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Tratado del
Amor de Dios
LIBRO NOVENO
Del amor de sumisión, por el cual nuestra voluntad se une al
beneplácito de Dios
I De la unión de nuestra
voluntad con la voluntad divina, que se llama voluntad de beneplácito
Fuera del pecado, nada se hace sino por
la voluntad de Dios llamada absoluta y de beneplácito, voluntad que nadie
puede impedir y que sólo se conoce por sus efectos, los cuales, una vez se han
producido, nos manifiestan que Dios los ha querido y dispuesto.
Hemos de
sentir, una suma complacencia, al ver cómo Dios ejercita su misericordia por
medio de diversos favores, que distribuye entre los ángeles y entre los hombres,
en el cielo y en la tierra, y cómo practica su justicia por una infinita
variedad de penas y de castigos; porque su justicia y su misericordia son
igualmente amables y admirables en sí mismas, pues una y otra no son más que una
misma y absolutamente única bondad y divinidad.
Mas, porque los efectos
de su justicia son ásperos y llenos de amargura, los endulza siempre,
mezclándolos con los de su misericordia, y hace que, en medio de las aguas del
diluvio de su justa indignación, se conserve el verde olivo, y que el alma
devota, como una casta paloma, pueda, al fin, encontrarle, si quiere meditar
amorosamente al modo de esta ave. Así la muerte, las aflicciones, los sudores,
los trabajos, en que abunda nuestra vida, los cuales, por justa disposición de
Dios, son las penas de pecado, son también, por
su dulce misericordia, las gradas para subir al cielo, los medios para
aprovecharnos de la gracia y los méritos para obtener la gloria.
Bienaventurados son el hambre la sed, la pobreza, la
tristeza, la enfermedad, la muerte y la persecución, porque son verdaderamente
justos castigos de nuestras faltas pero castigos de tal manera templados
y de tal manera aromatizados por la suavidad, la mansedumbre y la clemencia
divina, que su amargura es una amargura amabilísima.
Pensemos de un modo
particular en la cantidad de bienes interiores y exteriores, como también el
gran número de prendas internas y externas, que la divina
Providencia ha dispuesto para nosotros, según su santísima justicia y
misericordia; y, como quien abre los brazos de nuestro consentimiento,
abracémoslo todo amorosísimamente, descansemos en su santísima voluntad y
cantemos a Dios como himno de eterno sosiego; Hágase vuestra voluntad, así en la
tierra como en el cielo 338.
Hágase vuestra voluntad no sólo en la
ejecución de vuestros mandamientos, consejos, e inspiraciones, que nosotros
debemos poner en práctica, sino también en el sufrimiento de las aflicciones y
de las penas, que debemos aceptar para que vuestra voluntad disponga de
nosotros, en todo y según le plazca.
338 Mt., VI, 10.
II Que la unión de nuestra voluntad con el beneplácito
de Dios se hace principalmente en las tribulaciones
Las penas consideradas en sí mismas no pueden ser amadas, pero
consideradas en su origen, es decir, en la providencia y en la voluntad divina,
son infinitamente amables. Mira la vara de Moisés en el suelo, y en una
serpiente espantosa; mírala en manos de Moisés, y obra maravillas. Mira las
tribulaciones en sí mismas, y te parecerán horribles; míralas en la voluntad de
Dios, y son amores y delicias. ¡Cuántas veces nos acontece que recibimos a
regañadientes las medicinas de manos del médico o del farmacéutico, y, al sernos
ofrecidas por una mano querida, el amor se sobrepone a la repugnancia, y las
tomamos con gozo! Ciertamente, el amor o libra al trabajo de su aspereza, o lo
hace amable.
Amar los sufrimientos y las aflicciones, por amor de Dios,
es el punto más encumbrado de la caridad; porque, en esto, nada hay que sea
amable, fuera de la voluntad divina; hay una gran contradicción por parte de
nuestra naturaleza, y no sólo se renuncian los placeres, sino también se abrazan
los tormentos y los trabajos.
El maligno espíritu sabía muy bien que era
éste el ultimo refinamiento del amor, cuando, después de haber oído de labios de
Dios que Job era justo, recto y temeroso de Dios, que huía de todo pecado y que
permanecía firme en su inocencia, tuvo todo esto en muy poca cosa, en
comparación con el sufrimiento de las aflicciones, por las cuales hizo la última
y suprema prueba del amor de este gran siervo a Dios; y, para que estos
sufrimientos fuesen extremados, los hizo consistir en la pérdida de todos sus
bienes y de todos sus hijos, en el abandono de todos sus amigos; en una fuerte
contradicción por parte de sus más allegados, y de su misma esposa;
contradicción llena de desprecios, de burlas, de reproches, a todo lo cual juntó
casi todas las enfermedades que puede padecer un hombre, especialmente una llaga
general, cruel, infecta y horrible.
Ahora bien, mira al gran Job, como
rey de los desgraciados de la tierra, sentado sobre un estercolero, como sobre
el trono de la miseria, cubierto de llagas, de úlceras, de podredumbre, como
quien anda vestido con el traje real adecuado a la cualidad de su realeza; en
medio de un tan grande abyección y anonadamiento, que, de no haber hablado, no
se podría discernir si era un hombre convertido en estercolero, o sí el
estercolero era un montón de podredumbre en forma de hombre, oye como exclama:
Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos también los
males? 339.
¡Dios mío! ¡Cuan grande es el amor de estas palabras!
Considera que has recibido los bienes de la mano de Dios y da una prueba de que
no había estimado tanto estos bienes por ser bienes, cuanto porque venían de la
mano del Señor. De lo cual concluye que es menester soportar amorosamente las
adversidades, pues proceden de la misma mano del Señor, igualmente amable cuando
reparte aflicciones que cuando da consolaciones. Todos reciben gustosamente los
bienes; pero recibir los males, es tan sólo propio del amor perfecto, que los
ama tanto más, cuanto que no son amables sino por la mano que los envía.
339 Job., II, 10.
III De la unión de nuestra
voluntad con el beneplácito divino, en las aflicciones espirituales, por la
resignación
El amor a la cruz nos mueve a
imponernos aflicciones voluntarias, como ayunos, vigilias, cilicios y otras
laceraciones de la carne, y nos hace renunciar a los placeres, a los honores y a
las riquezas. El amor, en estos ejercicios, es muy agradable al Amado. Sin
embargo, todavía lo es más cuando aceptamos con paciencia, dulcemente y con
agrado, las penas, los tormentos y las tribulaciones, en consideración a la
voluntad divina que nos las envía. Pero, el amor alcanza la plenitud de la
excelencia, cuando, además de recibir con paciencia y dulzura las aflicciones,
las queremos, las amamos y las aceptamos con cariño por causa del divino
beneplácito del cual ellas proceden.
Esta unión y conformidad con el
beneplácito divino se hace o por la santa resignación o por la santa
indiferencia. Ahora bien, la resignación se practica a manera de esfuerzo y
sumisión; quisiera vivir en lugar de morir; sin embargo, puesto que la voluntad
de Dios es que muera, me conformo con ello. Estas son palabras de resignación y
de aceptación, fruto del sufrimiento y de la paciencia.
IV De la unión de nuestra voluntad con el beneplácito divino por la
indiferencia
La indiferencia está por
encima de la resignación, porque no ama cosa alguna, sino por amor a la voluntad
de Dios. El corazón indiferente, sabedor de que la tribulación, no deja de ser
hija, muy amada del divino beneplácito, la ama tanto como a la consolación,
aunque ésta sea más agradable, y aun ama más la tribulación, porque nada ve en
ella de amable, si no es la señal de la voluntad de Dios. Si yo no quiero otra
cosa que agua pura, sino el agua? Mejor dicho, me gustará más en vaso de
cristal, pues no tiene otro color que el del agua, el cual, por lo mismo,
aparece en él mucho más clara.
Heroica y más que heroica fue la
indiferencia del incomparable San Pablo: estoy apretado —dice a los
Filipenses—por dos lados, pues deseo verme libre de este cuerpo y estar con
Jesucristo, cosa muchísimo mejor, y también permanecer en esta vida por vosotros
340. En lo cual fue imitado por el gran obispo San Martín, quien, al llegar al
fin de su vida, a pesar de que se abrasaba en deseos de ir a Dios, no dejó,
empero, de manifestar que, con gusto, hubiera permanecido entre los trabajos de
su cargo, para el bien de su querido rebaño.
El corazón indiferente es
como una pelota de cera entre las manos de Dios, para recibir de una manera
igual todas las impresiones del querer eterno: un corazón indiferente para
elegir, igualmente dispuesto a todo, sin ningún otro objeto para su voluntad que
la voluntad de Dios; que no pone su afecto en las cosas que Dios quiere, sino en
la voluntad de Dios que las quiere. Por esta causa, cuando la voluntad de Dios
se manifiesta en varias cosas, escoge, al precio que sea, aquella en la cual
aparece más clara. El beneplácito de Dios se encuentra en el matrimonio y en la
virginidad, pero porque resplandece más en la virginidad, el corazón indiferente
la escoge, aun a costa de la vida, tal como acaeció a la hija espiritual de San
Pablo, Santa Tecla, a Santa Cecilia, a Santa Ágata y a otra símil.
La
voluntad se encuentra en el servicio del pobre y en el del rico, pero algo más
en el del pobre; el corazón indiferente tomará este partido. La voluntad de Dios
aparece en la modestia, practicada entre las consolaciones, y la paciencia,
practicada entre las tribulaciones; el corazón indiferente escogerá ésta, porque
ve en ella más voluntad de Dios. En una palabra, la voluntad de Dios es el
supremo objeto del alma indiferente; dondequiera que lave, corre al olor de sus
perfumes 341 y busca siempre aquello donde más se
manifiesta, sin consideración a otra cosa alguna. Es conducido por la divina
voluntad como por un lazo suavísimo, y la sigue por dondequiera que va; llegaría
a preferir el infierno al paraíso, si supiese que en aquél hay un poco más de
beneplácito divino que en éste.
340 Fil., 1,23,24.
341
Cant.,I,3.
V De la práctica de la indiferencia amorosa en las cosas del servicio de
la gloria de Dios
Casi no es posible conocer el
divino beneplácito más por los acontecimientos, y, mientras nos es desconocido,
es menester que nos unamos lo más fuerte que podamos con la voluntad que nos es
manifestada o significada. Pero en seguida que se muestra el beneplácito de su
divina Majestad, hay que sujetarse amorosamente a su obediencia.
Mi
madre o yo (que para el caso es lo mismo) estamos enfermos en cama. ¿Por ventura
sé si quiere Dios que sobrevenga la muerte? A la verdad no sé nada. Lo que sé
con certeza es que mientras espero el acontecimiento que su beneplácito tenga a
bien disponer, quiere, con voluntad manifiesta, que emplee todos los remedios
necesarios para la curación. Lo haré, pues, así, fielmente, sin omitir nada de
cuanto pueda buenamente contribuir a la consecución de este fin. Pero, si es
voluntad de Dios que el mal, vencedor de los remedios, acarree la muerte, en
cuanto esté seguro de ello por el mismo acontecimiento, quedaré amorosamente
tranquilo en la parte superior de mi espíritu, a pesar de la repugnancia de las
potencias inferiores de mi alma. Sí, Señor, lo quiero — diré— porque es de
vuestro agrado que sea así; si os place a Vos, también me place a mí, que soy
siervo humildísimo de vuestra voluntad.
Pero si el querer divino se nos
diese a conocer antes del acontecimiento, como a San Pedro y el género de
muerte, a San Pablo las cadenas y las cárceles, a Jeremías la destrucción de su
amada Jerusalén, a David la muerte de su hijo, entonces sería menester unir, al
instante, nuestra voluntad con la de Dios, hasta el punto de poner en ejecución,
a ejemplo de Abrahán, el decreto eterno de la muerte de nuestros hijos.
¡Admirable unión la de la voluntad de este patriarca con la de Dios! pues, al
ver que el beneplácito divino le exigía el sacrificio de su hijo, lo quiso y se
dispuso a su ejecución tan decidido; admirable también la unión de la voluntad
del hijo, que ofreció tan suavemente su cuello a la espada de su padre, para
hacer vivir la voluntad de Dios al precio de su propia muerte.
Pero
advierte, Teótimo, un rasgo de la perfecta unión de un corazón con el
beneplácito divino. Cuando Dios le manda que sacrifique a su hijo, no se
entristece; cuando le dispensa de ello, no se regocija. Todo es igual para este
gran corazón, con tal que la voluntad de Dios sea servida.
Muchas veces
Dios, para ejercitarnos en esta santa indiferencia, nos inspira designios muy
elevados, cuya realización no desea; y, entonces, así como es menester comenzar
y continuar la obra con osadía, aliento y constancia, en la medida de lo
posible, del mismo modo es menester conformarse suave y tranquilamente con el
éxito de la empresa que a Dios pluguiere darnos. San Luís, movido por la
inspiración, pasa el mar, para conquistar Tierra Santa; el éxito es adverso, y
él se conforma dulcemente. Prefiere la tranquilidad de este asentamiento que la
magnanimidad del designio. San Francisco se va a Egipto, para convertir a los
infieles o morir mártir entre ellos; tal es la voluntad de Dios, pero regresa
sin haber logrado ni lo uno ni lo otro, y también es ésta la voluntad de Dios.
Fue también voluntad de Dios que San Antonio de Padua desease el
martirio y que no lo lograse. El bienaventurado Ignacio de Loyola, después de
haber puesto en marcha, con grandes trabajos, la Compañía de Jesús, cuyos
hermosos frutos contemplaba, previendo otros mucho mejores para el porvenir,
sintiose, empero, con alientos para asegurar que, si la Compañía llegase a
deshacerse, cosa para él la más áspera, le bastaría media hora para sosegarse y
quedar tranquilo en la voluntad de Dios. Aquel doctor y santo predicador de
Andalucía, Juan de Ávila, después de haber concebido el designio de fundar, una
comunidad de clérigos reformados, para el servicio de la gloria de Dios, cuando
tenía ya el plan muy adelantado desistió de su intento con una dulzura y una
humildad incomparables, al ver que los jesuitas eran suficientes para la
realización de esta empresa.
¡Oh, qué felices son estas almas,
animosas y fuertes para las empresas que Dios les inspira, y, al mismo tiempo,
dóciles y flexibles en dejarlas, cuando Dios así lo dispone! Estos son los
rasgos de una indiferencia perfectísima: el desistir de hacer un bien, cuando a
Dios así le place, y el volver atrás en el camino comenzado, cuando la voluntad
de Dios, que es nuestro guía, así lo ordena.
Así, ¿no podemos poner
afecto en ninguna cosa, y hemos de dejar todos los negocios a merced de los
acontecimientos? No hemos de olvidar nada de cuanto se requiere para el buen
éxito de las empresas que Dios ha puesto en nuestras manos, pero siempre con la
condición de que sí el éxito es adverso, lo aceptemos con tranquilidad y
dulzura, porque tenemos el mandato de poner un gran cuidado en las cosas que se
refieren a la gloria de Dios y que nos han sido confiadas, pero no estamos
obligados ni corre a cuenta nuestra el obtener un buen éxito, porque no depende
de nosotros. Ten cuidado de él 342, le fue dicho al dueño
del mesón, en la parábola de aquel pobre hombre que yacía medio muerto entre
Jerusalén y Jericó. Hace Notar San Bernardo que no se le dijo: Cúralo, sino: Ten
cuidado de él. Así los apóstoles, con un cariño incomparable, predicaron
primeramente a los judíos, aunque sabían que al fin tendrían que dejarlos, como
una tierra estéril, para dirigirse a los gentiles. Corresponde a nosotros el
sembrar y el regar, pero el dar el fruto 343 sólo es
propio de Dios.
Pero, si la empresa, comenzada por inspiración, se
malogra por culpa de aquellos a quienes ha sido encomendada, ¿cómo se puede
decir entonces que es menester conformarse con la voluntad de Dios? Porque me
dirá alguno que no es la voluntad de Dios la que impide el éxito, sino mi falta,
de la cual no es causa la voluntad divina. Es cierto, hijo mío, que tu falta no
es debida a la voluntad de Dios, pues Dios no es autor del pecado; pero es
voluntad de Dios que a tu falta siga, en castigo de la misma, el fracaso y el
mal éxito de la empresa, porque, si su bondad no puede querer la falta, su
justicia hace que quiera la pena que por ella
padeces. Así Dios no fue la
causa de que David pecase, pero le impuso la pena debida a su pecado; tampoco
fue la causa del pecado de Saúl, pero sí de que, en castigo, se echase a perder
en sus manos la victoria.
Luego, cuando acaece que los sagrados
designios fracasan, en castigo de nuestras faltas, debemos igualmente detestar
la falta por un sólido arrepentimiento, y aceptar la pena que por ella
recibimos, porque, así como el pecado es contrario a la voluntad de Dios, la
pena es conforme a ella.
VI De la indiferencia
que debemos practicar en lo tocante a nuestro adelanto en las virtudes
Si no sentimos el progreso y el avance de nuestros
espíritus en la vida devota, según quisiéramos, no nos turbemos, permanezcamos
en paz y procuremos que siempre la tranquilidad reine en nuestros corazones. Es
deber nuestro cultivar nuestras almas y, por consiguiente, es menester que nos
empleemos fielmente en ello. Pero, en cuanto a la abundancia de la cosecha y de
la mies, dejemos el cuidado a nuestro Señor.
El labrador nunca será
reprendido por no tener una buena cosecha, sino por no haber arado y sembrado
bien las tierras. No nos inquietemos, si siempre nos vemos novicios en el
ejercicio de las virtudes; porque, en el monasterio de la vida devota, todos se
creen siempre novicios y, en él, toda la vida está destinada a probación, y no
hay señal más evidente de ser, no ya novicio, sino digno de expulsión y de
reprobación, que el creerse profeso y tenerse por tal, porque, según la regla de
esta orden, no la solemnidad de los votos, sino el cumplimiento de los mismos
hace profesos a los novicios. Pero dirá alguno: Si yo reconozco que, por mi
culpa, se retarda mi aprovechamiento en las virtudes, ¿cómo puedo dejar de
entristecerme y de inquietarme? Ya lo dije en la Introducción a la vida devota,
pero lo repito con gusto, porque es una cosa que nunca se dirá bastante:
Conviene entristecerse por las faltas cometidas, pero con un arrepentimiento
fuerte y sosegado, constante y tranquilo, más nunca turbulento, inquieto,
desalentado. ¿Conocéis que vuestro retraso en el camino de la virtud es debido a
vuestras culpas?
Pues bien, humillaos delante de Dios, implorad su
misericordia, postraos en el acatamiento de su divina bondad, pedidle perdón,
reconoced vuestra falta, solicitad su gracia al oído
mismo de vuestro confesor y recibiréis la absolución; pero, una vez hecho esto,
permaneced en paz, y, después de haber detestado la ofensa, abrazaos
amorosamente con la humillación que sentís por vuestro retraso en el progreso
espiritual.
Las almas que están en el purgatorio, indudablemente están
en él por sus pecados, que han detestado y detestan en gran manera; pero, en
cuanto a la abyección y pena que sienten por estar privadas, durante algún
tiempo, del goce del amor bienaventurado del paraíso, la sufren amorosamente y
pronuncian con devoción el cántico de la justicia divina; Justo sois Señor, y
rectos son vuestros juicios 344. Esperemos, pues, con paciencia nuestro
adelanto, y, en lugar de inquietarnos por haber progresado tan poco en el
pasado, procuremos obrar con más diligencia en el porvenir.
342 Lc, X, 35.
343 343 1 Cor., III, 6.
VII Cómo debemos unir
nuestra voluntad con la de Dios en la permisión de los pecados
Dios odia sumamente el pecado, y, sin embargo,
lo permite muy sabiamente, para dejar que la criatura racional obre según la
condición de su naturaleza, cuando, pudiendo quebrantar la ley, no la
quebrantan. Adoremos, pues, y bendigamos esta santa permisión. Mas, puesto que
la Providencia, que permite el pecado, lo odia infinitamente, detestémoslo con
ella, odiémoslo, deseando con todas nuestras fuerzas que el pecado permitido no
se cometa nunca; y, como consecuencia de este deseo, empleemos todos los
remedios que estén a nuestro alcance para impedir el comienzo, al avance y el
reino del pecado, a imitación de nuestro Señor, que no cesa de exhortar, de
prometer, de amenazar, de prohibir, de mandar y de inspirar, para apartar
nuestra voluntad del pecado, en cuanto sea posible, sin detrimento de su
libertad.
Pero, una vez cometido el pecado, hagamos cuanto podamos para
que sea borrado, a imitación de nuestro Señor, quien volvería a padecer la
muerte para librar a una sola alma del pecado. Pero, si el pecador se obstina,
lloremos, Teótimo, suspiremos, roguemos por él, juntamente con el Salvador de
nuestras almas, quien habiendo, durante su vida, derramado muchas lágrimas por
los pecadores, murió, finalmente, con los ojos anegados en llanto y con su
cuerpo bañado en sangre, lamentando la muerte de ellos. Este sentimiento
conmovió tan vivamente a David, que desfalleció su corazón: Desmayé de dolor,
por causa de los pecado
res que abandonaban tu ley345. Y el gran Apóstol
confiesa que siente un continuo dolor 346 por la
obstinación de los judíos.
Sin embargo, por obstinados que sean los
pecadores, no nos desalentemos en su ayuda y servicio; porque ¿acaso sabemos si
harán penitencia y se salvarán? Bienaventurado aquel que, como San Pablo, puede
decir a sus prójimos: No he cesado, de día y de noche de amonestar con lágrimas
a cada uno de vosotros 347; y por lo tanto, estoy limpio
de la sangre de todos, pues no he dejado de intimaros todos los designios de
Dios 348. Mientras permanezcamos dentro de los límites de
la esperanza de que el pecador se pueda enmendar, los cuales son tan extensos
como los límites de la vida, nunca debemos rechazarle, sino que hemos de rogar
por él y ayudarle tanto cuanto su desgracia lo permita.
Finalmente, después de haber llorado sobre los obstinados y de haber
cumplido con respecto a ellos todos los deberes de caridad, para ale arlos del
pecado, hemos de imitar a nuestro Señor y a los apóstoles, es decir, hemos de
desviar nuestro espíritu de allí y volverlo hacia otros objetos y hacia otras
ocupaciones más útiles para la gloria de Dios. A vosotros —decían los apóstoles
a los judíos— debía ser primeramente anunciada la palabra de Dios; mas, ya que
la rechazáis y os juzgáis vosotros mismos indignos de la vida eterna, de hoy en
adelante nos vamos a los gentiles 349. Os será quitado el
reino de Dios y dado a gentes que rindan fruto 350,
porque solo podemos detenernos en llorar demasiado sobre unos, cuando no es en
detrimento del tiempo necesario para procurar la salvación de otros.
Ciertamente, dice el Apóstol que siente un dolor continuo por la pérdida de los
judíos; pero lo dice de la misma manera que decimos nosotros que
bendecimos a Dios en todo tiempo, pues esto no quiere decir otra cosa sino que
le bendecimos con mucha frecuencia y en toda ocasión.
Por lo demás,
hemos de adorar, amar y alabar la justicia vindicativa de nuestro Dios, tal como
amamos su misericordia, pues una y otra son hijas de su bondad. Porque, por su
gracia, quiere hacernos buenos, como buenísimo, que es; y, por su justicia,
quiere castigar el pecado, porque, siendo soberanamente bueno, detesta el sumo
mal, que es la iniquidad.
Nunca Dios retira su misericordia de nosotros, sí no es en equitativa venganza
de su justicia, y nunca escapamos de su justicia, sino por su misericordia con
los que se han de salvar, se alegrará, asimismo, cuando vea la venganza; los
bienaventurados aprobarán con alegría la sentencia de condenación de los
réprobos, como aprobarán la de salvación de los justos, y los ángeles que hayan
practicado la caridad con los hombres confiados a su custodia, permanecerán en
paz al verles obstinados y aun condenados. Es, por lo mismo, necesario descansar
en la voluntad divina y besar con igual amor y reverencia la mano derecha de su
misericordia y la mano izquierda de su justicia.
VIII Cómo la pureza de la indiferencia se ha de practicar en las acciones del
amor sagrado
Uno de los mejores músicos del mundo, que tocaba el laúd
a la perfección, ensordeció tanto, en poco tiempo, que
perdió enteramente el uso del oído. Sin embargo no dejó, por esta causa, de
cantar y de pulsar delicada y maravillosamente su instrumento, merced a la gran
habilidad que en ello tenía, y que su sordera no le había arrebatado.
Mas,
porque no sentía ningún placer en su canto ni en su música, pues, privado del
oído, no podía darse cuenta de la dulzura y de la belleza de los sonidos, sólo
cantaba y tocaba el laúd para contentar a un príncipe, del cual había nacido
súbdito y a quien se sentía muy inclinado a complacer, obligado, además, como
estaba, por haberse criado, durante su juventud, en su casa. Por este motivo,
sentía un placer sin igual en darle gusto, y, cuando su príncipe daba muestras
de complacerse en su canto, quedaba transportado de alegría. Mas acaecía, a
veces, que el príncipe, para poner a prueba el amor de este amable músico, le
mandaba cantar, y en seguida lo dejaba en su cámara y se iba de caza; pero el
deseo que el cantor tenía de acomodarse al gusto de su señor, hacía que
continuase cantando con la misma atención que si el príncipe hubiese estado
presente, aunque, en verdad, no sentía en ello ningún gusto; porque ni sentía el
placer de la melodía, porque le privaba de él la sordera, ni el de agradar al
príncipe, porque estaba ausente y no podía gozar de la dulzura de sus hermosos
cantos.
A la la verdad, el corazón humano es el verdadero cantor del
himno del amor sagrado, y es también el arpa y el salterio. Este cantor se
escucha por lo regular, a sí mismo, y siente una gran complacencia en oír la
melodía de su canto. En otros términos: cuando nuestro corazón ama a Dios,
saborea las delicias de este amor y recibe un contento indecible de amar un
objeto tan amable. Y en esto estriba la variación, a saber, en que, en lugar de
amar este santo amor porque tiende a Dios, que es el amado, lo amamos porque
procede de nosotros, que somos los amantes.
¿Quién no ve que, haciéndolo así, no buscamos a Dios, sino que nos volvemos
hacia nosotros mismos, amando el amor en lugar de amar al amado, es decir,
amando este amor, no por el contento y beneplácito de Dios, sino por el placer y
el contento que de este amor sacamos?
Luego, el cantor que, al
principio, cantaba a Dios y para Dios, canta ahora más a sí mismo y para sí
mismo que para Dios; si se complace en cantar, no es tanto para alegrar los
oídos de Dios, cuanto para alegrar los suyos. Y, puesto que el cántico del amor
divino es el más excelente de todos, lo ama también más, no por causa de las
divinas excelencias que en él son alabadas, sino porque el aire del canto es,
por ello, más delicioso y agradable.
IX Manera
de conocer el cambio en el sujeto de este santo amor
Fácilmente conocerás esto, Teótimo, porque si este ruiseñor canta para
agradar a Dios, cantará el himno que sabrá que es más agradable a la divina
Providencia. Pero, si canta por el placer que siente en la melodía de su canto,
no cantará el cántico que es más agradable a la celestial bondad, sino el que
más le guste a él y en el cual crea que podrá encontrar mayor deleite. Bien
podrá ocurrir que de dos cantos verdaderamente divinos, el uno se cante porque
es divino y el otro porque es agradable. El cántico es divino, pero el motivo
que nos hace cantar es el deleite espiritual que en él buscamos.
¿No ves
—diremos a un obispo— que Dios quiere que cantes el himno pastoral del divino
amor en medio de tu grey, que este mismo autor te mandó, por tres veces,
apacentar, en la persona del apóstol San Pedro, el primero de todos los
pastores? ¿Qué responderás a esto? Que en Roma y en París hay más deleites
espirituales, y que el divino amor se puede practicar allí con más suavidad.
,¡Dios mío! no es por vuestro agrado que este hombre quiere cantar, sino por el
gusto que siente en ello; no os busca a Vos en el amor, sino el contento que le
causa el ejercicio de este amor. Los religiosos desearían cantar el cántico de
los prelados, y los casados el de los religiosos, con el fin, según dicen ellos,
de poder mejor amar y servir a Dios.
¡Ah! os engañáis a vosotros mismos,
mis queridos amigos; no digáis que es para mejor amar y servir a Dios, sino para
servir vuestro propio contento, al que amáis más que al contento de Dios.
También en la enfermedad se encuentra la voluntad de Dios, y, ordinariamente,
más que en la salud. Si amamos, pues, la salud, no digamos que es mejor servir a
Dios; porque ¿quién no ve que lo que buscamos no es la
voluntad de Dios en la salud, sino la salud en la voluntad de Dios?
Es sin duda, muy difícil amar a Dios sin amar, a la vez,
el placer que causa el amarle; pero, no obstante, hay mucha diferencia entre el
contento que produce el amor a Dios porque es bello, y el que produce el amarle
porque su amor nos es agradable. Debemos, pues, buscar en Dios el amor de su
belleza, y no el placer que hay en la belleza de su amor. El que, cuando ruega a
Dios, se da cuenta de que ruega no atiende perfectamente a la oración, porque
distrae su atención de Dios, a quien ruega. El mismo cuidado que muchas veces
ponemos en no distraernos es, con frecuencia, causa de grandes distracciones.
La simplicidad, en las acciones espirituales, es lo más recomendable. ¿Quieres
contemplar a Dios? Contémplale y atiende a esto; porque, si reflexionas y
vuelvas los ojos hacia ti, para ver como le contemplas, ya no contemplas a El,
sino que contemplas tu actitud, a ti mismo. El que ora con fervor, no sabe si
ora o no ora, porque no piensa en la oración que hace, sino en Dios, a quien la
hace. El que ama con ardor no vuelve su corazón sobre sí mismo, para mirarlo que
hace, sino que lo detiene y lo ocupa en Dios, a quien aplica su amor.
El
cantor celestial se complace tanto en dar gusto a Dios, que no recibe ningún
goce de la melodía de su voz, sino porque ésta agrada a su Dios. ¿Ves, Teótimo,
a este hombre que ruega a Dios, y al parecer con tanta devoción, y que es tan
fervoroso en los ejercicios del amor celestial? Aguarda un poco y verás si es
Dios a quien ama. ¡Ah!, en cuanto cese la suavidad y
la satisfacción que sentía en el amor, y lleguen las sequedades, lo dejará todo
y no rogará sino como de paso.
Pues bien, si
era Dios a quien amaba, ¿por qué ha dejado de amarle, ya que Dios siempre es el
mismo? Amaba la consolación de Dios, y no el Dios de la consolación.
Muchos, ciertamente, no se complacen en el amor divino, sino cuando es confitado
con el azúcar de alguna suavidad sensible, y fácilmente harían como los niños,
los cuales cuando se les da miel sobre un pedazo de pan, lamen y chupan la miel,
y echan, después, el pan; porque si la suavidad pudiese ser separada del amor,
dejarían el amor y se quedarían con la suavidad. Estas personas están expuestas
a muchos peligros": o al peligro de volver atrás, cuando los gustos y los
consuelos faltan, o al de gozarse en vanas suavidades, bien ajenas al verdadero
amor.
X De la perplejidad del corazón que ama sin que sepa que agrada al
Amado
Muchas veces no sentimos ningún consuelo
en los ejercicios del amor sagrado, y, como los cantores sordos, no oímos
nuestra propia voz, ni podemos gozar de la suavidad de nuestro canto; al
contrario, aparte de esto, nos sentimos acosados de mil temores, turbados de mil
ruidos, que el enemigo hace en torno de nuestro corazón, sugiriéndonos el
pensamiento de que quizás no somos agradables a nuestro Señor de que nuestro
amor es inútil y aun falso y vano, pues no nos causa ningún consuelo. Entonces
trabajamos no sólo sin placer sino con gran tedio, no viendo ni el fruto de
nuestro trabajo ni el contento de Aquel por quien trabajamos.
Es cuando
es menester dar pruebas de invencible fidelidad al Salvador, sirviéndole
puramente por amor a su voluntad, no sólo sin placer, sino también entre este
diluvio de tristezas, de horrores, de espantos y de ataques, como lo hicieron su
gloriosa Madre y San Juan, el día de su pasión, los cuales, entre tantas
blasfemias, dolores y angustias mortales, permanecieron firmes en el amor, aun
en aquellos momentos en que el Salvador, habiendo retirado todo su santo gozo a
la cumbre de su espíritu, no irradiaba alegría ni consuelo alguno de su divino
rostro, y en que sus ojos, cubiertos de oscuridad de muerte, no despedían sino
miradas de dolor, como el sol despedía rayos de horror y espantosas tinieblas.
XI Cómo el alma, en medio de estos trabajos
interiores, no conoce el amor que tiene a Dios, y de la muerte amabilísima de la
voluntad
El alma que anda muy cargada de penas
interiores si bien puede creer, esperar y amar a Dios, y, en realidad, así lo
haga, sin embargo no tiene fuerza para discernir si cree, espera y ama a su
Dios, pues la angustia la llena y la abate tan fuertemente, que no puede volver
sobre sí misma para ver lo que hace; por esta causa, figura que no tiene fe, ni
esperanza, ni caridad, sino tan sólo fantasmas, e inútiles impresiones de estas
virtudes que siente sin sentirlas, y como extrañas, mas no como familiares de su
alma.
Las angustias espirituales, hacen el amor
enteramente puro y limpio; porque, cuando estamos privados de todo goce, por el
cual podríamos estar obligados a Dios, nos une a Dios inmediatamente, voluntad
con voluntad, corazón con corazón, sin que anden de por medio ningún consuelo o
pretensión. ¡Qué afligido está el pobre corazón, cuando, como abandonado por el
amor, mira en todas direcciones y no lo encuentra, según le parece!
¿Qué
podrá, pues, hacer el alma que vive en este estado? En tales momentos, Teótimo,
no sabe cómo sostenerse, entre tantas congojas, y sólo tiene fuerza para dejar
morir su voluntad en las manos de la voluntad de Dios, a imitación del dulce
Jesús, el cual, cercado a la muerte, exhalando el último suspiro, dijo con una
gran voz y con muchas lágrimas: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu
351 palabras que fueron las últimas de todas y por las cuales el Hijo muy amado
dio la prueba suprema de su amor al Padre. Nosotros, cuando las convulsiones de
las penas espirituales nos priven de toda suerte de alivio y de los medios de
resistir, pongamos nuestro espíritu en manos del eterno Hijo, que es nuestro
verdadero padre, y bajando la cabeza en señal de asentimiento a su beneplácito,
entreguémosle toda nuestra voluntad.
XII Cómo la voluntad, una vez muerta a sí misma, vive puramente
en la voluntad de Dios
No dejamos de hablar con
propiedad, cuando, en nuestro lenguaje, llamamos tránsito a la muerte de los
hombres, significando con ello que la muerte no es más que un paso de una vida a
otra, y que al morir no es sino atravesar los límites de esta vida mortal para
ir a la inmortal. Ciertamente, nuestra voluntad, como nuestro espíritu, nunca
puede morir; pero, a veces, va más allá de los confines de su vida ordinaria,
para vivir toda en la voluntad divina, y es entonces cuando ni puede ni quiere
querer cosa alguna, sino que se entrega totalmente y sin reservas al beneplácito
de la divina Providencia, confundiéndose de tal manera con este divino
beneplácito que ya no aparece más, sino que está toda oculta, con Jesucristo, en
Dios, donde vive, aunque no ella, sino la voluntad de Dios en ella.
La sala
suma perfección de nuestra voluntad consiste en que esté tan unida con la del
soberano Bien como la de aquel santo que decía: Oh Señor, me habéis conducido y
guiado hacia vuestra voluntad; que quiere decir que no había hecho uso de su
voluntad para conducirse a sí mismo, sino simplemente se había dejado guiar y
llevar por la de Dios.
351 Lc, XXIII, 46.
XIII Del ejercicio más excelente que podemos practicar en medio de las
penas interiores y exteriores de esta vida, mediante la indiferencia y la muerte
de nuestra voluntad
Bendecir a Dios y darle
las gracias por todos los acontecimientos, que su Providencia ordena, es, en
verdad, una ocupación muy santa; pero, cuando dejamos a Dios el cuidado de
querer y de hacer lo que le plazca en nosotros, sobre nosotros y de nosotros,
sin atender a lo que ocurre, aunque lo sintamos mucho, procurando desviar
nuestro corazón y aplicar nuestra atención a la bondad y a la dulzura divina,
bendiciéndolas, no en sus efectos ni en los acontecimientos que ordenan, sino en
sí mismas y en su propia excelencia, entonces hacemos, sin duda, un ejercicio
mucho más eminente.
Mis ojos están siempre fijos en el Señor, porque El
ha de sacar mis pies del lazo 352. ¿Has caído en las redes de las adversidades?
No mires tu desventura ni las redes en las cuales estás prendido; mira a Dios, y
déjale hacer, y El tendrá cuidado de ti. Arroja en el seno del Señor tus
ansiedades, y Él te sustentará 353. ¿Por qué te
entrometes en querer o no querer los acontecimientos y los accidentes del mundo,
pues no sabes lo que debes querer, y sabiendo que Dios siempre querrá por ti
todo cuanto tú puedas querer, sin que tengas que vivir con cuidado? Atiende,
pues, con sosiego de espíritu a los efectos del beneplácito divino, y que te
baste su querer, pues siempre es bueno. Así lo ordenó Él a Santa Catalina de
Sena: Piensa en Mí —le dijo— y Yo pensaré en ti.
Es muy difícil expresar bien esta indiferencia de la voluntad humana,
así reducida y muerta en la voluntad de Dios; porque no hay que decir, al
parecer, que ella presta su aquiescencia a la voluntad divina, pues la
aquiescencia es un acto del alma que manifiesta su consentimiento. Tampoco hay
que decir que la acepta y la recibe, porque el aceptar y el recibir son ciertas
acciones, que en alguna manera se pueden llamar pasivas, por las cuales
abrazamos y tomamos lo que nos acontece. Asimismo no hay que decir que permite,
porque la permisión es un acto de la voluntad, una especie de querer ocioso,
que, verdaderamente, nada quiere hacer, aunque quiere dejar hacer.
Me
parece, pues, mejor decir que el alma que está en esta
indiferencia y que, en lugar de querer cosa alguna, deja a Dios querer lo que le
plazca, mantiene su voluntad en una simple y general espera, porque esperar no
es hacer u obrar, sino estar dispuesto a cualquier acontecimiento. Y, si
reparáis en ello, veréis que esta espera del alma es verdaderamente voluntaria,
y, sin embargo, no es una acción, sino una simple disposición para recibir lo
que acaeciere; y, cuando los acontecimientos han llegado y han sido aceptados,
la espera queda transformada en un consentimiento o aquiescencia; pero, antes de
que ocurran, el alma permanece en una simple espera, indiferente a todo lo que a
la divina voluntad pluguiere ordenar.
Nuestro Señor expresa así la
extrema sumisión de la voluntad humana a la de su Padre eterno: El Señor Dios
—dice— me abrió los oídos, es decir, me dio a conocer su beneplácito acerca de
la multitud de trabajos que debo padecer; y Yo —prosigue— no me resistí, no me
volví atrás
354. ¿Qué quiere decir: y Yo no me resistí, no me volví atrás, sino: mi
voluntad permanece en una simple espera y dispuesta a todo lo que Dios ordene,
por lo cual entrego mis espaldas a los que me azotarán y mis mejillas a los que
mesarán mi barba 355, preparado para todo cuanto quieran hacer de Mí? Mas te
ruego, Teótimo, que consideres que, así como nuestro Salvador, después de la
oración resignada que hizo en el huerto de los Olivos, y después de su
prendimiento, se dejó atar y conducir según el capricho de los que le
crucificaron, con un admirable abandono en sus manos de su cuerpo y de su vida,
del mismo modo puso su alma y su voluntad, por una indiferencia perfectísima, en
manos de su Padre eterno; porque, aunque dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado? 356, habló así para darnos a conocer las
verdaderas amarguras y penas de su alma, mas no para oponerse a la santa
indiferencia, en la cual estaba, como lo demostró enseguida, cerrando toda su
vida y su pasión con estas palabras: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu
357.
XIV Del despojo perfecto del alma unida a la
voluntad de Dios
El amor al entrar en un alma,
para hacerla morir dichosamente a sí misma y revivir en Dios, la despoja de
todos los deseos humanos y de la estima de sí misma, que no está menos adherida
al espíritu que la piel a la carme, y, finalmente, la desnuda de los afectos más
amables, tales como el afecto que tenía a las consolaciones espirituales, a los
ejercicios de piedad y a la perfección de las virtudes, que parecían ser la
propia vida del alma devota.
Entonces, puede exclamar con razón: Ya me
despojé de mi túnica, ¿me la he de vestir otra vez 358. Lavé mis pies de toda
suerte de afectos, ¿y me los he de volver a ensuciar? Desnudo salí de las manos
de Dios, y desnudo volveré a ellas. El Señor me había dado muchos deseos; el
Señor me los quitó; bendito sea su santo nombre
359. Sí, Teótimo, el mismo Señor que nos hace desear las virtudes, en los
comienzos, nos quita después el afecto a las mismas y a todos los ejercicios
espirituales, para que con más sosiego, pureza y simplicidad no nos aficionemos
a cosa alguna fuera del beneplácito de su divina Majestad. Porque, como la
hermosa y prudente Judit guardaba en sus cofres sus bellos trajes de fiesta, y,
sin embargo, no les tenía afición alguna, no se los vistió jamás en su viudez,
sino cuando, inspirada por Dios, marchó para dar muerte a Holofernes; así,
aunque nosotros hayamos aprendido la práctica de las virtudes y los ejercicios
de devoción, no debemos aficionarnos a ellos ni vestir con ellos nuestro
corazón, sino a medida que sepamos que es el beneplácito de Dios.
Y así
como Judit anduvo siempre vestida con el traje de luto, hasta que Dios quiso que
luciera sus galas, de la misma manera debemos nosotros permanecer apaciblemente
revestidos de nuestra miseria y abyección, en medio de nuestras imperfecciones y
flaquezas, hasta que Dios nos levante a la práctica de acciones más excelentes.
No es posible permanecer durante mucho tiempo en este estado de privación y de
despojo de toda clase de afectos. Por esta causa, según el consejo del Apóstol,
una vez nos hayamos quitado las vestiduras del viejo Adán, hemos de vestirnos el
traje del hombre nuevo 360, es decir, de Jesucristo; porque, habiendo renunciado
aun al afecto a las virtudes, para no querer, ni con respecto a ellas ni con
respecto a otra cosa alguna, sino lo que quiere el divino beneplácito, conviene
que nos revistamos enseguida de otros muchos afectos, y quizás de los mismos a
los cuales hubiéramos renunciado; pero nos hemos de revestir de ellos, no porque
son agradables, útiles y honrosos y a propósito para dar contento al amor que
sentimos a nosotros mismos, sino porque son agradables a Dios, útiles para su
honor y porque están destinados a su gloria.
Son menester vestiduras
nuevas para la esposa del Salvador. Sí, por amor a Él, se ha despojado del
antiguo afecto, a sus padres a su patria, a su casa 361,
a sus amigos es necesario que sienta un afecto enteramente nuevo, amando todas
estas mismas cosas, pero en el lugar que les corresponde; no según las
consideraciones humanas, sino porque el celestial Esposo lo quiere y lo manda; y
porque ha dispuesto de esta manera el orden de la caridad 362.
Si el alma se
ha despojado del viejo afecto a los consuelos espirituales, a los ejercicios de
devoción, a la práctica de las virtudes y aún al adelanto en la perfección, ha
de revestirse de otro afecto del todo nuevo, amando todos estos favores
celestiales, no porque perfeccionan y adornan nuestro espíritu, sino porque así
el nombre del Señor es santificado, su reino enriquecido y su divino beneplácito
glorificado.
Así San Pedro vistióse en la prisión: no por elección suya,
sino conforme el ángel se lo fue indicando 363. Tomó su
ceñidor, después sus sandalias y, finalmente, las demás vestiduras. Y el
glorioso San Pablo, despojado, en un momento, de todos sus afectos, Señor —dice—
¿qué queréis que haga? 364 es decir, ¿a qué cosas os place que me aficione?
pues, al derribarme en tierra, me habéis hecho abandonar mi propia voluntad. ¡
Ah, Señor! poner en su lugar vuestro beneplácito, y enseñadme a hacer vuestra
voluntad, porque sois mi Dios 365. El que ha dejado todas las cosas por Dios, no
ha de volver a tomar ninguna, sino en la medida que Dios lo quiera; no ha de
alimentar su cuerpo, sino de la manera que Dios lo ordene, para servir al
espíritu; no ha de estudiar, sino para ayudar al prójimo y a su propia alma,
según la intención divina; ha de practicar las virtudes, mas no las que son de
su agrado, sino las que quiere Dios.
El amor es fuerte como la muerte
366, para hacer que lo dejemos todo, pero es magnífico como la resurrección,
para revestirnos de gloria y de honor.
362 Cant.,II,4.
363
Hech.,XII,8.
364 IbÍd.,IX,6.
365 Sal., CXLII, 10.
366
Cant.,VIII,6.