Liturgia Católica
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La Imitación de Cristo
Libro cuarto
Capítulo XI
El cuerpo de Cristo y la sagrada escritura son muy necesarios al alma
fiel.
EL ALMA:
1. ¡Oh dulcísimo Señor Jesús! ¡Cuanta es la dulzura del alma devota, que se
regala contigo en el banquete, donde se le presenta otro manjar que a su único
amado, apetecible sobre todos deseos de su corazón! Sería ciertamente muy dulce
para mí derramar en tu presencia copia de lágrimas afectuosas, y regar con ellas
tus pies como la piadosa Magdalena. Más, ¿dónde está ahora esta devoción? ¿Dónde
el copioso derramamiento de lágrimas devotas? Por cierto, en tu presencia, y en
la de tus santos ángeles, todo mi corazón debiera encenderse y llorar de gozo.
Porque en el Sacramento te tengo verdaderamente presente, aunque encubierto bajo
otra especie.
2. Por qué el mirarte en tu propia y divina claridad no podrían mis ojos
resistirlo, ni el mundo entero subsistiría ante el resplandor de la gloria de tu
majestad. Tienes, pues, consideración a mi imbecilidad cuando te ocultas bajo de
este Sacramento. Yo tengo verdaderamente y adoro al mismo a quien adoran los
ángeles en el cielo: más yo solo con la fe por ahora, ellos claramente y sin
velo. Debo yo contentarme con la luz de una fe verdadera, y andar con ella hasta
que amanezca el día de la claridad eterna, y desaparezcan las sombras de las
figuras. Más cuando llegue este perfecto estado, cesará el uso de los
Sacramentos; porque los bienaventurados en la gloria no necesitan de medicina
sacramental. Si no que están siempre absortos de gozo en presencia de Dios,
contemplando cara a cara su gloria; y trasladados de esta claridad al abismo de
la claridad de Dios, gustan el Verbo encarnado, como fue en el principio, y
permanecerá eternamente.
3. Acordándome de estas maravillas, cualquier contento, aunque sea espiritual,
se me convierte en grave tedio, porque mientras no veo claramente a mi Señor en
su gloria, en nada estimo cuanto en el mundo veo y oigo. Tú, Dios mío, me eres
testigo de que ninguna cosa me puede consolar, ni criatura alguna dar descanso,
sino Tú, Dios mío, a quien deseo contemplar eternamente. Más esto no es posible
mientras vivo en carne mortal. Por eso debo tener mucha paciencia, y sujetarme a
Ti en todos mis deseos. Porque también, Señor, tus Santos, que ahora se
regocijan contigo en el reino de los cielos, cuando vivían en este mundo,
esperaban con gran fe y paciencia l a venida de tu gloria. Lo que ellos
creyeron, creo yo; lo que esperaron, espero; adonde llegaron ellos finalmente
por tu gracia, tengo yo confianza de llegar. Entretanto caminaré con la fe,
confortado con los ejemplos de los Santos. También tendré los libros santos,
para consolación y espejo de la vida; y sobre todo esto, el Cuerpo santísimo
tuyo por singular remedio y refugio.
4. Pues conozco que tengo grandísima necesidad de dos cosas, sin las cuales no
podría soportar esta vida miserable. Detenido en la cárcel de este cuerpo,
confieso serme necesarias dos cosas que son, mantenimiento y luz. Dísteme, pues,
como a enfermo tu sagrado Cuerpo para alimento del cuerpo, y además me
comunicaste tu divina palabra para que sirviese de luz a mis pasos. Sin estas
dos cosas yo no podría vivir bien; porque la palabra de Dios es la luz de mi
alma, y tu Sacramento el pan que le da la vida. Estas se pueden llamar dos mesas
colocadas a uno y a otro lado en el tesoro de la Santa Iglesia. Una es la mesa
del sagrado altar, donde está el pan santificado, esto es, el precioso cuerpo de
Cristo. Otra es la de la ley divina, que contiene la doctrina sagrada, enseña la
verdadera fe, y nos conduce con seguridad hasta lo más interior del velo donde está el Santo de los Santos. Gracias te doy, Jesús mío, esplendor de la luz
eterna, por la mesa de la santa doctrina que nos diste por tus siervos, los
profetas, los apóstoles y los otros doctores.
5. Gracias, te doy, Criador y Redentor de los hombres, de que, para manifestar a
todo el mundo tu caridad, dispusiste una gran cena, en la cual diste a comer, no
el cordero figurativo, sino tu santísimo Cuerpo y Sangre, alegrando a todos los
fieles, y embriagándolos con el cáliz saludable en esta sagrado banquete, donde
están todas las delicias del paraíso, y donde los santos ángeles comen con
nosotros, aunque gustan una suavidad más feliz.
6. ¡Oh, cuán grande y honorífico es el oficio de los sacerdotes, a los cuales es
concedido consagrar al Señor de la majestad con las palabras sagradas,
bendecirlo con sus labios, tenerlo en sus manos, recibirlo en su propia boca, y
distribuirle a los demás! ¡Oh, cuán limpias deben estar aquellas manos, cuán
pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán inmaculado el corazón del sacerdote,
donde tantas veces entra el Autor de la pureza! De la boca del sacerdote no debe
salir palabra que no sea santa, que no sea honesta y útil, pues tan
continuamente recibe el santísimo Sacramento.
7. Deben ser simples y castos los ojos acostumbrados a mirar el cuerpo de
Cristo, puras y levantadas al cielo las manos que tocan al Criador del cielo y
de la tierra. A los sacerdotes especialmente se dice en la ley: SED SANTOS,
PORQUE YO, VUESTRO DIOS Y SEÑOR, SOY SANTO.
8. ¡Oh Dios todopoderoso! Ayúdenos tu gracia a los que hemos recibido el oficio
sacerdotal, para que podamos servirte digna y devotamente con toda pureza y
buena conciencia. Y si no podemos proceder con tanta inocencia de vida como
debemos, otórganos llorar dignamente los pecados que hemos cometido, y de aquí
adelante servirte con mayor fervor, con espíritu de humildad; y con buena y
constante voluntad.