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Tratado del
Amor de Dios
LIBRO DECIMO
Del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas
I De la dulzura del mandamiento que Dios nos ha impuesto de amarle sobre
todas las cosas
El hombre es la perfección del universo; el
espíritu es la perfección del hombre; el amor es la perfección del espíritu, y
la caridad es la perfección del amor. Por esto, el amor de Dios es el fin, la
perfección y la excelencia del universo. En esto consiste la grandeza y la
primacía del mandamiento del amor divino, Llamado por el Salvador máximo y
primer mandamiento 367. Este mandamiento es como un sol, que ilumina y dignifica
todas las leyes sagradas, todas las disposiciones divinas, todas las Escrituras.
Todo se hace por este celestial amor y todo se refiere a él. Del árbol sagrado
de este mandamiento dependen, como flores suyas, todos los consejos, las
exhortaciones, las inspiraciones y los demás mandamientos, y, como fruto suyo,
la vida eterna; y todo lo que no tiende al amor eterno, aquél, cuya práctica
perdura en la vida eterna y que no es otra cosa que la misma vida eterna.
Pero considera, Teótimo, cuan amable es esta ley de amor. ¡Si pudiésemos
entender cuan obligados estamos a este soberano Bien, que no sólo nos permite,
sino que nos manda que le amemos! No sé si he de amar más vuestra infinita
belleza, que una tan divina bondad me manda amar, o vuestra divina bondad, que
me manda amar una tan infinita belleza.
Dios, el día del juicio,
imprimirá, de una manera admirable, en los espíritus de los condenados, el
sentimiento de lo que perderán; porque la divina Majestad les hará ver
claramente la suma belleza de su faz y los tesoros de su bondad; y, a la vista
de este abismo infinito de delicias, la voluntad, con un esfuerzo supremo,
querrá lanzarse hacia Él para unirse con Él y gozar de su amor; pero será en
vano, porque, a medida que el claro y bello conocimiento de la divina hermosura
vaya penetrando en los entendimientos de estos infortunados espíritus, de tal
manera la divina justicia irá quitando fuerzas a la voluntad, que no podrá ésta
amar en manera alguna al objeto que el entendimiento le propondrá y le
representará como el más amable; y esta visión, que debería engendrar un tan
grande amor en la voluntad, en lugar de esto engendrará en ella una tristeza
infinita, la cual se convertirá en eterna por el recuerdo que quedará para
siempre en estas almas de la soberana belleza perdida; recuerdo estéril para
todo bien y fértil en trabajos, penas, tormentos y desesperación inmortal.
Porque la voluntad sentirá una imposibilidad, o mejor dicho, una eterna
aversión y repugnancia en amar a esta tan deseable excelencia. De suerte que los
miserables condenados permanecerán, para siempre, en una rabia desesperada, al
conocer una perfección tan sumamente amable, sin poder poseer su goce ni su
amor; porque, mientras pudieron amarla, no lo quisieron. Se abrasarán en una sed
tanto más violenta, cuanto que el recuerdo de esta fuente de las aguas de la
vida eterna agudizará sus ardores; morirán inmortalmente, como perros, de un
hambre 368 tanto más vehemente cuanto que su memoria avivará su insaciable
crueldad con el recuerdo del festín del cual habrán sido privados.
No me
atrevería, ciertamente, a asegurar que esta visión de la hermosura de Dios, que
tendrán los malaventurados, a manera de relámpago, haya de ser tan clara como la
de los bienaventurados; con todo lo será tanto que verán al Hijo del hombre en
su majestad 369, y verán delante al que traspasaron 370, y, por la visión de
esta gloria, conocerán la magnitud de su pérdida. Si Dios hubiese prohibido al
hombre amarle ¡qué pena en las almas generosas! ¡Qué no harían para obtener este
permiso!
¡Cuan deseable es, la suavidad de este mandamiento, pues si la
divina voluntad lo impusiese a los condenados, en un momento quedarían libres de
su gran desdicha, y los bienaventurados no son bienaventurados, sino por la
práctica del mismo! ¡Oh amor celestial, qué amable eres a nuestras almas!
367 Mt., XXII, 38.
368 Sal.,LVIII,7.
369 Mt., XXIV. 30.
370 Jn., XIX, 37
II Que este divino
mandamiento del amor tiende hacia el cielo, pero, con todo, es impuesto a los
fíeles de este mundo
No se ha puesto ley al
justo 371, porque, adelantándose a ella y sin necesidad de ser por ella
obligado, hace la voluntad de Dios, llevado por el instinto de la caridad que
reina en su alma.
En el cielo, tendremos un corazón enteramente libre de
pasiones, un alma purificada de distracciones, un espíritu desembarazado de
contradicción, unas fuerzas exentas de repugnancias; por consiguiente, amaremos
a Dios con un perpetuo y jamás interrumpido amor. ¡Oh Señor! ¡Qué gozo, cuando
constituidos en aquellos eternos tabernáculos, estarán nuestros espíritus en
perpetuo movimiento, en medio del cual tendrán el reposo eterno tan deseado de
su eterno amor!
Bienaventurados, Señor, los que moran en tu casa;
alabarte han por los siglos de los siglos372. Mas no hemos de pretender este
amor, tan sumamente perfecto, en esta vida mortal, pues no tenemos todavía ni el
corazón, ni el alma, ni el espíritu, ni las fuerzas de los bienaventurados.
Basta que amemos con todo el corazón y con todas las fuerzas que tengamos.
Mientras somos niños pequeños sabemos como niños, hablamos como niños, amamos
como niños 373; más cuando seremos perfectos, en el cielo, seremos liberados de
nuestra infancia, y amaremos a Dios con perfección. Con todo, mientras dura la
infancia de nuestra vida mortal, no hemos de dejar de hacer lo que dependa de
nosotros, según nos ha sido mandado, pues no sólo podemos, sino que es
facilísimo, como quiera que todo este mandamiento de amor, y de amor de Dios,
que, por ser soberanamente bueno, es soberanamente amable.
III Cómo estando ocupado todo el corazón en el amor sagrado, puede, sin
embargo, amar a Dios deferentemente, y amar también muchas cosas por Dios
El hombre se entrega todo por el amor, y se entrega tanto
cuanto ama; está, pues, enteramente entregado a Dios, cuando ama enteramente a
la divina bondad, y cuando está de esta manera entregado, nada debe amar que
pueda apartar su corazón de Dios.
En el paraíso, Dios se dará todo a
todos, y no en parte, pues Dios es un todo que carece de partes; mas, a pesar de
esto, se dará diversamente, y las diferentes maneras de darse serán tantas
cuantos sean los bienaventurados, lo cual ocurrirá así porque, al darse todo a
todos y todo a cada uno, no se dará totalmente, ni a cada uno en particular, ni
a todos en general Nosotros nos daremos a Él según la medida en que Él se dará a
nosotros, porque le veremos verdaderamente cara a cara 374, tal cual es en su
belleza, y le amaremos de corazón a corazón, tal cual es en su Bondad; no todos,
empero, le verán con igual claridad, ni le amarán con igual dulzura, sino que
cada uno le verá y le amará según el grado particular de gloria que la divina
Providencia le hubiere preparado. Todos poseeremos igualmente la plenitud de
este divino amor, pero, con todo, las plenitudes serán desiguales en perfección.
Si en el cielo, donde estas palabras: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón 375 serán con tanta excelencia practicadas, habrá a pesar de ello,
grandes diferencias en el amor, no es de maravillar que haya también muchas en
esta vida mortal.
No sólo entre los que aman a Dios de todo corazón, hay
quienes le aman más y quienes le aman menos, sino que una misma persona se
excede, a veces, a sí misma, en este soberano ejercicio del amor de Dios sobre
todas las cosas. ¿Quién no sabe que hay progresos en este santo amor, y que el
fin de los santos está colmado de un más perfecto amor que los comienzos?
Según la manera de hablar de las Escrituras, hacer alguna cosa de todo corazón
no quiere decir sino hacerla de buen grado y sin reserva.
Todos los verdaderos amantes son iguales en dar todo su corazón, con
todas sus fuerzas; pero son desiguales en darlo todos diversamente y de
diferentes maneras, pues algunos dan todo su corazón con todas sus fuerzas, pero
menos perfectamente que otros. Unos lo dan todo por el martirio, otros por la
virginidad, otros por la pobreza, otros por la acción, otros por la
contemplación, otros por el ministerio pastoral, y, dándolo todos todo, por la
observancia de los mandamientos, unos, empero, lo dan más imperfectamente que
otros.
El precio de este amor que tenemos a Dios depende de la eminencia
y excelencia del motivo por el cual y según el cual le amamos. Cuando le amamos
por su infinita y suma bondad, como Dios y porque es Dios, una sola gota de este
amor vale mucho más, tiene más fuerza y merece más estima que todos los otros
amores que jamás puedan existir en los corazones de los hombres y entre los
coros de los ángeles, porque mientras este amor vive, es él el que reina y
empuña el cetro sobre todos los demás afectos, haciendo que Dios sea, en la
voluntad, preferido a todas las cosas, universalmente y sin reservas.
371 Tim. 1, 9.
372 Sal., LXXXIII, 5.
373 I Cor.,Xffl,ll.
374 1 Cor., XIII, 12.
375 Deut., VI, 5.
IV De dos grados de perfección con los cuales este mandamiento puede ser
observado en esta vida mortal
Hay algunas almas
que, habiendo hecho ya algunos progresos en el amor divino, han cortado todo
otro amor a las cosas peligrosas; mas, a pesar de esto, no dejan de tener
algunos afectos perniciosos y superfluos, porque se aficionan con exceso y con
un amor demasiado tierno y más apasionado de lo que Dios quiere.
Dios quería que Adán amase tiernamente a Eva, pero no
tanto que, por complacerla, quebrantase la orden que la divina Majestad le había
dado.
No amó, pues, una cosa superflua y de suyo peligrosa, pero
la amó con superfluidad y peligro. El amor a nuestros padres, amigos y
bienhechores es, de suyo, un amor según Dios, pero
no es lícito amarlos con exceso; las mismas
vocaciones, por espirituales que sean, y nuestros ejercicios de piedad (a los
cuales debemos aficionarnos) pueden ser amados desordenadamente, cuando son
preferidos a la obediencia o a un bien más universal, o cuando se pone en ello
el afecto como en el último fin, siendo así que no son sino medios y
preparativos para la realización de nuestro anhelo final, que es el divino amor.
Y estas almas que no aman sino lo que Dios quiere que amen, pero que se exceden
en la manera de amar, aman verdaderamente a la divina bondad sobre todas las
cosas, pero no en todas las cosas, porque a las mismas cosas cuyo amor les está
permitido, aunque con la obligación de amarlas según Dios, no las aman solamente
según Dios, sino por causas y motivos que no son contrarios a Dios, pero que
están fuera de Él. Tal fue el caso de aquel pobre joven que, habiendo guardado
los mandamientos desde sus primeros años 376, no deseaba los bienes ajenos, pero
amaba con demasiada ternura los propios. Por esto, cuando nuestro Señor le
aconsejó que los diese a los pobres, se puso triste y melancólico. No amaba nada
que no le fuese lícito amar, pero lo amaba con un amor superfluo y demasiado
cerrado.
Estas almas, oh Teótimo, aman de una manera demasiado ardorosa
y superflua, pero no aman las superfluidades, sino lo que deben amar. Y, por
esta causa, gozan del tálamo nupcial de la unión, de la quietud y del reposo
amoroso de que nos hablan los libros quinto y sexto de los Cantares; pero no
gozan en calidad de esposas, porque la superfluidad con que se aficionan a las
cosas buenas hace que no penetren con mucha frecuencia en las divinas
intimidades del Esposo, por estar ocupadas y distraídas en amar, fuera de Él y
sin Él, lo que deberían amar únicamente en Él y por Él.
376 Mt., XIX, 20.
V De otros dos grados de mayor
perfección por los cuales podemos amar a Dios sobre todas las cosas
Hay almas que aman tan sólo lo que Dios quiere.
Almas felices, pues aman a Dios, a sus amigos en Dios y a sus enemigos por Dios,
pero no aman ni una sola sino en Dios y por Dios. Refiere San Lucas que nuestro
Señor invitó a que le siguiese a un joven que le amaba mucho, pero que también
amaba mucho a su padre, por lo cual deseaba volver a él 377; y el Señor le corta
esta superfluidad de su amor y le da un amor más puro, no sólo para que ame a
Dios más que a su padre, sino también para que ame a su padre únicamente en
Dios. Deja a los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos; mas tú, ve y
anuncia el reino de Dios 378. Y estas almas, Teótimo,
como ves, gozando de una tan grande unión con " el Esposo, merecen participar de
su calidad y de ser reinas, como Él es rey, pues le están todas dedicadas, sin
división ni separación alguna, no amando nada fuera de Él y sin Él, sino tan
sólo en Él y por Él.
Finalmente, por encima de todas estas almas hay una
absolutamente única, que es la reina de la reinas, la más amable, la más amante
y la más amada de todas las amigas del divino Esposo, la cual no sólo ama a Dios
sobre todas las cosas y en todas las cosas, sino únicamente a Dios en todas las
cosas; de suerte que no ama muchas cosas, sino una sola cosa, que es Dios. Y,
porque solamente ama a Dios en todo lo que ama, le ama igualmente en todas
partes, fuera de todas las cosas y sin todas las cosas, según lo exige el divino
beneplácito.
Si es tan sólo Ester a quien ama Asuero, ¿por qué le amará
más cuando anda perfumada y adornada que cuando viste en traje ordinario? Si
sólo amo a mi Salvador, ¿por qué no he de amarle tanto en el Calvario como en el
Tabor, pues es el mismo, en uno y otro monte?
¿Por qué no he de decir
con el mismo afecto, en uno y otro lugar: Señor, bueno es estarnos aquí 379. La
verdadera señal de que amamos a Dios sobre todas las cosas es amarle igualmente
en todo, pues siendo Él siempre igual a Sí mismo, la desigualdad de nuestro amor
para con Él no puede tener su origen sino en la consideración de alguna cosa que
no es Él. Esta sagrada amante no ama más a su Rey con todo el universo, que si
estuviese solo sin el universo; porque todo lo que está fuera de Dios y no es
Dios, es nada para ella.
Alma toda pura, que no ama, ni aún el mismo
cielo, sino porque el Esposo es amado en él; Esposo tan soberanamente amado en
el paraíso, que aunque no lo tuviera para darlo, no por esto sería menos amable
ni menos amado por esta animosa amante, que no sabe amar el paraíso de su
Esposo, sino a su Esposo del paraíso, y que no tiene en menos estima el
calvario, mientras su Esposo está sacrificado en él, que el cielo, donde está
glorificado. El que pesa las pequeñas bolas encontradas en las entrañas de Santa
Clara de Montefalco 380, el mismo peso encuentra en cada
una en particular que en todas ellas juntas. Así el gran amor encuentra a Dios
solo tan amable, como a Él junto con todas las criaturas, cuando no ama a éstas
sino en Dios y por Dios. 381 Se cuenta de esta santa que, abierto su cuerpo,
después de su muerte, se encontró en su corazón la imagen de Cristo crucificado.
Son tan pocas estas almas tan perfectas, que cada una de ellas es llamada
unigénita de su madre 381, porque no ama sino su palomar, y, además, perfecta
382 porque por el amor se ha convertido en una misma cosa con la divina
perfección, por lo que puede decir con humildísima verdad: Yo no soy sino para
mi Amado, y El está todo inclinado hacia mí 383.
Ahora bien, únicamente
la santísima Virgen nuestra Señora llegó plenamente a este grado de excelencia
en el amor de su Amado.
Jamás hubo criatura mortal que amase al
celestial Esposo con un amor tan perfectamente puro, fuera de la Santísima
Virgen, que fue, a la vez, su madre y su esposa. Mas, en cuanto a la práctica,
por parte de las otras almas, de estas cuatro clases de amor, es imposible vivir
mucho sin pasar de la una a la otra.
Las almas que, como las doncellas,
andan todavía enredadas en muchos afectos vanos y peligrosos, no dejan, a veces,
de tener algunos sentimientos de amor más elevado y más puro; mas, como quiera
que estos sentimientos no son más que vislumbres y relámpagos pasajeros, no se
puede afirmar que, por ello, hayan salido ya estas almas del estado de novicias
y aprendizas.
En cambio, acaece, a veces, que algunas almas que
pertenecen ya a la categoría de únicas y perfectas amantes, descienden y se
rebajan mucho, hasta llegar a cometer imperfecciones y enojosos pecados
veniales, como es de ver en muchas disensiones, con frecuencia harto agrias,
entre grandes siervos de Dios, y aún entre algunos de los divinizados apóstoles,
de los cuales no se puede negar que cayeron en algunas faltas, por las cuales no
fue violada la caridad, pero sí el fervor de esta virtud.
Mas, puesto
que, a pesar de esto, dichas almas amaban, de ordinario, a Dios con un amor
perfectamente puro, debemos afirmar que permanecieron en el estado de perfecta
dilección. Porque, así como los buenos árboles jamás producen frutos venenosos,
aunque si alguno verde, también los grandes santos no cometen nunca pecado
mortal alguno, pero sí algunas acciones inútiles, poco maduras, ásperas, bruscas
y mal sazonadas, y, entonces, hay que reconocer que estos árboles son
fructuosos, de lo contrario, no serían buenos; pero no hay que negar que algunos
de sus frutos no son provechosos; los pequeños movimientos de ira, y los
pequeños amagos de alegría, de risa, de vanidad y de otras pasiones parecidas,
son movimientos inútiles e ilegítimos. Y, sin embargo, siete veces, es decir,
con mucha frecuencia, los produce el justo 384.
377 Ibid., y Luc, XVIII, 2123.
378 Lc, IX, 59.
379 Luc, IX, 60.
380 Mt., XVII, 4.
382 Cant., VI, 8.
381 Se cuenta de
esta santa que, abierto su cuerpo, después de su muerte, se encontró en su
corazón la imagen de Cristo crucificado.
383 Ibid.
VI Que el amor de Dios sobre todas las cosas es común a todos los
amantes
Aunque sean tan diversos los grados del
amor entre los verdaderos amantes, con todo no hay más que un solo mandamiento
de amor, que obliga igualmente a todos, con una obligación absolutamente igual,
aunque sea observada de muy diferentes maneras y con infinita variedad de
perfecciones, no existiendo quizás ni almas en la tierra, ni ángeles, en el
cielo, que tengan entre sí una perfecta igualdad de dilección; pues, así como
una estrella es diferente de otra estrella en claridad 385, lo mismo ocurrirá
entre los bienaventurados resucitados, cada uno de los cuales entonará un
cántico de gloria y recibirá un nombre que nadie conoce, sino el que lo recibe
386. Mas ¿cuál es el grado de amor, al cual el mandamiento obliga a todos,
siempre, igual y universalmente?
Ya sabes, Teótimo, que hay muchas
clases de amores: por ejemplo, hay el amor paternal, el filial, el nupcial, el
de sociedad, el de obligación, el de dependencia, y otros mil, todos los cuales
son diferentes en excelencia, y de tal manera proporcionados a sus objetos, que
no se pueden aplicar o distraer hacia otros. El que amase a su padre con un amor
exclusivamente fraternal no le amaría bastante; el que amase a su mujer tan sólo
como a su padre, no la amaría convenientemente; el que amase a su criado con
amor filial, cometería una impertinencia.
El amor es como el honor: así
como los hombres se diversifican según la variedad de los méritos por los cuales
se otorgan, también los amores son diferentes según la variedad de las bondades
amadas. El sumo honor corresponde a la suma excelencia, y el sumo amor a la suma
bondad. El amor de Dios es el amor sin par, porque la bondad de Dios es la
bondad sin igual. Escucha Israel: El Señor Dios nuestro es el solo Señor; por lo
tanto, amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón,
con toda tu alma y con
todas tus fuerzas 387.
Porque Dios es el único Señor, y porque su bondad
es infinitamente eminente sobre toda bondad, hay que amarle con un amor elevado,
excelente y fuerte sin comparación. Esta es la suprema dilección, cuya estima
infunde Dios de tal manera en nuestras almas, haciendo también que le apreciemos
en tan alto grado el bien de serle agradables, que lo preferimos y nos
aficionamos a él sobre todas las cosas.
Ahora bien, ¿no ves que el que
ama a Dios de esta suerte, tiene toda su alma y toda su energía consagradas a
Dios, pues siempre y para siempre, en todas las circunstancias, preferirá la
gracia de Dios a todas las cosas, y estará siempre dispuesto a dejar todo el
universo, para conservar el amor debido a la divina bondad? En una palabra, es
el amor de excelencia, o la excelencia del amor, lo que se manda a todos los
mortales en general, y a cada uno de ellos en particular, desde que han llegado
al uso de la razón: amor suficiente para cada uno y necesario a todos para
salvarse.
384 Cant., VI, 8.
385 Cant., VII, 10.
386 Prov., XXIV, 16.
387 1 Cor., XV, 41.
VII Aclaración del capítulo anterior
No
siempre se conoce con claridad, y nunca se conoce con certeza, a los menos con
certeza de fe, si se posee el verdadero amor de Dios, necesario para salvarse;
mas, a pesar de todo, no deja de haber de ello muchas señales, entre las cuales,
la más segura y casi infalible se da cuando algún amor grande a las criaturas se
opone a los designios del amor de Dios.
Porque, si entonces el amor
divino está en el alma, preferirá la voluntad de Dios a todas las cosas, y, en
todas las ocasiones que se ofrezcan, lo dejará todo para conservarse en la
gracia de la suma bondad, sin admitir cosa alguna que pueda separarle de ella;
de suerte que, si bien este divino amor no conmueve ni enternece tanto el
corazón como los otros amores, sin embargo, cuando se da el caso, realiza
acciones nobles y excelentes, que una sola de ellas vale más que diez millones
de las otras.
VIII Memorable historia para dar bien a entender
en qué estriba la fuerza y la excelencia del sagrado amor
De lo dicho se sigue que el amor a Dios sobre las cosas ha de tener
enorme alcance. Ha de sobreponerse a todos los afectos,
vencer todas las dificultades y preferir el honor de la amistad de Dios a todas
las cosas; y digo a todas las cosas, absolutamente, sin excepción y reserva de
ningún género, y lo digo con gran encarecimiento, porque
se encuentran personas que dejarían animosamente todos los bienes, el honor y la
propia vida por nuestro Señor, las cuales sin embargo, no dejarían por Él otras
cosas de mucha menor consideración.
En tiempo de los emperadores Valeriano y Galieno, vivía en Antioquía un
sacerdote llamado Sapricio, y un seglar, por nombre Nicéforo, los cuales, por
causa de su grande y antigua amistad, se consideraban como hermanos. Mas
sucedió, al fin, que, no sé por qué motivos, esta amistad falló, y, según suele
acontecer fue reemplazada por un odio todavía más encendido, el cual reinó,
durante algún tiempo entre ellos, hasta que Nicéforo, reconociendo su falta,
hizo tres tentativas de reconciliación con Sapricio, al cual, unas veces por
unos y otras veces por otros de sus comunes amigos, hacía llegar todas las
palabras de satisfacción y de sumisión que podía desear.
Pero Sapricio,
sin doblegarse ante sus invitaciones, rehusó siempre la reconciliación, con
tanta energía, cuanto mas oí era la humildad de Nicéforo, creyendo que si
Sapricio le veía postrado ante él y pidiéndole perdón, se sentiría más vivamente
conmovido, salióle al encuentro en su casa, y, arrojándose decididamente a sus
pies: Padre mío —le dijo—, perdonadme; os lo ruego por el amor a Nuestro Señor.
Pero este acto de humildad fue despreciado y desechado como los precedentes.
Entretanto, se levantó una cruel persecución contra los cristianos, durante
la cual, Sapricio hizo prodigios en sufrir mil y mil tormentos por la confesión
de la fe, especialmente cuando le sacudieron y le hicieron dar vueltas en un
instrumento construido al efecto, a guisa de torno de prensa, sin que jamás
perdiese la constancia, por lo que irritado, en extremo el gobernador de
Antioquía, le condenó a muerte.
Fue enseguida sacado de la cárcel, para
ser conducido al lugar donde había de recibir la corona del martirio. Apenas
Nicéforo se dio cuenta de ello, corrió sin demora hacia Sapricio, y, habiéndolo
encontrado, postróse en tierra y exclamó, en alta voz: ¡Oh mártir de Cristo!,
perdonadme, pues os he ofendido.
Como Sapricio no hiciese caso, el pobre
Nicéforo, dando un rodeo por otra calle, se le puso otra vez delante, y, con las
misma humildad, conjuróle de nuevo a que le perdonara, con estas palabras: ¡Oh
mártir de Cristo!, perdonadme la ofensa que os hice, como hombre que soy,
expuesto a fallar; porque, he aquí que pronto una corona os será dada por el
Señor, a quien no habéis negado, sino que habéis confesado su nombre en
presencia de muchos testigos. Pero Sapricio, prosiguiendo en su obstinada
dureza, no le respondió palabra.
Los verdugos, maravillados de la
perseverancia de Nicéforo: Nunca —le dijeron— hemos visto un loco tan rematado
como tú; este hombre va a morir en seguida, ¿por qué, pues, necesitas su perdón?
A lo que replicó Nicéforo: Vosotros no sabéis lo que yo pido al confesor de
Jesucristo pero lo sabe Dios.
Apenas hubo llegado Sapricio al lugar del
suplicio, cuando Nicéforo, postrado otra vez en tierra: Os ruego —decía—, oh
mártir de Jesucristo, que me perdonéis; porque escrito está: Pedid y se os dará
388; palabras que no lograron doblar el corazón desleal y rebelde del miserable
Sapricio, el cual, al negarse obstinadamente a usar de misericordia con su
prójimo, fue también, por justo juicio de Dios, privado de la gloriosa palma del
martirio; porque al decirle los verdugos que se pusiera de rodillas, para
cortarle la cabeza, comenzó a perder el ánimo y a capitular con ellos, hasta
hacer, finalmente este acto de deplorable y vergonzosa sumisión: ¡Ah!, por
favor, no me cortéis la cabeza; voy a hacer lo que los emperadores mandan y a
sacrificar a los ídolos.
El buen Nicéforo, al oír esto, comenzó a
clamar: ¡ Ah, mi querido hermano! no queráis, os lo ruego, no queráis quebrantar
la ley y renegar de Jesucristo; no le dejéis y no perdáis la celestial corona,
ganada con tantos trabajos y tormentos. Mas ¡ay!, este infeliz sacerdote, al
llegar al altar del martirio, para consagrar su vida al Dios eterno, no se
acordó de que el príncipe de los mártires había dicho: Si, al tiempo de
presentar tu ofrenda en el altar, allí te acuerdas de que tu hermano tiene
alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda, y ve primero a reconciliarte
con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda 389.
Por esta
causa Dios rechazó su presente, retiró de él su misericordia y permitió, no sólo
que perdiese la suprema dicha del martirio, sino también que se precipitase en
la desgracia de la idolatría; mientras que el humilde y dulce Nicéforo, al ver
esta corona del martirio vacante por la apostata del empedernido Sapricio,
tocado de una feliz y extraordinaria inspiración, se empeñó osadamente en
obtenerla, diciendo a los arqueros y a los verdugos: Amigos míos, soy cristiano
de verdad y creo en Jesucristo, de quien éste ha renegado; os ruego, pues, que
me pongáis en su lugar y que me cortéis la cabeza.
Maravillados los
arqueros, llevaron la nueva al gobernador, el cual mandó que Sapricio fuese
puesto en libertad y que Nicéforo fuese ajusticiado, lo cual acaeció el día 9 de
febrero del año 260 de nuestra salud, según el relato de Metafraste y Surio.
Historia espantosa y digna de ser muy meditada a propósito de lo que vamos
diciendo. Porque ¿ves, mi querido Teótimo, cómo este valiente Sapricio es audaz
y fervoroso en la confesión de la fe, cómo padece mil tormentos, cómo permanece
inconmovible y firme en la confesión del nombre del Salvador, mientras da
vueltas y es despedazado en aquel instrumento a manera de torno, y cómo está a
punto de recibir el golpe de muerte para llegar a la cumbre más eminente de la
fe divina, prefiriendo el honor de Dios a su propia vida?
Y sin embargo,
porque, por otra parte, prefiere, antes que la voluntad divina, la satisfacción
que su ánimo cruel siente en su odio a Nicéforo, se queda corto en la carrera, y
cuando llega el momento de alcanzar y ganar el premio de la gloria por el
martirio, cae lastimosamente, se rompe el cuello y va a dar de cabeza en la
idolatría.
Es, pues, muy cierto, mi querido Teótimo, que no nos basta
amar a Dios más que a nuestra propia vida, si no le amamos de una manera general
y absoluta, y sin excepción alguna sobre todo lo que amamos o podemos amar.
Pero me dirás: ¿Acaso nuestro Señor no nos dio a conocer cual sea el
colmo del amor, cuando dijo que nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos? 390. Es verdad que entre los actos y
testimonios del amor divino, no hay otro mayor que el de arrostrar la muerte por
la gloria de Dios. Sin embargo, también es verdad que, aunque sea uno solo el
acto y uno solo el testimonio que merezca el nombre de obra maestra de la
caridad, con todo, además de éste, son muchos los otros actos que la caridad
exige de nosotros, y los exige con tanto mayor ardor y energía, cuanto que son
actos más fáciles y más generalmente necesarios para todos los amantes y más
generalmente necesarios para la conservación del santo amor.
¡Oh
miserable Sapricio! ¿Te atreverías a decir que amabas a Dios cual conviene
amarle, cuando posponías su voluntad a la pasión de odio y de rencor que sentías
contra el pobre Nicéforo? Querer morir por Dios es el más grande, pero no el
único acto de amor que le debemos; y querer este solo acto, rechazando los
demás, no es caridad sino vanidad. La caridad no es fanfarrona, y lo sería en
extremo, si queriendo complacer al Amado en cosas dificultosas, le desagradase
en las fáciles.
¿Cómo podrá morir por Dios el que no quiere vivir según Dios?
Un
espíritu bien equilibrado, deseoso de dar la vida por un amigo, estaría sin
duda, dispuesto a padecer cualquier otra cosa por él, pues ha de haber
despreciado todas las cosas el que antes ha despreciado la muerte. Pero el
espíritu humano es débil, inconstante y caprichoso; ésta es la causa por la cual
los hombres prefieren, a veces, morir, a soportar penas más ligeras, y dan
gustosamente su vida en aras de ciertas satisfacciones sumamente necias,
pueriles y vanas. Habiendo sabido Agripina que el hijo que llevaba en su seno
sería emperador, pero que le daría muerte: Que me mate —dijo—, con tal que
llegue a reinar. Mira el desorden de este corazón locamente maternal; prefiere
el encumbramiento de su hijo a su propia vida.
Catón y Cleopatra antes
eligieron la muerte que ver el contento y la gloria que sus enemigos hubieran
recibido de su prisión; y Lucrecia se dio cruelmente la muerte, para no tener
que soportar injustamente la vergüenza de un hecho en el cual, según parece, no
había tenido parte. ¡Cuántas personas hay que morirían con gusto por sus amigos,
pero que se negarían a ponerse a su servicio y a someterse a su voluntad! Muchas
expondrían su vida, pero jamás expondrían su bolsa. Y, aunque son muchos los que
comprometieron su vida en la defensa de un amigo, sólo se encuentra uno en cada
siglo que esté dispuesto a comprometer su libertad y a perder una onza de la
reputación, o de la fama más vana e inútil del mundo, por quienquiera que sea.
388 Ap., III, 17.
389 Deut., V, 4,5.
IX Cómo debemos amar a la divina bondad sumamente y más que a nosotros
mismos
El amor de Dios, sin embargo, precede a todo
amor a nosotros mismos, aun por inclinación natural de nuestra voluntad, tal
como queda declarado en el libro primero.
La
voluntad está de tal manera dedicada y consagrada a la bondad, que, si una
bondad infinita le es mostrada claramente, es imposible, sin un milagro, que no
la ame sumamente. Así, los bienaventurados se sienten arrebatados e impelidos,
aunque no forzados, a amar a Dios, cuya suma bondad contemplan con toda
claridad.
Mas, en esta vida mortal, no nos sentimos apremiados
todos a amarle tan soberanamente, pues no le conocemos tan perfectamente. En el
cielo, donde le veremos cara a cara, le amaremos de corazón a corazón, es decir,
al ver todos, si bien cada uno según su medida, la infinita hermosura con una
visión extremadamente clara, seremos arrebatados por el amor de su infinita
bondad, con un encanto tan fuerte, que no querremos ni podremos hacerle jamás
resistencia. Pero, en esta tierra, donde no vemos esta soberana bondad en su
belleza, sino que tan sólo la entrevemos en medio de nuestras obscuridades, nos
sentimos inclinados y atraídos, pero no arrebatados a amarle más que a nosotros
mismos; sino antes al contrario, aunque tenemos esta santa inclinación a amar a
la Divinidad sobre todas las cosas, no tenemos, empero, fuerza para ponerla en
práctica, si esta misma divinidad no derrama sobrenaturalmente sobre nuestros
corazones su santísima caridad.
390 Mt., VII, 7.
Es verdad, no obstante, que, así como la clara
visión de la Divinidad produce infaliblemente la necesidad de amarla más que a
nosotros mismos, a su vez, la visión velada, es decir, el conocimiento natural
de la Divinidad, produce infaliblemente la ternura y la inclinación a amarla
también más que a nosotros mismos. Porque, dime, Teótimo, ¿es posible que la
voluntad destinada a amar el bien, pueda conocer, siquiera un poco, el bien
sumo, sin sentirse al mismo tiempo inclinada, aunque sólo sea un poco, a amarle
extraordinariamente? Entre todos los bienes que no son infinitos, nuestra
voluntad preferirá siempre, en su amor, el que más de cerca le toque, y, sobre
todo, el propio bien; pero hay tan poca proporción entre lo infinito y lo
finito, que nuestra voluntad, que conoce un bien infinito, se siente
indudablemente conmovida e incitada a preferir la amistad del abismo de esta
bondad infinita a toda otra suerte de amor, y aun al de nosotros mismos.
Pero esta inclinación es principalmente fuerte en nosotros, porque estamos
más en Dios que en nosotros mismos; vivimos más en Él que en nosotros, y somos
de tal manera de Él, por Él, y para Él, que no podemos pensar serenamente lo que
nosotros somos con respecto a Él y lo que Él es con respecto a nosotros, sin que
nos veamos forzados a exclamar: Soy vuestro Señor, y no he de
ser sino para Vos; mi alma es vuestra, y no debe vivir sino para Vos; mi
amor es vuestro, y no ha de tender sino hacia Vos. Debo amaros como a mi primer
principio, pues vengo de Vos; he de amaros como a mi fin y mi reposo, pues soy
para Vos; he de amaros más que a mi ser, pues mi ser subsiste por Vos; he de
amaros más que a mí mismo, pues soy todo vuestro y esto todo en Vos.
X Cómo la santísima caridad produce el amor al prójimo
Así como Dios creó al hombre a su imagen y semejanza 391,
así también le ordenó un amor al hombre a imagen y semejanza del amor debido a
su divinidad. Amarás —dice— al Señor Dios tuyo con todo tu corazón. Este es el
primero y el más grande mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás
al prójimo como a ti mismo 392. ¿Por qué, amamos a Dios?
La causa por la cual amamos a Dios —dice San Bernardo— es el mismo Dios; como si
dijera que amamos a Dios, por
que es la suma e infinita bondad. ¿Por qué nos
amamos a nosotros mismos en caridad? Porque somos la imagen y la semejanza de
Dios. Ahora bien, puesto que todos los hombres tienen esta misma dignidad, les
amamos también como a nosotros mismos, es decir, en su calidad de imágenes
santas y vivientes de la divinidad, porque es merced a esta cualidad, que
pertenecemos a Dios, con una tan estrecha alianza y amable dependencia, que no
tiene ninguna dificultad en llamarse nuestro padre y en llamarnos hijos suyos; y
es por esta cualidad, que somos capaces de unirnos a su divina esencia, por el
goce de su bondad y de su felicidad soberana; es por esta cualidad, que
recibimos su gracia y que nuestros espíritus están asociados al suyo santísimo,
hechos, por decirlo así, partícipes de su
divina naturaleza, como lo dice
San Pedro 393.
De esta manera, pues, la misma
caridad que produce los actos de amor a Dios produce, al mismo tiempo, los actos
de amor al prójimo. Y así como Jacob vio que una misma escalera tocaba al cielo
y a la tierra y servía a los ángeles tanto para subir como para bajar,
igualmente sabemos nosotros que un mismo amor se extiende a amar a Dios y a amar
al prójimo, levantándonos a la unión de nuestro espíritu con Dios y
conduciéndonos a la amorosa compañía de los prójimos, pero de tal suerte que
amamos al prójimo en cuanto es la imagen y la semejanza de Dios, creada para
comunicar con la divina bondad, para participar de su gracia y gozar de su
gloria.
Amar al prójimo por caridad, es amar a Dios en el hombre o al
hombre en Dios; es amar a Dios por amor al mismo, y a la criatura por amor a
Dios. Habiendo llegado el joven Tobías, acompañado del ángel Rafael, a casa de
Raquel, su pariente, al cual, con todo, era desconocido, en cuanto Raquel puso
sus ojos en él, en seguida, como cuenta la Escritura, volviéndose a Ama, su
mujer, le dijo: ¡Cuan parecido es este joven a mi primo hermano! Dicho esto, les
preguntó: ¿De dónde sois,
oh jóvenes, hermanos nuestros? A lo cual
respondieron: Somos de la tribu de Neftalí, de los cautivos de Nínive.
Díjoles Raquel: ¿Conocéis a Tobías, mi primo hermano? Le conocemos,
respondieron ellos. Y diciendo él muchas alabanzas de Tobías, el ángel dijo a
Raquel: Tobías, de quien hablas, es el padre de éste. Entonces Raquel le echó
los brazos, y besándole con muchas lágrimas, y llorando abrazado a su cuello,
dijo: Bendito seas tú, hijo mío, que eres hijo de un hombre de bien, de un
hombre virtuosísimo. Asimismo, Ana, mujer de Raquel, y Sara, hija de ambos,
prorrumpieron en llanto
de ternura 394. ¿No veis cómo
Raquel, sin conocer a Tobías, le abraza, le acaricia, le besa y llora de amor,
abrazado a él? ¿De dónde proviene este amor, sino del que tiene al viejo Tobías,
su padre, a quien tanto se parece este joven? Bendito seas —le dice— más ¿por
qué? No es ciertamente porque eres un buen joven, pues todavía no lo sé; porque
eres hijo de Tobías y te pareces a tu padre, que es un hombre muy bueno.
Cuando vemos al prójimo creado a imagen y semejanza de Dios,
¿no deberíamos decirnos, los unos a los otros: Ved cómo se parece a su Creador
esta criatura? ¿No deberíamos llenarle de bendiciones? Más, ¿por amor a
él? No, por cierto, pues no sabemos si, de suyo, es digno de amor o de odio.
¿Pues por qué?
Por el amor de Dios, que lo ha formado a su imagen y
semejanza y, por consiguiente, lo ha hecho capaz de participar de su bondad, en
la gracia y en la gloria; por el amor de Dios, de quien es, a quien pertenece,
en quien está, para quien es y a quien se parece de una manera tan singular. Por
esta causa, el amor divino no sólo ordena el amor al prójimo, sino que, muchas
veces, él mismo lo produce y lo derrama en el corazón humano, como imagen y
semejanza suya; pues, así como el
hombre es la imagen de Dios, de la misma manera el amor sagrado del hombre
al hombre es la verdadera imagen del amor celestial del hombre a Dios. Pero este
discurso del amor al prójimo requiere un tratado aparte, por lo que suplico al
soberano Amante de los hombres que lo quiera inspirar a alguno de sus excelentes
siervos, pues el colmo del amor a la divina bondad del Padre celestial consiste
en la perfección del amor a nuestros hermanos y compañeros.
391 Mt., V.,
23,24.
392 Jn., XV, 13.
393 Gen., 1, 26.
Nos parecemos a Dios porque somos hechos a su Imagen y
Semejanza. ( c.d.c.)
XI Del celo o celos que debemos tener para con nuestro Señor
El corazón de Dios es tan abundante en amor, su bien es tan
infinito, que todos pueden poseerlo sin que, por esto, ninguno lo posea menos,
pues esta infinita bondad no puede agotarse, aunque llene todos los espíritus
del universo; porque, después que todo está colmado de ella, su infinidad se
conserva toda entera, sin la menor disminución. El sol no mira menos una rosa,
aunque mire mil millones de otras flores, que si mirara a ella sola. Y Dios no
derrama menos su amor sobre un alma, aunque ame a una infinidad de ellas, que si
amase a aquella sola, pues la fuerza de su amor no disminuye un punto por la
multitud de rayos que despida, sino que siempre permanece en toda la plenitud de
su inmensidad.
El celo que hemos de tener para con la divina Bondad es
ante todo odiar, ahuyentar, estorbar, rechazar, combatir y derribar todo lo que
es contrario a Dios, es decir a su voluntad, a su gloria y a la santificación de
su nombre. Aborrecí la injusticia dice David— y la detesté
395 ¿No es así, Señor, que yo he aborrecido a los que te aborrecían? ¿Y
no me consumía interiormente por causa de tus enemigos?
396. Mi celo me ha hecho consumir, porque mis enemigos se han olvidado de tus
palabras
397. Contempla, Teótimo, a este gran rey. ¡De qué celo está animado. No
odia simplemente la iniquidad, sino que abomina de ella; se consume de pena, al
verla; se desmaya y desfallece, la persigue, la derriba y la extermina. De la
misma manera, el celo, que devoraba el corazón de nuestro Salvador hizo que
arrojase y que, al mismo tiempo, vengase la irreverencia y la profanación que
aquellos vendedores y traficantes cometían en el templo
398.
En segundo lugar, el celo nos hace ardientemente celosos por la
pureza de las almas, que son esposas de Jesucristo, según dice el Apóstol a los
Corintios: Yo soy amante celoso de vosotros, en nombre de Dios, pues os tengo
desposados con este único Esposo, que es Cristo, para presentaros a El como una
casta virgen
399.
Con lo cual quiere decir el glorioso San Pablo a los
Corintios: He sido enviado por Dios a vuestras almas,
para tratar del matrimonio de una eterna unión entre su Hijo nuestro Salvador y
vosotros; yo os he prometido a Él para presentaros como una virgen casta
a este divino Esposo, y he aquí porque estoy celoso; mas no son celos propios,
sino con los celos de Dios, en cuyo nombre he tratado con vosotros.
Estos celos, Teótimo, hacían morir y desfallecer, todos los días, a este santo
Apóstol: No hay día —dice— en que yo no muera por vuestra gloria
400. ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién es escandalizado, que yo
no me abrase? 401.
Ved qué cuidado y qué celos el de una clueca para con sus polluelos, pues
nuestro Señor no juzgó esta comparación indigna de su Evangelio. La gallina es
un animal sin valor y sin generosidad, mientras no es madre; pero, en cuanto
llega a serlo, tiene un corazón de león, siempre con la cabeza erguida, siempre
con los ojos vigilantes; siempre volviendo la vista a todos lados, por
insignificante que sea la apariencia de peligro para sus pequeñuelos; no se
presenta enemigo ante sus ojos, contra el cual no se lance, en defensa de sus
polluelos, por los que tiene una solicitud continua, que la hace andar siempre
cacareando y gimiendo.
Y, si alguno de sus pequeños perece, ¡qué pena!
¡Qué cólera! Es el celo de los padres y de las madres para con sus hijos; de los
pastores, para con sus ovejas; de los hermanos, para con sus hermanos. ¡Qué celo
el de los hijos de Jacob, cuando supieron que Dina había sido deshonrada! ¡Qué
celo el de Job ante el temor de que sus hijos ofendiesen a Dios! ¡Qué celo el de
San Pablo para con sus hermanos según la carne y para con sus hijos según Dios,
por los cuales hasta deseaba ser apartado de Cristo, como un criminal digno de
anatema y excomunión! 402. ¡Qué celo el de Moisés para
con su pueblo, por el cual, en cierta ocasión, quiso ser borrado del libro de la
vida!
403.
En los celos humanos, tememos que la cosa amada sea poseída
por algún otro; pero el celo que tenemos por Dios hace que, al contrario,
temamos, ante todo, no ser enteramente poseídos por El. Los celos humanos nos
hacen temer no ser bastante amados; los celos cristianos nos infunden el temor
de no amar bastante.
394 Mt., XXII, 37 y sig.
395 II Ped., I, 4.
396
Tob.,VII, lysig.
397 Sal.,CXVIII, 163.
398 íbid. CXXXVIII, 21.
XII Aviso sobre
la manera de conducirse en el santo celo
Siendo
el celo como un ardor y vehemencia del amor, necesita ser sabiamente dirigido,
pues de lo contrario violaría los términos de la modestia y de la discreción; no
porque el divino amor, por vehemente que sea, pueda ser excesivo, ni en sí mismo
ni en los movimientos e inclinaciones que imprime en los espíritus, sino porque,
en la ejecución de sus proyectos, echa mano del entendimiento, ordenándole que
busque los medios para el éxito y de la audacia o de la cólera para vencer las
dificultades, con lo cual acaece, con frecuencia, que el entendimiento propone y
hace emprender caminos demasiado ásperos y violentos, y que la cólera o la
audacia, una vez excitadas, no pudiendo contenerse en los límites que señala la
razón, arrastran el corazón al desorden, de suerte que el celo,
de esta
manera, se ejerce indiscreta y desordenadamente, lo cual lo hace malo y
reprensible.
El celo emplea la ira contra el mal, pero le ordena
siempre, con gran encarecimiento, que, al destruir la iniquidad y el pecado,
salve, si puede, al pecador y al malo. Aquel buen padre de familia que nuestro
Señor describe en el Evangelio, sabía bien que los
siervos fogosos y violentos suelen ir más allá de las intenciones de su dueño,
pues, al ofrecerse los suyos para ir a escardar, a fin de arrancar la cizaña: No
—les dijo—, porque no suceda que, arrancando la cizaña, arranques juntamente el
trigo
404.
Ciertamente, Teótimo, la ira es
un siervo que, por ser fuerte, animoso y muy emprendedor, realiza mucha labor;
pero es tan ardiente, tan inquieto, tan irreflexivo e impetuoso, que no hace
ningún bien sin que, ordinariamente, cause, al mismo tiempo, muchos males.
El amor propio nos engaña con frecuencia y nos alucina, poniendo en juego sus
propias pasiones bajo el nombre de celo. El celo se ha servido alguna vez de la
cólera, y ahora la cólera, en desquite, se sirve del nombre del celo, para
encubrir su ignominioso desconcierto. Digo que se sirve del nombre del celo,
porque no puede servirse del celo en sí mismo, por ser propio de todas las
virtudes, sobre todo de la caridad, de la cual depende el celo, el ser tan
buenas, que nadie puede abusar de ellas.
Pero hay personas que creen que
es imposible tener mucho celo sin montar fuertemente en cólera, y que nada se
puede arreglar sin echarlo a perder todo; siendo así que, por el contrario, el
verdadero celo nunca se sirve de la cólera; porque, así como el hierro y el
fuego no se aplican a los enfermos, sino cuando no queda otro recurso, de la
misma manera el santo celo no echa mano de la cólera sino en los casos de
necesidad extrema.
399 Ibid., CXVIII, 139.
400 Jn., II, 1322.
401 II Cor., XI, 2.
402 I Cor., XV, 31.
403 II Cor., XI, 29.
XIII Que el ejemplo de muchos santos, los cuales, según
parece, ejercitaron el celo con cólera, en nada contradice lo dicho en el
capítulo precedente
Un día en que nuestro Señor pasaba
por Samaría, envió a buscar alojamiento en una ciudad; pero sus habitantes, al
saber que nuestro Señor era judío de nación y que iba a Jerusalén, no quisieron
admitirle. Viendo esto sus discípulos, Santiago y Juan, dijeron: ¿Quieres que
mandemos que llueva fuego de cielo y los devore? Pero Jesús, vuelto a ellos, les
respondió, diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no
ha venido para perder hombres, sino para salvar
los
405.
Santiago y Juan, que querían imitar a Elías, haciendo caer fuego
del cielo sobre los hombres, fueron reprendidos por nuestro Señor, el cual les
dio a entender que su espíritu y su celo eran dulces, mansos y bondadosos, y que
no empleaba la indignación y la cólera sino muy raras veces, cuando no había
esperanza de poder sacar provecho de otra manera. Santo Tomás, aquel gran astro
de la Teología, estaba enfermo de la enfermedad de que murió, en el monasterio
de Fosanova, de la orden del Císter, cuando he aquí que los religiosos le
pidieron que les hiciese una breve exposición del sagrado Cantar de los
Cantares, a imitación de San Bernardo.
Respondióles el Santo: Mis
queridos padres, dadme el espíritu de San Bernardo e interpretaré este divino
cántico como San Bernardo. Asimismo, si a nosotros, pobres cristianos,
miserables, imperfectos y débiles, nos dicen: Ayudaos de la ira y de la
indignación en vuestro celo, como Fineés, Elias, Matatías, San Pedro y San
Pablo, hemos de responder: Dadnos el espíritu de perfección y de puro celo,
juntamente con la luz interior de estos grandes santos, y nos llenaremos de ira
como ellos. No es patrimonio de todos saber encolerizarse cuando conviene y como
conviene.
Estos grandes santos estaban directamente inspirados por Dios,
y, por lo tanto, podían sin peligro, echar mano de la cólera; porque el mismo
espíritu que provocaba en ellos estas explosiones, sostenía las riendas de su
justo enojo, para que no fuera más allá de los límites que de antemano le había
señalado. Una ira que está inspirada o excitada por el Espíritu Santo, no es ya
la ira del hombre, y es precisamente la ira del hombre la que hay que evitar,
pues, como dice el glorioso Santiago, no obra la justicia de Dios
406. Y, de hecho, cuando estos grandes siervos de Dios se servían de la cólera,
lo hacían en ocasiones tan solemnes y por crímenes tan atroces, que no corrían
ningún peligro de que la pena excediese a la culpa.
404 Rom., IX, 2.
405 Exod., XXXII, 32.
406 Mt., XIII, 28,
29.
Ciertamente, ninguno de nosotros es San Pablo para saber hacer
las cosas a propósito. Pero los espíritus agrios, mal humorados, presuntuosos y
maldicientes, al dejarse llevar de sus inclinaciones, de su humor, de sus
aversiones y de su jactancia, quieren cubrir su injusticia con la capa del celo,
y cada uno, bajo el nombre de fuego sagrado, se deja abrasar por sus propias
pasiones. El celo por la salvación de las almas hace desear las prelacías, dice
el ambicioso; hace correr de acá para allá al monje destinado al coro, dice este
espíritu inquieto; es causa de rudas censuras y murmuraciones contra los
prelados de la Iglesia y contra los príncipes temporales, dice el arrogante. No
hablan estos sino de celo, mas no aparece tal celo, sino tan sólo la
maledicencia, la cólera, el odio, la envidia y la ligereza de espíritu y de
lengua.
Se puede practicar el celo de tres maneras: primeramente,
realizando grandes actos de justicia, para rechazar el mal; pero esto sólo
corresponde a aquellos que, por razón de su oficio, están autorizados para
corregir, censurar y reprender públicamente, en calidad de superiores, como los
príncipes, los magistrados, los prelados y los predicadores; mas, por ser este
papel respetable, todos quieren desempeñarlo y entrometerse en él.
En
segundo lugar, se ejercita el celo practicando grandes actos de virtud, para dar
buen ejemplo, sugiriendo los remedios contra el mal, exhortando a emplearlos,
obrando el bien contrario al mal que quiere exterminar, lo cual incumbe a todos,
si bien son pocos los que lo quieren practicar.
Finalmente, se practica
el celo de una manera muy excelente padeciendo y sufriendo mucho para impedir y
alejar el mal, y casi nadie quiere practicar esta clase de celo.
En
verdad, el celo de nuestro Señor se puso principalmente de manifiesto en la
muerte de cruz, para destruir la muerte y el pecado de los hombres, en lo cual
fue excelentemente imitado por aquel admirable vaso de elección
407 y de dilección, según lo expresa con palabras de oro el gran San Gregorio
Nacianceno; porque, hablando de este santo apóstol, dice: «Combate por todos,
derrama sus preces por todos, es apasionado de celo por todos, está abrasado por
todos y se atreve a más que todo esto por sus hermanos según la carne, pues
llega hasta desear, por caridad, ser apartado, por ellos, de Jesucristo
408. ¡Oh excelencia de un valor y de un fervor de espíritu increíble! Imita a
Jesucristo, que se hizo, por nosotros, objeto de maldición
409, cargó con nuestras dolencias y tomó sobre Sí nuestras enfermedades
410; o mejor dicho, fue el primero, después del Salvador, que no rehusó sufrir y
ser reputado por impío por nuestra causa».
El verdadero celo es hijo de la caridad, porque es el ardor de la misma; por
esta causa, es, como ella, paciente y benigno, sin turbación, sin altercado, sin
odio, sin envidia, y se regocija en la verdad 411.
XIV Cómo nuestro Señor practicó todos los actos más
excelentes de amor
Después de haber hablado tan
largamente de los actos sagrados del amor divino, para que más fácil y
santamente conserves su recuerdo, voy ahora a ofrecerte un compendio y resumen
de los mismos. La caridad de Cristo nos apremia 412, dice
el gran Apóstol. Sí, ciertamente, Teótimo, esta caridad nos fuerza y hace
violencia, con su infinita dulzura, practicando durante toda la obra de nuestra
redención, en la cual apareció la benignidad y el amor de Dios para con los
hombres
413; porque ¿qué no hizo este divino Amante en materia de amor?
1,° Nos amó con amor de complacencia, por que tuvo sus delicias en estar
con los hijos de los hombres 414, y en atraer al hombre
hacia Sí, haciéndose Él mismo hombre.
2.° Nos amó con amor de benevolencia, estableciendo su propia divinidad en
el hombre, manera que el hombre fuese Dios.
3.° Se unió a nosotros por
un lazo incomprensible, adhiriéndose y abrazándose tan fuerte, indisoluble e
infinitamente con nuestra naturaleza, que jamás cosa alguna estuvo tan
estrechamente vinculada y adherida a la humanidad, como lo está la santísima
divinidad, en la persona del Hijo de Dios.
4.° Se difundió en nosotros,
y, por decirlo así, derritió su grandeza para reducirla a la forma y a la figura
de nuestra pequeñez, por lo que fue llamado fuente de agua viva, rocío y lluvia
del cielo.
5.° Estuvo en éxtasis, no sólo porque, como dice San
Dionisio, salió fuera de Sí mismo, en un exceso de su amorosa bondad,
extendiendo su providencia a todas las cosas y permaneciendo en todas ellas;
sino también, porque, según dice San Pablo, se dejó a Sí mismo, se vació de Sí
mismo, se despojó de su grandeza y de su gloria, descendió del trono de su
incomprensible majestad, y, si es lícito hablar así, se anonadó a Sí mismo
415, para venir a nuestra humanidad, llenarnos de su divinidad, colmarnos
de su bondad, elevarnos a su dignidad y darnos el divino ser de hijos de Dios.
6.° Admiróse muchas veces por amor, como le ocurrió con el centurión y
con la cananea.
7.° Contempló al joven que hasta entonces había guardado
los mandamientos, y deseó encaminarlo hacia la perfección.
8.° Reposó
amorosamente en nosotros y aun con alguna suspensión de sus sentidos, como en el
seno de su madre y en su infancia.
9.° Tuvo ternuras con los
pequeñuelos, a los que tomó en sus brazos y acarició amorosamente; con María,
con Magdalena y con Lázaro, sobre quien lloró, como también sobre Jerusalén.
10.° Estuvo animado de un celo sin par, el cual, como dice San Dionisio, se
convirtió en celos, y alejó, en cuanto estuvo en su mano, todo mal de su amada
naturaleza humana, con peligro y aun a costa de su propia vida, echando de ella
al diablo, príncipe de este mundo, que parecía ser su rival.
11.°
Padeció mil dolencias de amor; porque ¿de dónde podían proceder estas divinas
palabras: Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo tengo oprimido mi corazón
hasta que lo vea cumplido! 416. Veía la hora en que había
de ser bautizado con su sangre, y desfallecía, mientras no llegaba: el amor que
nos profesaba le apremiaba a librarnos, con su muerte, de la muerte eterna. Y
así se entristeció, sudó sangre de angustia, en el huerto de los Olivos, no sólo
por el extremado dolor que su alma sentía, en la parte inferior de su razón,
sino también por el amor que, por nosotros, sentía en la parte superior de la
misma; el dolor le infundía espanto ante la muerte, y el amor grandes deseos de
ella, de suerte que un rudo combate y una cruel agonía se entabló entre el deseo
y el horror a la muerte, hasta provocar una gran efusión de sangre, que manó
como de unas fuente, chorreando hasta el suelo 417.
12.° Finalmente este divino Amante murió entre las llamas y los ardores de su
infinita caridad para con nosotros y por la fuerza y la virtud del amor; es
decir, murió en el amor, por el amor, para el amor y de amor. Porque, aunque los
crueles suplicios fueron suficientísimos para hacer morir a cualquiera, con todo
jamás la muerte hubiera podido entrar en la vida de Aquel en cuyo poder están
las llaves de la vida y de la muerte 418, si el divino
amor, que mueve estas llaves, no le hubiese abierto las puertas para que pudiese
saquear aquel divino cuerpo y arrebatarle la vida; pues el amor no se contentó
con haberlo hecho mortal por nosotros, sino que le quiso muerto. Murió por
propia elección y no por la vehemencia del mal. Nadie me arranca la vida, sino
que Yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla
419.
Fue ofrecido —dice Isaías—, porque Él mismo lo quiso
420, y así, no se dice que su espíritu se fue, le dejó y se separó de Él,
sino, al contrario, que fue Él quien lo entregó 421,
exhaló, y lo puso en manos del Padre 422, eterno; y hace
notar San Atanasio que inclinó la cabeza
423 para morir, en señal de asentimiento, cuando llegó la muerte, lo
cual, si así no fuera, no se hubiera atrevido a acercarse a Él; y clamando con
una voz muy grande
424, envió su espíritu al Padre, para dar a entender que, así como tenía
bastante fuerza y aliento para no morir, tenía también tanto amor, que no podía
vivir sin hacer volver a la vida, con su muerte, a los que, sin esto, jamás
hubieran podido evitar la muerte ni pretender la verdadera vida.
La
muerte del Salvador fue un verdadero sacrificio, y un sacrificio de holocausto,
que Él mismo ofreció a su Padre por nuestra redención. Porque, si bien las penas
y los dolores de su pasión fueron tan grandes y tan fuertes, que cualquiera otro
hombre hubiera muerto de ellos, con todo, en cuanto a Él, nunca hubiera muerto,
si no hubiese querido y si el fuego de su infinita caridad no hubiese consumido
su vida. Fue, pues, Él mismo el sacrificador que se ofreció a su Padre, y el que
se
inmoló por amor.
Sin embargo, esta muerte amorosa del Salvador no
tuvo lugar por vía de arrobamiento. Porque el objeto por el cual su caridad le
llevó a la muerte no fue tan amable que pudiese arrebatar a aquella alma divina,
la cual salió de su cuerpo impelida y lanzada por la anuencia y la fuerza del
amor, como arroja la mirra su primer licor, por su sola abundancia, sin que
nadie se lo saque ni la exprima, según lo que el mismo Señor dijo, como ya lo
hemos notado: Nadie me arranca ni arrebata la vida, sino que la doy de mi propia
voluntad 425. ¡Dios mío, qué brasero, para inflamarnos en
la práctica de los ejercicios del santo amor a un Salvador tan bueno, el ver que
El los practicó por nosotros, que somos tan malos! Esta es, pues, la caridad de
Cristo que nos apremia 426.
415 TU, ni, 4.
416 Prov.,VIII,31.
417 Fil., 11,1.
407 Lc, IX, 54 y sig.
408 Sant. I,20.
409 Hech. IX, l5.
410 Rom., IX, 9.
411 Gal., m, 13.
412 Mt., VIII, 7.
413 1 Cor., XIII, 46.
414 II Cor., V, 14.
418 Lc, XII, 50.
419 Lc, XXII,
43,44.
420 Ap., 1,18.
421 Jn., X, 18.
422 Is., Lili, 7.
423 Mt., XXVn, 50.
424 Jn., XIX, 30.
425 Lc, XXIII, 46.
426 Ibid.
Ave María Purísima.