusión de su alma en Él.
Mi alma —dice ella— se ha derretido cuando ha hablado mi amado 332. Y aunque
ella sea belicosa y guerrera, es, a la vez, de tal manera apacible333, que, en
medio de los ejércitos y de las batallas, prosigue en sus acordes de una melodía
sin igual.
¿Qué veréis —dice— en la Sulamitis, sino los coros de los
ejércitos? Sus ejércitos son coros, es decir, conciertos de cantores, y sus
coros son ejércitos, porque las armas de la Iglesia y las del alma devota no son
otra cosa que las oraciones, los himnos, los cantos y los salmos. Así, los
siervos de Dios que han sentido las más altas y sublimes inspiraciones han sido
los más dulces y los más apacibles del universo: Abraham, Isaac y Jacob. Moisés
es calificado como el más suave de todos los hombres 334; David es recomendado
por su mansedumbre.
Al contrario, el maligno espíritu es turbulento,
áspero, inquieto, y los que siguen sus sugestiones infernales, creyéndolas
inspiraciones del cielo, son fáciles de conocer, porque son turbulentos,
testarudos, arrogantes; emprenden y revuelven muchos negocios; todo lo
trastornan de arriba a abajo, so pretexto de celo; censuran a todo el mundo,
reprenden, lo critican todo: personas sin norte, sin condescendencia, nada
soportan, y ponen en juego las pasiones del amor propio, bajo el nombre de celo
por honor divino.
330 Hech.,II,2.
331 Ibid.,3.
332
Cant.,V,6.
333 Ibid., VII, 1
Num.,XII,3. 334
XIII Tercera señal de la inspiración, que es la santa
obediencia a la Iglesia y a los superiores
A la
paz y a la dulzura del corazón está inseparablemente unida la santa virtud de la
humildad. Mas no llamo humildad al ceremonioso conjunto de palabras, ademanes,
besar el suelo, reverencias, inclinaciones, cuando se hacen, como ocurre con
frecuencia, sin ningún sentimiento interior de la propia abyección y del justo
aprecio del prójimo. Todo esto no es más que un vano pasatiempo de los espíritus
débiles, y más bien se ha de llamar fantasma de humildad que humildad verdadera.
Hablo de una humildad noble, real, jugosa, sólida, que nos haga suaves en la
corrección, manejables y prontos en la obediencia. Cuando el incomparable Simeón
Estilita era todavía novicio en Thelede 335, se hizo inflexible al parecer de
los superiores, que querían impedirle la práctica de sus extraños rigores, con
los que se ensañaba desordenadamente en sí mismo; y llegó la cosa al punto de
ser despedido del monasterio, como poco asequible a la mortificación del corazón
y excesivamente dado a la del cuerpo.
Pero habiendo sido después llamado
de nuevo y hecho más devoto y prudente en la vida espiritual, se portó de otra
manera, como lo prueba el siguiente hecho. Porque, cuando los eremitas de los
desiertos vecinos a Antioquía tuvieron noticia de la vida extraordinaria que
llevaba sobre su columna, en la cual parecía un ángel terreno o un hombre
celestial, le enviaron un mensajero, escogido entre ellos, al cual dieron la
orden de que le dijese en nombre de todos:
«¿Por qué, Simeón, dejas el
camino real de la vida devota, trillado por tantos y tan grandes santos, que en
él nos han precedido, y sigues otro desconocido de los hombres y tan alejado de
todo cuanto se ha visto y oído hasta ahora? Deja esta columna y confórmate, como
todos los demás, con la manera de vivir y con el método de servir a Dios
empleado por los buenos padres, predecesores nuestros».
Dieron también al mensajero la orden de que, si Simeón se sujetaba a su parecer
y, para condescender con sus deseos, se mostraba dispuesto a bajar de la
columna, le dejase en libertad para perseverar en aquel género de vida, que ya
había comenzado, pues, por su obediencia —decían aquellos buenos padres— se
podrá conocer que ha emprendido esta manera de vida por inspiración divina; pero
que, si, al contrario, resistía y, despreciando sus exhortaciones, quería seguir
su propia voluntad, que lo sacase de allí por la fuerza y le obligase a dejar la
columna. Habiendo llegado el mensajero a la columna, no había aún puesto fin a
su embajada, cuando el gran Simeón, sin demora, sin reservas, sin réplica
alguna, se dispuso a bajar con una obediencia y una humildad dignas de su rara
santidad. Al verlo el mensajero, detente —le dijo— permanece aquí, persevera en
este lugar constantemente, ten buen ánimo y prosigue con valor en tu empresa: tu
vida en esta columna es cosa de Dios».
Ved como aquellos antiguos y
santos anacoretas, reunidos en asamblea general, no encontraron señal más segura
de la inspiración celestial, en una cosa tan extraordinaria como lo fue la vida
de aquel gran Estilita, que el verle sencillo, dulce y amable, bajo las leyes de
la santa obediencia. Dios, por su parte, bendiciendo la sumisión de aquel gran
hombre, le concedió la gracia de perseverar durante treinta años enteros sobre
una columna de treinta y seis codos de altura, después de haber estado siete
años sobre otras columnas de seis, de doce y de veinte pies, y diez sobre la
punta de una roca, en el lugar llamado Mandra 336. De
esta manera, esta ave del Paraíso, viviendo en el aire, sin tocar el suelo, dio
un espectáculo de amor a los ángeles y de admiración a los hombres. Todo es
seguro en la obediencia, y todo es sospechoso fuera de ella.
Cuando Dios
envía sus inspiraciones a un corazón, la primera que deja sentir es la de la
obediencia. El que dice que está inspirado y se niega a obedecer a los
superiores y a seguir su parecer, es un impostor. Todos los profetas y todos los
predicadores que han sido inspirados por Dios, han amado siempre a la Iglesia,
se han sujetado a su doctrina, siempre han recibido su aprobación, y nada han
anunciado con tanta energía como esta verdad: En los labios del sacerdote ha de
estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley 337.
De suerte que las misiones extraordinarias son ilusiones diabólicas, y no
inspiraciones celestiales, si no están reconocidas y aprobadas por los pastores,
cuya misión es ordinaria, porque así se ponen de acuerdo Moisés y los profetas.
Santo Domingo, San Francisco, y los demás padres de las órdenes religiosas, se
consagraron al servicio de las almas por una inspiración extraordinaria, pero
vivieron humilde y cordialmente sumisos a la sagrada jerarquía de la Iglesia.
Resumiendo, las tres mejores y más seguras señales de las legítimas
inspiraciones, son la perseverancia, contra la inconstancia y la ligereza, la
paz y la dulzura del corazón, contra las inquietudes y las prisas, y la humilde
obediencia, contra la terquedad y la arrogancia.
XIV Breve método para conocer la voluntad de Dios
San Basilio dice que la voluntad de Dios se nos manifiesta por sus preceptos o
mandamientos, y que entonces no hay que deliberar, porque es menester hacer
simplemente lo que está mandado; pero que, en cuanto lo demás, queda a nuestra
libertad el escoger, a nuestro arbitrio, lo que mejor nos pareciere, aunque no
es necesario hacer todo lo que es posible, sino tan sólo lo que es conveniente,
y, finalmente, que para discernir bien lo que conviene, hay que escuchar el
parecer de un prudente padre espiritual.
La elección de estado, el plan
de un negocio de graves consecuencias, de alguna empresa de grandes alientos o
de algún dispendio de mucha monta, el cambio de residencia, el tema de una
entrevista y otras cosas parecidas, merecen que se considere seriamente qué es
más conforme con la voluntad divina; pero, en las obras menudas de cada día, las
cuales tienen tan poca importancia, que aún el dejarlas de hacer no es cosa
irreparable ni que acarree consecuencias, ¿qué necesidad hay de andar atareado,
solícito y embarazado en consultas importunas? ¿A qué viene fatigarse en
averiguar si Dios prefiere que rece el rosario o el oficio de Nuestra Señora,
cuando es tan poca la diferencia que se echa de ver entre el uno y el otro, que
ni siquiera es menester examinarlo; o si gusta más de que vaya al hospital, a
visitar a los enfermos, que a vísperas, o a sermón, o a una iglesia donde se
ganan indulgencias?
Por lo regular, ninguna de estas cosas aventaja
tanto a las otras, que se requiera una larga deliberación acerca de ellas. En
estos trances, es menester proceder con buena fe y no andar con sutilezas, hacer
con libertad lo que bien nos parezca, para no dar lugar a que nuestro espíritu
pierda el tiempo y se ponga en peligro de inquietud, escrúpulo y superstición.
Ahora bien, lo dicho siempre se ha de entender de los casos en que no hay gran
desproporción entre una obra y la otra y no aparecen circunstancias notables en
favor de una de las partes.
En las cosas de importancia, hemos de ser
muy humildes y no hemos de pensar que hallaremos la voluntad de Dios a fuerza de
examen y de discursos sutiles. Después de haber pedido luz al Espíritu Santo, de
haber aplicado nuestra consideración al conocimiento de su beneplácito, tomado
consejo de nuestro director y, si el caso se ofreciere, de otras dos o tres
personas espirituales, hay que resolverse y decidirse, en nombre de Dios, sin
que convenga poner, después, en duda nuestra elección, sino que es menester
cultivarla y sostenerla con devoción, apacibilidad y constancia.
Y, aunque las dificultades, tentaciones y diversidad de acontecimientos,
que encontremos en la ejecución de nuestros designios, puedan infundirnos cierta
desconfianza acerca de la buena elección, debemos, empero, permanecer firmes y
no poner la atención en esto, sino que hemos de considerar que, si hubiésemos
hecho otra elección, tal vez estaríamos cien veces peor; aparte de que no
sabemos si quiere Dios que seamos ejercitados en la consolación o en la
tribulación, en la paz o en la guerra. Una vez tomada santamente la resolución,
no hemos de dudar de la santidad de la ejecución, porque, si por nosotros no
queda, no puede ella faltar. Obrar de otra manera, es señal de mucho amor propio
o de puerilidad, de flaqueza o necedad de espíritu.
337 Mat., II, 7.